Me
contentaría con una sabiduría de segunda fila, que me permitiese ser feliz no
cuando todo va mal (no soy capaz, ni pido tanto), sino cuando todo va más o
menos bien… Una sabiduría de la vida cotidiana, si lo prefieren, una sabiduría
a la manera de Montaigne: una sabiduría para todos los días y para todos
nosotros.
André Comte-Sponville: La felicidad, desesperadamente.
André Comte-Sponville: La felicidad, desesperadamente.
Quien practica la
filosofía lo hace en virtud de la sospecha de que algunas convicciones con las
que anda por el mundo no son el colmo de la sensatez, ni le ayudan demasiado a
alcanzar la plenitud.
Jules Evans: Filosofía para la vida
Tu alma, o sea
mente, será tal, ni más ni menos, cuales fueren las cosas en que frecuentemente
pensares.
Marco Aurelio: Meditaciones.
Marco Aurelio: Meditaciones.
La filosofía
está de moda. Autores como Lou Marinoff, en su exitoso libro Más Platón y
menos prozac, o Jules Evans, con Filosofía para la vida, entre
muchos otros de una lista creciente, han puesto a la disposición del gran público el mensaje de los
sabios milenarios. A veces encontramos libros de filosofía en las nutridas
estanterías dedicadas a la literatura de autoayuda. Eso nos da una pista de la
causa de este éxito: la mayoría de la gente está sedienta de orientaciones para
mejorar su vida, para hacer que su existencia sea más satisfactoria, cobre más
sentido, se acerque a la plenitud; en definitiva, para ser más felices. El
habitante del siglo XXI no se resigna al sufrimiento, y los hallazgos de la
ciencia, que a veces parece poder con todo, aquí no alcanzan. Por eso somos
capaces de adentrarnos, en busca de respuestas, por senderos de lo más
variopinto: místicas tradicionales u orientales, mitos reciclados como los
ángeles o los espíritus, nuevas versiones de la magia… En esa búsqueda, digna pero a menudo extravagante, es probable que acabemos por dar con
versiones más o menos fieles de las ideas de los filósofos.
El legado de
la filosofía es tan rico como para inspirar desde los tratados de los
estudiosos ―a menudo remotos por abstractos― hasta la mera obra de consumo ―cuya simpleza no suele ir mucho más allá de lo trivial―. Ambas vertientes cumplen una función
dentro de su contexto. Sin embargo, entre ellas se extiende el territorio,
humilde pero comprometido, de quien se acerca a las grandes obras de filosofía
para interrogarlas en busca de apoyo, de elementos para trazar el mapa
de la vida y construir una postura que le permita hacerla mejor. Esa “sabiduría
de la vida cotidiana”, como la llama Comte-Sponville, es la que quisiéramos
evocar aquí: “Pensar mejor para vivir mejor”.
No se trata,
en primer término, de recopilar citas útiles ni de analizar las aportaciones de los grandes filósofos. Nuestra intención es estudiar,
pero no como eruditos; inspirarnos, pero no como consumidores. Más que poner la
filosofía en la vida, queremos poner la vida en la filosofía. Queremos pasar a
la acción, y si hay algo que los filósofos nos enseñan es precisamente eso: que
se nos pueden ofrecer las sugerencias más brillantes, pero a la hora de la
verdad somos nosotros los que tenemos que molerlas con nuestro ahínco para
sacarles el jugo. Tenemos que cumplir aquella tarea de la que nos hablaba
Ortega y Gasset, una tarea que es única e intransferible para cada cual: por
más que nos basemos en los sabios, la única sabiduría que nos puede ser útil es
la nuestra, la que construyamos por nosotros mismos y convirtamos en intención
y en acto. Con mayor o menor acierto, siempre con torpeza, y nunca de modo
definitivo: “Solo sé que no sé nada”.
“¿Necesitamos
la sabiduría? ―nos plantea
Comte-Sponville―. La
tradición contesta que sí, pero, ¿qué nos demuestra que tiene razón? Nuestra
desgracia. Nuestra insatisfacción. Nuestra angustia. ¿Por qué es necesaria la
sabiduría? Porque no somos felices”. Confieso que me he pasado la vida buscando
esa sabiduría, o ese apoyo, o incluso ese dogma: me daba igual lo que fuera,
con tal de que me rescatara. Porque, en efecto, la insatisfacción y la angustia
parecían llenarlo todo, y más que otra cosa una profunda sensación de
incertidumbre, una niebla de desorientación, un peso de sombra y miedo. Por
eso, en un ansioso reclamo de respuestas, recorrí buena parte de los caminos
que he mencionado: la religión, la mística, la autoayuda, la terapia, incluso la
ciencia y por supuesto algunos textos de filósofos… Llamé a muchas puertas, con
la esperanza de que al abrirse alguna de ellas apareciera, de una pieza, todo
lo que necesitaba o creía necesitar: un gurú redentor, un dogma incuestionable,
una curación definitiva. A veces creí acercarme mucho, pero pronto surgían
problemas o dudas, o bien el avance se atascaba, o la pista se perdía en
interminables rodeos, para mi exasperación. Afortunadamente, al final me di por
vencido; “desesperé”, como dice Comte-Sponville. Mi vida no tenía remedio, en
el sentido de un arreglo completo, a la manera de la puesta a punto de un
coche. Y gracias a eso me di cuenta de que, por útiles o valiosas que fueran
las aportaciones que iba recibiendo ―y algunas lo eran de verdad―, jamás
podrían servirme como yo esperaba, porque el verdadero problema estaba en mi
propia actitud: quería que las respuestas me llegaran de fuera, y no solo las
respuestas, sino la propia transformación. Había pretendido que cambiar fuera
rápido, fácil y concluyente, y sobre todo que me lo dieran hecho, como quien pide la pastilla de la felicidad.
Pero resulta
que no. Que la única sabiduría que puede servirnos, si es que existe, si es que
podemos acceder a ella, tenemos que componerla con nuestro esfuerzo y nuestro
compromiso, pacientemente, al modo de los antiguos artesanos. Ya lo decía
Epicuro: hay que trabajar, incluso para alcanzar el verdadero placer, que es ―al menos
según mi ideal― una paz
interior aceptable y una satisfacción razonable con mi propia vida, incluyendo,
por supuesto, la entereza frente al dolor. Porque el dolor siempre llegará,
porque la vida es lo que es más allá de nuestros sueños, porque somos débiles e
ignorantes, porque no siempre estamos a la altura de la alegría y de la
belleza. Tenemos que aprender por nosotros mismos ―¿se puede
aprender de otra manera?―, y eso implica pensar por nosotros
mismos. Y no solo pensar, sino llevar a cabo lo pensado, convertirlo en acción
y en hábito. Y saber que nunca acabaremos de hacerlo, que siempre será una
tarea incompleta, porque quizá de eso se trate, de no dejar nunca de pensar y
de experimentar, de preguntar y de proponer, de tomar y de dar, de indagar y de
debatir. Y hacerlo con pasión, pero con suficiente serenidad de fondo como para
disfrutar de ello. Entender, de una vez, que lo que cuenta no es tanto la meta
(siempre lejana, siempre incompleta) como el camino; hay que aprender a caminar
sosegadamente, interrogando al paisaje, pero sobre todo contemplándolo y
disfrutándolo. Lo importante es el amor y la alegría, y ambos son a la vez
dones y voluntades, a la vez inspiración y tarea, como cualquier arte. En este
caso, el arte más importante: el de vivir.
Así lo
entendían, por ejemplo, Epicuro y sus amigos en la comunidad del Jardín. Solo
aspiraban a una vida lo suficientemente sencilla y dulce para poder
considerarla feliz. La filosofía era un camino para alcanzar esa felicidad,
pero también formaba parte de ella; o, mejor: era un camino porque formaba
parte de ella. Cuando uno la mira de cerca, se da cuenta de que la felicidad es
eso, de que la sabiduría es eso.
Y tal es el propósito de estos escritos volanderos, estos apuntes al vuelo de la
vida: pensar como tarea y también como gozo; construir sin prisa, pero con
tenacidad, mi pequeña sabiduría personal, el sentido de mis pequeños asuntos
cotidianos. Asuntos que a buen seguro, amigo lector, son también los tuyos, porque
al fin y al cabo nos parecemos bastante, y es más lo que compartimos que lo que
nos separa. Convencido de ello, me atrevo a compartir contigo
mis humildes reflexiones, como me encantaría conocer las tuyas. Pongo aquí mi
tarea y también mi disfrute, mi desazón y mi ensayo de felicidad; desgrano mis inquietudes pero procurando no compadecerme
demasiado, insistiendo ―testarudo― en el
propósito de vislumbrar, más allá de ellas, la alegría de la lucidez, la
lucidez de la alegría. Ojalá lo que escribo os parezca interesante, ojalá
encontréis alguna fuente de inspiración e incluso algún destello de poesía.
Construyamos la sabiduría entre todos: he aquí mi aportación, hagan los demás
la suya. Y si al cabo no os resulta todo lo sugerente que quisiera, no perdáis
el tiempo con ella: lo lamentaré, pero, como
quiso Montaigne, también vale la pena escribir para uno mismo. Lo condensa con brevedad y
belleza Anthony de Mello en la historia que da título a su libro El canto
del pájaro: cualquier palabra distorsiona la verdad, pero está en nuestra
naturaleza seguir hablando de ella: igual que cantan los pájaros.
Así pues, no dejemos de cantar mientras vivamos.
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