viernes, 4 de mayo de 2018

Miedos y penas

El miedo es, como la mentira, una tentación de la facilidad.
V. Jankélévitch.


Seguramente no hay peor enemigo: el miedo que corroe, que increpa, que lastra, que se come el aire. El miedo a perder lo que amamos, a amar lo que a cada instante podemos perder… Buda ya nos explicó que el miedo emana del deseo y del apego: del deseo, porque anhela y muchas veces se verá frustrado; del apego porque hay cosas de las que huimos y cosas que perseguimos, y todas ellas nos persiguen.
Sin embargo, puede que no haga falta dejar de desear. Como nos explica Comte-Sponville, podemos desear lo que ya tenemos, y entonces el deseo es goce, es la realidad mientras está aconteciendo: ya no hay espera, ya no hay frustración. Pero, ¿qué hacer con lo que aún no es real, lo que se proyecta hacia el futuro: los sueños, los planes, las expectativas?
Séneca nos prohíbe aquello que no dependa de nosotros. Sin embargo, a veces necesitamos soñar lo imposible: forma parte de la naturaleza humana, y es lo que a veces, con trabajo, con suerte lo convierte en posible. Además, cuesta saber hasta qué punto una cosa está o no a nuestro alcance: el visionario se cree más capaz de lo que es, el depresivo se concibe incapaz de casi todo. Esta dificultad para saber a qué atenernos, que nos ha de impulsar a afinar nuestro realismo, a seguir conociéndonos como instaba el oráculo de Delfos, a la vez debe servirnos para recordar que ese conocimiento siempre será provisional, que nunca estaremos definitivamente a salvo de engañarnos.

Así pues, ¿qué hacer con los sueños? Permitirnos soñarlos, pero a sabiendas de que no son la verdad, apenas su nostalgia. Calderón nos avisó que toda la vida es sueño: vivámosla, pues, lo más despiertos que podamos. Desechemos las pesadillas, que son puro miedo, y dejemos un espacio a los sueños gozosos, a los deseos imposibles pero prometedores, a las esperanzas vanas pero bellas. Con una sola condición: que no nos sirvan de excusa para eludir la realidad, sino para afirmarla; que actúen como un acicate para volcar nuestra voluntad sobre ella.
Y, en definitiva, ¿qué es lo peor que podría pasarte? No hablo de los horrores objetivos, los de puro dolor, como la pérdida de un ser querido o una enfermedad terminal: esos no tienen componenda, hay que sufrirlos y punto. “Nos hundiremos en un mar de luto”, decreta Bernarda Alba a sus hijas prisioneras. ¿Cómo no hundirse en lo que nos hunde? Imposible no temer esos padecimientos rigurosos, que anulan nuestra entereza y nos lanzan contra un muro; imposible reconciliarnos con ellos, y quizá también sea imposible admitirlos, a pesar de Séneca y de Nietzsche. Por suerte, como nos recuerda Epicuro, suceden pocas veces, y por eso casi todos solemos arreglárnoslas, mal que bien, procurando no pensar en ellos, y confiando en que, si no acaban con nosotros, después del duelo, aunque disminuidos y gastados, volveremos a vivir.
Sin embargo, como aconsejaba Montaigne y practicaba constantemente Marco Aurelio, tal vez nos convenga recordárnoslos de vez en cuando, no para sentarnos a esperarlos, sino para que no nos alcancen por sorpresa, para familiarizarnos con su golpe, que llegará. Lucidez valerosa, trágica belleza de Miguel Hernández: Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida. Para no olvidar lo frágil que es la existencia, ni llegar a creernos a salvo de sus conmociones. “Si dedicas algún tiempo a pensar en la vejez, la muerte y otras cosas infortunadas, tu mente tendrá más estabilidad cuando esas cosas acontezcan, puesto que ya te habrás familiarizado con su naturaleza... recomienda el Dalai Lama. Sin un cierto grado de tolerancia hacia el propio sufrimiento, la vida se convierte en algo miserable, como una mala noche eterna.”

En cuanto a los otros sinsabores, esos que manchan el lienzo de nuestros días cotidianos, esos que, aunque más leves, nos acometen desde cada esquina y por ello, en cierto modo, son más dañinos, como la gota que cae sobre la frente, qué les vamos a hacer, ahí están y seguirán tocando. Pero solo algunos de los que tememos, y solo de vez en cuando. Y entre los que lleguen, la mayoría serán menos terribles de lo que imaginábamos: la fantasía no tiene límites, pero la realidad, por fortuna, sí. Y entre los que sean terribles, seguramente sabremos salir airosos de ellos más de lo que creemos. “El dolor no es ni insoportable ni eterno, si recuerdas sus límites y no imaginas más de lo que es”, nos alentaba Epicteto.
Los habrá que traigan dones inesperados, incluso gozos porque nos estimula medir las propias fuerzas, porque a veces lo bueno también duele o hasta nos harán mejores por lo que nos enseñarán de nuestras vulnerabilidades y de la vida. Hay miedos que están de nuestra parte y nos salvan. Así que, ¿por qué temerlos demasiado? Mejor recorrerlos, llegado el caso, y procurar que no haya sido en balde.
Porque a la vida hay que decirle que sí. A toda ella. Eso se llama coraje, y sin él no hay alegría. El verdadero gozo reside en esa entrega, en esa disposición, como proclama Hermann Hesse: “¡No existía ninguna tranquilidad! Sólo existía el eterno, feliz y sagrado ser-aspirado y ser-espirado, la creación y la destrucción, el nacimiento y la muerte, la partida y el regreso, sin pausa, sin fin. Sólo había un arte, una doctrina, un misterio: dejarse caer, no aferrarse a nada, ni al bien ni al mal. Entonces uno estaba salvado, se liberaba del dolor, del miedo. Solo entonces.”
Podemos educarnos para que el miedo nos haga menos mella, y la primera lección es que aun con miedo se puede vivir. Contemos con él como con ese visitante intempestivo al que hay que acoger cuando llama a la puerta. “Es mejor abandonarse un poco a dolores y sufrimientos, y así con lágrimas rociarlos hasta que se fundan”, propone Epicuro. Sumémonos a los partidarios de la alegría: no le tengamos miedo al miedo.

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