Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia.
Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.
La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tiene sentido. El que se queda atrás ralentiza el avance común; el grupo no quiere perder el tiempo ni la energía con alguien que aporta menos de lo que consume. No en vano suele dedicarle menosprecios y pullas. Es posible que alguien recio lo «adopte» como escudero, sacando partido de su servidumbre a cambio de protegerlo; al cabecilla le encanta adornar su superioridad rodeándose de siervos leales. Antiguamente, el tonto del pueblo servía de apoyo a toda la comunidad. Pero si no le resulta útil a nadie, el rezagado acabará siendo relegado o destruido, incluso en forma de chivo expiatorio; René Girard ha descrito con minuciosidad este proceso.
Al otro extremo, el que va demasiado lejos incomoda al resto, que se sienten amenazados y quizá forzados a competir. Los grupos, en aras del equilibrio, suelen habilitar rituales o espacios excepcionales, bien demarcados, en los que se tolera una cierta superioridad: el artista consagrado, el profesor universitario, el atleta singular. A estos personajes se les dedicará un reconocimiento grupal siempre que no inspiren humillación con su arrogancia. O mientras no perturben en exceso la estabilidad del grupo: recordemos, entre los envidiosos atenienses, la institución del ostracismo, que decretaba el exilio de ciudadanos que destacaran más de la cuenta.
Toda superioridad debe llevarse con delicadeza y encontrar cauces simbólicos de redistribución. Este equilibrio resulta especialmente patente entre los niños: el futbolista brillante será aplaudido mientras permita que otros toquen de vez en cuando la pelota; la niña estudiosa, que siempre saca la mejor nota, recibirá más admiración que rechazo —el amargo arrinconamiento del «empollón»— si adopta una actitud discreta o prodiga su simpatía. En cualquier caso, el que sobresale podría acaparar demasiado poder o cuestionar el equilibrio colectivo; de ahí que a menudo se le haga objeto de críticas o envidias. Si la presión a la uniformidad no funciona, es posible que se le acabe rindiendo pleitesía como un posible nuevo líder, y en tal caso crecerá a su alrededor una camarilla de seguidores; pero, en un grupo estructurado, es probable que deba afrontar la rivalidad con los líderes establecidos.
Dadas estas circunstancias, ¿realmente nos conviene destacar? ¿Compensan las satisfacciones del ego, o la ganancia social, tantos trabajos y sobresaltos? Un cierto reconocimiento, por parte de los que nos quedan cerca, resulta gratificante. Pero la tranquilidad y el afecto siempre lo son más. Siempre conviene evitar quedarse rezagado. A quien le dé por un esprint, que procure hacerlo con tiento y gracia.
"No somos enemigos, sino amigos, no debemos ser enemigos. Si bien la pasión puede tensar nuestros lazos de afecto, jamás debe romperlos. Las místicas cuerdas del recuerdo resonarán cuando vuelvan a sentir el tacto del buen ángel que llevamos dentro" (Abraham Lincoln).
ResponderEliminarTu artículo me ha recordado estas palabras atribuídas a Abraham Lincoln, que no sé porqué misterioso proceso mental, yo creía que pertenecían a la gran Emily Dickinson.
Aparecen en la obra maestra del cine "American History X" de Tony Kaye. Una película durísima aunque muy recomendable, no solo por la magnífica actuación de Edward Norton, sino por las reflexiones que surgen después de verla.
Bonitas palabras de Lincoln, desde luego. Y más viniendo de alguien que seguro que sabía lo que es tener enemigos. Sin embargo, me temo que se dejan el otro lado de la moneda. Nuestras cuerdas también resuenan en el conflicto, y quizás haya algo así como una "buena enemistad" que también conviene cultivar. Nietzsche pedía amigos con los que luchar.
EliminarImponente la película que recomiendas, y viene muy al caso de este espinoso tema.
Por otra parte, me ha hecho gracia leer lo del acicalamiento, porque esta misma mañana, mientras me preparaba para salir, pensaba que cada vez tardo más...jejeje
ResponderEliminarDe joven mi madre me insistía a menudo en la importancia de una buena imagen. Con el tiempo he ido comprendiendo que tenía razón, pero a estas alturas creo que ya no tengo remedio...
EliminarJajaja...ni yo...
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