martes, 24 de octubre de 2017

"No nos toquéis... la educación"

Ese chusco juego de palabras, que combina el guiño y el clamor a la indignación, es el lema que ha elegido el secesionismo, a través de unos sindicatos abducidos por el entramado nacionalista cuando no directamente vinculados a él, para movilizar al poderoso lobby de la enseñanza. Una reacción de indignación exagerada e hipócrita, en respuesta a declaraciones que algunos políticos, de muy poco tacto y menos luces, han ido haciendo últimamente sobre lo que ellos han llamado burdamente “el adoctrinamiento” en las escuelas catalanas en contra de España y lo español (lo que pueda haber de verdad tras esa afirmación, que lo hay pero demasiado sutil para resolverlo con una expresión tan simplona como “adoctrinamiento”, no es objeto de este escrito). “No nos toquéis…”, además de parafrasear una exclamación de indignada hartura, pero en chocarrero, evoca esa constelación emocional de rechazos, ascos y prevenciones que precisamente se quiere despertar, algo así como un “No pongáis vuestras sucias manos…”
Todo esto es bastante obvio y previsible. Más preocupantes me parecen otros matices de fondo que insinúa la consigna. Lo de “no nos toquéis…” nos traslada inmediatamente al inquietante imaginario de las agresiones y las perversiones, que queda a un paso del ominoso delito de los abusos y los malos tratos. Así, la impresión es que la queja no es contra una opinión más o menos desafortunada o injusta, sino contra una verdadera confabulación de enemigos de algo tan preciado, tan delicado, tan costosamente levantado como el sistema educativo de la “patria”.
El símil belicista, en efecto, también se percibe desazonadoramente cercano, y ese es justo el estado de ánimo que se quiere promover: las críticas al sistema educativo se presentan como ataques al país mismo, como cargas que pretenden dinamitar el fruto de un largo y duro esfuerzo por dotarse de una educación de calidad (por más que esa calidad quede bastante en entredicho cuando se la evalúa, sobre todo si se la compara con otros países del entorno). El nacionalismo toma la parte por el todo y siente como agresión a la nación entera lo que es solo un cuestionamiento de aspectos muy concretos de un sector específico.
Pero hay más y peor. “No nos toquéis…”, con ese énfasis en el pronombre, suena claramente a la expresión de un propietario que reclama ante la violación de sus posesiones. ¿Quiénes son esos que protestan contra los que “les” están tocando lo suyo? ¿Y qué les están vulnerando exactamente? Creo que en estos matices la obsesión nacionalista se muestra en todo su dramático y siniestro esplendor. Porque el nacionalismo consiste precisamente en esa voluntad de apropiación, concretamente de usurpación de lo público, de lo colectivo, de esa arena social donde los individuos enfrentamos opiniones a veces infaustas, a veces rudimentarias o incluso arbitrarias, pero en definitiva opiniones, ideas que tenemos el derecho de expresar y el deber de permitir que sean replicadas. Esa contraposición de diferencias, ese juego de disensiones y discusiones, es lo que el nacionalista no tolera, puesto que para él solo una postura es legítima, solo una (la suya) cuenta con el derecho a ser expresada y defendida.
El nacionalista se siente propietario de todo lo que para él implica la patria: el territorio, la gente, la educación y la opinión. Todo forma parte de su patrimonio, heredado de los antepasados como se heredaron su lengua o sus danzas. Un patrimonio suyo en exclusiva, una posesión que ningún extraño, esto es, extranjero, tiene derecho a “tocarle”. Allá donde el demócrata celebra la diferencia, aunque le resulte despreciable, el nacionalista se indigna y eleva al cielo su grito de guerra; allá donde el demócrata ve un territorio común que debe ser cuidado pero también hollado por cualquiera, puesto que es de todos, el nacionalista ve un coto privado que seres ajenos se atreven a “tocar”.
Toquemos, pues. Llevémosle la contraria a quienes nos salen al paso negándonos el derecho a tocar lo que es de todos; defendamos el derecho de que lo toque todo el mundo, incluso los que podrían ensuciarlo. La verdad no tiene miedo de exponerse y ser manoseada. Llevémosles la contraria, sobre todo, a quienes preferirían silenciar a todo aquel que les lleve la contraria. Eso se llama libertad, y sí que debería ser intocable.

sábado, 21 de octubre de 2017

Abducidos

Hay vida más allá del órdago secesionista, y algún día, esperemos que no muy lejano, podremos dejar de pensar a todas horas en el tema, podremos superar esta conmoción por lo sucedido y esta ansiedad por lo que puede suceder. Tal vez un día, esperemos que próximo, la política deje de ser una tensión y una coacción, y volvamos a preocuparnos por lo realmente preocupante, que son el trabajo y la educación y la pobreza de dos tercios del mundo y el imperio del capital y la devastación de la naturaleza, y tantas cosas que estamos descuidando aplastadas bajo los escombros de esta febril demolición.
Quizá, también, podamos regresar a la construcción de la vida personal, a nuestras viejas inquietudes existenciales y nuestras aspiraciones a la vida buena y pacífica que buscaban Epicuro, Séneca, Montaigne o Spinoza, al amor al conocimiento que animaba la pasión de Tales, Aristóteles, Leonardo, Hume, Newton o Marx, al esfuerzo por concebir una ética coherente y fundamentada al que dedicaron su obra Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre o Foucault.

Tal vez suceda un día, pero de momento estamos aquí, abducidos por el delirio nacionalista, que es el monstruo producido por el sueño de la razón, un monstruo que incubaron y alimentaron las élites burocráticas tradicionalistas y que fue clavando sus tentáculos, cada vez más hondo, en algo tan sencillo como el apego al terruño, obnubilando a tantas personas de buena fe que llegaron a creer que un himno o una bandera están por encima de la gente porque son anteriores a ella, como los dioses y los mitos, y por tanto hay que defenderlos de ella e imponérselos si es preciso.
Ente esas multitudes exaltadas por el espejismo patriótico se colaron, como sucede siempre, montones de resentidos, frustrados, oportunistas y corruptos, no pocos ingenuos neorrománticos, jóvenes insatisfechos que confundieron el sueño de las patrias con el de un mundo mejor.
Y temerosos, muchos temerosos, porque la fuerza persuasora de los movimientos colectivos sobre ese miedo atávico del individuo a la exclusión es implacable. Nada alivia más el miedo solitario que el enardecimiento de la masa, nada nos inspira más seguridad que comulgar con mucha gente, aunque sea a través de una alucinación colectiva; uno se siente protegido en el abrazo de la multitud, y entregarse a la abducción es un recurso para descansar de esa tarea tan ardua e insegura que es mantener el propio criterio mientras los que te rodean entre ellos muchos de los que te quieren o a los que quieres te lo están reclamando sin cesar. ¡Ven con nosotros! ¡Deja de resistirte! No importa que tengamos o no la razón, no importa que en nombre de nuestras reivindicaciones disparatadas se cometan atropellos o se quiebren cosas valiosas. ¡Qué bonito es estar juntos, apretados en torno a sueños y nostalgias, entusiasmados por destinos luminosos que parecen al alcance de la mano! ¡Qué bonito es creer a pies juntillas que somos los buenos, que tenemos la razón, que hay un villano contra el cual conjurarse, y sustentar todas esas convicciones sin tener que someterlas al fastidioso rigor del análisis, al juicio de esos aguafiestas que son el sentido común y el razonamiento!
En medio de ese clima de exaltación colectiva, el escéptico y el sereno, el dialogante y el independiente, no solo resultan extraños, sino que sobre todo, para su mal, causan una profunda molestia; son reducidos a la categoría de blandos o traidores. Serán perseguidos y arrinconados, corren el peligro de perder afectos en el vendaval de ceguera que les rodea, podrían ser señalados como traidores y tratados como chivos expiatorios: si no se convierten, aprenden pronto a callar, y procuran moverse en un limbo de indefinición que les proteja.

Pero no se puede vivir toda la vida en el limbo. O sí, pero al precio de renunciar a uno mismo, que a veces no es más llevadero que la amenaza de los demás. Para el lúcido no existe un suplicio peor que el del delirio colectivo, cuando tiene que callar ante él y sobrellevarlo desde la clandestinidad. Si la locura masiva llega muy lejos, más tarde o más temprano hay que significarse contra ella y sucumbir a su violencia, o sucumbir a ella y renunciar a las propias convicciones, es decir, a la lucidez y al respeto a uno mismo (aunque después de una conversión se construye fácilmente el nuevo respeto desde el abrazo de la masa de fieles).
¿Podría ser que la realidad se apaciguara lo suficiente para que no hiciera falta llegar a esos extremos? ¿Podríamos volver a discrepar en paz, recuperando para el espacio público el sabio territorio del matiz en medio del maniqueísmo fanático? ¿Podríamos descansar de una vez de esta permanente tensión a la que nos obligan la cerrilidad y la incertidumbre?
Tal vez un día los abducidos despierten; tal vez esté sucediendo ya y aún no se note mucho. Tal vez el monstruo esté dando sus últimos coletazos de bestia atroz y moribunda. Si es así, podríamos volver a pensar en otras cosas, a hacer otras cosas; a unirnos en torno a lo fundamental solidaridad que jamás teníamos que haber perdido para dedicarle nuestra energía, nuestra atención y nuestro trabajo; para que nuestro esfuerzo sirva, al fin, y la construcción de una vida mejor.
Ese es el deseo, esa es la esperanza: que el secesionismo se retire de una vez a sus rancios feudos, que deje de agitarnos y amenazarnos, que nos devuelva la vida y la complicidad y los afectos. Que se lleve sus banderas y sus cuentos a casa, devolviéndonos el espacio público, y no los saque más que por los cauces políticos legítimos o para pasearlos en procesiones sentimentales de sus acólitos, entonando sus cánticos y agitando sus estandartes todo lo que quiera, mientras nos permita a los demás cerrar las ventanas y seguir con lo nuestro.

Cuando lo haga, y aún tenemos ese deseo y esa esperanza, dejará tras de sí campos quemados y praderas pisoteadas. Su órdago nos habrá hecho perder mucho. Necesitaremos tiempo para restaurar los foros, para mirarnos unos a otros sin vergüenza ni resentimiento, para querernos desde la diferencia y volver a vivir y dejar vivir. Pero la hierba y los bosques volverán a crecer si todos nos ponemos a ello, si los saqueadores van retirándose y cada cual regresa a sus campos y a sus plazas.
Y podremos mirar alrededor, atónitos por cómo habíamos podido estar tan ciegos, cómo habían logrado abducirnos hasta tal punto. Volveremos a discutir y a reír, a pelear sin que la sangre llegue al río, y sobre todo a levantar entre todos lo valioso, donde tiene que caber una diferencia que no nos devaste y un acuerdo que nos engarce hacia el futuro. Y podremos, atención, podremos al fin recuperar la noción de quiénes son los verdaderos enemigos de la paz y de la vida, esos a los que sí que hay que rechazar, y contra quienes sí tenemos que luchar todo lo que haga falta. ¡Qué ganas de que de toda esta amargura no quede más que un mal recuerdo!

jueves, 12 de octubre de 2017

Bajo el rodillo de las barras y la estrella

En estos días aciagos, el nacionalismo catalán se ha apropiado de lo público hasta tal punto que lo ocupa todo, y no deja ni un resquicio para respirar. Bajo su escandalera permanente no se puede pensar en otra cosa, estamos enganchados a su función, con el corazón en un puño, como quien es incapaz de escapar de un sonsonete obsesivo que le inunda la cabeza. No podemos hacer nada más, pendientes de cuál será el siguiente despropósito con el que seguirán enredándonos y conduciéndonos a la debacle.
Se sigue demostrando así que el nacionalismo, ahora con su antifaz de justiciero independentista, no es, como pretende, un movimiento de liberación, ni siquiera para sus acólitos, sino una miserable operación de conquista: la invasión, arbitraria y forzada, de la vida de todo un país, la detención de su pulso, la absorción de sus fuerzas, la abducción de sus pensamientos.
Es cierto que tal desaguisado ha sucedido, en buena parte, por no haberle prestado, quien debió hacerlo, la adecuada atención en su momento: la falta de previsión, de prudencia, de tino y hasta de buena voluntad de nuestra clase dirigente ha puesto al país en las manos capciosas de una minoría provinciana que, al amparo de esa impunidad, ha sabido arrastrar a una considerable porción de buena gente, capitalizando su indignación (por otra parte justa). Por consiguiente, no solo esta tiene la culpa: el Estado, sus instituciones, sus poderes y sus burocracias se han mostrado miopes, torpes y holgazanes a la hora de salirle al paso a un peligro que se iba hinchando; en lugar de tomar la iniciativa, de articular un relato contrario, de mostrarse proactivo y diligente, se ha limitado a reaccionar, tarde y mal, a lo que podría haber reconducido con habilidad antes de que llegara tan lejos.
Se habría tenido que evitar la hipnosis colectiva, el desgarro del tejido común, la fractura social, la inflación disparatada de los sediciosos, que han sabido hay que reconocerlo jugar bien sus cartas y no desperdiciar una sola oportunidad. No en vano llevan más de un siglo conspirando, con gente pudiente y diestra entre sus filas, urdiendo un discurso y una mitología vivaces y emocionantes, puliendo sus mentiras con la apariencia convincente de las medias verdades. No en vano han sabido ir acaparando buena parte de los poderes y el dinero públicos, aprovechándolos con astucia para su propaganda y, sobre todo, para ir armando una masa burocrática complaciente, una mediocracia paniaguada en la que lo identitario se convierta en seña de identidad.
Ahora las cosas se han extremado de tal modo que parecen quedar únicamente opciones extremas, llenas de riesgo y mal agüero. Eso  beneficia, sin duda, a los agitadores, buenos pescadores de río revuelto que siguen teniendo la iniciativa y ven ensancharse su base con la confusión. Han conseguido arrinconar a todo un Estado que no les prestó la debida atención, que no los tomó suficientemente en serio, embebido en sus propias disputas y corruptelas, empantanado en su propia mediocridad. A la chita callando lo han puesto contra las cuerdas, y saben que en las medidas extremas es fácil errar, caer en inoportunidades que sean vistas por el mundo como intolerables y desmedidas.
Goliat avanza a ciegas, entre estupefacto y enardecido, dando traspiés, mientras David le pone la zancadilla y luego se le escabulle entre las piernas. Incluso si se llegara a frenar de momento el ariete nacionalista, cosa que está por ver, su labor de zapa ya no se detendrá: primero porque han llegado demasiado lejos, y ya no está claro si el precio de frenar sería mayor que el de seguir adelante, incluso si les espera algún precipicio; pero además porque saben que la herida quedaría abierta, y que les bastará con seguir hurgando en ella para que vuelva a supurar. Saben que el tiempo está de su parte: ya han sucedido demasiadas cosas, ya se han roto demasiados puentes y se han quemado demasiadas naves para volver atrás.
¿Tendrá el Estado ahora la imaginación, la voluntad y la inspiración que nunca tuvo para proponer algo nuevo que se adelante, por una vez, al victimismo y el odio independentistas? ¿Sabrá apaciguar el caos y seducir con futuros más atrayentes? Visto lo sucedido hasta ahora, no hay más remedio que dudarlo. Continuarán el ruido y la furia, bien agitados por la formidable y espantosa máquina de la sedición. Si solo se le responde con fuerza, se le estará alimentando, como al cáncer.
Quizá sea el momento de la gente: de volver a encontrarnos los de abajo, los que siempre hemos vivido al margen de estos tejemanejes de señoritos y fanáticos, demasiado ocupados en trabajar y en convivir. Ya que los de arriba no saben o no quieren reconstruir lo público (nunca quisieron ni supieron), tal vez sea hora de que empecemos a hacerlo desde abajo. Quizá nos toque ser generosos unos con otros, volver a ocupar todos juntos las plazas que siempre nos pertenecieron, dejar de enfrentarnos y dialogar sobre cómo podemos coexistir; quizá sea el momento de abrazarnos y poner por delante lo que tenemos en común, que es casi todo, reinstaurar el respeto que jamás debimos negarnos, limpiarnos de odios injustificados y unir nuestras fuerzas en un proyecto de la mayoría frente a los tiranos y los oportunistas. Cantar lo que nos hermana, discutir lo que nos atañe, arrinconar a los que quieren separarnos y acallar su baraúnda de himnos y banderas. O reinventamos el futuro nosotros o se lo siguen apropiando ellos a su capricho. Y, para quien tiene el futuro de su parte, la victoria es solo cuestión de tiempo.

viernes, 6 de octubre de 2017

Este nacionalismo

Este nacionalismo tontiastuto e implacable que han pergeñado las élites catalanas conquista triunfante cada detalle de la vida cotidiana, se infiltra en cada pequeña asociación, hipnotiza las conciencias que no se esfuerzan por mantener el propio criterio y la sensatez. Tiene de su parte la fuerza de la tribu, que es atávica y poderosa, con su amor ferviente a lo propio y su miedo sordo a la exclusión; la pasión de la épica, que ha construido meticulosamente con sus mitos, y aplasta la razón bajo el sentimentalismo; la promesa de lo nuevo, que frente al hastío de lo conocido parece un territorio luminoso e inabarcable, una oportunidad para trascender cualquier límite, bajo la divisa que enunció el poeta
el gran poeta orgánico del nacionalismo catalán Miquel Martí i Pol: “Todo está por hacer y todo es posible”.
Lo que ha venido tras él y lo que sucedía ya entonces aclara a qué se refería el ínclito escritor. El sueño independentista perfila una Arcadia de abundancia, justicia y alegría a la que nadie se negaría. El poder nacionalista ha pasado su rodillo inapelable y corrupto sobre los derechos de mucha gente, quizá la mayoría, apelando a la legitimidad de entelequias de una historia manipulada y la supuesta compensación por viejos agravios, azuzando la ira de los resentidos y el anhelo de los ilusos.
Con una mano artera digna de Maquiavelo, se ha compuesto minuciosamente su propia alfombra de incondicionales, ganados a fuerza de favores no hay más que ver el rebaño de estómagos agradecidos que forman ese inmenso aparato burocrático-cultural, y una base social de entidades fundadas, subvencionadas o colonizadas por adeptos  o agitados mediante falsedades que creaban un clima de victimismo y odio. Para cuando ha llegado el momento de imponer su asalto definitivo, ya contaba con una nutrida red de apoyo, bien asentada a lo largo de varios decenios de un gobierno autonómico con impunidad casi ilimitada, y que si no ha agrietado la sociedad ha sido por su control prácticamente total de todos los medios políticos, económicos, culturales, de comunicación, incluso de convivencia… y porque la mayoría de la gente ha preferido callar y comulgar con ruedas de molino con tal de poder comprarse un piso y vivir en paz.  
Y hemos llegado al fin a las puertas de la Arcadia. Pero sucede que, también para el nacionalismo, los sueños, sueños son. Enunciarlos como dogma los convierte en mentiras o en algo peor: fraudes, estafas. Aun así, la permanencia de los fieles está casi asegurada solo podría disuadirles, si se diese un vuelco en las circunstancias, el interés o el desánimo, y el miedo o la amenaza de pérdida son buenas garantías de la pasividad del resto. La proximidad a las puertas tiene el efecto de enardecer a los incondicionales, que ya se ven trotando por las verdes praderas de la tierra prometida, artífices del supuesto sueño de tantos antepasados. 
Pero esa cercanía también empieza a perfilar la sospecha de ciertas miserias: nadie aclaró cuánto se perdería por el camino, cuántos tendrían que pagar con su vida real por las quimeras de otros, qué visión de la justicia acabaría predominando ya se sabe que lo justo nunca es lo mismo para el poderoso que para el esbirro… En definitiva, empieza a vislumbrarse que, después de un largo festín de la esperanza delirante, la realidad acaba por imponer su peligro y su pobreza. Después de tantas heridas y tantos esfuerzos, la Arcadia podría ser una árida estepa donde habría que hacer nuevos y peores sacrificios. Hay quien todavía no lo ve, ni lo verá, pues siempre caminó sonámbulo. Pero tal vez haya quien empiece a abrir los ojos. Ojalá lo hagan antes de que sea demasiado tarde.