Ese chusco juego de
palabras, que combina el guiño y el clamor a la indignación, es el lema que ha
elegido el secesionismo, a través de unos sindicatos abducidos por el entramado
nacionalista cuando no directamente vinculados a él, para movilizar al poderoso
lobby de la enseñanza. Una reacción de indignación exagerada e hipócrita, en
respuesta a declaraciones que algunos políticos, de muy poco tacto y menos
luces, han ido haciendo últimamente sobre lo que ellos han llamado burdamente
“el adoctrinamiento” en las escuelas catalanas en contra de España y lo español
(lo que pueda haber de verdad tras esa afirmación, que lo hay pero demasiado sutil
para resolverlo con una expresión tan simplona como “adoctrinamiento”, no es objeto
de este escrito). “No nos toquéis…”, además de parafrasear una exclamación de
indignada hartura, pero en chocarrero, evoca esa constelación emocional de
rechazos, ascos y prevenciones que precisamente se quiere despertar, algo así
como un “No pongáis vuestras sucias manos…”
Todo esto es bastante
obvio y previsible. Más preocupantes me parecen otros matices de fondo que
insinúa la consigna. Lo de “no nos toquéis…” nos traslada inmediatamente al
inquietante imaginario de las agresiones y las perversiones, que queda a un
paso del ominoso delito de los abusos y los malos tratos. Así, la impresión es
que la queja no es contra una opinión más o menos desafortunada o injusta, sino
contra una verdadera confabulación de enemigos de algo tan preciado, tan
delicado, tan costosamente levantado como el sistema educativo de la “patria”.
El símil belicista,
en efecto, también se percibe desazonadoramente cercano, y ese es justo el
estado de ánimo que se quiere promover: las críticas al sistema educativo se presentan
como ataques al país mismo, como cargas que pretenden dinamitar el fruto de un
largo y duro esfuerzo por dotarse de una educación de calidad (por más que esa
calidad quede bastante en entredicho cuando se la evalúa, sobre todo si se la
compara con otros países del entorno). El nacionalismo toma la parte por el
todo y siente como agresión a la nación entera lo que es solo un
cuestionamiento de aspectos muy concretos de un sector específico.
Pero hay más y peor.
“No nos toquéis…”, con ese énfasis en el pronombre, suena claramente a la
expresión de un propietario que reclama ante la violación de sus posesiones. ¿Quiénes
son esos que protestan contra los que “les” están tocando lo suyo? ¿Y qué les
están vulnerando exactamente? Creo que en estos matices la obsesión
nacionalista se muestra en todo su dramático y siniestro esplendor. Porque el
nacionalismo consiste precisamente en esa voluntad de apropiación,
concretamente de usurpación de lo público, de lo colectivo, de esa arena social
donde los individuos enfrentamos opiniones a veces infaustas, a veces
rudimentarias o incluso arbitrarias, pero en definitiva opiniones, ideas que
tenemos el derecho de expresar y el deber de permitir que sean replicadas. Esa
contraposición de diferencias, ese juego de disensiones y discusiones, es lo
que el nacionalista no tolera, puesto que para él solo una postura es legítima,
solo una (la suya) cuenta con el derecho a ser expresada y defendida.
El nacionalista se
siente propietario de todo lo que para él implica la patria: el territorio, la
gente, la educación y la opinión. Todo forma parte de su patrimonio, heredado
de los antepasados como se heredaron su lengua o sus danzas. Un patrimonio suyo
en exclusiva, una posesión que ningún extraño, esto es, extranjero, tiene
derecho a “tocarle”. Allá donde el demócrata celebra la diferencia, aunque le
resulte despreciable, el nacionalista se indigna y eleva al cielo su grito de
guerra; allá donde el demócrata ve un territorio común que debe ser cuidado
pero también hollado por cualquiera, puesto que es de todos, el nacionalista ve
un coto privado que seres ajenos se atreven a “tocar”.
Toquemos, pues. Llevémosle la contraria a quienes nos salen
al paso negándonos el derecho a tocar lo que es de todos; defendamos el derecho
de que lo toque todo el mundo, incluso los que podrían ensuciarlo. La verdad no
tiene miedo de exponerse y ser manoseada. Llevémosles la contraria, sobre todo,
a quienes preferirían silenciar a todo aquel que les lleve la contraria. Eso se
llama libertad, y sí que debería ser intocable.
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