No llevo un día en
esta tierra de montañas y bosques y ya noto cómo me cura. Casi diría que lo
noté en cuanto, ayer, tomé el desvío que iniciaba el ascenso al puerto. El
coche subía y a cada avance a mi alma se le iba cayendo su material más pesado.
El aire fresco de las cumbres me arrancaba piel muerta, que rodaba por las
laderas como esas grandes piedras que las siembran. Hubo un momento en que me
olvidé de mí para sumirme en la sosegada fascinación de alturas y de nubes, un
aire ligero y misterioso que me restituía la inocencia. Mi alma abotargada se
mece en el silencio y se ensancha en las perspectivas. Mis ojos cansados se
tienden en los prados verdes. Respiro y parece que el mundo es liviano y la
existencia nueva y habitable.
En la montaña uno
también siente miedo, y ese es otro de sus dones: nos restituye nuestra
verdadera condición, tan limitada, haciendo parecer insignificantes nuestros
logros pero también nuestros defectos: todo lo que confundimos con nosotros
mismos.
La vida queda en
suspenso, el tiempo se detiene y el instante semeja eterno. Parece que nos
hallamos a la vez en el principio y en el fin, como los ríos.
Hay una hermandad
elemental y misteriosa que nos convierte en parte de algo más amplio, que al
desvestirnos de todo lo accesorio nos confiere una dignidad al margen de
cualquier juicio…
¿Y qué pasa con los
pensamientos, esos perturbadores de la pureza? Al principio el silencio hace
que resuenen con más fuerza. Pero si uno no se detiene en ellos, y posa su
atención en los colores de una flor, la danza de una hoja al viento o el aroma
embriagador de los pinos negros, entonces los pensamientos van perdiendo fuerza
y se van disipando como espectros ante la luz…
Por todas estas
cosas, y quizá por otras que no sé, venir a la montaña me conmueve y me sana.
Igual que Hermann
Hesse, siento la tensión entre el estar y el ir, entre el retirarse y el
quedarse, entre la fidelidad y la libertad, entre la patria y el dulce
vagabundeo. Entre los lazos de la compañía y la ligereza de la soledad.
Busco el calor de los
hogares después de la jornada solitaria por campos helados. Pero me fatigan las
charlas demasiado largas y las presencias demasiado próximas. Si me siento
prisionero de ellas, vuelvo a sentir la nostalgia de volar.
Tras una larga
caminata, ¡cómo consuela un abrazo y cómo alimenta un plato caliente! Sobre
todo si uno tiene el día triste.
Así que me parece que
este dilema me acompañará toda la vida, sin que ninguna respuesta acabe por
resolverlo satisfactoriamente. No importa. Todos tenemos que lidiar con
sentimientos encontrados, con vocaciones contradictorias.
Alternaré mi estancia
en el hogar con mi travesía de los bosques. Procuraré estar presente y vivo en
ambas, darles a las dos la bienvenida, amarlas a las dos, cada una cuando sea
su tiempo.
Los árboles, como
meditaba Hesse, parecen depositarios de una sabiduría más lenta y más profunda
que la de ningún pensamiento humano.
Quizá la sabiduría
del silencio sea la verdadera. La otra, la de las palabras, puede ser hermosa,
pero siempre deja el sabor de lo incompleto. Como si la palabra no fuese más
que el mensajero de lo realmente importante, que habita tras ella, donde ella
no llega.
Que suenen las
palabras como una hermosa melodía, y que nuestro espíritu sepa escuchar más
allá de ellas.
Había olvidado la
profusión majestuosa de los cielos estrellados. ¡Cuántas luces en medio de la
oscuridad ilimitada! “Quizá las estrellas estén puestas para que cada cual
encuentre la suya”, comenta el Principito. Y quizá cada uno de nosotros sea un
lucero esperando que le encuentren en no sé qué cielos…
Hoy he visitado uno
de esos cementerios de pueblo, floridos y diminutos, adosados a la pequeña
iglesuela. En esos cementerios la muerte parece más sencilla y como doméstica,
se nos muestra natural y cotidiana como una matrona, sin esos tintes terroríficos
que le atribuye nuestro miedo.
Creo que hay que
pensar en la muerte. Todas las religiones lo recomiendan, y muchos sabios
también.
De la muerte ya se ha
dicho todo. Si, aun así, sigue pareciendo poco, no es culpa de los pensadores
ni de los místicos, sino del hecho de que se trate de la experiencia más íntima
y personal, el punto en el que concluirá nuestra presencia. No hay palabras
para dar cuenta de ese pasmo tan hondo, de la angustia o la esperanza.
Para los cristianos,
la muerte es puerta de otra vida; creerlo debe resultar poético y
reconfortante. Aun así, el consuelo de una nueva existencia resulta endeble.
Morir sigue forzando la separación de todo lo que queremos, la pérdida definitiva
de un universo íntimo plagado de afectos. Y queda, en cualquier caso, la
responsabilidad con la vida, el deber de la virtud, la amenaza ante el pecado…
Por mi parte, no
negaré la posibilidad de otra vida, pero me parece algo tan ilusorio y tan
remoto como las sombras de los sueños. Sí que me gusta la fantasía de que formo
parte de un todo, de una danza de la existencia, y por eso en mí vive el
universo entero, conmigo se apagará y se renovará, y, así como mi materia
procedente de estrellas regresará a ellas, quizá este sueño de mi identidad y
mi historia haya formado parte del despliegue del ser y quede, de algún modo,
en el archivo del tiempo.
Esta es mi humilde y
nada original manera de sugerir sentido al absurdo. También, si cabe, es mi
noción de Dios, aunque, para ser sincero, Dios es una idea tan grande que me
sobrepasa, un concepto frío y gigantesco que me aplasta, un dogma abstracto e
improbable que me resulta ajeno; en cambio, la sensación de estar imbricado en
la naturaleza, en el Todo, es algo que siento vibrar en el corazón, algo que me
implica directamente y donde me reconozco.
Es una visión bella y
poética. Y si no resulta suficiente para quedarme en paz, no es culpa de ella,
sino de mi ser que nunca tiene bastante, que siempre se rebela y que desearía
no morir. ¿Conseguirán los místicos liberarse por completo de ese desasosiego
de fondo?
De todos modos, la
inquietud y el desafío realmente importantes residen en la vida. Hacer de ella
un lugar habitable y un camino valioso es lo que realmente cuenta y está en nuestras
manos, y es lo que quizá pueda dar sentido, si cabe, a la muerte.
Así que hagamos las
paces con la muerte de una vez, y repitámonos, con los sabios, que la vida será
digna mientras vivamos cada día como si fuese el último.
Y si hoy fuese el
último día de mi vida…
Me daría cuenta de
que he dedicado demasiado tiempo a algo tan estéril como pensar. Pensar está
bien como juego, pero lo que importa es vivir. El verdadero sabio no es el que
piensa mucho, sino el que consigue transitar por los parajes por donde nos lleva
la vida, sean los que sean, con verdadera paz de espíritu.
Por ejemplo, yo ahora
me encuentro en este lugar magnífico, un privilegio, y tan escaso… ¿Hasta qué
punto estoy presente? ¿Me entrego a él y dejo que me llene su plenitud, o me
empeño en reclamarle mis carencias? ¿Lo convierto en un remanso, o sigo
sufriendo por el pasado y por el futuro, porque las cosas no son como yo
quisiera que fuesen, porque seguiré teniendo que afrontar retos que me pondrán
a prueba y que ahora me inundan de angustia y de miedo?
El mundo, en efecto,
no es ni será como yo quisiera. Los demás tampoco. Ni yo tampoco. Si hay una
verdad incuestionable, es esa. Negarla es añadir sufrimiento al sufrimiento.
Una de las cosas a
las que tengo que renunciar es el control. No puedo controlarlo todo, en
realidad solo puedo controlar algunas cosas y en algunas ocasiones. Además, el
control tiene algo muy curioso, que nos habla mucho de su falacia: cuanto más
controlamos una cosa, más se nos escapan las demás. En lugar de apretar más los
dientes o las riendas, quizá debería hacer lo que propone Allan Watts: danzar
con el caos y confiar en que la sabiduría del mundo evitará que todo se hunda.
¿No crece por sí misma la hierba? ¿No estamos aquí a pesar de las ínfimas
probabilidades?
He descubierto que
las palabras y los pensamientos no suelen hacerme mucha mella. Por hermosos que
resulten, solo me confortan en el instante, y todo lo más dejan un aroma que
acompaña un poco, como una música o un poema. Eso no les quita valor, solo precisa
sus limitaciones.
Es mejor actuar.
Cantar, meditar, estar presente. Agradecer los dones de la tierra que piso,
asentar bien en ella los dos pies. Y amar, sobre todo.
He perdido mucho y al
final lo perderé todo. Pero, mientras tanto, ¿alguien podrá robarme la
conciencia? Ante cualquier pérdida, siempre tenemos que repetir, como el
maestro zen al que quitaron las pocas posesiones de su cabaña: “El ladrón se
dejó la luna en la ventana”.
Este lugar… Un apego
también. Hay que marcharse sin mirar atrás. Sin quedarse prendido en lo que
fue, que ya no existe y queda solo como un leve sabor que se irá atenuando. Y
mucho menos en lo que podía haber sido, tan incierto, tan improbable, mera fantasía…
Desapego, mirar hacia delante. Sin miedo: ¿qué puede pasar?
Me he despedido de la montaña entre lloviznas y
nieblas: un último regalo de los altos bosques a este caminante distraído. Los
objetivos están cumplidos: el ánimo, si no curado, está más limpio y más ligero,
sus cauces más apaciguados, su atmósfera más tenue, su energía renovada. Me he
reconciliado, hasta cierto punto, conmigo mismo. He escrito poemas y algunos
pensamientos. ¿Se puede pedir más?