lunes, 29 de agosto de 2016

Vuelta de vacaciones

Tal vez si fuéramos capaces de reinventar la rutina dejaríamos de ser criaturas de la costumbre para convertirnos en criaturas de la imaginación.
Rosa Regàs.


Por difícil que se nos haga aceptarlo, peor es no hacerlo: terminaron las vacaciones. “El final del verano llegó”, cantaba melancólicamente el entrañable Dúo Dinámico: se agotó el exiguo territorio de la ligereza y la fantasía, y ahora empieza la larga estación de volar a ras de suelo. Atrás quedan ya esas horas de libertad, en las que no se nos reclamaba nada para seguir vivos. Echamos un vistazo con nostalgia a los paisajes de nuestro estado de gracia, y nos parece que daríamos cualquier cosa por retenerlos, que no se nos escaparan bajo la apisonadora del tiempo. Pero el abismo ya está ahí, regresamos cabizbajos, igual que niños pillados en una travesura, al imperio de los relojes, a la servidumbre de los despertadores, al traje de trabajo bajo el cual palidecerá la piel morena.
Hemos vivido al margen de nuestra tarea, de nuestros papeles, de la exigencia y la rutina. Tras un breve paseo por la excepción, ahora toca volver a la costumbre. Se acabaron las coartadas para la pereza, esa que hubo quien quiso vindicarla como derecho. Hay que volver a ponerse al timón de nuestra nave, que parecía navegar sola, abandonada a una dulce deriva. Habrá que pensar de nuevo qué comeremos mañana, dónde aparcaremos el coche, con quién tendremos que hablar. Habrá que volver a hacerse cargo de las reclamaciones y de las facturas, soportar el mal humor de los demás sin poder culparles del nuestro.
Se acabó. Hay algo extraño en esa certidumbre sin fisuras, esa imposición absoluta sin apelación. Es como si nuestra vida sucediera por sí misma y no le hiciéramos falta; como si una vorágine nos arrastrara al margen de nuestra voluntad. Así sucede con todo lo que contradice nuestros deseos; en cambio, cuando el azar nos trae una alegría inesperada, nos apropiamos de ella sin vacilar, nos parece que siempre fue nuestra. Solo nos sabe a celda lo que nos lleva la contraria, lo que nos duele, lo que, como Bartleby el escribiente, preferiríamos no hacer. “Estar a las duras y a las maduras”: mejor si pudiésemos ahorrarnos las duras. Pero las reglas del juego son las que son, y la vida nos lo recuerda siempre que tiene oportunidad. Por ejemplo, con el avance implacable del calendario.
“Cuando despertó, la obligación todavía estaba allí”, podríamos parafrasear a Augusto Monterroso: no hay tanta diferencia entre un dinosaurio y la responsabilidad. Creíamos que se había marchado porque no queríamos verla, pero en el fondo sabíamos que solo se había camuflado, que nos esperaba agazapada tras el paso de los días. No protestamos cuando nos trajo el descanso: de nada servirá que lo hagamos ahora, cuando marca la vuelta al trabajo. Nos sacaron al patio y sonó el timbre: aceptaremos con entereza la subida a clase. Porque no tenemos más remedio, pero también porque algo nos dice que nuestro idilio tenía algo de impostura.
Porque, ¿de verdad fue para tanto esa felicidad que añoramos, o será que nos lo parece justo ahora, cuando se acaba? ¿Realmente fuimos tan libres, estuvimos tan contentos? ¿O ese tiempo tenía también sus sombras? Sus requerimientos, sus incertidumbres, sus esfuerzos. El problema del tiempo libre es que hay que pensar cómo llenarlo, y eso trae su propia inquietud. Porque no solo se trata de ocuparnos (¡aunque sea en la desocupación!), sino de hacerlo bien: es como si el deber, dentro de ese paréntesis, fuese disfrutar. Cuando en septiembre nos pregunten los compañeros, no podemos contestar que no hemos hecho nada particular: hay que hablar al menos de algún viaje, de algún exotismo que adorne lo excepcional. No nos perdonaríamos limitarnos a confesar que nos hemos aburrido, que a veces no sabíamos qué hacer, que el viaje tuvo menos aventura y menos novedad de lo que habíamos esperado. No, las vacaciones tienen que ser un éxito, hay que divertirse mucho, y a veces, para asegurar que al menos lo parezca, las llenamos de nuevas actividades, de otras prisas y ataduras, de horarios aún más programados que los de nuestra rutina. Y sucede a menudo que al regresar a casa sentimos un cierto alivio, porque al fin podremos descansar… de descansar.
No quisiera caer en el cinismo: todos preferimos estar de vacaciones. Tampoco consideraré, como tantos, que el trabajo sea una suerte. Solo lo es para quien no lo tiene, y solo porque hemos de ganarnos la vida. Pero, ¿quién no preferiría que se nos regalara lo necesario, como a “las aves del cielo y los lirios del campo”? Naturalmente, el trabajo en nuestra sociedad no está puesto para realizarnos, ni para hacernos felices; está para que produzcamos, en última instancia en beneficio de otros. Somos lo que Byung-Chul Han llama “sujetos de rendimiento”: solo quien rinde vale, y solo valemos mientras rendimos. No, no se trata de defender el trabajo, que, en estas condiciones, es de entrada alienante. Si podemos librarnos de él durante unas pocas semanas, si podemos escatimarle una parte de nuestra vida, ¡bienvenida sea!
Yo solo quería subrayar que, aun así, no hay ninguna garantía de que ese tiempo de supuesta libertad nos haga realmente libres; de que nos haga mejores y más felices. Porque eso no depende tanto de nuestras actividades como de nuestra actitud. Ya Séneca nos recordaba que uno, cuando va de viaje, siempre se lleva a cuestas a sí mismo. Una mirada turbia puede empañar el más bello paisaje. En esto, el tiempo libre no se diferencia del tiempo pautado.  
Así que, en definitiva, las vacaciones estuvieron bien, pero admitamos que tampoco fueron la tierra prometida que pretendemos ver en ellas hoy que terminan. El final de las cosas siempre nos induce a magnificarlas, precisamente porque ahora que se van, ahora que ya no son reales, podemos poner en ellas todas nuestras fantasías, todas nuestras nostalgias. Es fácil convencernos de que hubo un tiempo en que tuvimos lo que esperamos. Precisamente porque esperamos, porque ponemos la alegría fuera de la realidad, y ese es el mejor modo de sentir que nunca la tenemos. Como dice Comte-Sponville, las añoranzas y las esperanzas solo nos llevan a la insatisfacción: la única felicidad posible está en disfrutar del presente, en fundar una alegría del aquí y ahora.
Y aquí y ahora resulta que tenemos que volver a trabajar. “Quizá tengan razón los días laborables”, meditaba Gil de Biedma. Esos días en los que se supone que no hay aventura, en los que se nos deja tan poca libertad, en los que se nos subyuga con tantas responsabilidades, tienen también el aroma del hogar, que cuenta con sus propios dones, y el sabor de la costumbre, que protegen sus propios dioses. Esos días son la oportunidad para reinventar no la excepción, sino la regla. Para honrar a los manes, los dioses que guardan el hogar, que es la nostalgia de todos los aventureros y la utopía de los vagabundos. Para convertir la rutina en caja de pequeñas sorpresas, el trabajo en ocasión de creaciones y, como dice Rosa Regàs, la costumbre en imaginación.
Así, sin prisas y sin hacer ruido, llegarán las próximas vacaciones.

jueves, 25 de agosto de 2016

Edad y locuras

“De cuando estuve loco”, canta el magistral Serrat, evocando los dulces excesos de la juventud y vindicando que nos dejen algo para la madurez. Y yo pienso que algo, sí, pero que no sea mucho, que ya no dan el cuerpo ni el alma para gestas. La juventud tiene tantas fuerzas sobrantes, tanto exceso de vida, que necesita ser toda ella exceso, rebosando sobre el mundo. Las locuras de juventud son más que desatinos, son desbordamientos de vida atolondrada de puro irrefrenable.
Luego viene la experiencia, que se confunde con el cansancio en su comedimiento. Entonces contemplamos las locuras juveniles con una mezcla de despecho y envidia (cuando nos faltan la ternura y el entusiasmo de Serrat). Despecho porque sabemos que acabarán gastándose, naufragando contra los arrecifes imperturbables de la vida, diluyéndose en la decepción; parecen, pues, un derroche, una pérdida vana, y en efecto lo son, como toda la belleza. Pero saberlo nos hace sentir el privilegio de la edad y de la experiencia. Muchos de nosotros no volveríamos atrás, al fuego que nos consumía por dentro, a esa fe ingenua en nuestro poder y en las promesas del futuro, ese porvenir que parecía tan largo y que luego pasó volando.
No, no volveríamos a tanto placer ni a tanto dolor. Pero a la vez no podemos contemplar ese tiempo anhelante sin algo de nostalgia, y de ahí la envidia: aunque quisiéramos regresar, nos sería imposible; es terreno vedado a la edad, es el reino del futuro, del cual ya fuimos exiliados, y que pertenece a esos otros potrillos desmandados y escandalosos, a los que observamos, decía, con una mezcla de paternalismo y añoranza. Nunca seremos más felices que entonces: con suerte, tampoco seremos tan desdichados. La edad apacigua los arrebatos, pero, para el que sabe aprovecharla, también las penas que los acompañaban. Y no tiene por qué faltar la alegría: una alegría tal vez un poco cansada, tal vez un poco cínica en ocasiones, pero que, en las almas claras, también puede tener espacio para las cosas que la juventud no tiene tiempo de contemplar: la paciencia, la ternura, la comprensión y la compasión, la calidez de las rutinas, la generosidad de los pequeños detalles y las pequeñas manías (porque las grandes no nos las aguantamos ni nosotros mismos)…
El pueblecito donde he pasado unos días de retiro veraniego tiene una pequeña plaza por donde, al atardecer, suele pasar todo el mundo. Hasta las vacas, que regresan al redil, siguiendo al campesino, y dejan todo el empedrado manchado de excrementos. Después de cenar, la gente sale al fresco. La chiquillería, entre gritos, risas y disputas, anda en sus juegos y sus carreras. Sus padres, si no se quedan en casa viendo la tele, van a dar una vuelta, por estirar las piernas. Y los viejos se sientan en el único banco, un cajón de mampostería; ven pasar a los demás, a veces en silencio, a veces charlando de sus ocurrencias. Un mismo lugar para tres mundos. 
Hay que saber estar donde se está, decía mi abuela. Nada más patético que un hombre maduro con maneras de jovenzuelo; nada más triste que un joven comportándose con el escepticismo de un mayor. Aprovechemos lo mejor de cada etapa de la vida: que la juventud sea locura y la madurez, si no sabiduría, al menos comedimiento y prudencia, que se le parecen; y también, de vez en cuando, un puntito de nostalgia, pero sin demasiada tristeza.
Para los que de jóvenes sufrimos demasiado, y nos contuvimos demasiado, y no lo entregamos todo, la madurez es la oportunidad de comprender qué confundidos estábamos, y de asumir lo que ya se perdió irremisiblemente. De nada sirve lamentar lo que no fue, sobre todo si el lamento se alarga demasiado. Es mejor agradecer lo que sí tuvimos, que suele ser más de lo que admitimos, y pensar en los que tuvieron menos o no llegaron a tener nada. Porque hubo quien se quedó por el camino: ni su caída ni nuestra carencia tienen nada que ver con la justicia; simplemente, así es la vida, la misma vida que amamos y que por tanto tenemos que aceptar como es. Maravillosa y cruel; triste y gozosa. Insólita y absurda, al cabo. “El dolor de hoy forma parte de la felicidad de ayer”, se repite el protagonista de la película Tierras de penumbra. Recordémoslo cuando nos duela la espalda o empiece la artrosis.
Y recordemos, de paso, que cada edad tiene sus propios dones, y que cada día es un regalo (puesto que podríamos no haberlo tenido; puesto que otros no lo han tenido; puesto que nadie nos lo debe), y que está en nuestras manos convertirlo en gozo. Porque la felicidad, como nos recuerda Comte-Sponville, es desear lo que tenemos, no lo que nos falta.
No sé si Serrat estaría de acuerdo con esta disertación sobre el sentido común y el buen juicio. Él, que en todas sus canciones ha estado de parte de la vida, venga como venga y pida lo que pida, se reiría seguramente de mis timoratas llamadas a la prudencia. Menos realismo y más emoción, me diría, y apechugar con lo que toque. “De cuando estuve loco aún conservo un par de gramos de delirio en rama, por si atacan con su razón los cuerdos”, proclama en su canción, y me temo que eso va por mí.
Dejémoslo en tablas, maestro. A veces la aventura llama a la puerta, y lo más sensato es volverse loco y disfrutarla. Faltaría más. Pero las locuras hay que pagarlas a tocateja, y ahí la vida no perdona. Sin ir más lejos, le diré que el mismo que escribe ya se embarcó en bellos disparates muy parecidos al que usted narra en su canción: también a mí se me subió el mercurio, desempolvé el carné de majara y me lancé hacia el sur, y más de una vez (aunque yo, como no sé llevar moto, fui en tren, y la vez que fui más lejos, en avión). Mis arrebatos acabaron en decepción o en naufragio. No me quejo: formaba parte del desafío. Además, se me podría achacar lo torpe que soy a la hora de arreglármelas con estas cosas. Pero, por eso mismo, ahora mejor me lo pienso antes de darle gas a la moto. Yo solo digo que cada cual se sabe lo suyo, o debería sabérselo, y hacer su presupuesto antes de echarse al monte. Que, como decía al principio, ya no está el cuerpo para dormir a la intemperie. Por lo demás, es cierto que al final todos acabaremos en el mismo sitio, así que cada cual vea cómo gasta lo que le queda.
En la película Una historia verdadera, la hija del viejo Straight le enumera un repaso de todos sus achaques, para convencerle de que no está para hacer esa locura de viaje que se le ha metido en la mollera. Después de dejarla acabar, Alvin simplemente replica: “Rose, todavía no estoy muerto”. Y mientras no estamos muertos siempre queda alguna alegría por apurar, y tal vez alguna locura aunque sea modesta por hacer.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Amar lo que duele

No estamos hechos para amar lo que duele. Duele, precisamente, para que no lo amemos, para que lo rechacemos, para que entendamos su condición de enemigo. El dolor es un semáforo, un piloto de alarma. Algo funciona mal y nos transgrede. En términos de Spinoza, algo contraría nuestra fuerza vital, y socava nuestra alegría. Un biólogo diría que amenaza nuestra persistencia. 

Sin embargo, el dolor nos habla también de otras cosas, y su palabra es siempre sabia. Nos instruye sobre lo que hay que desear y lo que es mejor dejar marchar aunque nos cueste. Nos emplaza a preguntarnos por lo bueno y lo malo, porque el dolor es siempre malo, pero lo bueno es a veces doloroso. Nos educa en nuestra pequeñez, que tal vez podamos compensar con la grandeza de aceptar. 
Friedrich tenía razón: amar lo que duele es ya convertirlo en otra cosa. Es absorberlo en el alma hasta confundirlo con nosotros. Es salvarse del miedo zambulléndose en su centro, allá donde es tan puro que no duele, porque lo ocupa todo y no puede verse. Él, que conocía bien el dolor, estaba dispuesto a asumirlo como un precio de la autenticidad; si optamos por la vida, hay que hacerlo hasta las últimas consecuencias. Como nos pasa con los seres queridos, no se puede tomar solo una parte: hay que amarlos completos, incluido lo que no nos complace. Esto dice mucho sobre lo que es realmente el amor: una afirmación incondicional, que solo elige al principio, y que el resto del tiempo acepta y defiende. 

El amor tiene sus propios padecimientos, y por eso a veces preferiríamos no amar. El principal es afrontar que un día terminará: o languidecerá el propio amor, porque así somos las personas; o se consumirá lo amado, porque así es la vida. En ambos casos, el hueco en el mundo será terrible, nos vaciará una parte del alma para siempre. Lo más difícil será aceptarlo, tan difícil que hay quien no lo consigue, y se queda atascado en la negación. Después de la aceptación nos tendremos que acostumbrar a caminar con un desgarro a cuestas. Hay quien prefiere no amar para evitar estas pruebas tan difíciles, que sin embargo, y por suerte, solemos superar; porque la vida está llena de nuevas alegrías y nuevas penas; y nuevos amores. 
Pero el amor, en sí mismo, nos trae muchos otros desvelos. La persona amada nos hace sufrir, porque entre ella y nosotros siempre queda un abismo y una lucha. Solemos creer que el amor nos da derechos, cuando solo trae deberes. Y sufrimos también con el dolor de quien amamos, porque su alegría y su pena nos conciernen. 

Amar lo que duele: quien se atreva, que lo intente; quien pueda, que lo consiga. Al otro lado está la paz con el mundo y con el destino, y una vida tan llena de aflicciones como otra, pero que al menos no las encara como enemigas. Epicuro no rechazaba el dolor, simplemente recomendaba evitarlo y, en caso de que esto no fuera posible, aceptarlo. Puro sentido común, que nos parece más humano que la fórmula estoica de desprenderse de todo para no depender de nada. No se trata de buscar el dolor —lo cual es innecesario, porque de todos modos vendrá por sí mismo—, pero cuando nos toque habrá que dejarle hacer. Replegar las velas de la vida («Contente y abstente») para evitar ocasiones de dolor es renunciar de antemano a la fuerza del viento. Ser humano es desear, es apegarse, es exponerse, es amar y, en definitiva, llenarse de barro, aun a sabiendas de que es para nada, de que todo se perderá al final. Por eso ser humano requiere valor, y pide ayuda a la sabiduría. Nietzsche habría coincidido con Epicuro.

martes, 16 de agosto de 2016

¡Qué deprisa olvidamos!

A veces, en algunos momentos de insólita lucidez, tal vez conmovidos por una alegría o una tristeza demasiado grandes, tal vez trastocados por un suceso que nos desborda, vislumbramos qué es lo realmente importante, cuál es la verdad que no deberíamos perder de vista, dónde reside auténticamente la vida...
No basta con pensarlo. Pensar tiene mucho valor, y puede resultarnos muy útil, pero no nos sacude como un buen amigo que se esfuerza por abrirnos los ojos, no nos estremece como el amor. Solo lo que sentimos, lo que nos sale del fondo, nos transforma hasta el fondo. Los pensamientos son como un revuelo de hojarasca: superficiales y mortecinos. Para hablar con la vida hay que hablar en el lenguaje de la vida: el de la pasión, el de la alegría, el del dolor... Solo entonces tañemos las cuerdas de nuestra propia hondura vital. Tal vez haya mucha más verdad —o una verdad más certera— en la poesía que en la reflexión.
Y a veces, por suerte, tocamos la poesía con la punta de los dedos, y aun tenemos más suerte si sencillamente nos agita como una corriente de aire, que se cuela por debajo de todas nuestras puertas —¡y solemos tener tantas!—. Es decir, a veces somos sabios; lo somos porque sabemos, porque comprendemos, porque, al ser tocados, todo en nuestras fibras dice sí. "¡Claro, era eso!", podemos exclamar, remedando aquel "¡Eureka!" con el que Arquímedes saludó al agua de la bañera. Una chispa ha prendido en la paja de nuestra intuición.
Se dirá que hablar así resulta peligroso, y con razón. No hay engaño más atroz que el que nos regalamos envuelto en entusiasmo o en angustia. La fe religiosa debe ser algo así. Pascal, tan gráficamente, la comparó con un salto a ciegas: cerrar los ojos y dejarse llevar por el ímpetu de lo que nos complace, y dar entonces —¡ay!— un salto en el vacío, cayendo a los arrecifes. Hay que ser cuidadoso con los arrebatos. La hermosura o la placidez tienen su propia verdad, que puede resultar muy poco verdadera. El fanático que se lanza cubierto de bombas contra una multitud de inocentes cree estar vislumbrando la salvación al otro lado, porque se ha vuelto tan ciego que en lugar de ver personas solo ve obstáculos. No, la única condición que debemos poner a nuestros embelesos es que, como los puentes, nos sirvan para alcanzar el otro lado, no para quedarnos en ellos. Hay que poder interrogarles una y otra vez, quizá sobre todo con el corazón, pero no solo con el corazón.
Entonces podemos abrirnos a ellos confiados. Hay quien cree ver la verdad en el contraluz de sus luminosas creencias. Exploremos esa verdad. Para otros, menos pretenciosos, un momento de lucidez es solo la condensación de intuiciones largamente presentidas; como el eureka del griego: las piezas parecen haber encajado en un todo que es mayor que la suma de ellas. Nada metafísico: solo materialismo entusiasta, como el de Nietzsche.
Así que a veces creemos ver chispazos de verdad. Centellas que nos incendian por un momento, con un fuego urgente e impetuoso. "¡Eureka!" Vivir es solo el movimiento de la materia, la ola que se alza y cae, la vibración en la superficie del estaque que ensancha sus círculos hasta verlos romper en el ribazo. "¡Eureka!" La muerte es la espuma que deja el agua que cayó. "¡Eureka!" Entretanto, solo vale el amor, es lo único consistente, lo demás es también espuma de los días...
A veces tenemos deslumbramientos de sabiduría, y entendemos lo que importa. Qué pena que luego se nos pierdan en el tumulto de las jornadas, y los olvidemos tan deprisa. O tal vez eso sea bueno. Hay quien queda cegado por mirar directamente la luz.

lunes, 15 de agosto de 2016

Sirenas varadas

Hay cosas que no pudieron ser verdad.
Alejandro Casona: La sirena varada.



La vida va discurriendo como un río atropellado, ya lo dijo Heráclito a propósito del tiempo que pasa y lo cambia todo, y más tarde lo cantó Jorge Manrique con una belleza no igualada. Los años nos devastan porque vivir es eso, ir quemándose como una vela para poder dar luz.
Es humano mirar atrás hacia lo perdido, con melancolía, se diría que hasta es bello y obligado. Lo que se fue nos acompaña desde el recuerdo, pero también desde la misma sustancia de nuestro ser, porque somos lo que el pasado ha hecho de nosotros. Lo que se quedó por el camino merece nuestro homenaje y hasta nuestro lamento. Pero somos hijos de esa flecha imparable, y estamos hechos para avanzar. Hay que atender los reclamos de lo perdido, pero para repetirle nuestro juramento de amor, no para quedarse atrapado en la nostalgia. Vivir es seguir fluyendo.
A veces, cuando el dolor es grande o cuando no sabemos muy bien cómo arreglárnoslas, sentimos la tentación de bajarnos del tren, de quedarnos encallados en algún recodo de la corriente. Nuestro cuerpo envejece, nuestra mente atiende como puede a lo cotidiano, pero es como si una parte de nosotros se hubiese salido de la vida, enredada en los matojos de la ribera. Algo en nuestro interior está ausente, se quedó clavado en otro tiempo, o renunció a seguir adelante, o no supo cómo hacerlo, o se obstinó en no despedirse de lo perdido, en mantener la ilusión de que se quedó con nosotros.
Todos tenemos alguna de esas partes que se han salido del tiempo, que se quedaron con los muertos, haciéndoles compañía como para que se nos mueran un poco menos. Todos tenemos, también, deseos que no llegaron a germinar, y se nos quedaron clavados como semillas fallidas, sueños que no encontraron el modo de abrirse paso, renuncias o resignaciones que abrieron tristes agujeros en el alma. Todos los tenemos, y procuramos seguir adelante con ellos, aunque nos acongoje esa salpicadura de huecos en la médula: los vacíos que dejó lo perdido, y los que abrimos a la espera de lo que no llegó.
La mayoría, por inconsciencia o por voluntad, hemos aprendido a vivir con esos agujeros en el ser. Sin embargo, algunas personas no han conseguido sobreponerse, y para ellas los huecos del alma han marcado la pauta de la vida, se han convertido en su seña de identidad. Son como eternos habitantes de una estación que esperan el tren pero no suben en él. Porque no pueden o porque no quieren.
No tenemos derecho a juzgarles: ¿qué sabemos nosotros del dolor y del amor de los demás, de sus querellas y sus componendas con la vida? No tenemos derecho a compadecerles: ¿acaso estamos seguros de que sus naufragios son peores que los nuestros? No tenemos derecho a salvarles: ¿quién conoce cabalmente sus motivos, quién nos dice que quieren que les salven?
Solo tenemos derecho a acompañarlos con nuestra tristeza callada, con nuestra solidaridad discreta, con la camaradería de nuestras propias nostalgias. A mí me duelen sobre todo las mujeres, y no porque me parezcan más débiles, sino todo lo contrario: creo que es porque, como hombre, asocio a ellas la fuerza de la vida, el poder de la ternura y la fecundidad, y me acongoja ver rota esa potencia que no logró florecer, rasgada esa vela, tejida para hincharse de viento, que no salió a la mar. Me duele como una espina tanta predisposición a la felicidad en vano, tanta capacidad para la alegría contrariada.
Una mujer que perdió a su marido y decidió guardarle un luto eterno, enterrando con él una parte de ella que ya nunca revivió. Otra que fue abandonada y jamás recuperó la confianza en el amor. La que, como la protagonista de la película Calle Mayor, ansiaba casarse y tener hijos y se quedó recluida en una lánguida soltería. García Lorca las entendía bien, y reflejó su impulso roto en La casa de Bernarda Alba. Sé que ellas al menos sobreviven, sé que hay tragedias mucho peores en todos los rincones del mundo, sé que no son las únicas que sufren y quizá no sean las que sufren más. Pero dejadme que hoy dedique la melancolía a mis sirenas varadas.

viernes, 12 de agosto de 2016

Ir de pardillo

En una conversación de verano, como quien no quiere la cosa, un amigo me regaló un artefacto psicológico que desde entonces me ha hecho pensar mucho y me ha sido muy útil. Hablábamos sobre nuestros buenos y malos ratos en el cuartel donde habíamos hecho la “mili”, desgranando los recuerdos con la tierna benevolencia que da la distancia y sentirse a salvo de lo que ya terminó. Mi amigo me hizo una confidencia: “Confieso que al principio me descolocaste. Me parecías un pardillo, con tu aire místico y tu palabrería de jesuita. Luego me di cuenta de que, en realidad, te esforzabas por ser preciso”. Supongo que el buen hombre, aun con su media sonrisa, pretendía hacerme un halago, pero a mí su juicio me sentó como un tiro. “Caramba, así que un pardillo”, repliqué. Había dado en el blanco y me había dolido. No se lo perdoné.
El cartel de pardillo que me colgó mi amigo es una de esas imágenes que uno ya no consigue quitarse nunca de la cabeza. Pero en el fondo le estoy agradecido. A veces el concepto adecuado nos permite condensar en una metáfora —todos los conceptos son metáforas— una nube de sensaciones, ideas y vivencias que nos rondan sin acabar de cobrar forma. Por eso sigo insistiendo en la reflexión y la poética de las palabras: el poder de la palabra, cuando acierta, es hacer casi palpable lo indefinido, lo cual nos permite encararlo con más eficacia, utilizarlo y manipularlo para que la vida nos parezca más controlable. Los psicólogos llaman a algunas de esas palabras certeras artefactos, precisamente por su utilidad al habérnoslas con el mundo, que es tan complejo, y con nosotros mismos, que quizá lo seamos más.
Un pardillo, pues. Pajarillo inocente. “Persona incauta”, define María Moliner. Ingenuo, cándido, un poco bobo. En efecto, lo soy, y en la juventud lo era más. Lo he comprobado en muchas circunstancias, con muchas personas distintas. Desde que tengo memoria. Y de una forma compleja, porque lo he reafirmado orgullosamente como seña de identidad y a la vez me lo he reprochado como prueba de estupidez; creo que tengo una cierta vocación de pardillo, pero una vocación contradictoria, porque una parte de mí la contempla con aprecio, y otra la impugna con irritación. “Tu mejor virtud es también tu peor defecto”, me sentenció una antigua novia poco antes de que cortáramos, refiriéndose en parte a ese aire inocente y alelado de mi postura en el mundo, que es al mismo tiempo —debo admitirlo— impostura, porque me sirve de disfraz. Como pardillo he atacado pareciendo que me defendía, me he ocultado sutilmente tras una fachada de transparencia. Como pardillo he sido engañado y he mentido, mientras daba la impresión de que me dejaba engañar; he inspirado desprecios que me han evitado conflictos, pero que en ocasiones, ay, al eludirlos me han conducido a otros peores. Ir de pardillo ha sido mi pose y mi debilidad, es decir, un modo de ser a la vez tramposo y sincero. Hay franquezas que mienten, y mentiras que nos definen con más fidelidad que las verdades. Las personas damos para muchas paradojas.
La sentencia de aquella novia también me ha acompañado toda la vida, y le estoy tan agradecido como a mi amigo de la mili, porque gracias a ellos he podido entenderme un poco más, y sobre todo entender algunas de las cosas que han ido pasando. Hace tiempo, me enteré de que los compañeros de trabajo me llamaban curilla; me molestó y me divirtió, porque debo reconocer que el término era ingeniosamente preciso. Un curilla lo bendice todo, lo comprende todo, lo perdona todo... al menos aparentemente. De nuevo la postura que es una impostura. De nuevo la imagen verdadera que nos sirve para escondernos tras ella. La mejor virtud, el peor defecto: el tiempo ha demostrado que aquellos compañeros me apreciaban, que en el apodo que me habían colgado había una inquina tierna.
Entiendo que un pardillo resulta irritante, porque yo también lo siento ante otros. En parte, porque, como sucede con los bobos propiamente dichos, lleva a su alrededor, como un aura, un vacío que lo aísla del mundo y que nos impide acceder a él; da la impresión de que todo lo que le lancemos, sean halagos o pedruscos, se va a quedar por el camino, flotando en ese limbo eterno de los ausentes. Pero creo que lo más irritante del pardillo es que nos transmite una incómoda sensación de simulación, que hace que no sepamos muy bien a qué atenernos en su presencia. ¿Será realmente tan ingenuo como parece, o se lo estará haciendo? Ir de pardillo es una buena estrategia para desconcertar al enemigo, y ahí tocamos el meollo de la cuestión. El pardillo atraerá risas, pero pocas veces hostilidad; será ignorado o despreciado, pero el ataque resultará mucho menos probable.
Debo decir en mi descargo al menos dos cosas. En primer lugar: por muchas falsedades que se le puedan recriminar al pardillo, su rol no es menos impostor que cualquier otro. En el gran teatro del mundo todos interpretan su papel con algún as en la manga. Todos mienten con cierta sinceridad. Todos son auténticos con cierta astucia. Goffman lo ha descrito bien: se trata de sobrevivir, de sentirse significativo, de salir airoso, de conseguir lo necesario de los otros. La depresión —con todos los respetos por su incuestionable sufrimiento— sirve a menudo como coartada para una barra libre de reproches, o como un modo de escabullirse de muchas responsabilidades. La simpatía encubre a veces un sañudo cinismo. El supuesto arrojo tapa las profundas vulnerabilidades. Pero, además, cada uno de esos papeles trae consigo un tributo que hay que pagar por él. El pardillo evitará conflictos, pero tal vez a costa de no ser tomado muy en serio, de no contarse con él para los asuntos importantes, de no confiarle tareas graves. El pardillo se evitará enemigos, pero también perderá admiraciones y reconocimientos. En la tribu apenas se le considerará un rival, pero, precisamente por eso, es menos probable que gane los favores de las hembras: ¡cuántas veces las muchachas que me gustaban se libraron de mí asegurando que les parecía un “buen chico”! Como dice el sacerdote protagonista de la película Stigmata, uno renuncia a unos problemas para tener otros problemas.
Nunca he estado cómodo en mi papel de pardillo, y sin embargo no he podido evitar caer en él una y otra vez. He soñado con dar una imagen de más seguridad, mostrar una planta más severa e imponente, inspirar al menos esa pizca de temor que nos mueve al respeto. Mi padre me reclamaba de joven que me hiciera valer, y repetía: “¡Ponte derecho!” Hobbes y Maquiavelo, dándole la razón, me habrían considerado un palurdo: para el primero, el mundo era una lucha de todos contra todos, el hombre lobo para el hombre; para el segundo, la prioridad es asegurar el poder frente a los otros, al precio que sea. Nietzsche me habría despreciado, por hipócrita y por débil, pero sobre todo por subordinar la autenticidad a la seguridad.
Una parte de mí les da la razón, y me califica de timorato y perezoso. Será que me falta osadía, o valor, o  confianza en mí mismo. Pero me temo que también me falta vocación, que soy un poco rousseauniano y de algún modo sigo creyendo que “todo el mundo es bueno”. Si puedo evitar una contienda mediante un pacto, mejor. Tal vez ir “con el lirio en la mano” me sirva para sostener la ilusión de que mi entorno es un poco más seguro y algo menos amenazante; tal vez lo haga, en fin, por desconfianza. O por simpleza innata, o por inmadurez. Sin embargo, suelo vislumbrar, aunque sea a ráfagas leves y pasajeras, las vulnerabilidades que aquejan a todos los que me cruzo; sé que muchos de ellos van de duros, y no lo son tanto: yo voy de blando, de buenazo (no de bueno, eso es otra cosa), y tampoco lo soy tanto. A la gente le gustan las sonrisas, incluso un poco tontas.
Ya no soy el que era, por supuesto: la vida me ha hecho más áspero y menos ingenuo, al menos en lo tocante a qué puedo esperar de los demás. Me temo que sonrío menos que antes. Pero sigo prefiriendo mantener una buena predisposición, sigo resistiéndome a entonar a coro el refrán: “Piensa mal y acertarás”. Me gustaría poder decir que mis convicciones emanan de la compasión, eso que los budistas llaman la bodichita, la conciencia piadosa del sufrimiento ajeno. No, no voy a exaltar la excelencia moral de la ingenuidad, y mucho menos de la mía. Ir de pardillo no tiene ninguna grandeza. Pero la arrogancia o el despotismo tampoco. Así que, como no tengo remedio, haré de la necesidad virtud y, cuando me recordéis que el mundo es egoísta y cruel, con algo de esa rebeldía adolescente que no he acabado de quitarme de encima, os replicaré, como José Agustín Goytisolo: “Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá, me lo dijeron muchas veces, yo lo olvidaba muchas más”. Y ríase la gente.

Siempre nos queda la risa

A veces, cuando observo con atención los dramas de mi vida
―que son como los de todas las vidas―, me parece que la risa aguarda escondida detrás del escenario, como un duendecillo travieso, y que bastaría apartar los decorados para escuchar sus carcajadas. Es como si la risa fuese la oportunidad de llegar un poco más adentro, al corazón de las cosas, allá donde se difuminan los límites entre el sentido y el absurdo, y la pretendida lógica de nuestras convicciones se queda en paños menores con toda su inconsistencia al aire. En esas ocasiones, me pregunto si la risa no estará más cerca de la verdad, no será nuestra gran oportunidad para la sabiduría, esperando a que nos atrevamos a volvernos un poco más locos, es decir, más juiciosos. Dicen que Hipócrates fue llamado para curar al filósofo Demócrito de un ataque de risa imparable, y que el gran médico griego diagnosticó que no estaba loco, sino que era un sabio, puesto que se reía de la inmensidad de la estupidez humana.
Hablo, por supuesto, de la risa tierna, de la risa dulce y compasiva, tal vez más bien de esa sonrisa con que suelen representar a Buda meditando: una serena aceptación universal con un punto de picardía. Quizá meditar sea un esfuerzo por sonreír. No me interesa la risa como arma arrojadiza, la carcajada sarcástica que pretende herir o humillar; cuando se me escapa me hace sentir un canalla. Tampoco la del que se desentiende del sufrimiento humano, la risa que desprecia y abandona, espetando: “¡Con su pan se lo coman!” Ésa nos convierte en míseros; el dolor del mundo es tanto y tan malvado que quizá no siempre podamos reírnos. Sin embargo, ¡qué impacto de grandeza cuando vemos reír a alguien que sufre! ¡Qué lección para nuestro talante puerilmente quejoso, atrapado en tantos pesares imaginarios, ridículos en comparación con los de otros! En un documental sobre un pueblo del Tíbet, junto a la dureza de la vida de aquella gente, su pulso con el clima, la escasez de los alimentos, el esfuerzo de la supervivencia, se nos mostraban sus fiestas ancestrales, vividas con ilusión y entusiasmo, y la sonrisa con la que encaraban los largos días y los inciertos años. Llorar cuando toque, y reír el resto del tiempo: ¿no es eso lo que buscamos?
Me gustaría saber reír un poco más cuando me acometen mis súbitas melancolías y cuando me agobian mis ridículos problemas. A veces lo consigo, y me pregunto qué habría sido de mí sin el humor. Tal vez gracias a él he salido bastante airoso de los campos de minas, y he logrado escabullirme de muchas arenas movedizas. Puede que sin sus frescas ráfagas de chifladura hubiese naufragado en unos arrecifes de locura verdadera. Es lo que le sucedió a Holderlin por hacer inmersiones demasiado minuciosas en los sentimientos, y a Nietzsche por volar tan alto con la mente. No pretendo compararme con tales genios más que en nuestra común condición humana: todo, incluso lo virtuoso, puede resultar tan excesivo, tan desmesurado, que acabe por arrastrarnos. El humor tiene el poder de rescatarnos del hechizo de nuestros sueños y nuestras pesadillas, poniéndonos los pies en la tierra.
La vida es grumosa, pesada, “viscosa”, como dijo Sartre. Vivir es sentirse continuamente empujando algo cuesta arriba, como Sísifo con su roca. Hércules tuvo que dar la vuelta a las horas con sus doce trabajos de gigante: nosotros giramos y giramos en nuestros esfuerzos de enanos. Nuestra vida es agotadora de puro baladí, porque cada trivialidad se nos presenta como un desafío. Para vivir hay que trabajar mucho, hay que soportar mucho, hay que apretar mucho los dientes y creer —¡y qué difícil nos resulta a veces!— que tanto esfuerzo vale la pena. Sartre nos recordó que somos libres, y esa libertad de inventarse y de hacerse, ya lo dijo Ortega, es una dura tarea, que casi siempre nos obliga a ir contra algo: contra la gravedad que quiere despeñarnos, contra el temor que nos recuerda nuestra vulnerabilidad, contra la propia tendencia a rendirnos. Parece como si lo bueno siempre tuviera que costar, mientras que lo malo viene solo: ¿entropía del gozo? Y en el fondo de todo, el universo como un gran interrogante, saber que todo se perderá como cenizas al viento, que nuestra presencia se acallará pronto como un eco, devorada por el silencio.
“Escucha la risa del río”, le aconseja el barquero a Siddharta, para apaciguar sus angustias. El mundo, según se mire, parece un inmenso capricho, una broma pesada. Pero también una poesía. El universo ríe porque es grande y absurdo, y el humor es el aroma de ese absurdo. El humor nos salva porque nos sume en unos instantes de locura, allá donde la cordura amenazaba con aplastarnos, y entonces, fugazmente, nos parecemos a la propia existencia. Nos confundimos con ella como los camaleones, caminamos a su paso, nos acompasamos a su pauta delirante, y quizá por eso la olvidamos. Nada tiene trascendencia, nada es demasiado serio a escala cósmica: ¿por qué habrían de serlo nuestras preocupaciones, nuestras pérdidas, nuestros dolores, tan banales?
“La última carcajada es para ti”, le dicen a Bryan, en ese espléndido final de la película de Monty Python, los otros crucificados. Le invitan así a hacer lo único —¡y no es poco, si se consigue!— que le queda ante la muerte: reírse en su cara. El hombre es eso: el que puede reírse aún, el que siempre tiene la opción de la risa. La última carcajada es nuestra libertad última: Sartre, aunque con porte más severo, nos diría que aún podemos elegir. Camus imagina a Sísifo sonriendo al ver que la piedra, que remontara con tanto sudor, vuelve a caer implacable por la ladera. Lo angustioso se convierte en irrisorio cuando decidimos reírnos: “No estoy seguro de que haya vida antes de la muerte”, podemos decir con Groucho Marx. Epicuro también prometió despedirse del mundo con una carcajada, y aseguró que incluso escupiría a todos los carceleros que pretenden someter la vida humana.
Nuestra levedad es grave solo porque aún soñamos con sentirnos trascendentales; desde la perspectiva del universo, somos un accidente infinitesimal, un fugaz picor en las posaderas del cosmos. ¿Por qué no habría de tener razón el universo, que es mucho más vasto y más viejo? ¿Por qué no reírnos con él de nosotros mismos? Esa risa no trae solo un inmenso alivio: además nos reafirma como seres libres, es a la vez una entrega y un gesto de dignidad definitiva. No se trata de heroísmos, que serían hurgar en la miseria de nuestra insignificancia, sino todo lo contrario, de afirmar la insignificancia pero mirándole a la cara. La risa tiene algo de desquite: De acuerdo, yo soy una nada, pero tú solo eres una nada más extensa. Yo desapareceré, pero no habré estado aquí con menos contundencia que tú.
Reír es lo más urgente, lo más serio. El gesto grave y riguroso nos pone en tensión con lo inevitable, que siempre gana. Si tiene que ganar, venzámosle rindiéndonos con nuestra risa. La risa aligera nuestros pesos, porque se los entrega a la gravedad. Hay que ir soltándolo todo por el camino: hagamos limpieza en la mochila. La risa nos pone en nuestro sitio, y de paso recoloca todo lo demás. Vivir es trágico, o sea, cómico. El humor resuelve esta paradoja.

lunes, 8 de agosto de 2016

Sueños de muerte, sueños de amor

Antenoche soñé que había muerto la dueña del bar donde suelo desayunar; contemplaba un cuadro suyo, donde a la vez estaba su foto y una etiqueta en la que no sé qué ponía. Así es como, al parecer, mi inconsciente se despide poco a poco de un universo en el que viví quince años, el lugar donde trabajé hasta el año pasado y que ahora, con mi traslado, va languideciendo entre las brumas que cada día se cierran un poco más sobre el ayer. Así, también, debe estar preparándose mi inconsciente para otros finales que se anuncian no muy lejanos, y que trastocarán mi mundo tan profundamente que ya nunca será el mismo: mis padres en la barrera de los ochenta años, un amigo con cáncer, mi gata vieja y quejosa; achaques, dolores, estragos que anticipan la ausencia. La muerte se anuncia, la muerte viene en cada pérdida, la muerte se nos lleva siempre un poco cuando se va por un tiempo, avisándonos de que es solo una prórroga...
Anoche soñé con dulces compañías, con el calor femenino y la ternura de una amiga de la que siempre estuve un poco enamorado. Ayer la vi, y desde entonces no he podido quitarme de la cabeza fantasías de complicidad, nostalgias de cariño. Así mi inconsciente parece reclamarme para la vida, con su ley inexorable de anhelos, con su requerimiento de nuevas aventuras, urgiéndome a agitar los remansos de una soledad cómoda y apacible. T. Moore insiste en que el alma no quiere sosiego, o al menos no lo quiere siempre: el alma quiere desplegarse, derramarnos por el mundo, rompernos si es preciso para que se realice su aliento.
“La muerte y el amor, el amor y la muerte”, canta Pablo Guerrero. Tan juntos, tan misteriosos, tan arrolladores frente a nuestros sueños de orden y control. “No perdono a la muerte enamorada”, proclamó Miguel Hérnández. Aborrecemos el sufrimiento, y Buda nos explicó cómo evitarlo, pero el precio siempre nos parece demasiado alto: renunciar al deseo, a la esperanza; apagar el hambre a fuerza de aplastar el ansia. Parece que si no deseamos, y por tanto si no tememos, no quedará nada de nosotros, y en efecto, se trata de disipar el yo, de dejar de ser alguien para ser, simplemente. Un proyecto magnífico y valiente, pero, ¿somos nosotros magníficos y valientes, o solo un barro que aspira a levantarse y arrancarle al sol algún destello, para luego caer de nuevo, secarse y ser un polvo que dispersa el viento? “Polvo seré, mas polvo enamorado”, nos consuela Quevedo. Quizá prefiramos sufrir, para seguir sintiendo que vivimos, que somos algo que ama y que, porque ama y sufre, no ha muerto aún.
El amor y la muerte. Inextricables, y, sin embargo, rivales. Amar es creer que la muerte no existe, un acto de fe en la vida que le lleva la contraria a la muerte. Pero la muerte viene, y se lleva lo amado, y nos demuestra qué frágil, qué vulnerable era en realidad nuestro vínculo. “Temprano estás rodando por el suelo”, se lamenta Miguel. No, el amor no triunfa sobre la muerte, y ese es el estupor más grande, más que el de saber que moriremos. Camus hablaba de la conmoción del ser ante su fin definitivo, el absurdo de comprender que nuestra existencia no dejará marca, que nuestra presencia no tiene profundidad, que habrá un futuro perfectamente ajeno a nosotros. Pero, aunque logremos intuirlo, nos es imposible asimilar un vértigo tan grande. Nuestra muerte nos da miedo, pero solo miedo: un temor abstracto, difuso, inverosímil. Epicuro tenía razón, cuando ella esté, nosotros no estaremos: jamás tendremos la experiencia de esa absoluta nulidad.
En cambio, sí que podemos sentir con exactitud la ofuscación que nos deja la pérdida de lo que amamos. Y es una precisión espeluznante. Nos perturba, nos ofende lo deprisa que nos acostumbramos a su ausencia, lo natural que pronto nos parece el mundo sin los seres amados. ¿Tan poca fuerza tenía nuestro amor? ¿Tan poco valía amar? ¿Tan endeble era lo que habíamos experimentado como el poder de un dios? Sí. Tan escaso, tan humano. Quizá comprenderlo nos hiera tanto que por eso nos obstinemos en reafirmar nuestro amor, y hacerlo triunfar sobre la muerte; mantener vivos a nuestros muertos, a fuerza de voluntad; bajar a los infiernos a rescatarlos, como hacían los héroes antiguos. Miguel continúa: “En mis manos levanto una tormenta... Quiero minar la tierra hasta encontrarte”. Pero ni siquiera Orfeo logró revivir a Eurídice cuando bajó a buscarla al inframundo: fue incapaz de cumplir la condición de Hades de no mirar atrás para comprobar que le seguía, y su debilidad hizo que ella se disolviera en el aire para siempre. Esa parece ser la condición que nos impone la vida: no mirar atrás.
Nuestro empeño no nos servirá para retener a los muertos a nuestro lado. Solo conseguiremos fabricar espectros, monstruosas parodias de la vida, como la amada del Frankenstein de Kenneth Brannagh, cautiva en la frontera entre la vida y la muerte, sin poder confirmarse viva ni muerta y odiándole por someterla a esa tortura. Los espectros siempre se nos figuran atormentados, y por eso nos infunden miedo: el que se revuelve en el sufrimiento acabará por hacer daño; tal vez envidie incluso la vida de los vivos, él que no acaba de tener la muerte de los muertos. Muchas culturas primitivas temen tanto el perjuicio de los muertos que los ahuyentan con sortilegios. Quizá tengan razón: los muertos quieren morir. No podemos rescatarlos porque nosotros también moriremos, porque todo acaba, y resucitar es solo una prórroga cuando no existe la eternidad. Nuestros muertos cumplirán su destino, y a nosotros nos quedará la tarea de continuar viviendo ya sin ellos, de tolerar la obscena naturalidad de su ausencia, de sorprendernos cada vez menos tristes y cada vez más desmemoriados. Nos quedarán los recuerdos que se van desdibujando y las añoranzas cada día más vagas.
Viviremos; luego seguiremos, inexorablemente, el camino del olvido, en el que amarillean las fotografías y las reliquias se llenan de polvo. Pero un día, cuando creamos haber olvidado nos acometerá una nostalgia inesperada, una evocación cálida y agradecida. Saborearemos la imprevista satisfacción de que algo del que se fue haya quedado en nosotros. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”, decía Epicuro. Nos convenceremos de que nuestros muertos quieren que vivamos. Entonces sentiremos esa melancólica alegría de comprobar que nuestro amor, a la postre, no fue del todo en vano, que nos legó un vacío repleto de añoranzas. La conclusión de la muerte es un amor elocuente, como Miguel Hernández glosa en esos versos estremecedores:

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero.
Que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

Exceso de tristeza

La tristeza parece venirnos de fuera, como el castigo de un dios, o de esa parte de nuestro interior que nos es extraña porque no obedece a nuestra voluntad. Todas las emociones se presentan con ese dejo de extrañeza, de sombra que se cierne, de misterioso influjo sobre el que no tenemos ningún poder.
Sin embargo, no somos del todo inocentes de nuestros pesares. Muchas veces, nos ponemos de su parte, les damos la razón, los hacemos revivir como quien sopla sobre las brasas en lugar de dejar que se apaguen. Demasiado hechizados por nosotros mismos, contemplamos tan absortos como Narciso nuestro reflejo en los estanques de la vida. Tenemos que admitir que buena parte de ese sufrimiento es un empeño, una obcecación, quizá una fascinación. Parece que estemos atrapados en los pantanos de nuestro yo, dando vueltas en círculo como las almas penitentes del infierno de Dante. Y quizá la trampa resida en el propio rechazo: el afán de negar es también una fuerza afirmativa, el odio es un vínculo, una energía que apuntala y confirma lo enemigo. Al asustarnos removemos el lodo, igual que hacía el elefante que había perdido un ojo en el agua, en aquel cuento africano; en cuanto logró calmarse, consiguió recuperarlo.
¡Cuántas veces me he regodeado en mis tristezas, removiendo sus lodos desesperado, como el elefante! Mis  diarios son una sucesión de lamentos, una descripción insistente y minuciosa de los paisajes sombríos. Hablo muy poco de la gente, de sus sorpresas, de su compañía, y eso muestra hasta qué punto estaba hechizado por mis sensaciones, atrapado en un mundo interior tan desbordante que no dejaba sitio para los demás. Tal vez por eso dejé de escribirlos bruscamente: por el hastío de permanecer dando vueltas alrededor de mí mismo; estaba empachado de yo.
Puede que fuera en ese punto exacto cuando acabó mi juventud. Un tiempo que hubiera merecido más protagonismo de las alegrías, una mayor ligereza de disfrutes y placeres, abierta también a los sinsabores, pero sin detenerse en ellos. Menos literatura y más mujeres; menos disquisiciones y más vino; más Dionisos y menos Apolo. La alegría primaria de enrolarme entre los aventureros e ir en busca de tesoros, en lugar de quedarme en el lecho convertido en insecto, en lugar de desgranar hasta lo morboso el sentimiento trágico de la vida, que nos parece más serio solo porque es más pesado, porque su lodo siempre se posa en el fondo y por eso siempre nos lo encontramos al final del día. Las terapias ayudaron, pero más por contención que porque transformaran en el fondo. La mística, el yoga, la meditación, me permitieron vislumbrar una paz que nunca había concebido, pero me faltó tenacidad, o devoción, para no abandonarlas.
Por suerte vinieron proyectos, convivencias y emociones que le quitaron tiempo al problema de mí mismo: la pareja, los estudios, mi hijo. No dejé de sufrir, pero renuncié a describirlo y a analizarlo: sufrimiento inmediato de los desencuentros íntimos, de las renuncias inevitables, de los golpes secos y precisos de la vida, que siegan rudamente los desvelos imaginarios. Y la luz cegadora de un niño, que nos rescata de nosotros para volcarnos en su amor, que pone nuestra historia, gozosamente, al servicio de la historia de un ser que es más yo que yo mismo. Es una suerte que la vida nos ponga en nuestro sitio, y que cuando todo se derrumba y quedamos a la intemperie aún nos quede la filosofía.
 Deberíamos curarnos de nuestro narcisismo, dejar de mirarnos tanto en el espejo y darnos menos importancia. El dolor es un mal. Pero cuando nos convertimos en sus voceros, y lo proclamamos con escándalo, no hacemos más que empeorarlo. Cuando no le perdonamos su paso, cuando le reprochamos su visita, cuando insistimos en la fantasía de una vida pulcra en la que no nos salpiquen sus manchas, añadimos un sufrimiento redundante, que nosotros hemos provocado.
Abandonemos nuestra imagen del estanque y dejemos que se la lleve el agua. Epicuro decía que el dolor, si no acaba con nosotros, es que es soportable. Y Nietzsche proclamaba: “Lo que no me mata me hace más fuerte”. Somos seres vulnerables, pero hijos de la vida y hechos para la vida. Si nos entregamos a ella, sin duda la haremos más grata.

Me dicen que en seguida me pongo nervioso...

Algunas personas, a veces, hacen valer aquella afirmación de Sartre: “El infierno son los otros”. Personas que se inmiscuyen en nuestra existencia y se empeñan en zarandearla hasta que algo suene a roto. Personas que no nos dejan sentirnos inocentes, porque van hurgando hasta que nos sacan lo peor. Personas que nos incordian con tanta naturalidad que parece que ni siquiera deberíamos enojarnos con ellas.
Con nadie necesitamos de la paciencia como frente a esos seres abrumados y abrumadores. Qué pena que se nos agote tan deprisa, en parte por su admirable capacidad para consumirla. Si nos mantuviéramos pacientes, impertérritos ante sus punzadas, nos daríamos cuenta de que, en realidad, no tienen poder sobre nosotros: para los mosquitos, lo mejor es un buen repelente. Pero como no somos capaces de dominarnos, acabamos dejando que nos perturben, y para entonces estamos en sus manos. “Es que en seguida te pones nervioso...”, dicen, sonriendo con aparente frialdad. Y entonces comprendemos que se han apoderado de nosotros, que, al entregarles los hilos de nuestro ánimo, nos hemos convertido en meras marionetas de su capricho.
Nada resulta más desquiciante que pedirle a alguien que se tranquilice. Una vez conocí a una persona tan hábil en estas devoluciones de pelota, que era capaz de repetir en dirección contraria los mismos argumentos con los que tú le habías justificado una petición o una queja. Era una especie de camaleón de las disputas, una taimada Eco que sabía quedarse con las flores y devolverte la basura.
Otro recurso para sacar a alguien de sus casillas es reclamarle una respuesta sobre un determinado problema y, mientras se esfuerza en darla, cambiarle de tema y plantear otro asunto. Es como jugar al ratón y al gato: imposible llegar a ninguna conclusión clara, porque, cuando te estés acercando, se escabullirá. Dentro de estos juegos de escondite, nada mejor, para desconcertar al otro, que ignorar su discurso y responderle con un juicio de valor: “No quieres entenderme”, “No se puede hablar contigo”... O el que me han dicho hoy: “Es que en seguida te pones nervioso”. Uno, así, queda automáticamente invalidado, todo él y por sí mismo. ¿Qué valor le queda a la argumentación de alguien que desvaría, para qué responder a alguien que está fuera de sí?
A veces es cierto que no podemos evitar perder el control, o al menos la serenidad. La aspiración de los estoicos nos queda lejos a la mayoría, y sus máximas nos son útiles solo mientras no hemos perdido la compostura, es decir, con un poco de suerte, para tardar más en perderla. “Toda ferocidad procede de debilidad”, afirma Séneca; pero, ¿acaso no tenemos debilidades? Y Epicteto nos avisa: “Acuérdate que no te ofende el que te injuria ni el que te golpea, sino la opinión que has concebido”. Tienen toda la razón, pero llega un momento —sobre todo si no sabemos prevenirnos— en que la emoción se dispara y no nos deja pensar, y entonces lo que manda es lo que sentimos.
No perdamos mucho tiempo reprochándonos esa debilidad que Séneca nos echaba en cara. Si te enfadaste estúpidamente, qué le vamos a hacer: formó parte de la cuota de estupideces del día. Lo que no debemos permitir es perpetuar el conflicto rumiándolo en nuestra memoria. Es una manera inútil de intentar salvar la cara, cuando lo cierto es que ya la hemos perdido, y lo único que podemos conseguir es perderla más. Aunque el oponente se marche, nosotros seguimos renegando acaloradamente con su recuerdo; esa batalla que continúa dentro de nosotros es la que más nos afecta, y es donde realmente corremos el peligro de perder la medida. “Lo que odiamos nos lo tomamos muy en serio”, sonríe Montaigne, invitándonos a caer en la cuenta de que, si no podemos evitar el enojo, sí podemos, al menos, evitar que se perpetúe, que se realimente una y otra vez en nuestra fantasía.
En definitiva, parafraseando un conocido refrán, podríamos decirnos: “Si el otro tiene razón, ¿por qué te exasperas? Y si el otro no tiene razón, ¿por qué te exasperas?” Sea verdad o no que en seguida me pongo nervioso, mejor no ponerme más nervioso al recordar que me lo han dicho. Y la próxima vez procura que los golpes bajos no te pillen por sorpresa: suele haber alguien dispuesto a darlos.

domingo, 7 de agosto de 2016

Para la libertad

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Miguel Hernández.


La vida es tarea, dijo Ortega y Gasset: la tarea de construirnos a nosotros mismos. El anhelo de libertad surge de la médula misma del yo, puesto que la identidad se basa en diferenciarse, en cobrar una forma única, y en hacerlo según el propio criterio. Una persona sin libertad, estrictamente condicionada, no tendría ni siquiera noción de ser persona. Tal vez fuera esto lo que nos quiso decir Sartre al considerarnos “condenados a la libertad”.
Los días son un inmenso campo de batalla entre libertades que luchan por construirse a sí mismas frente al mundo, por reafirmarse frente a los demás, por resistirse a tantas cosas que se les oponen y que quieren limitar su posibilidad de elegir. Batalla también con uno mismo, entre el ansia y la pereza, entre el criterio y la tentación de entregarse y delegar la decisión en otros. Y batalla, en fin, entre las partes de nosotros que elegirían de un modo y las que se decantarían por otra opción, puesto que siempre deseamos algo y lo contrario, o algo y lo incompatible, o algo y otra cosa.
Tarea, pues: la libertad requiere esfuerzo. La ley de la vida es caer: para subir hay que luchar contra esa fuerza de gravedad que es la facticidad, y que pesa siempre, se resiste siempre a nuestro anhelo de elevación. Facticidad contra anábasis; inercia contra voluntad.
Y el lugar donde la inercia de la vida tira de nosotros con más saña es nuestro interior, esa parte de nosotros que nos retiene, que es una aliada del peso de la existencia. Temores, prejuicios, complejos, reticencias irracionales, pero a la vez deseos e impulsos ciegos. Facticidad desde dentro, colándose por la más pequeña debilidad de nuestra intención heroica.
Las adicciones son un típico campo de batalla entre esa voluntad constructora y la pesada inercia de lo que nos retiene. Para dejar de fumar hay que convertir la decisión en pulso. Es una acometida contra el tiempo; hay que vencer o sucumbir cada minuto, para siempre; y, no obstante, cada ocasión en que vencemos se pone de nuestra parte, es una fuerza añadida para encarar la siguiente. Si traspasamos el umbral del hábito, hemos ganado, es decir, hemos conquistado la probabilidad de seguir sin fumar en el instante sucesivo. Por eso es inteligente el recurso de muchos que lo han conseguido: funcionar por prórrogas. En lugar de pensar en la inmensidad de un futuro asediados por el tabaco, proponerse solo llegar un poco más lejos cada vez. Ahora que estoy aquí, otro paso. Y luego otro.
Una lección para cualquier conquista: dividirla en etapas que nos parezcan a nuestro alcance. “Un poco más”. Cada logro es pequeño, pero también lo es la resistencia que nos opone la vida. Así aligeramos el peso de la facticidad.

De significados y palabras

“El amor puede empezar con una sola metáfora”, escribe Kundera. Todas las emociones cristalizan en la metáfora. Antes de ella solo hay impulso, instinto ciego, respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar.
Cuando atribuimos un sentido, cuando declaramos un significado, de repente viene a nosotros, unido a él, una maraña de semánticas. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos, descoloridos, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un portal de ida y vuelta, como los que permiten viajar en el tiempo en las películas de ciencia ficción, solo que aquí es entre el territorio íntimo y el universo.
Así, una mera atracción no es más que una anécdota hasta que algo nos acapara en ella. A lo largo del día sentimos infinidad de atracciones y repulsas, en una continua ondulación del ánimo que Spinoza describió muy bien. De pronto, una cobra más consistencia, destaca sobre el resto, se incrusta en nuestra atención y nos interpela. Parece como si despertáramos de un sueño, como si solo ahora cayéramos en la cuenta de que habíamos vivido en un mundo sin colores o en penumbra, ahora que alguien se nos aparece realmente luminoso y colorido. Habitábamos sin apenas conciencia en el territorio de la rutina, hasta que un acontecimiento nos ha impulsado a la excepción.
 Entonces se precipita sobre nosotros un torrente de recuerdos, sueños, esperanzas, creencias, anhelos. El deseo se unge de significado, se convierte en parte de una historia; nos parece magia, y quizá sea magia quedarnos fascinados por ese desembarco repentino, que nos parece misterioso porque brota de nuestro misterio. Entonces nos atrevemos a utilizar la palabra, como un poste indicador de ese embeleso: enamorado. Las palabras son poderosas porque están cargadas de constelaciones de significados creados socialmente, que se añaden a los que ya nos ocupaban. Por eso hay que tener cuidado con ellas, porque tienen vida propia y nos arrastran. Si creo que estoy enamorado, la creencia pedirá ser confirmada, la palabra pugnará por ensancharse.
Pero las palabras también nos permiten entender, o al menos que la extrañeza y el descontrol nos parezcan menores porque podemos manejarlos. Las palabras organizan nuestras experiencias caóticas de un modo muy real, porque expresan estructuras definidas socialmente, y nos dotan de artefactos mentales arraigados en la cultura. Estar enamorado no solo es un sentimiento, es también un rol, del que cabe esperar determinadas actuaciones, según un guion previsible. Un enamorado buscará el modo de acercarse a su amada, de conquistarla, de asegurarla, o al menos la venerará en silencio. La palabra, el rol, le han asignado bastante trabajo, una tarea nueva que antes no tenía. Y esa tarea ocupará su existencia mientras el enamoramiento dure, mientras persista el sentimiento, mientras reine la palabra.

¿Demasiado solo?

¿A qué tanta soledad? ¿Será normal esta continua ausencia, permanecer obstinadamente de este lado del mundo? ¿Será normal no tener ganas de salir de aquí, salvo cuando se cruza algún fugaz atisbo de ternura? E incluso entonces: ¡qué prevención, qué reticencia!
Supongo que no es normal. Sin embargo, tal juicio no llega más allá de sí mismo. ¿Qué es normal? ¿Y por qué habría de ser lo mejor? Lo normal es solo una abstracción de lo predecible. Es un concepto estadístico, y de ahí que a la curva de Gauss se la llame normal. ¿Conocéis a alguien que esté junto en medio, en la cumbre de la curva, en el cero absoluto de desviación? ¿Hay alguien normal? ¿Y qué es lo que avala esa cualidad? ¿Y por qué debería ser mejor que yo, que ando por los márgenes, cargado de excepciones?
Confundimos lo normal con lo previsible, con el ideal de lo bueno. Pero incluso lo bueno lo confundimos con lo establecido, con lo que comparte más gente. Es normal lo correcto, es correcto lo que la sociedad espera de nosotros. Cuando decimos que algo no es normal, estamos sobreentendiendo que hay que corregirlo. Porque es como el pecado: una transgresión.
Los terapeutas, en su afán de “arreglarnos”, presionan para que abandonemos nuestras extravagancias y regresemos al redil de lo normal... tal como ellos lo entienden, que es como lo consideran los valores dominantes en la cultura. Los terapeutas, como los maestros y los sacerdotes, son muy conservadores. Yo me sentía doblemente tarado ante ellos: por necesitarles y por resistirme a que me curaran. Hoy me pregunto: ¿qué sabían ellos de la normalidad? ¿Lo que habían estudiado, por ejemplo, en Freud, en Perls, en Berne o en Ellis? Y esos teóricos, con ser geniales, ¿eran especialistas en normalidad, en equilibrio, en felicidad? Seguro que no más que Aristóteles, Epicuro, Séneca, Montaigne o Nietzsche. Y, aun así, tampoco ellos lo sabían todo, y desde luego sabían muy poco de “normalidad”.
Con los años, uno aprende, al menos, a no tomar demasiado a pecho nada de lo que se le ocurre, pero tampoco nada de lo que le dicen. Cada persona es una oportunidad para aprender, y a la vez para descubrir lo mucho que nos falta por aprender a todos. Así que, seguramente, la madurez se nota en que a uno ya no le importa tanto no ser “normal”. Aunque, eso sí, mejor que se note lo menos posible.
Puede que no sea buena tanta soledad; es más, admito que debe ser señal de impotencias y extravagancias muy poco sanas. Pero decir que no es normal es como no decir nada, y desde luego es demostrar que no se comprende nada. La soledad —por más que a menudo hasta la disfruto, imaginaos mi grado de “anormalidad”— es solo un aspecto que adopta mi fracaso. ¿Cuál es el de los vuestros?

El poder de una sonrisa

Nunca dejará de asombrarme el poder de una sonrisa. No hablo de una sonrisa forzada, social, que es una mueca; hablo de esa amplitud cordial que ilumina todo el rostro. Ese simple cambio en la composición facial, una leve transformación de la expresión, tiene el poder de evocar todo lo bueno, todo lo cálido que una persona puede dedicarnos, y sobre todo su buena voluntad hacia nosotros, una predisposición mansa y acogedora. Quien nos sonríe está de nuestra parte, podemos contar con que no es nuestro enemigo. Quizá con eso baste para tranquilizarnos, pero, ¿por qué, además, nos reconforta?
Tal vez cualquier sonrisa nos evoque las primeras que nos dedicaron nuestros padres, esos remansos de sereno, puro, inmaculado amor con que, en nombre del mundo, nos decían que estábamos a salvo, que no teníamos que sentirnos unos extraños, que éramos bienvenidos. Jamás se escribirán suficientes poemas a esos momentos —perdidos luego para siempre— en que el mundo nos contempla encandilado, y volcado en nosotros.
Creo que todos nos sentimos un poco exiliados de ese amor mágico e inquebrantable. Tal vez algunos no consigamos recuperarnos de esa inmersión en la dulzura. Es el paraíso perdido, ese que hace que toda nuestra vida quede marcada por la carencia, la escasez, el temor y el sobresalto. Los psicólogos dicen, con razón, que la falta de amor en los primeros años nos convierte en neuróticos y hasta puede matarnos. Pero no debe ser menos terrible haber experimentado ese amor y tener la impresión de haberlo perdido. Aunque no consigamos concretar ningún recuerdo de esos años primigenios, nuestro ser probablemente llevará grabada a fuego la sensación de haber sido amados o no, y es posible que sea esa convicción la que guíe nuestro paso por la vida.
Y ahí está, todavía, el dulce estremecimiento que nos inspira una sonrisa: cualquier sonrisa, aunque unas más que otras. Esta mañana, yendo de excursión, mientras sudaba el ascenso al Prat del Cadí, un hombre que bajaba se ha apartado, dejándome paso; “¡Tú tienes preferencia!”, me ha dicho sonriendo. Entendía y protegía mi lucha con la montaña; la reconocía con afecto. ¡Cuánta bondad en la expresión, aunque haya sido por unos segundos, aunque nos hayamos olvidado el uno al otro un instante después!
Pero por la tarde me he cruzado con una sonrisa más perturbadora. Paseaba yo junto al río, con la cámara colgando y la mochila a la espalda. En dirección contraria se acercaba un grupo de mujeres, que avanzaban a paso tranquilo. Como tengo por costumbre, he saludado mirando solo a la que tenía más cerca, pero a continuación he dedicado una rápida mirada a las demás. Una de ellas sonreía, y es la única que recuerdo haber visto. Sonreía: lo hacía de verdad, sinceramente. Me veía al mirarme, me reconocía sin conocerme. En esa sonrisa había simpatía, interés, presencia: encuentro. 
Aún no he conseguido reponerme de esa sonrisa. Eso dice mucho, por supuesto, de mi soledad imperfecta, de mis sueños y mis nostalgias. Al vuelo de esa sonrisa, he fantaseado con amores posibles e improbables, con dulces citas, con el retorno de la ternura. Lo sé: es solo un eco en las grietas de mi serenidad. Lo sé: imposible descifrar ningún significado en alguien rigurosamente desconocido, en un gesto tan ambiguo que podría, incluso, haberlo inventado. Pero toda mi estupidez no invalida el esplendor de una sonrisa, ni enturbia su luz, ni enfría su calidez. Soy un ser carente y sonámbulo, pero sé reconocer los momentos en que la humanidad se hace poesía. Os aseguro que la poesía estaba ahí. Y, en contraste, todo suele resultar tan inconsistente, tan leve, tan ajeno, que aún estoy conmocionado, y me siento más carente y sonámbulo en medio del mundo.
La sonrisa es un regalo, una alegría que se nos da a nosotros, tan exclusiva que se parece a la existencia. Todo lo contrario de la facticidad, que es lo que nos ignora, lo que sucede sin vernos ni tenernos en cuenta, lo que nos aplasta, y que por eso se parece a la muerte: porque así será el mundo sin nuestra presencia. Nada nos hace más presentes, ni más significativos, nada contradice mejor el absurdo, que una sonrisa.
Por eso, si fuésemos más inteligentes, nos las arreglaríamos para suscitar más sonrisas; y si fuésemos más buenos, las ofreceríamos con más prodigalidad. Aunque tal vez lo que nos falte sea, más bien, valentía: la osadía —o la inocencia, que es siempre osada— de arriesgarnos a sonreír aunque los otros nos ignoren, que es lo mismo que querer aunque los otros no nos quieran: pura generosidad, belleza que se sustenta a sí misma porque, aunque desee el reconocimiento, sabe reconocerse. La sentimos cuando amamos, por ejemplo a un hijo,  y por eso amar nos hace más felices que ser amados. ¿Quieres saber qué es la felicidad? Sonríe y ama.