viernes, 30 de junio de 2017

Prejuicios y afectos

Es asombrosa la habilidad que tenemos para darnos la razón a nosotros mismos. La mayor parte de los conceptos que nos hacemos de los otros en nuestra convivencia con ellos obedece, más que a atinadas evaluaciones, a los meros sentimientos que nos despiertan espontáneamente. Si a menudo no nos damos cuenta es sencillamente porque no nos interesa, porque necesitamos reafirmarnos, y por eso disfrazamos los afectos originarios bajo un aluvión de razones supuestamente buenas.
Partimos de una convicción egocéntrica, primitiva, irracional, pero tremendamente eficaz: si alguien nos cae mal es porque tiene que merecerlo; entonces nos dedicaremos a coleccionar pruebas de sus depravaciones. No es una tarea difícil: si se pone suficiente atención, siempre se puede encontrar algo despreciable en cualquiera, sobre todo si eso es lo único que buscamos, rechazando por insignificante cualquier pista de lo valioso. El resultado final, hecho a nuestra medida, es que invertimos el orden de los factores: no es mi antipatía la que hace odioso al vecino; mi antipatía es la prueba de que es realmente odioso.
Ese amontonamiento de razones, al principio improvisadas, luego poco a poco sedimentadas en convicciones cada vez más compactas, dan a nuestras suposiciones arbitrarias un bruñido aspecto de certezas. En definitiva, por lo que a la gente respecta, primero fue el sentimiento; y luego vino el trabajo, a veces largo y meticuloso, de apuntalarlo para imprimirle una fachada de verdad. Cuando se trata del prójimo y tanto más cuanto mayor es su proximidad o su significación para nosotros, la mayoría de nuestras valoraciones no son juicios, son prejuicios.
Nos interesa creer que nuestros rivales son odiosos, porque de lo contrario surgiría la inquietante sospecha de que tal vez los odiosos seamos nosotros (al menos por empeñarnos en odiar). Incluso podemos llegar a provocar al otro lo suficiente con nuestros desprecios, con nuestras trampas, con nuestra mera expectativa para que acabe por comportarse de modos infames. Azuzando con suficiente habilidad quebraremos hasta la paciencia de un santo. Cada vez que descubrimos una nueva señal a favor de nuestro prejuicio, nos apresuramos a concluir: “¿Lo ves? Ya lo decía yo…” Hemos llevado a alguien a la exasperación con nuestra persistente insolencia, pero nos basta un momento en que pierda los papeles para confirmar que es un desquiciado. Supuestamente, esa vulnerabilidad lo delata: algo querrá ocultar, algo querrá callar en nosotros, cuando grita tanto. Y con esa conclusión tan simplona, tan tendenciosa, nos sentimos reafirmados en nuestras certezas; por más justificaciones que pueda esgrimir el otro, nosotros seguiremos chasqueando la lengua y concluyendo: “¡Bah! ¡Meras excusas!”
Es interesante comprobar cómo las ideas más peregrinas, una vez formuladas, tienden a reafirmarse, y se van extremando poco a poco. Basta con que alguien nos ofenda una vez, si esa ofensa nos afecta lo suficiente, para que cada nuevo intercambio con él cobre los tintes de una nueva ofensa. Uno de los métodos que apuntalan nuestro criterio original es el ahondamiento de las distancias: cuanto más superficial y esquemática resulte la presencia del otro, más fácil será impregnarla con el significado que nos convenga. “Pasa a mi lado sin saludarme”, le reprochamos mentalmente a nuestro oponente, sin pensar que nosotros tampoco le hemos dirigido la palabra. “Me mira con odio”, gruñimos para nuestros adentros, mientras lo fundimos con nuestra mirada. Tal vez un día que estemos de buen humor hagamos un tibio gesto de reconciliación, que invariablemente se verá defraudado y nos regresará inmediatamente a la aversión que nunca habíamos abandonado. A esas alturas, es probable que el otro esté en nuestra misma situación: convencido de que merecemos su odio, y recopilando pruebas que lo confirmen. De ese modo, nos hace parte de la tarea: lo hemos puesto a trabajar para nosotros, lo hemos conducido a nuestro territorio de antagonismo.
Festinger describió genialmente esta escalada de afectos y desafectos, mediante su teoría de la disonancia, que él llamó cognitiva (porque es cognitiva la conciencia que cobramos de esos procesos), pero más bien habría que considerar emocional (puesto que son los afectos los que en realidad la mueven). Una vez establecida una convicción, todo en nosotros conspirará para apuntalarla: nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros actos… Así, la persona que nos cae bien cada vez nos caerá mejor (mientras no sacuda nuestro afecto con una actitud demasiado contradictoria, o mientras no nos interese, por lo que sea, cambiar la idea que nos hemos hecho de él). Nosotros le ayudaremos activamente con nuestros actos: al dedicarle una sonrisa, favoreceremos la suya; al apoyarle en público, ganaremos su complicidad; al ofrecerle nuestra ayuda, estimularemos su agradecimiento. No estoy diciendo que todo lo que haga el otro sea una mera respuesta a nuestros estímulos, solo sugiero que, cuando le queremos, le ponemos muy fácil que nos quiera; y a cada expresión de su afecto confirmaremos que merece el nuestro. Estoy insinuando, en definitiva, que nuestra manera de interactuar incita la respuesta del otro y la pone a favor de nuestras creencias.
¿Por qué unos procesos arrancan y otros no? ¿Por qué unos lo hacen con más fuerza que otros? ¿Por qué algunos llegan lejos y otros se quedan por el camino, o acaban girando sus tornas (y el amigo del alma se convierte en enemigo acérrimo, o a la inversa)? ¿Por qué en ocasiones se dilatan en el tiempo, como les sucedía a los duelistas de Conrad, mientras que en otras languidecen hasta retornar a la indiferencia originaria? Aquí habría mucho que pensar y que decir, y nunca lo explicaremos del todo. Spinoza dedicó su obra a inventariar los sentimientos y a reducirlos a fórmulas casi matemáticas; pero en su brillante edificio lógico siempre se adivinan los temblores de fondo del sentir. Hay un cierto margen de enigma o de magia en los signos de las relaciones, en las “afinidades electivas”, como las llamó Goethe, o en las animosidades tenaces (¿estaremos llamando enigma o magia a la mera complejidad?).
En cualquier caso, lo innegable es que, a veces, quedamos atrapados en esos enclaves de la emoción, o somos arrastrados por las riadas de la pasión, a menudo sin darnos cuenta, sin advertir que lo que tomamos por juicios en realidad son solo prejuicios, y lo que consideramos certezas son meros afectos. Esto, por supuesto, siempre es más fácil verlo en los demás que en uno mismo. ¡Cómo nos cuesta zafarnos de nuestra subjetividad, qué arduo se nos hace llevarnos la contraria y cuestionar nuestras certezas, aunque solo sea un poco, aunque solo sea una vez! Y, sin embargo, si en alguna ocasión nos animamos a probarlo, ¡qué experimento más fructífero! ¿Por qué no dar a esa persona a la que odiamos la oportunidad de ser nuestra amiga por un día? Como dicen los budistas, no es tan difícil encontrar argumentos a favor de la compasión: ¿no sufrimos todos, no moriremos todos?

viernes, 23 de junio de 2017

La colmena electrónica

No soy muy dado a las comunicaciones, tampoco a las electrónicas. Tal vez por eso, todavía me asombro cuando veo cuánta gente va por la calle escrutando y manoseando pantallitas de móviles. ¿Alguien mira las casas, la gente, el paisaje? ¿O ya nadie puede escapar de ese pozo de mensajes a través de las pantallas? Esta tarde, viendo a la gente caminar sin mirar más allá de su mano, he cobrado conciencia de hasta qué punto las comunicaciones electrónicas nos han convertido en terminales de una red formidable, una infinita telaraña de palabras que nos mantiene a todos conectados unos a otros permanentemente, como abejas apretujadas en una colmena cibernética, construyendo entre todos una virtualidad que acaba siendo más real que el mundo material.
Tampoco vamos a exagerar: el mundo sigue existiendo. Seguimos siendo un cuerpo que atraviesa el aire sobre la tierra, que choca y sufre y goza y envejece. La gente sigue reuniéndose, conversando, peleando y riendo; nos gusta disfrutar la buena mesa. Cuidamos nuestra salud, procuramos comer sano, practicamos deporte (aunque muchas veces lo hagamos conectados a unos auriculares). Nunca hemos viajado tanto y viajar es trasladar nuestra materia, quemando combustibles fósiles, nunca hemos hecho tantas cosas. No miro con nostalgia los tiempos en que no vivíamos pegados a los aparatos: la tierra gira, el tiempo pasa, las cosas cambian. Más bien intento ir más allá y preguntarme de qué estará siendo síntoma esta fijación a las telecomunicaciones. ¿Hacia dónde vamos con ellas? ¿Acaso estaremos huyendo de algo? ¿O simplemente usamos la tecnología para intensificar comportamientos que forman parte definitoria de lo humano?
No se puede negar la utilidad de los aparatos. Podemos avisar a quien nos espera, podemos transmitir información inmediatamente a quien la desea o la necesita, podemos saludar o pedir ayuda sin visitar a nuestros amigos. Los chismes nos permiten arreglárnoslas mejor en el mundo; en algunos aspectos nos simplifican la vida, y si en otros nos la complican no es culpa del instrumento, sino de nuestras fijaciones. Sin embargo, al ahondar en la cultura de lo inmediato también nos sumimos en una cierta superficialidad: todo sucede más deprisa, es más efímero y menos consistente; vivimos, como ha dicho Zygmut Bauman, en un mundo líquido, donde no parece haber un suelo fijo donde hacer pie. Hablamos más, pero nuestras conversaciones son más frías, nuestros mensajes más breves y esquemáticos, sin apenas espacio para el matiz. Sabemos muchas cosas, pero la mayoría no acaban de ser nuestras: es como si habitáramos la caverna de Platón, mirando en la pared unas sombras aceleradas. Lo que perdemos bajo ese amontonamiento de mensajes es, quizá, la poesía, la presencia, la profundidad; o al menos parte de ellas.
¿A cambio de qué? ¿Qué es lo que nos atrae en ese murmullo permanente de saludos, carcajadas dibujadas y frases simplonas, hasta el punto de sumirnos en él constantemente y no poder imaginar ya nuestra vida de otro modo? Es tentador pensar que en ese trasiego de palabras virtuales estemos evitando la comunicación verdadera, la intimidad genuina; que de alguna manera estemos creando una gran cortina de humo para no ver a los demás ni tampoco a nosotros mismos reflejados en ellos; que sepultemos bajo escombros verborreicos la posibilidad misma de la palabra, que fue siempre la gran aliada de la presencia y la compañía. Parafraseando al poeta, creamos un mundo de ecos para no escuchar las voces.
Todo eso es verdad, pero no es toda la verdad. Mientras veía a la gente caminar embebida en sus mundos virtuales, pensaba en nuestra necesidad inveterada, ancestral, de sentirnos parte de un conjunto. Recordaba nuestros tiempos de tribu, cuando lo esencial era formar grupos compactos… ¿Estaremos construyendo un nuevo gregarismo, estaremos inventando una nueva manera de estrechar la manada? Esta vez en una dimensión más simbólica, menos corpórea, pero con la misma tendencia de fondo: salir de nosotros, estar ahí, arrojarnos (lo que Heidegger llamaba Dasein) a la esfera virtual, donde podemos sentirnos en la densidad de una permanente multitud, en una tribu infinita, apiñados en una colmena electrónica.

viernes, 16 de junio de 2017

Testigos y cómplices

¿Quién no se ha encontrado con una de esas personas que hablan y hablan de sí mismas sin escuchar, que hablan con verdadera voracidad, ocupando todo el espacio y sin dar cuartel a la respuesta del otro? Son traidores del justo intercambio, parásitos del tiempo, sitiadores de la paciencia. Nos hacen sentir objeto de un abuso, una violencia, una anulación. Mi madre, que siempre fue una eficaz escuchadora (y de ella debí aprenderlo yo), tenía una amiga destacada en estas lides, una profesional de la cháchara egocéntrica, que llegaba incluso a ofenderse si se le interrumpía; un día llegó a contarle que se había pasado horas agobiando a otra persona, pero le daba igual, porque “se había quedado nueva”. Tal vez hablaba para no tener que escucharse a sí misma.

Al margen del narcisismo recalcitrante y probablemente primitivo, o al menos neurótico que manifiestan estas personas, al margen de la cosificación a la que nos relegan al tratarnos como meros instrumentos de su vómito existencial, uno se pregunta si no están llevando al escenario, de un modo extremo y grotesco, un rasgo que nos define a todos y que siempre me ha asombrado: nuestra necesidad de explicar, de comunicar, de exteriorizar ante otro el diálogo interno que mantenemos con nosotros mismos. A un nivel menor que esos casos extremos, casi todas las conversaciones consisten en un intercambio de relatos autobiográficos, y muy a menudo la respuesta a uno de esos relatos es solo otro relato, que en ocasiones ni siquiera aporta nada nuevo ni desde luego responde al anterior. Intercambiamos vivencias como se intercambian cromos; nos exponemos o nos describimos permanentemente en el espejo de los demás. Uno dice “Yo…”, y luego suele haber alguien que responde, como un eco: “Pues yo…”  ¿A qué se debe esa necesidad de exhibicionismo? ¿Por qué precisamos que los otros nos hagan perpetuamente de espectadores?
La mayoría de la gente jamás ha sentido el envite de hacerse esta pregunta, y el hacérmela yo dice bastante de mis propias dificultades en la comunicación. Cuando hay amistad y confianza, el mutuo relato fluye de manera natural, y nadie se detiene a planteárselo, como no nos preguntamos sobre el amor mientras amamos o sobre el respirar mientras respiramos. El hecho de que me interrogue sobre el sentido de este tipo de diálogo muestra que hay en mi interior un tropiezo, que no me abandono a él inocentemente, que siento una incomodidad que rompe la fluidez. Y, en efecto, bajo la pregunta de por qué necesitamos hablar de nosotros mismos alienta otra más básica, más esencial y más incómoda: ¿por qué otra persona debería interesarse por mi historia? Y, puesto que no tengo razones para esperar algo así, ¿por qué hacer el esfuerzo de contársela?

Nuestra historia es una de las cosas más importantes que tenemos. Importantes, se entiende, para nosotros, no para los demás, que ya tienen la suya. La mayoría de nosotros somos exigentes a la hora de confiar algo tan precioso y sensible: solo lo hacemos en determinadas circunstancias, y cuando existe una cierta confianza. De hecho, en nuestro fichero biográfico personal, tenemos las historias clasificadas de las más publicables a las más secretas; es probable que incluso haya una carpeta recóndita donde guardemos lo que no contaremos nunca, tal vez ni siquiera a nosotros mismos, porque nos inspira demasiada vergüenza o demasiado miedo. Pero la mayoría de nuestros relatos son publicables, siempre teniendo en cuenta a quién se los contamos y cuándo lo hacemos. Los que nos parecen más triviales sirven, como los chistes, para pasar el rato, para la mera conversación de sociedad: el sitio que hemos visitado el fin de semana, la película que vimos en el cine… Si estamos charlando relajadamente con un grupo de amigos, generalmente alrededor de una mesa, tal vez nos animemos a contar el día que resbalamos en la calle o la travesura que nos costó una azotaina de nuestra madre. Reservaremos para contextos más íntimos una preocupación con nuestros hijos o una discusión con nuestra pareja. Y solo en una charla confidencial, con un amigo íntimo, reconoceremos una fantasía, una infidelidad o un temor que nos obsesiona. Pero lo extraordinario es que, de un modo u otro, todas nuestras vivencias piden ser comunicadas, empujan desde dentro para salir de nuestros archivos silenciosos y exponerse ante otro. Es como si solo al salir a la luz, al brotar de nuestros labios, al mostrarse ante un público, cobraran verdadera existencia.
Tal vez sea eso: solo existe lo que se ve. En el exhibicionismo hay una urgencia ontológica, un conjurar angustioso de la fragilidad del vivir. El hecho de que nos percibamos como Yos conlleva esta vulnerabilidad: puesto que el Yo es un constructo mental, nunca estamos del todo seguros de que exista realmente. De hecho, no existe, más que en la medida en que lo concebimos en nuestra cabeza. Pero nuestra cabeza es un lugar demasiado solitario, y, por otra parte, tampoco está del todo claro que exista realmente. Pocas necesidades más urgentes que ser vistos, ser reconocidos, ser confirmados por otros. Al expresarnos en nuestros relatos, todos estamos buscando lo mismo: quien nos escucha reafirma nuestra existencia; es nuestro testigo. Los niños reclaman con insistencia que se les escuche, y en ese acto están pidiendo que se les vea. Nuestros relatos asientan los sucesos que constituyen nuestra historia (la historia de alguien que resultamos ser nosotros), y cuando tenemos historia, existimos. O, más que cuando tenemos historia, cuando la representamos: somos seres teatrales y necesitamos público; cobramos consistencia precisamente frente a una audiencia.

Pero hay algo más. Si partimos de la convicción de que nuestra naturaleza básica es social y no individual, podemos entender que el intercambio social, la forja de lazos, el flujo de información, constituye el encuentro, construye el espacio común en el que nos encontramos con los otros, eso que los psicólogos llaman intersubjetividad. Los relatos tejen una red de complicidades, son la materia con que se urden las relaciones; los relatos crean las comunidades, lo cual viene a ser, y volvemos a lo dicho, como crearnos a nosotros mismos, puesto que somos en la medida en que formamos parte de una comunidad. Podría pensarse que cualquier acto de comunicación, incluso recitar una definición del diccionario, podría ejercer el mismo efecto, y en cierto modo así es, puesto que existe un emisor y un receptor, y por tanto se teje una complicidad. Pero esa es una complicidad fría, un mero estar que no conmueve; un acto convencional, una simple constatación: estoy y estás. No basta: necesitamos ser. Y para ser hacen falta emociones, tenemos que emocionarnos con nuestros propios relatos y con los relatos de los demás.
Hablar, en este sentido, es curativo. Cuando desempolvamos nuestros archivos más secretos y se los confiamos a un amigo íntimo, nos estamos dando una oportunidad de restañar viejas heridas que no acabaron de sanar, que tuvimos que guardar en lo más oscuro para que nos dolieran menos y nos permitieran dar respuesta a las inminencias del sobrevivir. Que se hayan quedado dentro, incluso que las hayamos olvidado, no implica que dejen de reclamar su momento; y ese momento solo llega cuando las compartimos. El lenguaje es muy gráfico en esto: la sensación es la de “sacar” o “vomitar” algo que nos dolía en el vientre. Es normal que las terapias intenten crear el contexto propicio para esa limpieza, y que lo hagan, en buena parte, mediante la palabra (aunque a menudo el mero hablar acaba por quedarse corto, por más que insistan los psicoanalistas). Está claro que no hay curación sin rescate de los viejos fantasmas. Hablar de ellos es empezar a afrontarlos. El hecho de que a menudo tengamos que pagar para poder hablar retrata las carencias de nuestra sociedad por lo que respecta a comunicación.

Así que hablar de nosotros mismos es una reafirmación; y ser escuchados es una confirmación. Así, de un modo simbólico por obra y gracia de ese milagro que es el lenguaje, tenemos la sensación de ser un poco más reales. Y además nos emocionamos y sentimos la emoción de los otros. Como en una caricia. Como en un abrazo. Las personas hablamos no tanto porque nos importe el contenido de lo que decimos, sino porque buscamos testigos y cómplices; porque ser escuchados es ser queridos, y ser queridos es existir y formar parte de la tribu. Es estar un poco menos solos. El que nos escucha nos está otorgando un lugar, nos está dedicando un tiempo, nos está regalando algo de importancia. En medio de un universo tan vasto y ajeno, hay un punto en el que somos alguien; no estamos del todo perdidos. Los que hablamos poco, ¿será que tenemos demasiado miedo de que la indiferencia ajena nos deje solos, es decir, será que somos demasiado desconfiados?  Y los charlatanes, ¿será que se sienten tan transparentes que necesitan conquistar compulsivamente algo de existencia (escatimándosela, todo sea dicho, a los demás)? Hay una generosidad del hablar, y otra mejor del escuchar.

viernes, 9 de junio de 2017

Los suicidas

Como nos sucedía de jóvenes con nuestras amantes esquivas, solemos amar la vida incluso cuando nos hace daño. Estamos programados para hacerlo: sin esa impronta, probablemente ni siquiera habríamos llegado a existir, dado que a nuestros antepasados les habría faltado fuerza para sobrevivir el tiempo suficiente para reproducirse. La evolución seleccionó a sus amantes más fieles. Sin embargo, yo creo que hay algo más: amamos la vida, tantas veces ingrata, sencillamente porque somos vida, porque fuera de ella no hay nada.
Y, no obstante, a veces nos pesa el desánimo y parece que tanto ardor no valga la pena. O, mejor dicho: no vale la pena en unas circunstancias determinadas. Querríamos vivir, pero no así. En ese punto clave que casi todos hemos afrontado, algunos eligen poner punto final. Tal vez porque sucumben, o bien por rebeldía. Movidos por una grandeza extraña o por una pequeñez insoportable. Huyendo o plantando un último desafío. De un modo u otro, salen al paso de un destino que nos espera a todos, como el médico filósofo de la novela de Prudenci Bertrana. Se apropian de un final que iba a apropiarse de ellos, y así, en cierto modo, convierten una condena en un acto libre. Pero, ¿hasta qué punto libre? ¿Hasta qué punto, si pudieran elegir, preferirían de verdad la muerte? El suicidio contiene siempre en su sombra un reclamo de vida. Una vida que fue negada. El suicidio es la negación de una negación. Un reproche a las promesas incumplidas por la existencia.
Algunos, como podemos suponer de Sócrates, se suicidan porque han perdido el miedo a la muerte. Pero esa valentía solo es verdadera si también se ha superado el miedo a la vida. “Prefiero morir a seguir sufriendo por no poder vivir”, gime el desesperado. Pero hay otros que, en circunstancias iguales o peores, encuentran un motivo para el coraje. Sócrates, si es verdad lo que nos cuentan de él, fue un héroe de la ética; el protagonista de Mar adentro, de Amenábar, eligió concluir lo insoportable. Cierto que manifestó valor, pero no más que el que muestran quienes, en sus circunstancias, eligen seguir adelante y aguantar. Incluso si lo hacen por miedo a la muerte. Al fin y al cabo, vivir es siempre una prórroga incierta: todo lo que podemos hacer es arrancar un poco más, sin saber hasta dónde podremos llegar. Vivir es aguantar, y en ese aguantar hay amor y hay miedo. La valentía también es soportar esa paradoja irresoluble.
Pero el suicidio es un hecho, y no es serio resolverlo con una respuesta simplista. El suicida siempre nos interpela. ¿Cómo pudo hacerlo?, nos preguntamos, aun a sabiendas que es una pregunta retórica. Epicuro, que amaba la vida, recomendaba acabar con ella cuando se nos hace demasiado ardua. El suicida nos hace cuestionarnos nuestro propio amor, nuestro propio coraje. De entrada, le rechazamos: ¿cómo pudo hacerlo?, es decir, ¿cómo se atrevió? Tendría que haber amado más, o haber temido menos. Pero en el fondo de ese rechazo hay una duda inquietante: ¿hasta qué punto amo yo, hasta qué punto tengo miedo? ¿Hasta qué punto sería capaz de seguir el consejo de Epicuro o el ejemplo de Sócrates, llegado el caso? Frente a mí hay alguien que se ha atrevido.
En El club de los suicidas, el genial Stevenson imagina una asociación en la que los que no desean vivir pueden pedir a otros que les ayuden, asesinándoles cuando menos se lo esperen. Pero el suicidio es un acto íntimo de desprendimiento: al convertirlo en una violencia, da una nueva razón para vivir. Es lo que le sucede al protagonista: al saber que la muerte le vendría impuesta desde fuera sin réplica posible, igual que la muerte universal, se rebela de nuevo contra esa imposición. La angustia por ese asesino que nos persigue restituye el lugar natural del terror, que al incubarse dentro nos resultaba insoportable y en cambio al volver afuera nos permite recuperar la noción de nosotros mismos. Tal vez el suicida no esté proclamando motivos para morir, sino reclamando un motivo —al menos uno— para seguir viviendo.

Me dan la noticia terrible del suicidio de un conocido. Padre de tres niños, laborioso, entregado a su familia, luchador… ¿Cómo pudo hacerlo? Hubiese deseado saber más, descifrar sus espasmos de coraje o de pavor. ¿Por qué necesito saber? Tal vez porque, si me dijeran, por ejemplo, que tenía una enfermedad terminal, me sentiría algo más tranquilo: comprendería. Descubrir una razón me resultaría tranquilizador, el mundo seguiría teniendo sentido. Pero, ¿y si no había ninguna razón aparente? Ese absurdo acentúa el espanto. ¿Y si lo abrumó la depresión, y si sencillamente un día descubrió que las convicciones en las que había basado su vida se le venían abajo? ¿Qué terribles sufrimientos, o expectativas de sufrimientos, le fueron asediando hasta que tomó la determinación de escapar por la puerta de atrás, la que lo cierra todo definitivamente?
Y no puedo evitar que la imaginación explore ese vacío de sentido en el que se reflejan todos mis terrores. ¿Cómo lo hizo? ¿Qué pensó mientras se daba el último impulso? ¿Qué insistencias, qué arrepentimientos lo atormentaron en ese segundo que pudo prolongarse una eternidad tan larga como la que empezaría después? ¿Cómo se fue vaciando hasta que ya no le quedó nada? ¿Cómo se fue llenando hasta que rebosó? Y luego todo se detuvo. O no: dicen que nuestro cerebro tarda unos minutos en apagarse. No se me ocurre un espanto más grande que suponerlo consciente.
Toda muerte deja un vacío en nuestro espíritu; la muerte de un suicida deja, además, el estupor. Las religiones condenan a los suicidas por disponer a su antojo de la propia vida, que para ellas es un don divino y por tanto no les pertenece. Tal vez haya algo de cierto en eso (ni elegimos vivir ni podemos elegir no morir), pero entonces, si la vida no nos pertenece, tampoco tenemos ninguna obligación con ella. El suicida devuelve su parte de vida a los dioses y les deja el resto a los demás, que de todos modos tendrán que devolverla a regañadientes. En esto se nos antoja implacablemente coherente, como opinaba Camus. Si la existencia no merece la pena, desprenderse de ella parece la consumación de la lógica. Tal vez sea eso lo que no le perdona la sociedad al suicida: que se adelante por su cuenta, en lugar de esperar resignadamente, como hacemos todos. En ese gesto de libertad orgullosa, pero quizá solo en ese, podemos admirarlo. Por lo demás, no somos lógicos: preferimos vivir, y sospechamos que él también lo habría preferido. No pudo ser: más que libre, el suicida nos parece infinitamente vulnerable, vencido, roto; una metáfora de nuestra propia impotencia. Más que admiración, nos inspira pena. La misma pena que probablemente nos inspiremos nosotros mismos.

viernes, 2 de junio de 2017

Me río de mí

Pocos deportes más sanos que reírse de uno mismo
para lo cual nunca nos faltará ocasión, siempre que lo hagamos sin malicia, con una mirada a la vez picante y compasiva. Porque quien se dedica a sí mismo risas crueles sin duda las reservará para los demás.
La gravedad dramática solo parece más verdadera porque es pesada o sea, grave y se va al fondo, como las monedas. Pero no estamos hechos para vivir siempre en la profundidad; si no subimos en busca de aire, nos asfixiamos. Es cierto que allá abajo hay muchos tesoros, pero la mayoría de ellos son reliquias de barcos hundidos, bajeles que fueron hechos para flotar y surcar los océanos, y a los que una guerra o una tempestad interrumpieron la singladura. En definitiva, en las profundidades encontraremos hermosos restos de lo muerto: fantasmas.
La existencia, como dijo el otro, es grave y terrible, pero no seria. Hay en ella mucho de humor cósmico. ¿Se puede considerar serio el hecho de existir? Más bien parece una broma, un capricho de dioses ebrios. ¿Podemos tildar de serio el hachazo absurdo de la muerte? Violento, ingrato, desconcertante; pero no serio. La eternidad sería una cosa seria. Si la ley de entropía no la contradijera.
¿Y el tremendo drama del sufrimiento? Para muchos es el argumento definitivo que oponer contra Dios; no tanto contra su existencia aunque también, de rebote como contra su legitimidad. Dios también sería cosa seria, si no descubriéramos pronto que no se sostiene por ninguna parte. El que busca a Dios solo lo encuentra en su deseo, es decir, en su profunda carencia. Existir es estar solo y vacío, una aparente solidez agrietada por la seguridad del fin. Eso no es serio; de hecho, contradice cualquier seriedad, ya que nos convierte en algo bello, intrascendente y volátil, como los vilanos arrastrados por el viento.
Pero hablábamos del dolor. Mi mejor amigo, que ya nos dejó, no logró reponerse nunca al dolor de existir, y le indignaba que hubiésemos sido dotados de lo que en nuestra ingenuidad llegábamos a encajar como alegría la presencia, sin reparar en que ese regalo nos hubiera llegado envenenado por la vulnerabilidad y la frustración. Mi mejor amigo, ahíto de lucidez, vivió sus últimos años y murió cargado de tristeza, de indignación, de rencor, precisamente porque amaba la vida y no logró sobreponerse a ese reverso que nos inspira tristeza y odio. Siempre respeté en él su atroz coherencia, su inmensa sabiduría amarga. El dolor es incontestable; y no merece perdón, si no fuera porque luchar contra él, como rebelarse contra el absurdo cósmico al modo de Dostoyevski, Kafka o Camus, es condenarse a sucumbir con un gesto glorioso pero fútil. Como el de mi mejor amigo.
Hubiese preferido respetarle menos: que fuese menos congruente y viviera. Que traicionara sus ideas a favor de la vida. Que prefiriera la ligereza y la risa, que se ponen inmediatamente de nuestra parte y nos rescatan de un exceso de profundidad. Y nos hacen flotar y bailar con las olas, que no van a ninguna parte. La verdadera patria del ser humano, como de cualquier ser vivo, es la superficie; quizá porque allí no hay nada, allí ya se cumple nuestro destino de vacuidad absoluta. Él, que tanto reía, no consiguió escapar a carcajadas de las losas a las que se encadenaba. Ojalá hubiese reído más, o desde más adentro. La risa habría limpiado esos grumos que se le iban formando en el alma y en el cuerpo, que cada vez tiraban más de él hacia el fondo. Y ahora podría escucharle reír, en lugar de toparme con los silencios de su recuerdo.
Reírnos del mundo es optar por flotar en su viscosa facticidad, como diría Sartre; reírnos de nosotros mismos es elegir no hundirnos en lo espeso de nuestras razones. Hay que aprender a practicarlo con la devoción casi religiosa de los deportistas. Ponerle una risa a cada instante, ¡eso sí que es una suerte! Eso sí que es sabiduría.
Epicuro, que se tomaba tan en serio la filosofía, la convertía en risa o quizá en sonrisa al entenderla como un adorno de la amistad. Epicuro prefería los paseos, el cultivo de habas o un trozo de queso a acumular pesados fardos de razones sobre razones. O más bien hacía ambas cosas a la vez. Recomendaba la filosofía como un modo de liberarse de la opresión de las supuestas verdades, casi siempre fútiles si no nos hacen más felices. Epicuro entendía la vida fructífera como la de los animales y las plantas: creciendo despreocupados en un jardín; esperaba ser capaz de morir lanzando una sonora carcajada a todos los miedos. Para él, pensar era liberarse, limpiarse, recorrer el camino inverso al de las profundidades platónicas, que recluían al ser humano en cavernas.
Montaigne se encerró en su torre, pero precisamente para buscar esa disimulada puerta de salida que se oculta en la paradoja de la risa. Sabía reírse de sí, tanto que hacía filosofía con sus necesidades fisiológicas y sus cólicos nefríticos. Se dedicó a pensar sobre sí mismo, pero contemplándose con la pasión y la compasión que se reserva a lo realmente importante, es decir, lo trivial.
Spinoza, que a primera vista parece tan circunspecto postulando las ecuaciones del alma, nos enseñó en el fondo a no tomar nada demasiado en serio. Vivir se reduce a un apego por vivir, por medrar, por alargar la aventura de la vida en el tiempo. Si Dios es todo, no hace falta que nos preocupemos por él. Podemos elegir la alegría o la tristeza: mejor la primera, está más a nuestro favor.
A Schopenhauer, como a mi amigo, le preocupaba todo. Todo le parecía indigno y lamentable, empezando por el propio hombre. Buceó como pocos en las profundidades adonde no llega la luz, practicó un pesimismo militante. Pero allá abajo descubrió que no hay razón para que consideremos tan importantes nuestras inquietudes. El mismo viento que nos empuja y nos despeña, también acabará por desgastarlas. “Sigue, pues, sigue, cuchillo / volando, hiriendo, algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”: Miguel Hernández le recordaba así al dolor que era al menos tan precario como su propia existencia.
¡Y qué decir de Nietzsche! Nietzsche aprendió a reírse de su dolor, y lo hizo con sonoras carcajadas; pero se tomó su risa demasiado en serio. La convirtió en una convicción. No podemos usar nuestra risa como arma sin matarla, ni pretender fundar con ella una nueva trascendencia. Hay que reírse de la propia risa. Es una pena que prescindiera de ello, porque eso lo dejó encastillado en su propio dogma. Si Nietzsche se hubiese reído un poco más de sí mismo, habría llegado a enseñarnos a desembarazarnos de todo. Y entonces su filosofía, que es en efecto, como él mismo proclamó, un regalo para la humanidad, habría acabado por completarse en su propia inconsistencia.

Quien ser ríe de sí mismo no puede declararse profeta, como hizo Zarathustra. En este sentido, Groucho Marx me parece más coherente. Él, que se sabía un impostor, nunca pretendió disimularlo. Por eso dedicó su obra a desmitificarse sin cesar. “Jamás formaría parte de un club en el que me aceptaran como socio”. Una postura así nos vacuna contra todos los fanatismos, que son las crueldades a las que la gente demasiado seria somete a los demás. Hay que confiar en los que ríen y desconfiar de los graves: en los primeros siempre hallaremos misericordia, los segundos nos llevarán a la hoguera, al pelotón de fusilamiento, al crematorio o a las bombas asesinas de inocentes. ¿Quieres ser sabio? Empieza a reír. ¿Quieres ser bueno? Sigue riendo. Con la risa abierta, limpia y gozosa de los que tienen compasión de esa criatura entrañable e insignificante que es el hombre.