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De vuelta en casa

La surtida industria de la realización personal nos ofrece todo tipo de métodos para alcanzar la serenidad, la felicidad o como quiera que se llame a una vida satisfactoria. Cada uno de esos procedimientos, obviamente, se nos vende como el mejor: el más sencillo, el más directo, el más eficaz… Con esa esperanza los adquirimos, uno tras otro, como antiguamente se compraban los crecepelos o los remedios milagrosos en los carromatos de las ferias. Entusiasmados, abrimos el libro o asistimos a la charla donde quizá encontremos, por fin, esa clave que tanto hemos buscado. Sin embargo, suele pasar que, después de la emoción de las primeras páginas (o sesiones), uno descubre que el método no resulta ni tan inmediato, ni tan simple, ni tan efectivo como se prometía. La tarea es más ardua de lo que pensábamos, y el resultado más incierto.  Como avezado miembro del pelotón de los inadaptados, yo dediqué buena parte de mi juventud a la búsqueda de la piedra filosofal. Convencido de que tenía que

No está en nuestras manos

Tenía razón Buda al señalar el apego como origen último de todo sufrimiento mental. Traducimos los deseos en expectativas y anhelos, y entonces nos aferramos a ellos, empeñamos en su realización nuestro bienestar. Tal vez en el fondo sepamos que no es cierto, tal vez solo se trate de una ilusión, pero así se asienta nuestra convicción.  Y de esa manera nos abocamos al padecimiento. Sufrimos de antemano (porque esperamos con temor de no obtener, porque insistimos obsesivamente, porque centramos todo nuestro esfuerzo en persecuciones a menudo quiméricas); sufrimos mientras poseemos, en lugar de disfrutar (porque nos angustia el temor a la pérdida, porque nos decepciona que las cosas no sean como esperábamos) y sufrimos cuando las cosas se acaban (porque no nos basta haberlas disfrutado, nos obcecamos en su duración; o bien porque nos dejan exhaustos, después de la tristeza y la lucha). Y, en los tres casos, nos sentimos responsables del triunfo o el fracaso: responsables de conseguir (

Valor para la alegría

Queda claro que, como dice Comte-Sponville, “toda virtud es valor”: hace falta mucho valor para anteponer lo correcto a lo fácil o a lo apetecible. También para soportar las decepciones y los fastidios que nos provocamos unos a otros constantemente, y a los que la virtud debe sobreponerse vindicando el amor y la compasión: “Sin valor, uno no podría resistir lo peor en uno mismo o en el otro”. Sartre afirmó con una contundencia insuperable: “El infierno son los otros”. En realidad, se quedó corto, porque el infierno siempre empieza dentro, en nuestras debilidades y contradicciones, en nuestras perversidades y caprichos: ahí residen los principales desafíos a la virtud. Pero todo eso cobra dramatismo porque no estamos solos. No hay, pues, convivencia sin valor, es decir: sin voluntad, sin entereza, sin paciencia, sin magnanimidad. Resistir, en efecto y sobre todo, pero también crear, proponer, insistir, poner imaginación y buen humor donde podrían hundirnos el hastío y la amargura.  L

Sentido

Viktor Frankl sostenía que una de las necesidades más hondas de las personas es que su vida tenga sentido. Llegó a esa conclusión cuando, en medio del horror del campo de concentración, comprobó que quienes sobrevivían eran los que tenían alguna razón para hacerlo, un objetivo que tiraba de ellos más allá de las alambradas. Se diría que lo único que nos da fuerzas e impulso para la penosa tarea de vivir es creer que lo hacemos por algo, o para algo. Esto me recuerda el estremecedor comentario de uno de los supervivientes del avión de los Andes, que aseguró que, en aquellas circunstancias extremas, la diferencia entre la vida y la muerte la marcaban las ganas de vivir.  Nuestras atribuciones de sentido son, obviamente, antropocéntricas. Nada en el resto del universo lo necesita (si acaso, otros seres conscientes). Solo a nosotros no nos basta con existir, sino que aspiramos a dar cuenta de esa existencia. En tanto que individuos, estamos empeñados en concebir nuestro sentido. O más bi

La brutalidad latente

La mayoría de la gente, la mayor parte del tiempo, se comporta de un modo razonable y con un sentido que cabe considerar ético. Sin esta pauta predominante, la convivencia y la sociedad serían inviables. Y aun así todos, alguna vez, reaccionamos de modos irracionales, incluso contrarios ya no solo a la ética, que sostiene las relaciones individuales, sino a la norma, que es la columna vertebral del grupo. En estos casos, cuando la que manda es la pasión ciega (el “cerebro reptiliano” del que hablan los neurólogos), la armazón de lo social revela su profunda vulnerabilidad. Vivimos en escenarios milagrosamente sofisticados, pero que en el fondo se sostienen con pinzas, fruto de compromisos siempre frágiles y provisionales.  En los desórdenes de la pasión, y sobre todo de la desesperación, se demuestra la firmeza moral de cada uno. También su grado de madurez y equilibrio personal. Es fácil comportarse con entereza mientras nuestro entorno es ordenado y previsible, ser más o menos cív

Los dos caminos

En esta expedición a ninguna parte que es la vida, parece que hubiese, en esencia, dos caminos. O, si se quiere, dos maneras de caminar, de encarar la aventura del mundo. Está la vía heroica, llena de ruido y furia, del que lucha; y está la vía apartada y silenciosa del que se recoge, del que peregrina sin aspavientos por las sendas recónditas. Dos caminos quizá complementarios, pero también pudiera ser que contradictorios, excluyentes, y entre los cuales, entonces, habría que elegir. El camino positivo, convocando nuestras fuerzas y plantando cara para abrirse paso, lleva a promover directamente lo que deseamos: cambiar cosas, empujar peñascos, hincar el arado, empuñar la espada; golpear con fuerza en el espinazo de la existencia. Es el trabajo del héroe, es la historia grandiosa de las batallas y las conquistas. Se basa en el esfuerzo y la voluntad, tiene relación con el yang taoísta, con la luz, con la lanza, con el impulso arrollador de Aquiles y el ingenio creador de Ulises fren

Mejor no tocar fondo

A veces hay que tocar fondo para atreverse a dar pasos grandes. Conocer la miseria, la tristeza, el deterioro de la dignidad, para sacar del asco y de la desesperación las fuerzas que no nos supo inspirar la entereza. Atravesar los infiernos para que la angustia nos empuje, ya que no supo hacerlo la voluntad. Sin embargo, tocar fondo es en sí un fracaso, o al menos una pérdida: la quiebra del sentido común, la deserción del dominio sereno, la capitulación del criterio certero y sensato. La devastación deja la tierra yerma, y la cosecha ya nunca volverá a ser la misma. La reconstrucción se levanta siempre sobre ruinas.  Tal vez logremos cambiar de nuevo para mejor, pero primero tuvimos que atravesar lo peor: la violencia, la herida, la destrucción; esos jinetes ganarán —hasta donde realmente ganen— a costa de lo que se pierde y quien lo pierde.  No por creadores dejan de ser estragos. Y, por otra parte, de una profundidad muy honda no siempre se halla el camino de vuelta.   Los románt

Voluntad

A veces la voluntad anda robusta, y aguanta bien los embates de la facticidad; otras le invade la flojera, y cada paso se le hace un mundo. Hay voluntades recias, que se crecen al medirse con los bretes, y otras con poco fondo, que se resignan y se rinden fácilmente. No está mal rendirse: nos recuerda nuestra vulnerabilidad y que, en definitiva, vivir es perder. Pero somos criaturas del proyecto y del intento: ¿qué sentido tendría labrar un criterio de lo bueno si no fuera para bogar hacia esa costa, aun con el viento en contra? No basta con la motivación: es demasiado frágil y mudable; a veces, incluso, nos pone trabas: porque somos perezosos, porque preferimos la satisfacción inmediata a la incertidumbre de los largos plazos, porque no están de nuestra parte los hábitos personales o las costumbres colectivas. Porque, en fin, también hay dentro de nosotros personajes que se resisten y quieren otras cosas. Nada valioso y difícil, entonces, puede lograrse sin voluntad, que es la fuerz

Ética y libertad

Sartre propone una moral autónoma, sin trascendencias ni códigos a priori, construida desde la responsabilidad y la autenticidad. ¿Por qué habría de ser bueno lo verdadero? Porque solo en la verdad el hombre realiza su naturaleza, que es la libertad; solo allí es él mismo y decide sin subterfugios.

El sentimiento cómico de la vida

Llega un momento en la vida en que el sentimiento trágico debería dar paso al cómico. Dejar de tomar tan a pecho lo que hacemos y lo que nos hacen, y atenernos a lo que está dentro de nuestras posibilidades y lo que no hay más remedio que aceptar.  Asumir que el teatro humano tiene más de sainete que de drama, que en todos anidan la neurosis y la estupidez, que nos abruman devaneos más bien ridículos y triviales. Todos estamos bastante locos y somos más bien tontos: el milagro consiste en que, a pesar de todo, logremos sobrellevarlo con una dignidad a menudo espléndida, que tengamos tantos detalles éticos y poéticos; que nuestros impactos mutuos, aun consistiendo en una permanente lucha, ofrezcan siempre algún reducto para la bondad y el amor. La edad bien aprovechada puede inspirarnos ese punto de vista cauto y al mismo tiempo entregado, desengañado y a la vez tierno, que convierte el ruido y la furia en serena magnanimidad, la amargura en sosiego y alegría. ¿Cómo se hace eso? A

Lo humano y lo mejor

Dicen que cuando las cosas vienen mal dadas es cuando se conoce de veras a la gente. No estoy seguro de ello: todos tenemos muchas caras, además cambiantes; hemos de vernos en diversas circunstancias para conocernos un poco, y siempre de modo provisional. Las dificultades solo sacan de nosotros una parte más: a veces, si somos capaces de mantener el control, tal vez salga lo mejor; pero si puede el pánico, probablemente se desatará nuestra faceta más desesperada. Ambas posibilidades —lo mejor y lo peor—, sin embargo, es cierto que tienen algo en común: corresponden a aspectos que de ordinario permanecen ocultos, que de algún modo contradicen la imagen que procuramos dar. Las circunstancias excepcionales, por consiguiente, tienen la virtud de desnudarnos ― incluso ante nosotros mismos ― , de revelar lo que también en nosotros es excepcional. Tal vez resulte que somos capaces de soportar lo inconcebible. ¡Cuántas veces pensamos: “Si me llegan a decir que pasaría por esto…”! Compro

Pereza rebelde

¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido!  Fray Luis de León. La moral tradicional condena la pereza porque es un lastre, un impedimento para la construcción del proyecto humano. Los moralistas, defiendan la trascendencia o la productividad, nos quieren siempre laboriosos y atareados. Está bien: hay que trabajar. Pero también hay que mantener una cierta conspiración contra el trabajo, siquiera sea para que no se apropie (y no lo usen otros para apropiarse) de nuestra vida. Y en esa reticencia clandestina, en ese epicúreo reclamo de la existencia como disfrute, la pereza nos secunda como una afable cómplice. La pereza tiene su propia sabiduría. Es la gran economizadora, y nos ayudará a administrar bien las cuentas de nuestras energías, siempre que no se vuelva avara. Una vez más nos encontramos con ese camino medio que aconsejaba Aristóteles: todo en su justo equilibrio es un don, pero llevado al extremo se convierte en vicio y nos trae más problemas que solucion

La sabiduría topográfica

La sabiduría tiene un componente topográfico: es el arte de que las cosas estén en su lugar, en el sitio apropiado, es decir, que les es propio. Llamadlo como queráis: equilibrio, estructura, orden… Pero la propia ciencia nos confirma que el universo es un cosmos , en el sentido griego: una complejidad organizada. El desafío es aprender a moverse según esa disposición, saber captarla y acomodar a ella la vida. Lo que digo podría sonar a platónico, conservador, trascendentalista. Nada más lejos de mi intención. No hay trascendencias regentes, no hay deus ex machina , el universo se expande en un vacío que lo precede y probablemente lo suceda, si no se oculta ya en su espina dorsal. En cualquier caso, las trascendencias no explicarían nada: el cosmos es suficientemente desconcertante para que demos razón de él con nuevas perplejidades. Estamos aquí, encajonados, arrojados —dijo Heidegger— en el ser, y no podemos saber nada más allá de nuestros límites. Pero los límites ya son una ley,

La religión y el discurso de mínimos

Ser religioso es relativamente fácil: basta con “dar el salto” del que hablaba Pascal, cerrar los ojos y entregarse al abrazo de la fantasía, que es blando y cálido y siempre nos compensa. Sostener la soledad de la razón, contra la dureza y el terror de la vida, es, en cambio, tarea ardua y con un ineludible dejo de angustia. Al fin y al cabo, somos seres frágiles y perdidos en un infinito indescifrable, y es verosímil que llevemos en los genes una tendencia atávica a personalizar y venerar lo desconocido, concibiendo con nuestra imaginación un universo de fuerzas ignotas y seres imaginarios que, si bien no ofrecen explicaciones coherentes, sirven al menos para llenar con algo el silencio aterrador con que responde el universo a nuestras preguntas angustiadas. Respuestas, en efecto: donde la razón se inhibe, la fe sigue adelante con el paso firme de los desesperados. Su fuerza reside en el sentimiento, en la convicción que ya ha renunciado a las contradicciones del pensamiento y se