A veces hay que tocar fondo para atreverse a dar pasos grandes. Conocer la miseria, la tristeza, el deterioro de la dignidad, para sacar del asco y de la desesperación las fuerzas que no nos supo inspirar la entereza. Atravesar los infiernos para que la angustia nos empuje, ya que no supo hacerlo la voluntad.
Sin embargo, tocar fondo es en sí un fracaso, o al menos una pérdida: la quiebra del sentido común, la deserción del dominio sereno, la capitulación del criterio certero y sensato. La devastación deja la tierra yerma, y la cosecha ya nunca volverá a ser la misma. La reconstrucción se levanta siempre sobre ruinas.
Tal vez logremos cambiar de nuevo para mejor, pero primero tuvimos que atravesar lo peor: la violencia, la herida, la destrucción; esos jinetes ganarán —hasta donde realmente ganen— a costa de lo que se pierde y quien lo pierde. No por creadores dejan de ser estragos. Y, por otra
parte, de una profundidad muy honda no siempre se halla el camino de vuelta.
Los románticos llamaron “sublime” a esta ambivalencia, la fascinación que nos inspira lo terrible. Les encantaban las tormentas, en las que la inminencia de la muerte da tanta ocasión al heroísmo. Se suicidaban por amor, derrochando su vida como arma arrojadiza ya que no habían podido cobijarla en la dulzura del abrazo.
Podemos descubrir en nosotros mismos esas dos caras de la hermosura y el espanto. Por ejemplo, cuando tenemos noticia de desastres ante los cuales, como nos quedan lejos, podemos detenernos a reflexionar. Hay en los terremotos algo bello —la transformación, que al cabo es vida—, pero raramente compensa lo espantoso —las víctimas, que riegan aquella vida con su muerte—. El terremoto que destruyó Lisboa en 1755 sacudió también las conciencias de muchos intelectuales, entre ellos Voltaire, que lo esgrimieron contra ese ingenuo optimismo filosófico que había llevado a Leibniz a proclamar nuestro mundo como el mejor de los posibles. Y, no obstante, la New Age ha insistido, en plena debacle de la posmodernidad, en promover la sonrisa complaciente de millones de Cándidos.
Pero no solo las catástrofes naturales nos inspiran sentimientos ambivalentes. Asistimos a los grandes siniestros históricos con la misma mezcla de horror y fascinación. Y no suelen faltar razones para ambas cosas. La Revolución Francesa fue una gesta épica de libertad, y a la vez una hecatombe espantosa de destrucción y sangre. Tal vez fuera necesaria, sin duda debemos agradecer mucho a su legado, pero, si somos honestos, lamentaremos también que alumbrar el futuro costara tantas vidas. Ojalá —nos decimos, negando con la cabeza— no hubiese hecho falta.
Solo a través de un dolor atroz, un dolor que fuera casi penitencia, toleré que una parte de mí creciera y se emancipara y se alejara de quien me estaba haciendo daño. Solo rasgándome por dentro, hiriéndome para siempre, pude darme permiso sin demasiada culpabilidad para librarme de quienes me cerraban el camino. Hube de pagar el triunfo con una inmensa desdicha adelantada. Tuve que humillarme para concederme el perdón por no haberme abandonado a la resignación y a la condena. Ojalá no hubiese hecho falta.
Por eso es reconfortante saber que alguien consigue liberarse sin pagar el peaje de destrozarse, aunque haya sido a costa de renuncias. Se requiere un valor casi temerario para afirmar la fortuna contra la costumbre, para afrontar lúcidamente tanta soledad como impone la ruptura, sea con el trabajo, la pareja o la tribu. Mejor no tener que tocar fondo.
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