Tal vez si
fuéramos capaces de reinventar la rutina dejaríamos de ser criaturas de la
costumbre para convertirnos en criaturas de la imaginación. Rosa Regàs.
Por difícil que se
nos haga aceptarlo, peor es no hacerlo: terminaron las vacaciones. “El final
del verano llegó”, cantaba melancólicamente el entrañable Dúo Dinámico: se
agotó el exiguo territorio de la ligereza y la fantasía, y ahora empieza la larga
estación de volar a ras de suelo. Atrás quedan ya esas horas de libertad, en
las que no se nos reclamaba nada para seguir vivos. Echamos un vistazo con
nostalgia a los paisajes de nuestro estado de gracia, y nos parece que daríamos
cualquier cosa por retenerlos, que no se nos escaparan bajo la apisonadora del
tiempo. Pero el abismo ya está ahí, regresamos cabizbajos, igual que niños
pillados en una travesura, al imperio de los relojes, a la servidumbre de los
despertadores, al traje de trabajo bajo el cual palidecerá la piel morena.
Hemos vivido al
margen de nuestra tarea, de nuestros papeles, de la exigencia y la rutina. Tras
un breve paseo por la excepción, ahora toca volver a la costumbre. Se acabaron
las coartadas para la pereza, esa que hubo quien quiso vindicarla como derecho.
Hay que volver a ponerse al timón de nuestra nave, que parecía navegar sola,
abandonada a una dulce deriva. Habrá que pensar de nuevo qué comeremos mañana,
dónde aparcaremos el coche, con quién tendremos que hablar. Habrá que volver a
hacerse cargo de las reclamaciones y de las facturas, soportar el mal humor de
los demás sin poder culparles del nuestro.
Se acabó. Hay algo
extraño en esa certidumbre sin fisuras, esa imposición absoluta sin apelación.
Es como si nuestra vida sucediera por sí misma y no le hiciéramos falta; como
si una vorágine nos arrastrara al margen de nuestra voluntad. Así sucede con
todo lo que contradice nuestros deseos; en cambio, cuando el azar nos trae una
alegría inesperada, nos apropiamos de ella sin vacilar, nos parece que siempre
fue nuestra. Solo nos sabe a celda lo que nos lleva la contraria, lo que nos
duele, lo que, como Bartleby el escribiente, preferiríamos no hacer. “Estar a
las duras y a las maduras”: mejor si pudiésemos ahorrarnos las duras. Pero las
reglas del juego son las que son, y la vida nos lo recuerda siempre que tiene
oportunidad. Por ejemplo, con el avance implacable del calendario.
“Cuando despertó, la
obligación todavía estaba allí”, podríamos parafrasear a Augusto Monterroso: no hay tanta diferencia entre un dinosaurio y la responsabilidad. Creíamos que se había marchado porque no
queríamos verla, pero en el fondo sabíamos que solo se había camuflado, que nos
esperaba agazapada tras el paso de los días. No protestamos cuando nos trajo el
descanso: de nada servirá que lo hagamos ahora, cuando marca la vuelta al
trabajo. Nos sacaron al patio y sonó el timbre: aceptaremos con entereza la
subida a clase. Porque no tenemos más remedio, pero también porque algo nos
dice que nuestro idilio tenía algo de impostura.
Porque, ¿de verdad
fue para tanto esa felicidad que añoramos, o será que nos lo parece justo
ahora, cuando se acaba? ¿Realmente fuimos tan libres, estuvimos tan contentos?
¿O ese tiempo tenía también sus sombras? Sus requerimientos, sus incertidumbres,
sus esfuerzos. El problema del tiempo libre es que hay que pensar cómo
llenarlo, y eso trae su propia inquietud. Porque no solo se trata de ocuparnos
(¡aunque sea en la desocupación!), sino de hacerlo bien: es como si el deber, dentro de ese paréntesis, fuese disfrutar. Cuando en septiembre nos pregunten los
compañeros, no podemos contestar que no hemos hecho nada particular: hay que
hablar al menos de algún viaje, de algún exotismo que adorne lo excepcional. No
nos perdonaríamos limitarnos a confesar que nos hemos aburrido, que a veces no
sabíamos qué hacer, que el viaje tuvo menos aventura y menos novedad de lo que
habíamos esperado. No, las vacaciones tienen que ser un éxito, hay que
divertirse mucho, y a veces, para asegurar que al menos lo parezca, las
llenamos de nuevas actividades, de otras prisas y ataduras, de horarios aún más
programados que los de nuestra rutina. Y sucede a menudo que al regresar a casa
sentimos un cierto alivio, porque al fin podremos descansar… de descansar.
No quisiera caer en
el cinismo: todos preferimos estar de vacaciones. Tampoco consideraré, como
tantos, que el trabajo sea una suerte. Solo lo es para quien no lo tiene, y solo
porque hemos de ganarnos la vida. Pero, ¿quién no preferiría que se nos
regalara lo necesario, como a “las aves del cielo y los lirios del campo”?
Naturalmente, el trabajo en nuestra sociedad no está puesto para realizarnos,
ni para hacernos felices; está para que produzcamos, en última instancia en
beneficio de otros. Somos lo que Byung-Chul Han llama “sujetos de rendimiento”:
solo quien rinde vale, y solo valemos mientras rendimos. No, no se trata de
defender el trabajo, que, en estas condiciones, es de entrada alienante. Si
podemos librarnos de él durante unas pocas semanas, si podemos escatimarle una
parte de nuestra vida, ¡bienvenida sea!
Yo solo quería
subrayar que, aun así, no hay ninguna garantía de que ese tiempo de supuesta
libertad nos haga realmente libres; de que nos haga mejores y más felices. Porque
eso no depende tanto de nuestras actividades como de nuestra actitud. Ya Séneca
nos recordaba que uno, cuando va de viaje, siempre se lleva a cuestas a sí
mismo. Una mirada turbia puede empañar el más bello paisaje. En esto, el tiempo
libre no se diferencia del tiempo pautado.
Así que, en
definitiva, las vacaciones estuvieron bien, pero admitamos que tampoco fueron
la tierra prometida que pretendemos ver en ellas hoy que terminan. El final de
las cosas siempre nos induce a magnificarlas, precisamente porque ahora que se
van, ahora que ya no son reales, podemos poner en ellas todas nuestras
fantasías, todas nuestras nostalgias. Es fácil convencernos de que hubo un
tiempo en que tuvimos lo que esperamos. Precisamente porque esperamos, porque
ponemos la alegría fuera de la realidad, y ese es el mejor modo de sentir que
nunca la tenemos. Como dice Comte-Sponville, las añoranzas y las esperanzas
solo nos llevan a la insatisfacción: la única felicidad posible está en
disfrutar del presente, en fundar una alegría del aquí y ahora.
Y aquí y ahora
resulta que tenemos que volver a trabajar. “Quizá tengan razón los días
laborables”, meditaba Gil de Biedma. Esos días en los que se supone que no hay
aventura, en los que se nos deja tan poca libertad, en los que se nos subyuga
con tantas responsabilidades, tienen también el aroma del hogar, que cuenta con
sus propios dones, y el sabor de la costumbre, que protegen sus propios dioses.
Esos días son la oportunidad para reinventar no la excepción, sino la regla. Para
honrar a los manes, los dioses que
guardan el hogar, que es la nostalgia de todos los aventureros y la utopía de
los vagabundos. Para convertir la rutina en caja de pequeñas sorpresas, el
trabajo en ocasión de creaciones y, como dice Rosa Regàs, la costumbre en
imaginación.
Así, sin prisas y sin hacer ruido, llegarán las próximas vacaciones.