viernes, 29 de septiembre de 2017

Poética del cachivache

Un día tengo que hacer limpieza y tirar un montón de trastos viejos. Cachivaches estropeados o caducos, que fueron útiles para alguien que fui y ya no soy, por lo que ya nunca los usaré.
Siempre dices lo mismo y no acabas de ponerte. Y si te pones, tiras unas pocas cosas, pero con la mayoría te limitas a cambiarlas de sitio. Los objetos te pueden.
Pues sí, me cuesta tirar cosas. Desde pequeño soy un poco trapero. No sé, tendré un síndrome de Diógenes crónico. He almacenado periódicos, cajas, bolsas, aparatos inservibles… Aún conservo muñecos y juguetes de la infancia. Ni te cuento de papeles y libros. Recuerdo que mi madre solo lograba tirar los juguetes viejos cuando no me daba cuenta. Le armaba un escándalo. Me dolía mucho imaginarlos convertidos en basura, amontonados con las pieles de naranja o las cáscaras de huevo. Era como si traicionara a un viejo amigo, como si abandonara a un familiar lisiado. Y aun hoy, cuando tiro los restos de comida sobre mis páginas de notas, me parece estar cometiendo una ofensa.
No sé si te das cuenta, pero hablas de los objetos como si se tratara de personas.
Sí. En un informe psicológico que me hicieron en la escuela, creo que ponía algo parecido: “Aprecia más las cosas que a las personas”. Me sonó al diagnóstico de un enfermo, o peor, a la condena de un desviado.
¿Crees que es cierto?
No lo sé. Yo diría que no, desde luego a estas alturas de la vida no. Pero de niño es verdad que no me sentía muy cómodo entre las personas. Desconfiaba de ellas, sobre todo de los otros niños, con los que no acabé de entenderme. La mayoría me parecían crueles, y desde luego muy poco de fiar. Claro que ellos no tenían toda la culpa: yo era demasiado inseguro, y por tanto susceptible y desconfiado. Me acostumbré a esperar poco de la gente, como dice el protagonista de la película Atando cabos. El mundo no tiene piedad con quien no se hace valer. En fin, lo cierto es que solo me sentía a salvo en la permanencia mineral de los objetos. De ellos sí sabía qué esperar, sabía que no conspirarían contra mí, que no me traicionarían, que no me exigirían el trabajoso esfuerzo de responder a ninguna expectativa.
Pero eso es el egocentrismo en estado puro: tenerlo todo a tu disposición incondicional, recibirlo todo sin tener que dar.
Sí, una fantasía perfecta, ¿verdad? Creo que nunca acabé de reponerme de que el aprecio ajeno fuese un intercambio. El egoísmo humano fue mi primer tema filosófico, ya me atormentaba en mis primeros diarios. Supongo que nunca me repuse del todo del egocentrismo primitivo. Pero te diré una cosa: no sé si fue el egocentrismo el que me hizo inseguro y receloso, o si fue la incapacidad para hacerme valer la que me llevó a refugiarme en mi mundo, al margen de los otros. Lo diré de otra manera: no sé si sufría tanto entre los demás porque sentía que no tenía nada que ofrecerles para que me consideraran valioso, o si decidí que no valía la pena el esfuerzo por ganarlos.
Pero con el tiempo cambiaron las cosas. La gente te apreció, y te aprecia. Aprendiste a adaptarte.
¡Qué remedio! Tuve que apartar a un lado mis sentimientos y mostrar la cara que convenía. Cobré conciencia del ascendente de la tribu, que no tiene escapatoria. Y entonces sucedió lo inesperado: descubrí que la inmensa mayoría de la gente no tenía ninguna intención de perjudicarme o humillarme, se limitaban a moverse según sus intereses. Si yo les ofrecía algo de lo que buscaban, me ganaba su amistad. Es más y esto fue para mí un descubrimiento insólito: llegaban a profesar hacia mí un afecto sincero, y yo mismo les quería, porque entendía sus carencias y sus sufrimientos, comprendía las dificultades de su propia lucha por abrirse paso.
Entonces te repusiste de aquel aislamiento infantil.
No del todo. Conseguí amar, y dejar que me amaran, pero solo hasta una cierta proximidad. Si se me acercan demasiado, vuelvo a reaccionar como el niño que fui, desconfiado y a la defensiva. Desde el momento en que espero algo del otro, o sea, que me quieran, me lleno de púas como un erizo. Me temo que ese niño sigue bastante dolido, y por eso no ha conseguido reponerse del egocentrismo. Sigue prisionero de la fantasía de un amor perfecto, gratuito, sin contrapartida. Y, al no encontrarlo, se pone insoportable. Por eso no he conseguido tolerar las relaciones íntimas. Mira que lo he intentado, de verdad, pero acabo arreglándomelas para que se conviertan en verdaderos infiernos. Demasiada susceptibilidad, demasiada expectativa: demasiado rencor. Demasiado expuesto: es imposible entregarse al amor cuando uno tiene miedo. ¡Qué le vamos a hacer! Me he acostumbrado a vivir solo.
¿De verdad te has acostumbrado? ¿Sin tristeza, sin resentimiento?
A veces, si me paro a pensarlo, me compadezco de mí mismo y me pongo quisquilloso con la vida. Y le reprocho el hecho de que no me haya dotado para la calidez de las proximidades, para la ternura de las compañías. Pero luego, cuando el ánimo se serena, me digo que, a mi manera, he conocido el amor: el aprecio amplio con la gente, eso que los griegos llamaban filia, y que tiene tanto que ver con la bodichita budista, la compasión; el cariño sincero por mi familia, por mis amigos el recuerdo agradecido de alguna de mis parejas; y, solo por una vez, el amor deslumbrante, ardiente y a la vez fresco, arrollador y a la vez sereno, que únicamente ha logrado inspirarme mi hijo. Con todo eso se puede llenar de amor una vida. Soy afortunado: habrá quien tenga menos.
Muy bien, pero, ¿y el eros? ¿Y la intimidad, y el compartir, y la entrega del amor cercano, el que toca y daña, el que no se guarda una vía de escape?
Sí, ya te digo, habría estado bien un poco más de eros. Y a menudo siento nostalgia de la intimidad. Pero se me pasa en seguida. La soledad sonora, la soledad que florece y quiere fructificar en beneficio de todos, me parece un proyecto hermoso y digno, casi tan valioso como la intimidad. Hay quien lo considera incluso más. Yo no lo creo, al menos en mi caso: ni dedico mi tiempo a ayudar a los necesitados, ni siento vocación de servicio, como dicen los religiosos. Pero algo hago: trabajo duro por los niños y las familias en la escuela, me esfuerzo por colaborar en que las cosas funcionen y que haya un clima alegre y sano a mi alrededor, habilito lo que está en mi mano por ayudar… Me comprometo en un proyecto personal que responda a una ética. Pienso, escribo, y eso también lo entrego a mi manera. No creo que mi vida haya sido en vano.
Y llenas tu intimidad de objetos, en lugar de personas, como ponía en aquel informe.
Pero no de un modo compulsivo. Lo hago desde la poesía, desde la mística de las cosas. No la invento yo. Es obvio que cada objeto cuenta una historia; y los objetos que nos acompañan están impregnados de una parte de nuestra vida. Las cosas tienen su poética y su magia. Nuestros antepasados ya guardaban recuerdos, y atesoraban amuletos; proyectaban en ellos un poder, una intensidad, que los polinesios denominan mana. El sociólogo francés Lévy-Bruhl llamaba “participación mística” a esta resonancia entre sujeto y objeto. D. S. Bond, en su libro La conciencia mítica, confiesa que lleva desde hace años una piedra en el bolsillo que, por su forma parecida a la punta de una flecha, le transmite esa intensidad, ese mana: “¿Qué estoy tocando? ¿Qué es lo que tengo en mi mano? ¿Un trozo de piedra o un trozo de alma?” Se trata, en el fondo, de nuestra capacidad simbólica, la que resuena en los mitos, la que impregna de significados subjetivos, proyectados, un mundo que por sí mismo no significa nada.
¿Eso es lo que ves en los cachivaches de tu casa?
Eso es lo que vemos todos. Ya lo sentían nuestros antepasados, cuando erigían grandes piedras para evocar a los ancestros. Los megalitos eran más que piedras: eran un símbolo de la eternidad. ¿Por qué se enterraba a los muertos con sus pertenencias personales, sus armas, sus collares de huesos y pechinas? Porque esas cosas habían acompañado a la persona, se habían impregnado de ella. Los trastos viejos son símbolos de un tiempo, los vestigios de un ser querido. Nos sirven y nos acompañan. Desprendernos de ellos es perder una parte de nosotros.
Por eso precisamente tiene valor deshacernos de ellos. Ese esfuerzo nos educa en que la vida es cambio, pérdida incesante. Al desapegarnos de las cosas aprendemos a dejarnos ir a nosotros mismos, y a todo lo que creemos que nos define y en realidad nos atrapa. Desprenderse es liberarse de lo muerto y optar por lo vivo. Solo así podemos caminar más ligeros.
Pero la mayoría no queremos caminar más ligeros. La mayoría lo que buscamos son lastres que poner en los bolsillos, para que la insoportable levedad del ser no nos haga salir volando.
Eso se entiende, dentro de un límite. La justa medida aristotélica. Porque también hay que volar de vez en cuando. Y resulta que un día uno quiere hacerlo, y se encuentra con un montón de obstáculos que ha ido ido acumulando silenciosamente, como un limo del pasado, que no deja sitio a lo nuevo.
Sí, eso lo veo. Está bien llevar una pequeña piedra en el bolsillo, pero una acumulación de menhires nos aplastaría.
También hay una poética en el desprendimiento. La poética del desapego, de la pérdida y la renovación, de los ciclos del tiempo y el renacer de la vida. El prototipo del sabio occidental es el alquimista, que vive en un caserón repleto de libros viejos y cacharros. En cambio, el sabio oriental se retira a una choza en la montaña, y apenas tiene una manta con qué cubrirse y una olla donde cocinar; y si se las roban escribe, como el maestro zen Ryokan: “El ladrón se dejó la luna en la ventana”.
Bueno, yo soy occidental y me gustan los trastos. Pero me temo que abuso de ellos. Creo que aún estoy a tiempo de evitar caer en un síndrome de Diógenes severo. Este verano voy a hacer limpieza.

viernes, 22 de septiembre de 2017

La vida no es un asunto tan personal

Nos tomamos la vida como algo demasiado personal. Todavía estamos contaminados por ese egocentrismo infantil que nos convencía de que todo el mundo gira alrededor de nosotros. Pero la vida sencillamente sucede, el universo se expande por su cuenta, sin ninguna finalidad, y menos la de nuestra pequeñez. Nosotros no hemos hecho más que caer aquí, como vino a decir Heidegger, fruto del sucederse ciego de las generaciones y la criba en el cedazo de la evolución. Somos la confluencia fortuita de muchas causas que no nos buscaban y muchos azares que nada sabían de nosotros. Somos una flor de primavera que agosta el verano, o una seta de otoño que congela el invierno. El sentido es un capricho de nuestra mente. Un empeño que, al no sernos concedido, nos hace sufrir.
En realidad no hemos venido aquí: somos esto tat twam asi, dicen los hindúes, en un lugar y un tiempo concretos. Mañana seremos otra cosa dentro de un conjunto que será también diferente. Somos una ola en un mar en perpetuo movimiento. No nos marcharemos porque jamás vinimos. Lo que se perderá con nuestra desaparición no es más que un remolino en el río del acontecer. Nuestro drama es que hemos cobrado conciencia de nosotros mismos y hemos llegado a creer que esa idea se correspondía con algo real. Pero lo único real es el fluir constante de la materia y la energía a través del tiempo, el sucederse de formas que cambian sin cesar. A la forma le gustaría perpetuarse, pero las mismas fuerzas que la configuraron la van deshaciendo poco a poco, como las montañas que se elevan y se erosionan en su escala de tiempo de gigantes.

Tal vez lo más coherente sea vivir nuestra aventura con alegría y sin grandes pretensiones. Seamos lo que somos, porque es bello y valioso; pero sin dejar de tener en cuenta que al final tendremos que entregarlo y el viento se lo llevará. Esculpamos castillos con arena, puesto que nos hace felices; pero no nos amarguemos porque al final suba la marea y se los lleve. Ni la arena ha sido creada frágil para que se derrumben nuestros castillos, ni las olas la remueven con el propósito de que no quede nada nuestro. Lo nuestro solo nos concierne a nosotros, y si fuésemos un poco más sabios ni siquiera a nosotros nos importaría. Tal vez entonces podríamos recitar con Bertrand Russell: “Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa... El ego de una persona es una parte insignificante del mundo.”
No nos tomemos la vida ni sus cosas como algo personal. Es un gozo ser amado, pero nadie ha sido puesto ahí con la misión de amarnos: sencillamente, las personas se cruzan y a veces se aman; lo cual es una suerte solo para ellas. Un día sucede que dejan de amarnos, y, como se interrumpe lo que esperábamos, nos angustiamos o nos enojamos. Deberíamos sentirnos agradecidos por el pecio que las olas trajeron a nuestra orilla, en lugar de reprocharles que se lo lleven.

Con las aversiones pasa lo mismo: el que haya quien nos odie, o nos parezca odioso, tampoco es algo tan personal, como no lo son los aerolitos que caen sobre la superficie de los planetas, llenándolos de heridas y cicatrices. Las personas se cruzan y a veces se chocan. Es normal que duela, pero, ¿qué culpa tienen los meteoritos de ir a la deriva por el cosmos y un buen día ser atrapados por un planeta? ¿Qué culpa tienen los planetas de que exista la gravedad? Y la gravedad, que es solo un rostro de la materia, ¿tiene alguna culpa? 
Incluso cuando una persona nos hace daño deliberadamente, ¿sabe realmente por qué lo hace? ¿Tiene una idea cabal de quién es ese a quien se lo hace? ¿Acaso ha inventado ella el odio? Cierto que eligió ensañarse con nosotros, pero lo que le empujó fue un impulso ciego, sin trascendencia, algo dentro de ella de lo cual tal vez ni siquiera sabría dar cuenta cabal. En cualquier caso y esto es lo más extraordinario no es a nosotros a quienes dirige su ataque, sino a un concepto de su imaginación que se parece vagamente a nosotros. En definitiva, su inquina es algo exclusivamente suyo, que acontece dentro del teatro de su mente, y que se proyecta en el mundo a través de una imagen. ¿Qué tiene que ver con ella nuestra realidad?

Así que el mundo gira por su cuenta, y si nosotros lo hacemos con él es por puro accidente. Nada, ni lo bueno ni lo malo, suele ser concebido pensando en nosotros: bastante tiene cada ser con pensar en sí mismo, con esforzarse en perseverar, como enunciaba Spinoza. Se dirá que de todos modos nos afecta, y que eso es lo que cuenta. Sin duda. Si estamos en el camino de una bala, la bala atravesará nuestro cuerpo; si alguien nos lanza un puñetazo, nos dolerá lo mismo aunque sepamos que aquel a quien pega no somos nosotros, sino una fantasía en la mente del agresor. Pero para la mayoría de los conflictos cotidianos, cuando no llega la sangre al río, ser capaz de no tomarlos como algo demasiado personal nos libra de muchos sufrimientos inútiles: los de la susceptibilidad, los de la humillación, los de la frustración y el rencor. 
Los insultos pierden casi todo su poder, ya que apenas nos implican; el bálsamo de la compasión y el perdón nos queda más a mano para aquietar el alma. Podemos pedir sin que la negativa nos frustre demasiado: al fin y al cabo, nadie nos debe nada, y no es a nosotros a quienes rechaza, sino al mundo, a esa parte del mundo que le reclama, quizá, demasiado. Podemos liberarnos de nuestra propia fantasía de egocentrismo, salir de sus estrechos muros, minimizar nuestros apegos y mirar el universo, al fin, con ojos limpios. Y cuando somos capaces de hacer eso, estamos en condiciones de exclamar, como el protagonista de American Beauty: “¡Hay tanta belleza!”

viernes, 15 de septiembre de 2017

Cuando somos crueles

A menudo somos crueles. Replicamos con un sarcasmo injustificado, nos ensañamos en represalias desmesuradas, incluso humillamos a un inocente (¡que podemos ser nosotros mismos!). Hay en ello un extraño placer y una aguda tristeza. El placer de sentirnos poderosos, capaces de dispensar el mal por pura voluntad. La tristeza de no poder hacerlo sin presentir que en ese capricho siempre estamos echando a perder algo valioso: el poder que nos otorga la crueldad tiene siempre algo de impotencia.
La crueldad nos recuerda que el bien es un empeño, una tarea nunca acabada en la que hay que insistir a cada instante, y que a veces tenemos que realizar contra corriente. Que nuestro interior siempre guarda extraños rincones donde se agazapan los demonios. Es lo que Jung llamó “la sombra”, el reverso de nuestra aspiración ética. Algo en nosotros no se siente del todo cómodo en la bondad; a veces la impugna abiertamente, casi siempre la boicotea lanzándole escaramuzas desde sus cuarteles clandestinos. Procuramos mirar hacia otro lado, creer que son meras debilidades que controlamos; insistimos en darnos la razón y en convencernos de que en realidad somos buenos; somos maestros en echar a los otros la culpa de nuestras iniquidades. Pero si nos examinamos con sinceridad, si somos lo bastante valientes para escudriñar en nuestro interior, deberemos admitir que la bondad es siempre una tarea frágil e inacabada.

Hay dos tipos de crueldad terribles, porque nos dispensan de nuestra responsabilidad, que es el único baluarte de la ética. La peor es la crueldad burocrática, la que nos disocia de nosotros mismos y nos convierte en meros instrumentos de algo superior: un ideal, un jefe, un cargo. Esta crueldad no tiene cortapisas, al deshumanizarnos (a nosotros como ejecutores, y al otro como víctima) se convierte en una mera transacción; es una insignificante operación ente autómatas. No implica ni nuestros valores, ni nuestro autoconcepto, ni nuestra conciencia. No implica, sobre todo, la noción de dignidad.
Hannah Arendt la descubrió, atónita, en el juicio al que en 1961 se sometió a Adolf Eichmann (el dirigente nazi responsable de la muerte de miles de judíos) en Jerusalén. A juzgar por las declaraciones de Eichmann, al acusado no había afrontado el menor problema ético a la hora de decretar deportaciones o asesinatos en masa; es más: se sentía orgulloso de haber “resuelto” el problema del exterminio de una manera rápida, piadosa y eficaz. En ningún momento se le planteó la duda de si era correcta o no la aniquilación masiva de personas inocentes: él solo estaba cumpliendo órdenes, y hacerlo constituía su valor más elevado. Arendt llamó a esa frialdad desconcertante “la banalidad del mal”: Eichmann era, sin duda, un carnicero, un criminal, pero tras su crueldad no había ninguna intención, ningún ensañamiento con las víctimas; dadas las reglas de juego (unos valores que tenía por superiores), esa tarea le parecía tan natural como cobrar impuestos o poner multas de tráfico. Ante un mal tan gigantesco, tan inapelable, lo más desconcertante, se diría que lo más ofensivo, es precisamente esa banalidad, ese pragmatismo burocrático que se limitaba a ejercer un cometido con eficacia. Se trata, en efecto, de una interrupción de lo humano, un comportamiento de autómata, sin profundidad emocional ni temblor empático.
En los años 40, Adorno y Horkheimer describieron estas tentaciones de la atrocidad en su Dialéctica de la Ilustración: la razón tiene sus propios peligros, y, llevada hasta sus últimas consecuencias, produce monstruos como el nazismo. No cabe duda de que la actuación de los nazis, como la de todos los fanáticos y terroristas por justos que sean sus ideales, muestra una lógica aplastante: si el objetivo es cualquier tipo de excelencia que se halle por encima del bien y del mal, lo propiamente humano incluida la dignidad queda en un segundo plano; resulta espantosamente lógico considerarlo un obstáculo que hay que eliminar. En realidad, la razón tiene, por sí misma, algo de inhumano, y esto nos confirma el peligro de tomarla como referencia máxima, sin contar con un marco de valores que instaure el derecho y el respeto mutuo como condición inexcusable. Los nazis adaptaron el imperativo categórico de Kant  “Obra de tal modo que tu acción pueda valer como norma universal” a su visión del mundo: “Obra como si Hitler te estuviera observando en todo momento”; así lo hizo Eichmann, y en ese sentido sus atrocidades quedaban perfectamente legitimadas a sus ojos. Eichmann practicaba una crueldad quirúrgica, y, desde su perverso punto de vista, estaba colaborando en el desarrollo de un mundo mejor. Da escalofríos pensarlo así, pero solo porque persistimos en observarlo desde una ética de la dignidad universal, y no de la lógica pura. Cuando una bomba terrorista sea del bando que sea provoca la muerte de cientos de personas, está cumpliendo a rajatabla su papel de instrumento de un ideal superior a las propias personas: un ideal, por tanto, inhumano.
Otro tipo de crueldad que renuncia a lo humano es la barbarie tribal: las matanzas durante la disolución de Yugoslavia o los choques entre hutus y tutsis en Ruanda, por poner solo dos ejemplos más o menos recientes. En estos casos, la anulación de los valores universales y de la dignidad humana se efectúa desde el otro extremo: ya no se trata de llevar la lógica hasta sus últimas consecuencias, sino de renunciar a cualquier tipo de lucidez, entregándose a la emocionalidad pura del odio y el terror. La guerra, de hecho, al establecer un marco de excepción en el que quedan anulados los principios habituales, avanza fácilmente hacia esos tipos de barbarie, en los que la crueldad deja de ser la excepción para convertirse en la regla.

Casi todos nos escandalizamos sinceramente ante estragos tan excepcionales, y pocos de nosotros, juzgándolos desde fuera, los consideraríamos justificables. Desgraciadamente, están ahí para recordarnos que son patrimonio de la condición humana (que tan fácilmente degenera en la inhumanidad), que siempre permanecen como una potencialidad, a la espera de las circunstancias apropiadas. No es que la crueldad sea posible, es que está ahí, más o menos dormida o despierta, formando parte de nosotros, de nuestras motivaciones y nuestros actos. Lo excepcional de sus atrocidades mayores no debería servirnos para ocultar como hipócritamente pretendemos casi siempre cuántas pequeñas crueldades jalonan nuestros días. Y si de verdad nos proclamamos enemigos de su imperio, hemos de empezar por descubrirla, denunciarla y corregirla cuando se nos cuela en una de sus escaramuzas aparentemente triviales.
Porque a menudo somos crueles. El hecho de que muchas veces no nos demos cuenta debería alertarnos contra nuestra ceguera de lo que no nos conviene. El que otras veces nos demos cuenta y nos parezca justificado, debería prevenirnos sobre la facilidad con que solemos darnos la razón. Cuando en un grupo se crean sectores enfrentados entre sí, es probable que los miembros más vulnerables de cada lado sufran con mayor saña las consecuencias de esa guerra, tal vez más si es larvada; como sucede entre ejércitos, los jefes suelen mantenerse en lugar seguro, maquinando y agitando para movilizar a sus subordinados. En todos los grupos, además, existen individuos que se sitúan más bien lejos del centro, rozando la exclusión; estos son los que tienen más números de que les toque hacer de carne de cañón, de chivos expiatorios, o de víctimas de la temida exclusión. Toda guerra tiene víctimas colaterales, que suelen ser las menos interesadas en ella; quedan atrapadas entre dos fuegos, pereciendo en su angustioso intento de situarse de un modo que las preserve sin obligarles a comprometerse. No es extraño que la mayoría de la gente procure ocupar un puesto aceptablemente próximo al líder (lo reconozcan o no, compartan o no sus arbitrariedades): esos son los lugares más seguros. Los desheredados son siempre las principales víctimas de la crueldad grupal, Girard lo explica bien en El chivo expiatorio.
¿Y qué hay de la crueldad individual? La ejercemos a menudo contra el amigo que no nos da la razón porque preferimos que nos den la razón a que nos digan la verdad, contra el cónyuge que no se adelanta a los deseos que jamás formulamos si realmente me quisiera habría entendido lo que necesito, contra nuestros indefensos hijos cuando no responden a nuestras expectativas eres un flojucho, pareces una nena… Sometemos a ella a gente con la que nos cruzamos, simplemente porque nos molestan en alguna cosa, o porque tenemos un mal día un vecino que no cierra la puerta del edificio, un camión de la basura que nos impide pasar mientras trabaja, un conductor que nos adelanta…. Se la lanzamos a quienes nos caen mal, quienes se interponen en nuestro camino, quienes hicieron una vez algo que nos molestó y que se mantiene vivo en las catacumbas del resentimiento… Y en todos esos casos siempre creemos tener buenas razones para nuestra arbitrariedad: si somos crueles es porque los demás nos obligan a serlo, no porque nosotros lo elijamos o nos sintamos impulsados a ello.
Y somos crueles también con nosotros mismos. Dentro de nosotros hay muchos en uno: nuestras partes soberbias, arbitrarias, rígidas, frustradas, someten a su crueldad a ese lado de nosotros que es blando e infantil, temeroso y vulnerable. No hay peor autoritarismo que el de nuestros déspotas internos, que nos prohíben llorar, pedir ayuda, equivocarnos…, o nos lo reprochan al hacerlo.

No creo que podamos extirpar la crueldad por completo, ni de nosotros como individuos, ni de nuestras relaciones y nuestros grupos. Quizá tampoco debamos: hacerlo podría formar parte de una nueva crueldad, de otra dictadura de la razón o la sinrazón. Sencillamente, la crueldad nos habita, como lo hacen la envidia, el odio, el afán de venganza, el resentimiento… Están ahí para recordarnos que somos humanos, es decir, animales, condicionados por eones de evolución, expuestos a la carencia y el peligro, condenados al deterioro y a la muerte. No hay más remedio que admitir lo que no nos gusta de nosotros mismos, aunque haga mella en nuestra autoestima.
Pero aceptar esas sombras en nosotros no implica transigir con ellas. No tenemos por qué ponernos de su parte. Estar prevenidos, saber que están ahí y admitirlo, ya es mucho: al menos no nos impulsan desde la inconsciencia. Entonces tenemos la opción de dar un paso más: elegir. En la pequeñez humana cabe la grandeza de lo prometeico: el criterio que cristaliza en proyecto, el proyecto que se despliega en acción. La caída y la vuelta a la casilla de salida, como en el juego de la oca. La ética nunca está en las llegadas, sino en las salidas, o más bien en los vericuetos del camino; hay que ser obcecado en el viaje, aun sin saber hasta dónde conseguirá llegar, aun presintiendo que no nos llevará muy lejos. Así se reconstruye la autoestima herida: impregnándola de voluntad. Seguiremos siendo crueles, pero no queremos serlo, y, a veces, puede que logremos evitarlo.

sábado, 9 de septiembre de 2017

La banalidad del mal

Me desafía un buen amigo: “Si quieres filosofar de verdad, piensa por qué hay personas malas”. Me parece una sugerencia acertadísima: si todos pensáramos a menudo en ello, seguramente seríamos menos malos. Camus afirmaba que el único problema filosófico realmente significativo es si la vida merece ser vivida. Yo, en cambio, creo con mi amigo que los problemas que más nos importan son los que atañen no al vivir propiamente dicho, sino al cómo vivir. La vida se justifica a sí misma, es un bien en sí mismo sencillamente porque no hay nada más allá de ella. Los que reniegan de la vida son los que más la anhelan, los que se han sentido decepcionados porque esperaban
y siguen empeñados en esperar tanto de ella.
Así pues, ¿por qué hay personas malas? Es una de nuestras preguntas eternas; se le han propuesto mil respuestas, que viene a ser no encontrarle ninguna. Igual da decir que en el fondo todos somos buenos que afirmar que nadie lo es. Ni Rousseau ni Hobbes, o los dos. Los que dan cuenta de la maldad suelen hacerlo con mucha lucidez salvo los religiosos, que lo reducen todo al misterio de la voluntad divina, y así lo único que hacen es diferir la cuestión sin resolverla, pero siempre nos dejan con el regusto de un argumento incompleto: siempre queda algo por explicar, al menos el mismo que explica. Así será, sin duda, con todo lo que yo pueda proponer, que además, en un tema de este calado, resultará siempre insuficiente. Y, sin embargo, vale la pena pensar, porque al hacerlo hago mía la incertidumbre que antes era solo de los otros.
“Somos malos por naturaleza”. Puede que así sea, pero entonces también la tendencia al bien debería estar en nuestra naturaleza, de lo contrario no podríamos ser conscientes del mal; así que sigue quedándonos la posibilidad de elegir. “Somos malos porque somos egoístas”. ¿Por qué habría de convertirnos en malos el hacernos cargo de nosotros mismos? A menudo, el egoísta es el más capacitado para amar, porque, cuando reconoce en el otro a un semejante, le atribuye la posibilidad de contar con el valor que reconoce en sí mismo. Solo quien no se ama a sí mismo y por tanto lo tiene difícil para amar a los demás desprecia el egoísmo ajeno. Además, decir que el egoísmo universal nos hace malos, es lo mismo que afirmar que la maldad universal nos hace egoístas. No hemos explicado nada.
En cambio, supongamos que “somos malos porque somos ignorantes y sufrimos”. Eso sí es decir algo, y es el argumento del budismo, que ha profundizado con infinita finura en estos entresijos de la moral. En definitiva, somos malos cuando nos parece que es la manera de ser felices; sin reparar en que esa obcecación es precisamente la que más sufrimiento nos procurará. ¿Parece ingenuo? Puede que lo sea. Pero no hay que olvidar que casi nunca el malo persistente se siente malo; siempre encuentra argumentos para darse la razón, para echarles la culpa a los demás, o a la vida misma. Puede que el que tomamos por malo solo esté defendiéndose de lo que considera en nosotros maldad; o, más sencillo: de lo que nuestra presencia interpone entre él y su aspiración a la felicidad.
El que nos envidia, por ejemplo, lo hace porque instauramos en sus pretensiones, o en su amor propio, una duda terrible: tal vez haya otro mejor, tal vez yo no sea suficientemente bueno; tenga o no razón y ahí está la ignorancia, su inquietud es real y ahí está el sufrimiento. El que nos guarda rencor, lo hace porque está convencido de que le ofendimos o le dañamos, de que tiene que mantenerse en guardia contra los malos, que somos nosotros. El que se ensaña con nosotros, tal vez tenga buenas razones para considerar agravio algo que le hicimos. ¿Exagera él, o nos falta sensibilidad a nosotros? Cuando se practica este ejercicio de empatía, cuando le damos una oportunidad al juicio del otro, nos acercamos a una percepción mucho más sutil que la de mera maldad, y ya somos capaces de implicarnos en ella desde la compasión. “Puesto que el sentimiento original y primario del hombre es el miedo afirma el Zaratustra de Nietzsche, por el miedo se explican todos los pecados y virtudes originales”. “¡Misericordia para todos!”, pide André Comte-Sponville.
Así que esa maldad que creemos ver en los demás tal vez resida ante todo en nuestros ojos; tal vez no sea más que un juicio que nos permitimos hacer desde el egocentrismo. En definitiva, considerar a alguien como un malo puro es una opinión primitiva, en el sentido histórico nuestros ancestros lejanos tardaron en inventar las sutilezas de la empatía y en el sentido biográfico el referido a nuestra infancia: nadie más narcisista y arbitrario que un niño, que aún se considera el centro del mundo y se molesta cuando alguien le recuerda que no lo es.
Tal vez alguien vea en este exceso de comprensión y de compasión un deje de paternalismo, un tufillo a mística barata. Estoy de su lado: hay que prevenirse de la blandura a la hora de juzgar a los otros, porque suele encubrir condescendencia con nosotros mismos. Las personas más crueles que he conocido han sido las que daban amables golpecitos en la cabeza de un transgresor y le ofrecían su compasión por la ignorancia que le atenazaba, como diciendo: “Te comprendo, eres aún demasiado simple, aún tienes mucho que aprender; algún día tal vez te trabajes lo suficiente para ganar una mirada como la mía, capaz de distinguir matices y sondear sufrimientos”.
No me extraña que Nietzsche odiara a quienes predican el perdón como una coartada para la baja autoestima. A Nietzsche la pregunta de mi amigo le habría hecho reír, porque él soñaba con una humanidad que estuviera “más allá del bien y del mal”, un ser humano libre de subterfugios, plenamente consciente y asumiéndose incondicionalmente a sí mismo. Si somos malos, ¿qué importa? Lo importante es que no pongamos trabas a lo que somos, sea lo que sea, y que nos esforcemos por hacerlo fructificar. Este canto devoto a la naturaleza humana es hermoso y necesario: alguien tenía que hacerlo. Pero hay que tener cuidado con sus consecuencias: uno no puede darse siempre la razón a sí mismo, sencillamente porque no siempre la tiene. No somos héroes, ni siquiera Zaratustra lo era; a menudo, su desaforado orgullo encubría una profunda tristeza: “Ésta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo”. Es bueno intentar ser bueno, sencillamente porque solo en ese intento el humano construye su dignidad.
La banalidad del mal es una obra cumbre para la reflexión sobre la moral. Hannah Arendt la escribió para glosar su asombro ante la condición humana durante el juicio al exterminador nazi Adolf Eichmann. Lo que más le impactó no fueron los crímenes de este asesino: el mayor horror estaba en la frialdad con la que Eichmann había cumplido las órdenes recibidas. Cuando le preguntaron si se sentía escandalizado al comprender las dimensiones de su atroz tarea, él, con toda naturalidad, repuso que no, que se limitaba a ejecutar de la manera más eficaz posible la misión que le habían encomendado. El mal de Eichmann, aun siendo horroroso, era a la vez banal: era una maldad que él sentía más allá del bien y del mal, un mal sin profundidad, sin consistencia; un mal mecánico que tenía sentido solo porque había sido incluido en las instrucciones de sus jefes. Eichmann no era un monstruo, era un burócrata (aunque eso sea lo que nos parece más monstruoso): “El arrepentimiento es cosa de niños”, expuso fríamente. No puede extrañarnos la estupefacción de los asistentes, la misma que sintió Arendt y que nos intentó presentar como un espejo de la banalidad de nuestros propios males, numerosos y terribles precisamente porque nos parecen dotados de sentido. “Dostoyevski escribe Arendt en una ocasión cuenta que en Siberia, entre docenas de asesinos, violadores y ladrones, nunca conoció a un solo hombre que admitiera haber obrado mal”. Para nuestro mal siempre encontramos alguna coartada.
¿Por qué, pues, hay personas malas? Querido amigo, porque son malas para los demás. Porque los seres humanos hemos decidido inventar el bien, y al hacerlo nos ha llegado inevitablemente acompañado por su contrapartida. Hemos decidido entregar nuestra voluntad a la construcción de la dignidad, pero, a menudo, nuestra dignidad choca con la de los otros. Entonces nos sentimos perseguidos, cuando en realidad somos un mero objeto, un obstáculo en el camino de las pretensiones ajenas. Como para Eichmann, para ellos solo somos un objeto que hay que apartar de la manera más eficaz posible. Al cosificarnos, nos convierten en algo insignificante, como trivial será, desde su punto de vista, el daño al que nos sometan. Así deben considerarlo también los terroristas, esos burócratas de la exaltación, que acumulan cadáveres en el trastero de su odio, y así se convencen de que están rodeados de enemigos y solo ellos son los buenos. Lo mismo suelen pensar los resentidos, que justifican su vocación de verdugos porque primero fueron víctimas: asunto peliagudo de juzgar. En esos enclaves, nuestro proyecto ético el de la voluntad humana patina, se estrella contra su propia fragilidad. En puridad, no hay personas malas. Solo personas que nos someten a la banalidad, a veces terrible, de su mal.

viernes, 1 de septiembre de 2017

La levedad de la alegría

Curiosamente, los años me han hecho más alegre. Yo esperaba lo contrario, puesto que vivir es perder. El calendario avanza y, como uno de esos muñequitos de los videojuegos, lo va engullendo todo a su paso: la gente querida, la salud, el tiempo que nos va quedando… El dolor es interminable y creciente. ¿Cómo se entiende que la felicidad de la madurez sea más serena y más firme? Probablemente porque sufrir nos enseña a discernir lo importante; porque la desazón languidece al hacerse costumbre; porque el cedazo de la vida va dejándonos el poso de lo grato. Tal vez no haya más remedio que sufrir para comprender que la alegría es algo raro y precioso, como las gemas, y que por eso hay que defenderlo, como canta Serrat.
La juventud es bella, pero desaforada. Anhela demasiado y rechaza con obcecación. Por eso es fácil, e injusto, menospreciar sus exuberancias con el tiempo, cuando ya las hemos perdido y sabemos que no volverán. Es tan tentador como glorificarlas. Ni una cosa ni la otra: la juventud tiene su propio genio protector, es terrible y magnífica como un tornado; está bien que añoremos aquella fuerza desbordante, como lo está el que nos haya dejado un poco rotos. Pero solo nos pertenece su recuerdo, es decir, su sombra. Todo lo bueno y lo malo que tuvo quedó atrás, en esa orilla a la que no regresaremos. Evoquémosla agradecidos, pero con los pies bien puestos en el presente. Y si ahora la luz ya no es tan intensa, aprovechemos para que nos ciegue menos; ahora que el sol está gastado, tal vez podamos mirarlo de cara sin que se nos salten las lágrimas. Alegría, pues, incluso en la nostalgia; alegría por el amor sereno que nos inspira lo perdido. Alegría de asumir, sin rencor, que también esto acabará, que el fuego sigue consumiéndonos, aunque lo haga con llamas menos voraces. Alegría porque siempre nos queda algo después de un naufragio.
Entenderé a quien, molesto, reniegue de la vejez y la tumba, y, señalándolas, me llame ingenuo. Comprenderé que se me reprochen los horrores del mundo, que nunca nos quedan demasiado lejos. Asentiré al que me señale que la alegría es fácil mientras se tiene salud y se come cada día. Un viejo amigo solía recordarme esa levedad, esa cierta candidez de la alegría, la pequeña loca que ignora lo que no le conviene; mi amigo era un escéptico, y siempre tenía algún mal que evocar para llevarme la contraria*. ¿Cómo no reconocer que tenía razón? El problema es que abusaba de la razón: la alegría también cuenta con las suyas, pero solo echamos mano de ellas cuando nos falta. Se puede argumentar a favor de ella, pero no vale la pena: siempre es mejor vivirla. Y cuando la sentimos no necesitamos reforzarla con nada. Simplemente está ahí. Si eso es ser estúpido, si es ser simple o loco, ¿qué nos importa mientras la tenemos? ¿Por qué la tristeza debería ser más sabia, solo es más fácil, porque nos parece más fuerte cuando se nos impone aunque no la queramos? ¿Acaso hay algo más loco, más absurdo y desconcertante, que la propia existencia? Y todos nos aferramos a ella.
Eduard Punset explica que la felicidad es no tener miedo. Ese es, en efecto, el verdadero enemigo de la alegría. Y nuestro miedo más grande, como enseña el budismo, es a perder lo que tenemos; el heraldo del miedo es el apego, el empeño en aferrarnos a los dones para que no nos los arrebaten. Sin embargo, siempre acabamos por perderlos, porque así es la vida y así son los sentimientos: leves e inconstantes como la arena a la menor ventolera. Envejecer es aprender que, en efecto, todo acaba por perderse. Y que, después de esas pérdidas, que parecía que nos arrastrarían enteros, sorprendentemente seguimos ahí: disminuidos, truncados, tullidos, pero aún estamos, de momento, aún se nos concede una prórroga. Y entender en profundidad ese milagro nos llena de agradecimiento. Los muertos, que ya no están, no conocen ya la alegría; pero tampoco la pena. “Ya sabes, vienes de la nada, vuelves hacia la nada. ¿Qué has perdido? ¡Nada!”, cantan los crucificados en esa obra maestra de la parodia y de la filosofía que es la película La vida de Brian.
De acuerdo: ¿alguien, en la realidad, se habría atrevido a transmitirle ese mensaje a la víctima de uno de los tormentos más espantosos que ha creado la perversidad humana? En la cruz, el peso del cuerpo llegaba a cortar la respiración y el riego sanguíneo. Entonces, el reo apoyaba los pies y, en un esfuerzo sobrehumano, se incorporaba lo suficiente para que volviera a circular la sangre y el oxígeno. Al poco, el peso volvía a vencerle y se repetía el proceso. Cuanto más robusto y sano, más duraba el torturante camino hasta el último aliento, cuando ya no quedaban fuerzas para sobreponerse a la asfixia y el corazón reventaba. Los mordaces Monty Python usan la risa para recalcar el espanto.
Nadie puede reír en medio de un dolor tan absoluto. Pero, por suerte, la mayoría de nuestros malos tragos no son tan formidables, y, de todos modos, también ese dolor acaba. Epicuro, que, igual que Montaigne, conocía muy bien el dolor de sus cólicos nefríticos, aprendió probablemente de ellos la dulzura de los lapsos en que el dolor nos deja descansar. Entonces mordisqueaba un mendrugo de pan seco y le parecía una bendición; y en un trozo de queso encontraba un manjar. Epicuro nos enseñó lo serio que es defender la alegría. Él enseñaba a sus discípulos que los padecimientos que duran mucho son llevaderos, y que, en cambio, cuando no lo son, duran poco, puesto que acaban pronto con nosotros. ¿Quién le objetará que no sabía de lo que hablaba?
Así pues, riamos mientras podemos. Defendamos la alegría, sobre todo cuando es así como se nos presenta en el otoño de la vida, tan calma y templada que casi no parece alegría, y que sin embargo lo es más que nunca, porque sabemos lo que vale, porque conocemos su levedad y la nuestra, porque la disfrutamos curtida por muchas batallas, porque es la cosecha de sabiduría de una vida lúcida.


(*) He conocido por casualidad un microrrelato que habría hecho las delicias de mi amigo. Se titula, precisamente el mundo de la escritura también es un pañuelo La levedad de la alegría. Su autora se llama Inés Arias de Reyna. Dice así: “Mira cómo vuelo exclamó Ícaro a su padre.” Lo he encontrado en http://ladydragona.com/la-levedad-de-la-alegria/.