sábado, 30 de junio de 2018

Días de montaña

No llevo un día en esta tierra de montañas y bosques y ya noto cómo me cura. Casi diría que lo noté en cuanto, ayer, tomé el desvío que iniciaba el ascenso al puerto. El coche subía y a cada avance a mi alma se le iba cayendo su material más pesado. El aire fresco de las cumbres me arrancaba piel muerta, que rodaba por las laderas como esas grandes piedras que las siembran. Hubo un momento en que me olvidé de mí para sumirme en la sosegada fascinación de alturas y de nubes, un aire ligero y misterioso que me restituía la inocencia. Mi alma abotargada se mece en el silencio y se ensancha en las perspectivas. Mis ojos cansados se tienden en los prados verdes. Respiro y parece que el mundo es liviano y la existencia nueva y habitable.
En la montaña uno también siente miedo, y ese es otro de sus dones: nos restituye nuestra verdadera condición, tan limitada, haciendo parecer insignificantes nuestros logros pero también nuestros defectos: todo lo que confundimos con nosotros mismos.
La vida queda en suspenso, el tiempo se detiene y el instante semeja eterno. Parece que nos hallamos a la vez en el principio y en el fin, como los ríos.
Hay una hermandad elemental y misteriosa que nos convierte en parte de algo más amplio, que al desvestirnos de todo lo accesorio nos confiere una dignidad al margen de cualquier juicio…
¿Y qué pasa con los pensamientos, esos perturbadores de la pureza? Al principio el silencio hace que resuenen con más fuerza. Pero si uno no se detiene en ellos, y posa su atención en los colores de una flor, la danza de una hoja al viento o el aroma embriagador de los pinos negros, entonces los pensamientos van perdiendo fuerza y se van disipando como espectros ante la luz…
Por todas estas cosas, y quizá por otras que no sé, venir a la montaña me conmueve y me sana.

Igual que Hermann Hesse, siento la tensión entre el estar y el ir, entre el retirarse y el quedarse, entre la fidelidad y la libertad, entre la patria y el dulce vagabundeo. Entre los lazos de la compañía y la ligereza de la soledad.
Busco el calor de los hogares después de la jornada solitaria por campos helados. Pero me fatigan las charlas demasiado largas y las presencias demasiado próximas. Si me siento prisionero de ellas, vuelvo a sentir la nostalgia de volar.
Tras una larga caminata, ¡cómo consuela un abrazo y cómo alimenta un plato caliente! Sobre todo si uno tiene el día triste.
Así que me parece que este dilema me acompañará toda la vida, sin que ninguna respuesta acabe por resolverlo satisfactoriamente. No importa. Todos tenemos que lidiar con sentimientos encontrados, con vocaciones contradictorias.
Alternaré mi estancia en el hogar con mi travesía de los bosques. Procuraré estar presente y vivo en ambas, darles a las dos la bienvenida, amarlas a las dos, cada una cuando sea su tiempo.

Los árboles, como meditaba Hesse, parecen depositarios de una sabiduría más lenta y más profunda que la de ningún pensamiento humano.
Quizá la sabiduría del silencio sea la verdadera. La otra, la de las palabras, puede ser hermosa, pero siempre deja el sabor de lo incompleto. Como si la palabra no fuese más que el mensajero de lo realmente importante, que habita tras ella, donde ella no llega.
Que suenen las palabras como una hermosa melodía, y que nuestro espíritu sepa escuchar más allá de ellas.

Había olvidado la profusión majestuosa de los cielos estrellados. ¡Cuántas luces en medio de la oscuridad ilimitada! “Quizá las estrellas estén puestas para que cada cual encuentre la suya”, comenta el Principito. Y quizá cada uno de nosotros sea un lucero esperando que le encuentren en no sé qué cielos…

Hoy he visitado uno de esos cementerios de pueblo, floridos y diminutos, adosados a la pequeña iglesuela. En esos cementerios la muerte parece más sencilla y como doméstica, se nos muestra natural y cotidiana como una matrona, sin esos tintes terroríficos que le atribuye nuestro miedo.
Creo que hay que pensar en la muerte. Todas las religiones lo recomiendan, y muchos sabios también.
De la muerte ya se ha dicho todo. Si, aun así, sigue pareciendo poco, no es culpa de los pensadores ni de los místicos, sino del hecho de que se trate de la experiencia más íntima y personal, el punto en el que concluirá nuestra presencia. No hay palabras para dar cuenta de ese pasmo tan hondo, de la angustia o la esperanza.
Para los cristianos, la muerte es puerta de otra vida; creerlo debe resultar poético y reconfortante. Aun así, el consuelo de una nueva existencia resulta endeble. Morir sigue forzando la separación de todo lo que queremos, la pérdida definitiva de un universo íntimo plagado de afectos. Y queda, en cualquier caso, la responsabilidad con la vida, el deber de la virtud, la amenaza ante el pecado…
Por mi parte, no negaré la posibilidad de otra vida, pero me parece algo tan ilusorio y tan remoto como las sombras de los sueños. Sí que me gusta la fantasía de que formo parte de un todo, de una danza de la existencia, y por eso en mí vive el universo entero, conmigo se apagará y se renovará, y, así como mi materia procedente de estrellas regresará a ellas, quizá este sueño de mi identidad y mi historia haya formado parte del despliegue del ser y quede, de algún modo, en el archivo del tiempo.
Esta es mi humilde y nada original manera de sugerir sentido al absurdo. También, si cabe, es mi noción de Dios, aunque, para ser sincero, Dios es una idea tan grande que me sobrepasa, un concepto frío y gigantesco que me aplasta, un dogma abstracto e improbable que me resulta ajeno; en cambio, la sensación de estar imbricado en la naturaleza, en el Todo, es algo que siento vibrar en el corazón, algo que me implica directamente y donde me reconozco.
Es una visión bella y poética. Y si no resulta suficiente para quedarme en paz, no es culpa de ella, sino de mi ser que nunca tiene bastante, que siempre se rebela y que desearía no morir. ¿Conseguirán los místicos liberarse por completo de ese desasosiego de fondo?
De todos modos, la inquietud y el desafío realmente importantes residen en la vida. Hacer de ella un lugar habitable y un camino valioso es lo que realmente cuenta y está en nuestras manos, y es lo que quizá pueda dar sentido, si cabe, a la muerte.
Así que hagamos las paces con la muerte de una vez, y repitámonos, con los sabios, que la vida será digna mientras vivamos cada día como si fuese el último.

Y si hoy fuese el último día de mi vida…
Me daría cuenta de que he dedicado demasiado tiempo a algo tan estéril como pensar. Pensar está bien como juego, pero lo que importa es vivir. El verdadero sabio no es el que piensa mucho, sino el que consigue transitar por los parajes por donde nos lleva la vida, sean los que sean, con verdadera paz de espíritu.
Por ejemplo, yo ahora me encuentro en este lugar magnífico, un privilegio, y tan escaso… ¿Hasta qué punto estoy presente? ¿Me entrego a él y dejo que me llene su plenitud, o me empeño en reclamarle mis carencias? ¿Lo convierto en un remanso, o sigo sufriendo por el pasado y por el futuro, porque las cosas no son como yo quisiera que fuesen, porque seguiré teniendo que afrontar retos que me pondrán a prueba y que ahora me inundan de angustia y de miedo?
El mundo, en efecto, no es ni será como yo quisiera. Los demás tampoco. Ni yo tampoco. Si hay una verdad incuestionable, es esa. Negarla es añadir sufrimiento al sufrimiento.
Una de las cosas a las que tengo que renunciar es el control. No puedo controlarlo todo, en realidad solo puedo controlar algunas cosas y en algunas ocasiones. Además, el control tiene algo muy curioso, que nos habla mucho de su falacia: cuanto más controlamos una cosa, más se nos escapan las demás. En lugar de apretar más los dientes o las riendas, quizá debería hacer lo que propone Allan Watts: danzar con el caos y confiar en que la sabiduría del mundo evitará que todo se hunda. ¿No crece por sí misma la hierba? ¿No estamos aquí a pesar de las ínfimas probabilidades?
He descubierto que las palabras y los pensamientos no suelen hacerme mucha mella. Por hermosos que resulten, solo me confortan en el instante, y todo lo más dejan un aroma que acompaña un poco, como una música o un poema. Eso no les quita valor, solo precisa sus limitaciones.
Es mejor actuar. Cantar, meditar, estar presente. Agradecer los dones de la tierra que piso, asentar bien en ella los dos pies. Y amar, sobre todo.
He perdido mucho y al final lo perderé todo. Pero, mientras tanto, ¿alguien podrá robarme la conciencia? Ante cualquier pérdida, siempre tenemos que repetir, como el maestro zen al que quitaron las pocas posesiones de su cabaña: “El ladrón se dejó la luna en la ventana”.

Este lugar… Un apego también. Hay que marcharse sin mirar atrás. Sin quedarse prendido en lo que fue, que ya no existe y queda solo como un leve sabor que se irá atenuando. Y mucho menos en lo que podía haber sido, tan incierto, tan improbable, mera fantasía… Desapego, mirar hacia delante. Sin miedo: ¿qué puede pasar?
Me he despedido de la montaña entre lloviznas y nieblas: un último regalo de los altos bosques a este caminante distraído. Los objetivos están cumplidos: el ánimo, si no curado, está más limpio y más ligero, sus cauces más apaciguados, su atmósfera más tenue, su energía renovada. Me he reconciliado, hasta cierto punto, conmigo mismo. He escrito poemas y algunos pensamientos. ¿Se puede pedir más?

sábado, 23 de junio de 2018

Para el civismo

El civismo es una hipocresía benévola y afable, tan prudente que a menudo acaba siendo sincera, como las mentiras piadosas. El civismo acierta siempre, incluso cuando se equivoca y recibe a cambio lo contrario de lo que da, del mismo modo que el generoso lo es, e incluso más, aun cuando se le pague con mezquindades. Acierta porque, postularían quizá los utilitaristas, hace a todos la vida más llevadera y pone entre la dureza de los individuos una blandura que serena a los exaltados, calma a los iracundos y contiene a los resentidos. El civismo prodiga obsequios entre desconocidos, y, aunque no consiga que se amen, logra al menos que se toleren. “Es la primera virtud, y no es virtuosa”, opina Comte-Sponville: en efecto, no vale la pena si no nos sirve para trascenderlo, pero hemos de reconocer que nada empieza sin él.

Me confieso partidario (casi) incondicional del civismo. Lo prefiero a la sinceridad arrojadiza e inoportuna, que ni pedimos ni necesitamos, que no nos hace falta en los extraños y nos sobra en los que no nos quieren. No todo merece ser sabido: hay demasiado que saber, basta y sobra con lo valioso. Yo la sinceridad la espero y la reclamo de los amigos, o al menos de los que no me quieren mal, porque entonces es un espejo firme y generoso que quiere ayudarme; ¿para qué pretenderla del que desea herirme con ella? Si me veo empujado a defenderme, no podré abrirme ni aprovecharla.
Si me cruzo con un desconocido, prefiero que me desee un buen día aunque mi día le importe un bledo, y que no diga nada de mi cojera o mi mancha en la ropa. Agradezco la intención de las sonrisas forzadas, porque al fin y al cabo son sonrisas y alguien se toma la molestia de forzarlas para mí. El civismo es el estadio más primitivo y elemental del respeto, y quizá su génesis ineludible: quien me saluda no me quiere mal, con quien me saluda tal vez pueda colaborar y descubrir complicidades que están por inventar.

Por eso, tiene sentido que Comte-Sponville lo considere “el comienzo de la moral”: no solo porque, como él señala, comporte una “sumisión a la costumbre”, sino porque el civismo prefiere el bienestar a la franqueza, y eso ya es una postura moral. “Las buenas maneras preceden a las buenas acciones y conducen a ellas”, y eso solo es así puesto que las buenas maneras ya son buenas acciones, y nos educan en ellas. En eso consiste la educación: imponernos el esfuerzo de realizar lo correcto porque es correcto, cuando quizá tenderíamos espontáneamente a lo contrario: “imitando las maneras de la virtud, quizá tengamos oportunidad de ser virtuosos”.
Algunas personas sostienen unos principios heroicos que a primera vista pueden parecer admirables, pero que a menudo sirven de coartada para la crueldad. “Yo hago lo que quiero, y a quien no le guste que no mire”, afirma el aprendiz de Atila antes de pisotear nuestro jardín con su presuntuoso caballo. No veo en esa rudeza primitiva ningún motivo para sentirse orgulloso: la verdadera humanidad empieza cuando dejo de hacer lo que quiero, pero no porque a los demás no les guste, sino ante todo porque soy capaz de ponerme en su lugar y me doy cuenta de que a mí tampoco me gustaría. Esa capacidad para la empatía empieza en el terreno forzado de la urbanidad, y luego va floreciendo por sí misma en la comprensión de lo preferible, que es lo que pone las bases de la moral.

La vieja educación acertaba inculcando la amabilidad dulce e inteligente del civismo: mientras no aplasta al individuo, protege a los demás de ser aplastados por él, que tantas veces disfraza de integridad lo que no es más que despotismo.

domingo, 3 de junio de 2018

Celebración

De todos los bienes subjetivos, el que más directamente nos hace felices es un ánimo jovial; pues esta buena cualidad se premia a sí misma al instante. Quien es alegre tiene en todo momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo.
Schopenhauer.


Tal vez haya mucho que lamentar, pero casi siempre hay más que celebrar. El sufrimiento nos parece más grande y más serio, solo porque no podemos acomodarnos en él, porque nos urge a resolverlo y ocupa las primeras planas. En cambio, los motivos para la alegría son discretos, nos habituamos a ellos muy deprisa y entonces los damos por sentados, y solo sabemos valorarlos cuando nos faltan.
Visto así, se podría pensar que estamos programados para sufrir, para fijar la atención en el dolor. Y así es, por eso duele: para alertarnos, para que no haya nada que se le ponga por delante. Tiene sentido, desde un punto de vista de la supervivencia: una grata velada o un instante de placer ponen en la vida una luz cálida, pero una amenaza enciende las alarmas. Sin embargo, como nos recuerda Epicuro, ¿de qué valdría esforzarse en vivir si no fuera por lo que la vida tiene de placentero? Así, lo que parece secundario es lo que da sentido a lo prioritario; lo que destaca (el sufrimiento) solo cuenta en razón de lo que damos por sentado (la alegría). Por eso, el Colas Breugnon de Rolland prefería empezar por ser feliz: “La felicidad se bebe fresca. Pero el fastidio puede esperar.”

Muchos razonamos al revés que Colas Breugnon, y optamos por hacer esperar a la felicidad, mientras haya un fastidio que beber caliente. Hemos sacado de quicio la prevención ante el dolor, y la preocupación por calmarlo. Vivimos en un estado de ansiedad, pendientes de lo que tememos y lo que nos falta, tristes por lo que nos contraría, enojados por lo que nos disgusta. Y, por supuesto, nunca falta algún motivo para nuestros desvelos, y si falta lo inventamos, que para eso tenemos la imaginación.
Lo ideal sería cambiar esa postura, pero no es fácil cuando la llevamos clavada en el ánimo. En cualquier caso, sería poco inteligente convertirla en un nuevo motivo de ansiedad (me preocupo porque me preocupo, y así ad infinitum). Tenemos la opción de encogernos de hombros y resignarnos a ella. Ya que hemos de habitar en la ansiedad, y mientras esta no responda a algo realmente grave, al menos convirtámosla en costumbre, admitámosla a la mesa como uno más en la familia, acostumbrémonos a convivir con su presencia hasta que pase de ser odiosa a simplemente incómoda. “La vida me trató más piadosamente desde que acepté mi destino y entendí que mi suerte personal era lo de menos”, escribe Hermann Hesse.
Los estoicos eran maestros en este arte de la aceptación, con tal de que esta nos librara de la inquietud. “El sabio será todo lo feliz que le permitan las circunstancias, y si la contemplación del universo le resulta insoportablemente dolorosa, contemplará otra cosa en su lugar”, proponía Séneca. Pero es que además, desde el momento en que dejamos de exigir cerrilmente lo que deseamos, podemos por fin aprovechar lo que tenemos, como reflexiona José Antonio Marina: “Al educar la inteligencia lo que estamos haciendo es enseñar a jugar bien... con lo que se tiene, que muchas veces no es mucho”.

Quizá, si somos capaces de adaptarnos a lo incómodo, descubramos que lo que destaca es lo otro: los mil motivos para la alegría que se nos cuelan por entre las grietas de la angustia. Como aquella flauta de la que se nos habla en Alfanhuí, que tocaba notas de silencio en medio del atronar de las tormentas. Y veremos que quizá en nuestras inquietudes había mucho de necedad, o al menos en la importancia que les dábamos. Como dice José Antonio Marina: “El sentido del humor nos ofrece cálidamente nuestra medida, y nos libra de nuestra petulancia cubriendo nuestra debilidad con una capa de ternura.”
Y entonces tal vez nos apetezca dejar por un momento de lamentarnos, de enfadarnos, de entristecernos, de angustiarnos,  y se nos ocurra celebrar alguna cosa. Podemos empezar por celebrar que estamos vivos aún, y que gozamos de una salud razonablemente buena. Y podemos celebrar que amamos, y eso es un privilegio, y que nos aman, lo cual es una suerte. Y podemos celebrar cosas tan simples y tan grandes, y que faltan a tantos como una salud razonable o, igual que Epicuro, un trozo de queso. Y tantos otros dones: escuchar una sinfonía, leer ese poema, visitar este paisaje, una ocurrencia de nuestro hijo, la llamada de un amigo, la oportunidad de haber sido útiles, la dulce cosecha de un trabajo duro…
Porque quizá las penas tengan que ser lo primero, pero es evidente que no son lo único, y muchas veces ni siquiera lo más importante. Hay que reivindicar las alegrías. No las demos por sentadas tan fácilmente. Cada instante es un regalo: podríamos no estar.