sábado, 26 de mayo de 2018

Diversión

Mi paseo campestre me lleva hasta una cascada con su poza. El lugar es de una belleza hipnótica: el agua saltando entre las rocas gigantes, los frondosos árboles de la orilla, los prados en los aledaños… Me inspira el arrobo poético, la meditación, la mera contemplación soñadora… Me dedico a hacer fotos y a tomar notas echado en la hierba. A mi alrededor, un enjambre de gente en bañador salta por el agua gélida, ríe y chilla, sube y baja. Los críos, sobre todo, arman un bullicio estrepitoso, entre imprecaciones, saltos, empujones y carreras. Contrastan vivamente mi recogimiento místico y su diversión.
Como suele suceder con las cosas naturales, las que salen espontáneamente sin pensar, cuando uno observa desde fuera la diversión se le antoja algo extraño. La diversión en bruto, la que agitan la adrenalina o la testosterona; la de los sábados por la noche entre copas y bailes, la de los parques de atracciones, la de los deportes de aventura o los juegos en grupo, la de la playa, la del cuerpo que tiembla y los ojos que brillan… Si uno las contempla desde fuera, sin participar, tienen algo que resulta inquietante, indescifrable, primitivo.
Hay no sé qué soledad, un turbio sustrato de tristeza o miedo en tanta alegría desbocada, en tanta furia, en tanto derroche de vida. Me cuesta situarme en una conversación intrascendente, sobre todo si es en grupo, un mero discurrir entre ocurrencias y risas en el que yo suelo mantenerme callado y de las que me canso pronto. En el tú a tú también suelo limitarme a escuchar, por lo que las conversaciones acaban aburriéndonos a ambos, a no ser que (cosa rara pero también pasa) compartamos algún interés o una profunda simpatía. La gente no suele tener ganas de que le hables de ti mismo, más allá de los datos del carné de identidad, y hacen bien, porque cada cual ya tiene bastante con sus propias inquietudes, como si tuvieran algo de particular, cuando todas se parecen tanto.
Las mujeres me han reprochado a menudo que soy “demasiado profundo”, comentario con el cual supongo que venían a decirme que en mi presencia faltaba salsa, alegría, seducción… o sea, diversión. “Lo que quieren las mujeres es reírse”, me dijo una vez un amigo muy sabio, junto al cual no solían faltar las risas (cuando estaba de humor, porque también tenía su punto depresivo). En esto, como en tantas cosas, las mujeres tienen razón: hay que buscar la risa, las amarguras ya vienen solas. Yo, que iba de profundo, pensaba que las atraería precisamente por mi sensibilidad, por mi honestidad, porque sé escuchar y hago comentarios inteligentes. Pero todo eso más bien debía parecerles aburrido y triste, y no se enamora sin diversión, es decir, sin alegría. Tendría que haber leído antes a Spinoza: “El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior”.

Tal vez por esa dificultad para la diversión, me siento mucho más seguro en actividades tranquilas, donde sea solo espectador o poco más, donde pueda pasar desapercibido, donde en cierto modo pueda quedarme solo sin que nadie me importune con su propio egocentrismo: cine, teatro, lectura o escritura, paseos retirados por el monte… Mi lugar ideal supongo que sería una biblioteca: ese silencio, ese aluvión de palabra recatada y contenida sobre el papel innumerable, esa comunidad de pensamientos callados de los lectores… Sí: la soledad y el silencio, la mansedumbre de lo que no cambia, eso creo que me resulta cómodo. Todo es calmo y previsible, no tengo que esforzarme por ser nada en concreto, puedo ser lo que soy. No me divierte, pero me apacigua; su emoción es acogedora y envolvente. No hay razón o no más que la que pongan mis fantasías para tener miedo, me siento a salvo. El miedo, una vez más, marca la pauta.
En cambio, un parque de atracciones o una feria están repletos de gente que ríe, que grita, que va de un lado al otro… Profusión, ruido, luces, sensaciones que nos zarandean. En la playa nos pisan, nos mojan, se quitan de encima nuestras miradas ardorosas, hay que embadurnarse de arena. Ya de muy pequeño me molestaba la arena; mis padres dicen que procuraba tocarla lo menos posible porque me daba asco que se me quedara pegada; y mi padre, con su delicadeza habitual, me agarraba las manos y me las hacía frotar en el suelo. Nunca he sabido si era partidario de las terapias de choque o lo hacía por pura exasperación: no debía ser fácil tener un hijo con mis rarezas. En cualquier caso, no le funcionaron: yo aún me reafirmaba más en mis manías. Más tarde he ido comprobando que las suyas no son menores, pero eso no me da ninguna satisfacción: solo hace del sufrimiento una tradición familiar.

Hablábamos del miedo, y de la diversión, o quizá del miedo a la diversión. O sea, de la gente. Me gusta el humor, cuando no ataca o sirve para acaparar, cuando es bien recibido pero nadie lo exige. No me considero una persona seca, adusta, de las que imponen de entrada una distancia fría. Si he de relacionarme, prefiero la cortesía y la cordialidad. Admito que no lo hago, de entrada, por aprecio, sino porque así me siento más seguro. De todos modos, esa seguridad suele llevarme a acabar apreciando a la gente: me doy cuenta de que también son vulnerables, y desde la vulnerabilidad puedo comunicarme. Si estoy relajado y más o menos confiado, incluso puedo tolerar algo de diversión: tengo menos miedo.
Pero la cordialidad tiene su precio. Hay quien abusa de ella; hay quien la aprovecha a su favor; hay quien la capta en parte con acierto como una debilidad. Todos procuramos arrimar el ascua a nuestra sardina: conmigo parece fácil. Cuando me doy cuenta, quisiera maniobrar; a veces es tarde, a veces hay que desandar lo andado, reconquistar lo cedido; siempre es difícil, sobre todo para mí: por mi falta de autoestima, por el miedo. Hay gente buena, que me aprecia y, al descubrir que sufro, se corrige, al menos hasta cierto punto. Pero hay otras personas que no es que sean malas, es que me aprecian menos o simplemente tienen sus propias urgencias. Y puesto que yo no les pongo los límites claros, ellos tiran y tiran de la cuerda. No se lo reprocho: quizá yo también lo haría, quizás en realidad lo haga a mi manera. Hay algo tramposo en permitirles que me releguen a víctima: eso me convierte en resentido, justifica que me acorace contra ellos, que los abandone, que me retire.
Esta viene a ser la historia de mis atormentadas intimidades, donde hubo tan poca diversión. Es obvio que, en el fondo de todo, está el miedo, nuestro viejo enemigo: temor a ese cariño que deseo pero en el que no creo, a esa convivencia que me encantaría pero me incomoda, a esa intimidad que anhelo pero que acabará poniendo mi vulnerabilidad al descubierto. A mí no me importaría dar por imposible la intimidad, si no fuera porque en la soledad me encuentro conmigo mismo. Con un Yo oscuro a fuerza de agrandado, triste a fuerza de roto, ansioso a fuerza de temeroso. Un Yo que no sabe amar porque no aprendió a quererse. Un Yo que no logra “celebrarse y cantarse”, como quería Whitman, que no sabe salir de la amargura más que cuando se olvida de sí mismo, y deja de compadecerse y de menospreciarse.

Incapacidad, pues, para la diversión, que nos evoca la incapacidad para el placer. Observemos un baile: como en el juego de los niños en el agua, la gente ríe, bromea, salta, se entrega al mero disfrute. Se abandona: yo no puedo abandonarme. Yo tengo que permanecer vigilante, porque pronto alguien descubrirá que soy torpe bailando, que meto la pata al decir algo… La chica que me gusta pensará que soy un pardillo o un pelmazo o, peor, un perdedor. Con tales expectativas —con tales miedos— no logro relajarme, se nota mi rigidez y mi incomodidad, soy como un robot, un jarro de agua fría para los que sí se divierten: entiendo que lo más compasivo que pueden hacer conmigo es ignorarme.
Y hablar del placer nos lleva al sexo, ese otro disfrute, esa diversión en bruto donde las haya. El sexo, que nos desnuda literalmente ante el otro, que nos transforma en puro frenesí de dar y tomar crudamente. Hay que tener un alma lo bastante generosa (para entregar tanto) o lo bastante egoísta (para tomar sin remilgos) si se quiere disfrutar tranquilamente del sexo. Para no tenerle miedo a su placer desnudo. Comte-Sponville habla de ese miedo: supongo que a lo primitivo, a lo elemental, a la audacia sin reticencia, a lo que se regala sin desconfianza. A lo que no espera, porque tiene, y no titubea, porque encuentra. A esa celebración de libertad. Por eso yo he gozado tan poco del sexo: demasiada suspicacia, demasiada prevención para no quedar atrapado. Porque en cualquier momento se me podría pedir demasiado, y tal vez no sabría negarlo; o denegar lo que yo pido, y tal vez no sabría soportarlo. Porque más tarde o más temprano llegará la decepción: la mía o la de la otra persona. Porque, en fin, tengo miedo.

Así que, por miedo, vivo retirado del placer, procuro eludir la diversión, el encuentro, el amor, el desbordamiento de la alegría. Eso, poniéndome spinoziano, supongo que me convierte en una persona más bien triste: “El miedo es una tristeza inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”. 
La cosa de cuya efectividad dudo debo ser yo mismo. Pero no es para tanto, y no quiero caer en la tentación, tan habitual, de compadecerme de mí mismo. A pesar de los pesares, vivo: con lo que buenamente tengo y puedo. Sobrevivo con mi miedo y a veces encuentro mis pequeñas alegrías y me siento feliz, o casi. Y en esto sí que supongo que soy como todos.

sábado, 12 de mayo de 2018

Autoestima y autoexigencia

Todos tenemos para nosotros mismos un amor incondicional, puesto que somos nuestro hogar; y otro amor condicional, puesto que nos juzgamos. Hablar de una relación con nosotros mismos implica una división interior entre el que observa y lo observado, entre el que juzga y lo juzgado. Para la mística oriental, hay que superar esta división, pues toda frontera, como Ken Wilber explicó bien, establece un conflicto; pero nosotros los occidentales la tenemos demasiado arraigada, y puede que nuestro trabajo consista más bien en conocerla, familiarizarnos con ella y aprender a sobrellevarla de la mejor manera.
Tal vez podamos considerar nuestra identidad rasgada de arriba abajo por esas grietas que nos disgregan en mil personajes: dentro de nosotros, somos multitud, y ese fenómeno es clave para nuestra identidad (para bien y para mal) y para nuestra vida. Es probable que se trate de una consecuencia de la propia idea de identidad: desde el momento en que establecemos que “somos alguien”, trazamos una divisoria entre lo que (supuestamente) somos y lo que no somos (o no queremos ser), pero además entre el divisor (que observa y juzga) y lo dividido.

En esas guerras estamos, y de cómo las resolvamos dependen, en buena parte, nuestra paz interior y nuestra satisfacción con la vida. Decíamos que una parte, quizá la propia esencia del amor propio es condicional: eso resulta decisivo para nuestras relaciones sociales, puesto que la autoestima fue construida, precisamente, dentro de la sociabilidad. En la relación con los otros aprendimos a considerar nuestro valor como relativo, en función de una serie de exigencias que son normas explícitas o no del entorno y de nuestra familia. Responder a la norma significaba "estar bien" (siguiendo la sugerente terminología del Análisis Transaccional), ser aceptable, apreciable, querible; no responder, o hacerlo deficientemente, implicaba la desvalorización y el rechazo (uno y otra se refuerzan mutuamente). Y pocas cosas más angustiantes que el rechazo.
Así que para evitar ser rechazados, hemos ido acostumbrándonos a adelantarnos, componiendo un “Yo ideal” con los rasgos que suponemos deseables, y procurando ajustar a él nuestro Yo real. De entrada parece un mecanismo útil, inteligente y práctico, pero plantea al menos un problema: ¿qué pasa cuando somos incapaces de ajustarnos al Yo ideal? ¿Qué pasa si, incluso, no deseamos hacerlo? Puesto que hemos interiorizado las valoraciones y las exigencias planteadas desde fuera, es probable que nos avancemos al rechazo ajeno con un rechazo propio. La ecuación se escribe por sí sola: a mayor exigencia, mayor probabilidad de rechazo.
Normas externas, exigencias interiorizadas: ambas cuentan y se apuntalan mutuamente, y, aunque se supone que la madurez conllevaría un progresivo predominio de las segundas, una mayor autonomía de criterio, lo cierto es que la opinión recibida de los otros tiene siempre un gran peso, y el amor propio, como cualquier amor, no ha dicho nunca la última palabra.

Por otra parte, ¿qué pasa con las contradicciones, las tensiones, la dialéctica entre los distintos elementos del sistema? Para empezar, hay una lucha entre el amor incondicional (me quiero, o quiero quererme) y el condicional (pero resulta que para quererme debo cumplir determinados requisitos), hasta el punto de que el primero puede optar por llevar la contraria o boicotear las exigencias del segundo: al fin y al cabo, me están poniendo obstáculos para mi amor incondicional, no me dejan quererme tranquilamente como sería mi vocación.
Pero luego están, además, las contradicciones entre los propios mensajes de exigencia: se me puede requerir que sea a la vez complaciente y orgulloso, riguroso y amable, o, como se dice popularmente, "bueno pero no tonto". ¿Cómo se armonizan estos choques de exigencias?
Los antiguos hablaban de prudencia, de equilibrio, de sentido común. Ahora se habla de asertividad. Nada de ello es fácil. Hay quien tiene un don natural para hacerlo, y eso tiene mucho que ver, probablemente, con disponer de una firme autoestima incondicional, ese amor interno que según los psicólogos se construye en los primeros años. No todos salimos bien parados de ese trabajo. ¿Qué nos queda a los que no lo construimos? Sobrellevar la neurosis y procurar aprender. ¿Aprender qué? A amarnos mejor y no exigirnos tanto.

viernes, 4 de mayo de 2018

Miedos y penas

El miedo es, como la mentira, una tentación de la facilidad.
V. Jankélévitch.


Seguramente no hay peor enemigo: el miedo que corroe, que increpa, que lastra, que se come el aire. El miedo a perder lo que amamos, a amar lo que a cada instante podemos perder… Buda ya nos explicó que el miedo emana del deseo y del apego: del deseo, porque anhela y muchas veces se verá frustrado; del apego porque hay cosas de las que huimos y cosas que perseguimos, y todas ellas nos persiguen.
Sin embargo, puede que no haga falta dejar de desear. Como nos explica Comte-Sponville, podemos desear lo que ya tenemos, y entonces el deseo es goce, es la realidad mientras está aconteciendo: ya no hay espera, ya no hay frustración. Pero, ¿qué hacer con lo que aún no es real, lo que se proyecta hacia el futuro: los sueños, los planes, las expectativas?
Séneca nos prohíbe aquello que no dependa de nosotros. Sin embargo, a veces necesitamos soñar lo imposible: forma parte de la naturaleza humana, y es lo que a veces, con trabajo, con suerte lo convierte en posible. Además, cuesta saber hasta qué punto una cosa está o no a nuestro alcance: el visionario se cree más capaz de lo que es, el depresivo se concibe incapaz de casi todo. Esta dificultad para saber a qué atenernos, que nos ha de impulsar a afinar nuestro realismo, a seguir conociéndonos como instaba el oráculo de Delfos, a la vez debe servirnos para recordar que ese conocimiento siempre será provisional, que nunca estaremos definitivamente a salvo de engañarnos.

Así pues, ¿qué hacer con los sueños? Permitirnos soñarlos, pero a sabiendas de que no son la verdad, apenas su nostalgia. Calderón nos avisó que toda la vida es sueño: vivámosla, pues, lo más despiertos que podamos. Desechemos las pesadillas, que son puro miedo, y dejemos un espacio a los sueños gozosos, a los deseos imposibles pero prometedores, a las esperanzas vanas pero bellas. Con una sola condición: que no nos sirvan de excusa para eludir la realidad, sino para afirmarla; que actúen como un acicate para volcar nuestra voluntad sobre ella.
Y, en definitiva, ¿qué es lo peor que podría pasarte? No hablo de los horrores objetivos, los de puro dolor, como la pérdida de un ser querido o una enfermedad terminal: esos no tienen componenda, hay que sufrirlos y punto. “Nos hundiremos en un mar de luto”, decreta Bernarda Alba a sus hijas prisioneras. ¿Cómo no hundirse en lo que nos hunde? Imposible no temer esos padecimientos rigurosos, que anulan nuestra entereza y nos lanzan contra un muro; imposible reconciliarnos con ellos, y quizá también sea imposible admitirlos, a pesar de Séneca y de Nietzsche. Por suerte, como nos recuerda Epicuro, suceden pocas veces, y por eso casi todos solemos arreglárnoslas, mal que bien, procurando no pensar en ellos, y confiando en que, si no acaban con nosotros, después del duelo, aunque disminuidos y gastados, volveremos a vivir.
Sin embargo, como aconsejaba Montaigne y practicaba constantemente Marco Aurelio, tal vez nos convenga recordárnoslos de vez en cuando, no para sentarnos a esperarlos, sino para que no nos alcancen por sorpresa, para familiarizarnos con su golpe, que llegará. Lucidez valerosa, trágica belleza de Miguel Hernández: Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida. Para no olvidar lo frágil que es la existencia, ni llegar a creernos a salvo de sus conmociones. “Si dedicas algún tiempo a pensar en la vejez, la muerte y otras cosas infortunadas, tu mente tendrá más estabilidad cuando esas cosas acontezcan, puesto que ya te habrás familiarizado con su naturaleza... recomienda el Dalai Lama. Sin un cierto grado de tolerancia hacia el propio sufrimiento, la vida se convierte en algo miserable, como una mala noche eterna.”

En cuanto a los otros sinsabores, esos que manchan el lienzo de nuestros días cotidianos, esos que, aunque más leves, nos acometen desde cada esquina y por ello, en cierto modo, son más dañinos, como la gota que cae sobre la frente, qué les vamos a hacer, ahí están y seguirán tocando. Pero solo algunos de los que tememos, y solo de vez en cuando. Y entre los que lleguen, la mayoría serán menos terribles de lo que imaginábamos: la fantasía no tiene límites, pero la realidad, por fortuna, sí. Y entre los que sean terribles, seguramente sabremos salir airosos de ellos más de lo que creemos. “El dolor no es ni insoportable ni eterno, si recuerdas sus límites y no imaginas más de lo que es”, nos alentaba Epicteto.
Los habrá que traigan dones inesperados, incluso gozos porque nos estimula medir las propias fuerzas, porque a veces lo bueno también duele o hasta nos harán mejores por lo que nos enseñarán de nuestras vulnerabilidades y de la vida. Hay miedos que están de nuestra parte y nos salvan. Así que, ¿por qué temerlos demasiado? Mejor recorrerlos, llegado el caso, y procurar que no haya sido en balde.
Porque a la vida hay que decirle que sí. A toda ella. Eso se llama coraje, y sin él no hay alegría. El verdadero gozo reside en esa entrega, en esa disposición, como proclama Hermann Hesse: “¡No existía ninguna tranquilidad! Sólo existía el eterno, feliz y sagrado ser-aspirado y ser-espirado, la creación y la destrucción, el nacimiento y la muerte, la partida y el regreso, sin pausa, sin fin. Sólo había un arte, una doctrina, un misterio: dejarse caer, no aferrarse a nada, ni al bien ni al mal. Entonces uno estaba salvado, se liberaba del dolor, del miedo. Solo entonces.”
Podemos educarnos para que el miedo nos haga menos mella, y la primera lección es que aun con miedo se puede vivir. Contemos con él como con ese visitante intempestivo al que hay que acoger cuando llama a la puerta. “Es mejor abandonarse un poco a dolores y sufrimientos, y así con lágrimas rociarlos hasta que se fundan”, propone Epicuro. Sumémonos a los partidarios de la alegría: no le tengamos miedo al miedo.