viernes, 22 de febrero de 2019

Cambio, permanencia y totalitarismos

“Todo pasa y todo queda”, glosa Machado, resumiendo la enigmática paradoja de la marcha de las cosas: la vida es cambio permanente, pero cada entidad nueva acrisola una larga historia de causas y sucesos. Nada está quieto y, sin embargo, uno tiene la impresión de que todo se repite. Nietzsche expresó su fidelidad incondicional a lo que es, proclamando su eterno retorno, pero a la vez se presentaba como el apóstol de un futuro luminoso por construir. ¿Somos los mismos a lo largo de la sucesión de los instantes, o a cada segundo el mundo surge de la nada, como hace la música, y nosotros con él?
El problema del cambio apasionó a los griegos, que fueron los primeros en asumirlo conceptualmente, bien para aceptarlo, bien para rechazarlo. Algunos creyeron hallar la solución inventando distinguiendo, arbitrariamente, entre esencia y apariencia: la esencia sería verdadera e inmutable; la apariencia, sujeta a transformación, constituiría una suerte de despreciable espejismo.
Dos filósofos llevaron sus posturas hasta las últimas consecuencias, dando origen a una polémica que es madre de todas las demás, y en la que todas están, de hecho, contenidas.
                                                                 
Por lo que sabemos, Heráclito de Éfeso comparó la existencia con un río, y concluyó que no es posible bañarse dos veces en el mismo. De este modo, la realidad cobraba proporciones de torbellino, de evolución constante y cadencia imprevisible, de corriente donde no es posible asentar pie firme, y no cabía sino seguir adelante, asistiendo a la metamorfosis constante de las cosas, y dejándose transfigurar incesantemente por el fuego de la vida.
En cambio, Parménides de Elea defendió el punto de vista diametralmente opuesto. Tiene que haber un punto fijo sobre el que gira lo que percibimos, porque de lo contrario no existiría nada, no habría realidad cognoscible, únicamente una sopa caótica e indiferenciada en la que nada podría distinguirse ni entenderse. “Lo que es, es sentenció; y lo que no es, no es”. De este modo, Parménides consolidaba la escuela de desconfianza hacia los sentidos y culto a las leyes del pensamiento, que ya había estipulado Pitágoras con su mística de la matemática. Por su parte, Heráclito se había decantado más por las percepciones, y prefería ver a entender.

De Parménides nos ha llegado la actitud intransigente y autocomplaciente del conservador, el purista, el fanático. En ella no hay lugar para la duda o la crítica, solo una absoluta confianza en los principios —¿prejuicios?— establecidos. De ahí se sigue la desconfianza hacia todo lo diferente, que es a un tiempo insulto y amenaza para lo propio. Hay que defenderse de ello, y, eventualmente, eliminarlo.
“Lo que es, es. Y lo que no es, no es”, clama el fanático. No hay margen para el encuentro, para el pacto, para el mestizaje. No hay margen para dudas, síntesis, matices. Mi limitado círculo de luz es la verdad, en él se cimentan radicalmente mi identidad y mi seguridad. En su afán por lo inamovible, el conservador preferiría parar el tiempo y reducir el espacio hasta el punto en que él gravita. Le complace el pasado porque en él nada puede cambiar, y el futuro le llena de inquietud, por lo que inventa un objetivo, una meta: generalmente, el regreso a la Edad de Oro, el tiempo en el que sus principios, antes reinantes en una era más pura y posteriormente desterrados por la barbarie, se habrán reimplantado universalmente y no cabrán discrepancias ni diferencias.
Como indica el marxismo, los más susceptibles a esta posición son los que más tienen que perder con el cambio: los propietarios, los poderosos, los triunfantes. Puesto que tienen que “conservar”, es consecuente que sean conservadores. Sin embargo, esto no lo explica todo. El totalitarismo hace mella, a menudo, en las masas desfavorecidas. Al margen de sus intereses de clase, lo que les mueve a estas es el miedo y la inseguridad. Añoran una figura y una ideología lo suficientemente fuertes para protegerlos y conseguir lo que anhelan: en definitiva, la ausente supremacía paterna.
El desamparado sueña con el reino del amparo. La figura paterna se ve colmada en el líder autoritario. Él es quien les alivia el desabrigo, les alimenta la esperanza, les promueve la seguridad. Tardarán en apreciar que el autoritarismo nos protege, aparentemente, porque nos aplasta, y que el totalitarismo, en su afán por eliminar lo diferente, acabará por señalarlos como diferentes —y por tanto dignos de ser eliminados— a ellos.

Otra vertiente en la que el totalitarismo gana adeptos es entre la juventud descontenta de la clase media. Una vez más, nos encontramos con la inseguridad y la falta de referencias: cuando uno está descontento y quiere expresarlo en la lucha, necesita que se le proporcione un grupo, un jefe y un enemigo. El adolescente desinformado (o “de-formado”) encontrará en los totalitarismos una esperanza de fuerza y acción. El fascismo, el nacionalismo, cualquier populismo, le procurarán una identidad, proyectada en banderas, símbolos, signos, uniformes, himnos..., y, ante todo, en la masa donde puede sentirse acogido, respetado, tenido en cuenta.
También se le aportarán mitos que lo conectarán, aparentemente, con una tradición antigua y firme; y sobre todo un líder, ese jefe carismático de connotaciones legendarias, casi mágicas, iluminado, perfecto, elegido por los dioses, por encima del bien y del mal. Se le señalará una misión aparentemente buena y hasta desinteresada: depurar, limpiar el mundo de lo imperfecto y lo distinto, para mayor grandeza de lo realmente valioso, que es lo propio. Esa misión conlleva un enemigo: todo lo diferente.

En la obsesión por la limpieza étnica y social apreciamos el equivalente colectivo de la obsesión por la limpieza del enfermo psíquico. Ambas obedecen a un mismo trasfondo psicológico: una personalidad insegura, frágil, temerosa, abrumada; así como, a menudo, deficiente en autoestima. ¡Qué distinto el fuego de Heráclito, que lo renueva todo, que está dispuesto a no dejar de crear y ser creado, y por tanto impregnado, contaminado, fecundado por lo extraño! ¡Qué diferente el superhombre de Nietzsche, tan mal comprendido, el individuo que se hace a sí mismo y por sí mismo, refractario a toda sumisión, Sísifo dichoso!
El totalitarismo, en fin, barre el mundo porque no puede entreverarse con él, como el niño que rompe el juguete que no le dejan usar. Es una historia de amor fallida, que, desesperada, se ha descompuesto en odio. Y hurga en el pasado porque es incapaz de concebir lo nuevo para el futuro. Es la razón dormida, produciendo monstruos.

domingo, 17 de febrero de 2019

La felicidad forzosa


Parece que sea obligatorio ser feliz a toda costa; que la desdicha sea considerada una tendencia morbosa, una especie de extravagancia patológica o hasta malintencionada; que el satisfecho sea considerado moralmente superior al afligido (cosa curiosa: antes, cuando predominaba la moral cristiana, era al revés). En el capitalismo avanzado, el sufrimiento —en cualquiera de sus formas— es considerado una anomalía que entorpece la producción, una molestia que altera el ritmo maquinal del consumo y el trabajo, por lo que no solo no tiene nada de noble, como quería el cristianismo, sino que su pronta anulación resulta un imperativo para el productor eficaz. Ser feliz es lo menos que puede hacer una persona decente.
La tristeza, por consiguiente, resulta sospechosa, como algo perverso o cuando menos estúpido. El triste molesta: al igual que las moscas, se dedica a zumbar y a incomodar a los demás. Es un aguafiestas: roba energía, da trabajo extra y pide siempre más de lo que ofrece. Y lo mismo pasa con cualquier alteración que perturbe el impecable ambiente aséptico del productor y del consumidor, sea un sentimiento (rabia, envidia, indignación…), una actitud (la protesta, la crítica, la rebeldía…) o una enfermedad, que equivale a una traición del cuerpo. El enfermo es un perezoso o un ignorante, cuesta caro al Estado y hace que los demás tengan más trabajo. De hecho, toda disfunción del individuo dentro del organismo productivo es reducida a enfermedad que hay que curar de la forma más rápida y económica posible: de eso se encarga la psiquiatría, en el caso de trastornos mayores. Cuando los trastornos son menores quedan a cargo del propio productor, que se convierte así en sanador de sí mismo, asesorado por las mil recetas que genera para él la industria de la autoayuda.
Nuestra sociedad sanitaria nos ofrece incontables recursos para la felicidad inexcusable, junto a una monstruosa oferta terapéutica. Es responsabilidad del productor buscar el recurso que mejor le ayude a recuperarse o al menos a sobrellevar los baches que puedan estar reduciendo su capacidad de producción. En definitiva, ser feliz es una obligación cívica y moral, y quien no es feliz es porque no quiere. Nuestra sociedad nos presiona para mantenernos saludables y “positivos”, y nos señala con dedo acusador cuando no lo somos. Una persona deprimida, frustrada o indignada plantea una anomalía, y tiene el deber de buscar una solución (corrigiendo lo anómalo en sí misma, claro, no en el entorno); entretanto, deberá retirarse a un lado y no perturbar a los otros productores, que se esfuerzan por mantener su propio espíritu “positivo”.
El productor ideal se levantará cantando, saldrá de casa lleno de optimismo y entrará en su lugar de trabajo con una sonrisa de oreja a oreja; pasará el día entregando su amor a todo: a las personas, a las máquinas, incluso a los semáforos (no es broma, en un calendario de pensamiento positivo se lee la divisa: “Bendigo a los semáforos”; supongo que es más fácil cumplirlo cuando están en verde o uno no tiene prisa, circunstancias que, curiosamente, suelen coincidir). Producirá, comprará y venderá con mucho amor. Y al acabar la jornada una jornada cada día más larga, el productor regresará a su casa agradecido por todos los dones que el mundo le ha dispensado, y tal vez incluso tenga tiempo de dedicar a sus hijos parte de esa alegría profunda que siente en su armonía con el mundo.

¿Qué han hecho con nosotros? ¿Qué hacemos con nosotros cada día? Claro que queremos ser felices, pero, ¿no estaremos exagerando esa idea de felicidad hasta convertirla en un mito que nos subyuga reduciéndonos a autómatas? Nos hemos convertido en fanáticos del tótem de la felicidad, seres simplones que pretenden obviar la complejidad de la vida, sus angustias, sus paradojas. La primera de ellas: pensar demasiado en la felicidad es uno de los principales motivos de infelicidad. Por otra parte, nuestra visión de la felicidad es a la vez limitada y megalómana. Ser feliz, como todo lo humano, debería ser considerado una buena aspiración, un logro sencillo y frágil, un cierto grado de equilibrio en medio de la efervescencia de la vida, más que un estado acabado y definitivo. Las cosas cambian, a menudo los cambios nos arrastran, y en ocasiones nos devastan: así es la vulnerabilidad de la condición humana, y ningún pensamiento positivo ni ninguna pastilla nos curará de ello.
Creo que, más que perseguir explícitamente la felicidad, esa cosa tan grande y melodramática, deberíamos ceñirnos a cosas concretas y trabajar por ellas; deberíamos entenderla más como una actitud, una intención, que como una meta. La felicidad, si viene, lo hará cuando le parezca, y a lo mejor nos acompaña un tiempo y luego se va. En lugar de una felicidad con mayúsculas, habría que hablar más bien de alegría. Creo que este era el verdadero mensaje de los filósofos: toma la felicidad como referencia, pero no te obsesiones en su búsqueda; procura simplemente estar alegre, aspirar a bastante pero esperar poco, aceptar lo inevitable, ir comprendiendo la banalidad de casi todos los caprichos; afronta de cara la tristeza, y, cuando no puedas hacer nada, limítate a aceptarla y tal vez se marche antes. 
Así opinan, creo, Epicteto y Séneca, y por supuesto Epicuro y Montaigne. Si cuidas lo importante (el amor, los proyectos, la salud…), la alegría fructificará por sí misma. Una alegría realista que no nos robe la capacidad de crítica, y la legítima indignación ante lo injusto. Alguien dijo que, tal como está el mundo, lo inmoral sería no sentirse insatisfecho. Uno tiene que ponérselo fácil para aguantar, y hay que seguir riendo en medio de las tormentas si queremos sobrevivir a ellas, pero aún nos queda el derecho —que, si somos coherentes, es un deber— a querer cambiar algo. ¡Y hay tanto que cambiar!

sábado, 9 de febrero de 2019

Morir de éxito

Hay placer, y hay alegría, cuando deseamos lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es.

A. Comte-Sponville.


Vivir es tener deseos, desear es esperar. Y esperar, además de una inquietud en sí, es abocarse al pesar de lo que no se cumple. Pagamos con dolor comprobar que nuestros deseos no se realizan, o no lo hacen como hubiéramos esperado. Sin embargo, ¿qué color le quedaría a una vida en la que ya se han cumplido por completo? Esa es la paradoja de los deseos: nos roban la felicidad antes de cumplirse, puesto que nos mantienen a la espera, pendientes de lo que nos falta; y nos la roban después, puesto que, una vez cumplidos, ya no los podemos desear: nos hacen morir de éxito.

Yo hubiera deseado amar a una mujer que me amara. Hubiera deseado contar con dinero suficiente para no tener que trabajar y así disponer de más tiempo (este es un deseo que me apremia sobre todo cuando suena el despertador). Hubiera deseado ser un escritor famoso. La vida ha pasado y a veces reviso con melancolía esos viejos deseos, a los que he aprendido a renunciar.

 

Pero, ¿qué habría sido de mí si se hubiesen cumplido? No tengo ninguna seguridad de que, al materializarse, me hubieran hecho feliz. Tal vez el amor pleno acabara por hacerme sentir prisionero, y entonces habría añorado la libertad. ¿Y si hubiera conseguido dinero suficiente para no tener que trabajar? Podría estar más fácilmente a merced del hastío, o del temor a que me roben. Podría sentirme vacío y dedicarme a compadecerme a mí mismo, como me sucede a veces las mañanas de los sábados. ¿Y si llegaba a ser un escritor famoso? Quizá me molestara pensar que otros son más famosos o mejores que yo. O puede que echara de menos el dulce solaz del anonimato.

No digo todo esto para consolarme, como hacía la zorra con las uvas. Lo que deseo, lo deseo, y quisiera verlo realizado, no lo voy a negar. Pero me he dado cuenta de que, las veces que en efecto he logrado lo que pretendía, tampoco solía ser suficiente, o había una letra pequeña del contrato de la vida que no había leído con la oportuna atención, y me encontraba con inesperados efectos colaterales. Ningún triunfo es completo ni definitivo, ni tampoco es garantía de que no sirva  para despertar la avidez de nuevos triunfos. Nuestra naturaleza está hecha para ir siempre más allá, y buena parte de la gracia de la vida reside en esa continua invención de metas, en que siempre quede algo pendiente para dedicarle nuestro afán.

Además, cada ganancia viene aparejada a nuevos problemas. Cada cosa nueva nos exige dedicarle nuevas atenciones. Tener coche es estupendo, pero hay que mantenerlo, lavarlo de vez en cuando, llevarlo al mecánico, pasar la revisión… Todo eso requiere tiempo y dinero. Los que no tienen coche se los ahorran. Y conste que las personas dan mucho más trabajo que los objetos.

 

A veces pensamos que nos gustaría hacer más cosas, que deberíamos enriquecer algunos aspectos de nuestra vida que no hemos desarrollado. Entonces nos apuntamos al gimnasio, a una asociación cultural, a un grupo político; o nos ponemos a estudiar otra carrera. En vacaciones, procuramos hacer algún viaje exótico, de esos que vale la pena contar al regresar. Si no atiborramos el tiempo de actividades parece que estamos perdiéndolo, hasta el punto de que sacrificamos a nuestros proyectos el descanso, la salud, las modestas alegrías cotidianas, los gratos aburrimientos compartidos. Y sucede que un buen día echamos de menos un rato para tumbarnos al sol, para jugar con nuestro hijo, para mirar las nubes en el cielo. Y nos damos cuenta de que cada actividad tenía su precio, y de que a menudo no lo tuvimos en cuenta al comprometernos con ella.

En ocasiones, como en los cuentos, los deseos nos conducen a incómodos puertos, y por eso, en las historia de genios, hay que utilizar el tercer deseo para deshacer el entuerto de los otros dos. Morimos de éxito. Midas quería hacerse rico y Dioniso le otorgó el don de convertir en oro cuanto tocara; resultó que no podía comer, y entonces le rogó que le retirara tan diabólico poder. Tuvo que ir a bañarse a no sé qué río, viaje que debió costarle toda su fortuna. Lo imaginamos atormentado, sudando gotas doradas, y podemos concebir su alivio cuando restauró su vida cotidiana.

El budismo aspira a anular los apegos, o al menos reducirlos a lo imprescindible. Sin embargo, tomado de un modo muy estricto, eso parece poco humano: sin deseos no tendríamos metas, no partiríamos de viaje, no emprenderíamos aventuras, no nos entregaríamos apasionados a la creación. “El deseo es la esencia misma del hombre”, opinaba Spinoza. Y el rabino Midrash Tehilim sentencia: “Si no fuera por la envidia el mundo no existiría, el hombre no se casaría con una mujer, no construiría una casa y no plantaría un árbol”.

 

Los deseos ponen color en el mundo, siempre que no se conviertan en obsesivos y no nos esclavicen, siempre que sepamos recordarnos que no son imprescindibles. Está bien que siempre nos quede algo por hacer, así la vida sigue rodando en pos del futuro. Pero si ese futuro posible, por el hecho de responder a un anhelo, nos impide disfrutar del presente; si lo que está por conseguir nos roba lo que sí se ha cumplido, entonces tenemos pendiente aprender a ponerle coto.

Porque, como ya enseñaba Epicuro y nos recuerda A. Comte-Sponville, la verdadera felicidad reside en valorar lo que se tiene, y en saber disfrutarlo. ¡Y tenemos tanto! Eso es vivir con éxito. Lo demás debería parecernos solo un juego.

viernes, 1 de febrero de 2019

La eternidad de la nada


Pronto olvidarás todo; pronto te olvidarán a ti. Marco Aurelio.


Asomado al balcón, en casa de mis padres, pensaba en tantas personas como he visto marchar a lo largo de mi vida. Personas que estuvieron presentes, activas, cargadas de sueños y de pesadillas; personas que llenaron el mundo de estampas, escenas que hoy amarillean camino del olvido. Mientras estaban, parecía imposible que un día hubieran de ausentarse para siempre. Ahora que no están, que ya no estarán nunca, parece asombroso que hubiesen estado alguna vez.
Richard Dawkins asegura que, puesto que no existió durante miles de millones de años, no le preocupa dejar de existir otro tanto (siempre me ha parecido sorprendente que hayamos aparecido justo en la mitad del trayecto del Sistema Solar). Es más: “Nosotros, los pocos privilegiados que ganamos la lotería de nacer contra todo pronóstico, ¿cómo osamos lloriquear por nuestro inevitable regreso a ese estado previo del que la inmensa mayoría jamás escapó?” Si a ese privilegio le añadimos tantos otros, concernientes a las circunstancias de nuestra vida frente a las de millones de personas, parece que la muerte resulte una minucia. Y, sin embargo, dado que somos vida y nuestra vocación es la vida, la muerte siempre se nos aparece como una siniestra paradoja. Una paradoja que, además, provoca nuestra rebeldía. Porque no podemos pensar en la muerte con la sangre fría: es un asunto demasiado personal.  

Vuelvo a mis muertos. A veces los evocamos solo desde el angustioso pesar de haberlos perdido para siempre, de que hayan ingresado en esa ausencia que, como dice Comte-Sponville, “durará y durará”. Y, como el protagonista de La habitación verde de Truffaut, que convierte una habitación en el mausoleo obsesivo de su mujer perdida, quisiéramos esforzarnos por mantenerlos vivos construyéndoles un santuario en nuestra memoria, convirtiendo nuestra vida en una remembranza de los que amamos. Sin embargo, también nosotros nos iremos, y ya no estará nuestra memoria para oponerse al tiempo. ¿Quién encenderá entonces la vela de nuestra evocación?
Reflexionando sobre esto se me ocurrió que dejar de estar viene a ser como no haber estado nunca, que al día siguiente de una desaparición el mundo tapia el hueco que ocupaba esa persona y apenas queda un rastro que se va desvaneciendo poco a poco, hasta que al final desaparece del todo. La realidad seguirá su curso, ya para siempre, sin los que se fueron, y eso significa que, para un cierto presente que sucederá algún día, nunca habrán existido. A nuestras espaldas se acumula una multitud innumerable de muertos anónimos, de los que ya nada se sabe, que se perdieron para siempre en la ceniza del pasado. Y entendía un poco mejor ese principio budista de la “impermanencia”: si un día dejaremos de existir, si un día se borrarán por completo todos los rastros que dejamos en el mundo, entonces es como si ya no existiéramos, como si nuestra existencia fuese, ya aquí y ahora, un mero hálito ocasional de la nada eterna. Lo pasmoso, lo desconcertante, no es que habiendo sido dejemos de ser, sino que cuando desaparezcamos será como si no hubiésemos estado nunca.

Hemos de concluir, por consiguiente, que la verdadera característica del ser no es la levedad, como en la novela de Kundera, sino la nada; la eternidad de la nada que es ya un hecho en nuestro futuro. El pasado no existe, ya está perdido y nada lo hará regresar; no tiene consistencia ontológica más que como causa o precedente, pero aunque las cosas guarden en sí mismas la huella de sus causas, ya no son estas, del mismo modo que llevamos los genes de nuestros antepasados, pero no somos ellos: ellos se han desvanecido, la mayoría por completo, puesto que ya no queda nadie para recordarlos. En cuanto al presente, ¿dónde encontrarlo? ¿En qué minuto, en qué segundo, en qué milésima exacta está el presente, esa lámina tan infinitesimal que resulta imposible de aislar? Lo único consistente es el futuro: la infinitud de las posibilidades, la incuestionable seguridad del fin. Heidegger tenía razón: estamos lanzados hacia ese futuro, todo nos conduce a él, nos aguarda en algún cruce de todos los caminos; somos seres para la muerte.
Así que el tiempo, para nosotros, es una vivencia, un fenómeno ante todo psicológico. Para Kant es la intuición en la que se asientan los marcos de nuestras percepciones, esas estructuras a priori que él llamó categorías. Conceptualmente, lo construimos al diferenciar pasado, presente y futuro. Pero no existe la línea objetiva que los distinga: solo hay un flujo incesante que avanza, una marea que empuja, una flecha que se abre paso en una única dirección. Y en esa flecha todo sucede y deja de suceder, todo está y no está, todo relumbra y se apaga. “Dentro de un rato te marcharás por el mismo camino por el que has venido, y será como si nunca hubieses estado aquí, porque aquí ya no quedará nada tuyo”, me dijo más o menos un ermitaño que guardaba el parque de Bigues, y al que conocí casualmente yendo de excursión. En aquella ocasión me pareció una idea triste: al fin y al cabo, habíamos compartido un rato de afable charla; me daba pena que ese regalo se perdiera en la nada.
Desde la memoria he evocado a menudo aquel encuentro, y he reflexionado sobre la lección de mi querido ermitaño, al que, en efecto, nunca volví a ver. Acertó: de nuestro encuentro no queda nada real, solo la vaga sombra que acerca de él reconstruye la memoria. Allí ya no queda nada mío, y aquí, en mí, tampoco queda nada suyo, salvo el revoloteo, distraído y bostezante, de los recuerdos.
Y pensarlo ya no me parece tan triste, aunque siga desconcertándome. El viejo refrán tenía razón, una razón literal: no somos nada. O más bien habría que enunciarlo en positivo: somos nada. Una nada eterna que se despliega en el tiempo, que también es nada. Ni la habitación verde ni el santuario que construye Davenne, el personaje de Truffaut, a modo de baluarte, salvará a su mujer (tampoco a él, ni a aquella otra mujer que él perdió la oportunidad de amar) del olvido: todas las velas acabarán por apagarse, porque la luz es la excepción, porque lo eterno es la oscuridad.