Nos golpeó el terror y su herida nunca cerrará del todo; los que sucumbieron ya no volverán; la luz perdió para siempre parte de su brillo. Lo primero fue aguantar, oponerle nuestra dignidad, impedir que nos hiciera suyos. Pero después de la conmoción,
recuperado hasta donde se pueda el dominio de nosotros mismos, habrá que dar un
paso más y reflexionar. Porque volveremos a descuidarnos, volveremos a
acostumbrarnos al entumecimiento de la rutina cotidiana, y, mientras tanto, en ella podrían estar gestándose silenciosamente otros terrores que un día nos estallarán de nuevo por sorpresa.
El problema no se resuelve aplacando a los culpables: siempre puede haber más.
Por eso, no podemos permitirnos el lujo del olvido. Hay que intentar comprender
para prevenir, aprender para evitar, hasta donde nos sea posible, que algo así
se repita. Hay que sondear lo tenebroso para vislumbrar sus artimañas, las
añagazas con las que seduce y arrastra. Mientras rechazamos, mientras
condenamos, mientras nos mantenemos firmes y nos esforzamos en confiar, tenemos el deber de preguntarnos: ¿cómo se llegó aquí? ¿Cómo habríamos
podido evitarlo?
Los imaginamos como aberraciones,
y sin embargo fueron personas normales (de las que aman, de las que lloran, de
las que preferirían no morir) hasta el día en que se les infiltró lo
monstruoso. Queremos creer que no habrían podido ser uno de nosotros, y sobre
todo que nosotros no habríamos podido ser nunca uno de ellos; pero en el fondo
sabemos que el sustrato de la humanidad, por inhumano que a veces nos parezca, es
el mismo para todos; que la línea que separa nuestro bien de su mal es fina y
porosa: ni nosotros somos siempre buenos, ni ellos eran peores hasta que lo
fueron. Hannah Arendt ya nos avisó de que el mal es a veces tan banal como un
trámite burocrático: así de ordinario les parecía a los nazis el exterminio de
los judíos, y así de natural, seguramente, les llega a parecer el asesinato a
los terroristas. El mal nos parece en ocasiones el precio del bien, y no
siempre sabemos discernirlos, no siempre vemos claro cuál es el límite a partir
del cual el mal debería ser considerado absoluto, y tenemos que condenarlo
absolutamente. La bomba de Hiroshima, ¿hasta dónde fue un bien o un mal?
Claro que no podemos
transigir con que eso excuse a nadie: como les diría Sartre, ellos eligieron,
ellos se pusieron de parte de ese mal que les empujaba. Ninguna desesperación
exime de la responsabilidad. Ellos optaron por segar lo que no les pertenecía,
en lugar de obstinarse en labrar lo valioso en sí mismos, llevando la contraria
a su embriaguez desesperada, poniendo en cuestión las oscuras consignas que les
inoculaban. Por fortuna, la mayoría somos capaces de enfrentarnos a la ofuscación
del miedo y del rencor. La cuestión es: ¿por qué ellos no lo hicieron? ¿Por qué
se lanzaron por la pendiente de los canallas, si tenían a mano la virtud, y si
esta, incluso, era más fácil? ¿Qué debilidades contribuyeron a anular la
necesaria resistencia, qué argumentos les persuadieron, qué fuerzas les
empujaron?
Casi nada, de
entrada, los hacía candidatos; al menos a la mayoría. Lo confirma lo que vamos
sabiendo de ellos: eran jóvenes, amados por su familia, integrados en la
escuela y enamorados del futuro. ¿Cómo se consumó la feroz metamorfosis? ¿A
través de qué llagas se les fueron metiendo el odio, el resentimiento, la
ceguera que convierte a las personas en objetivos y a uno mismo en objeto,
ellos enemigos, uno mismo arma hecha para abatirlos? Esa pregunta me obsesiona,
como educador y como mero ciudadano, como un simple hombre que desearía vivir,
dejar vivir, que le dejaran vivir, y que no puede mirar sin escalofríos a los
ojos de los verdugos.
Nos equivocaríamos si
viéramos en el terrorismo una mera aberración, una atrocidad de la maldad pura.
Lo son, pero a su alrededor siempre encontramos una complicidad de
circunstancias. Hay que insistir, porque
es fácil creer en los demonios: los terroristas son personas, como usted y como
yo; tuvieron que anhelar vivir y abominar morir, tuvieron que amar y temblar,
tuvieron que jugar y bailar; en un momento dado, sucumbieron. Se los llevó por
delante la misma sinrazón con la que ellos luego sembraron la muerte. Mataron y
murieron invocando a su Dios: por perversos que resulten, ellos creían que
hacían bien.
Y lo creían porque se
sentían soldados. El terrorismo, todos lo sabemos, es una guerra. Una contienda
delirante, fanática, desesperada, que discurre por las alcantarillas y sale a
robar la vida que no tiene, como si eso fuera posible. Una guerra que arrebata
a otros lo que no puede ganar para sí, pero que en su retorcida visión está
librando batallas y cree que en cada una se acerca un poco más a la victoria.
En el terrorismo hay
desquiciamiento, pero viene de más atrás. El terrorismo es el fruto podrido de
la lucha de clases. Sus perpetradores merecen todas las condenas, pero son solo
la punta del iceberg de violencias más vastas con las que sí solemos transigir:
las de opresiones ejercidas en nombre de la razón, y otras que se les enfrentan
en nombre de dioses o de la libertad. El terrorismo se nutre del resentimiento contra
la devastación despótica de las grandes corporaciones (y sus sirvientes, los
Estados), que han ido dividiendo el mundo entre dominantes y sojuzgados, entre
poderosos y sumisos, y, en última instancia, entre acomodados y desposeídos. Es
un odio que crece en los arrabales, que fermenta entre los que viven en los
estercoleros de la opulencia, donde no hay más ley que la violencia ni más expectativa
que la muerte. Armas, droga, miedo, impotencia, dejan poco sitio para el amor.
El presente es una herida en carne viva, el futuro es la muerte temprana. Debe
dar la impresión de que no queda mucho por hacer, más que morir y matar, más
que conspirar contra los que nos lo han robado todo. ¿Cómo no van a prosperar,
a la sombra de la miseria, los que predican cualquier rebeldía, aunque sean
ellos mismos los tiranos más brutales? ¿Cómo no va a suceder que haya quien se
agarre a esos clavos ardiendo, si no le queda nada parecido a la esperanza?
Viven en el terror: ¿qué otra cosa tienen más a mano para extender por el
mundo, como desaforados jinetes del Apocalipsis?
Nos encontramos así
un caldo de cultivo ardiente que no es extraño que genere fanáticos. Es fácil
creer que la guerra de uno es justa si se dirige contra lo que obviamente es
injusto. ¿De qué les sirve a los desheredados que se les invite a una
convivencia pacífica, si a continuación se les invade y se les somete? El
problema del fanático es que ha tomado el rábano por las hojas, el todo por la
parte: los poderosos actúan a través de determinados países, luego los enemigos
son esos países. Tal vez esos asesinos lleguen a vislumbrar la inocencia de
unos paseantes o unos viajeros de tren que van a trabajar, pero para ellos, que
perdieron la inocencia a la fuerza, ya nadie es del todo inocente; y si lo es,
esa característica es secundaria: lo prioritario es herir donde se pueda. En
todas las guerras se contempla con espantosa naturalidad el hecho de que haya
víctimas colaterales. El fanático concibe, probablemente, que amontonar
víctimas colaterales es ya ganar un poco: si no son sus enemigos, serán, al
menos, sus instrumentos.
Pero hablábamos de
ese otro proceso, no sé si más horrible pero desde luego más desconcertante,
que propicia la conversión de un vecino en terrorista, de un conciudadano en
asesino. No
hay una causalidad unívoca, en última instancia siempre están el criterio y el
albedrío, pero tal vez podamos identificar algunas pautas que empujan en la
dirección de la iniquidad, teniendo siempre en cuenta que comprender no es
excusar.
El contexto que
describíamos nos aporta un marco útil: probablemente, el ciudadano que se
pierde en el terrorismo, o bien no está del todo adaptado en su sociedad, o
bien se ha identificado con la lucha de quienes considera maltratados. Es su
modo de buscar sentido (aunque abstracto), tal vez justicia (aunque idealizada
y destructiva), comunidad (aunque remota), objetivo para sus actos (aunque
sanguinario). El factor religioso permite renunciar a toda racionalidad,
incluso a toda moral, ya que esta viene dada, de un modo acabado y sin fisuras,
por un libro o una jerarquía sagrada. Todos los defectos de una guerra santa se
diluyen en el hecho de que sea santa, es decir, trascendente; una guerra santa
no necesita justificación, pues ya está directamente legitimada por Dios, o por
sus emisarios en la Tierra. Y como Dios y su voluntad son lo primero, el pecado
residiría precisamente en cuestionarlos. Por el hecho de ser arbitraria, se
podría decir que la moralidad que preconizan las religiones es amoral: una
amoralidad diabólicamente disfrazada de moral rigurosa.
La religión es,
precisamente, uno de los cauces por los que se inocula el fanatismo terrorista
en sus acólitos. Hay religiosos buenos y piadosos, pero una religiosidad
obcecada deriva fácilmente en el fanatismo y en el combate al no creyente, como
el cristianismo ha demostrado de sobras a lo largo de su historia. En general,
los monoteísmos son religiones que, en sus orientaciones extremas, vuelcan la
irracionalidad en una feroz violencia destructiva. Creerse el pueblo elegido
por Dios debe impulsar con más saña a la destrucción de quienes no están
incluidos en él, la guerra santa
contra el infiel; pero, en general, todo primitivismo religioso, llevado al
extremo, nos conduce de regreso a un tribalismo elemental que prescinde de la
razón y por tanto de una moral evolucionada. El proyecto ilustrado ―que algún día habrá
que recuperar, aunque ya no esté de moda― se construye siempre lidiando con nuestros
instintos y controlando las emociones, es un esfuerzo que hay que mantener
permanentemente y cuyos resultados son frágiles.
La religión, por
consiguiente, influye, pero los ciudadanos occidentales que se convierten al
terrorismo no lo hacen solo por motivos religiosos. Cualquier ideología que se
base en la identidad y la devoción, como el fascismo o los nacionalismos
radicales, ha demostrado su capacidad para degenerar en un fanatismo de
violencia organizada. Pero probablemente tampoco eso sea suficiente para acabar
poniendo bombas en un tren. El fanático, cuando no es directamente un
desquiciado mental (probablemente alguna modalidad de psicópata), se tiene que
sentir en una situación de exclusión, de injusticia, de carencia de proyecto
personal, malestares que compensa con su actitud destructiva compartida.
Los integrantes de
células terroristas han hecho del odio el vínculo que los une en su intención
destructiva. El odio prospera cuando las oportunidades del amor y del afecto
positivo no bastan: o no se saben apreciar, o se pretende más. Los terroristas
occidentales suelen ser descendientes de primera o segunda generación de
inmigrantes musulmanes. Han acudido a la escuela, se han beneficiado de los
servicios públicos, quizás incluso hayan participado en proyectos o festejos, y
sin embargo se vuelven en contra de esas sociedades que les han acogido. ¿Qué
es lo que ha fallado?
Probablemente, la
acogida que se les ha dispensado no ha sido la ideal; tal vez siempre quedó
revoloteando la sombra de la diferencia, y no se cerraron del todo las fisuras
ni en el centro social, ni en la asociación de vecinos, ni en la pandilla de
amigos. Una vez le pregunté a la integrante de una asociación, que hace un
admirable trabajo por la integración desde la diferencia, hasta qué punto creía
que nuestra sociedad era capaz de ofrecer vías dignas y eficaces para una buena
convivencia entre los que llegan y los que están. “Yo creo que si no les
dejamos solos ―me contestó―, si vamos
encontrando maneras de darles un lugar, con respeto, con paciencia, entre todos
lo conseguiremos”. “No dejarlos solos”… ¡qué difícil! Es algo que tenemos que
aprender todos, y nuestra sociedad no se caracteriza precisamente por la solidaridad
y la generosidad con las diferencias. A menudo oscilamos entre la
susceptibilidad y el paternalismo. Quedan demasiados lugares, demasiadas
circunstancias en las que todos estamos solos, y los que soportan el peso de la
diferencia lo estarán más.
Pero, con todas sus
carencias, esa acogida, que muchos intentan promover de buena fe, se ve
limitada, a su vez, por la reticencia de los propios inmigrantes. La cultura
islámica, como la hebrea, es reacia al mestizaje con otras culturas. Sus señas
básicas de identidad suelen enfatizar la divergencia, tanto en las creencias
como en las prácticas; la comunidad de referencia del musulmán es la de los
musulmanes, los autóctonos y los de todo el mundo, antes que los vecinos con
los que se cruza (y seguramente comparta poco). Es poco probable que el “no
musulmán” deje de ser un extraño, y deje de verlo como tal. Esa distancia,
mantenida mutuamente, no es sencilla de sobrellevar. Es fácil que cree
insatisfacción y resentimiento, sobre todo en el hijo o nieto de inmigrantes,
que ya no siente como propias las raíces originarias pero a la vez se ve
privado de una integración completa y un acceso a la promoción social: hay
demasiados elementos que le recuerdan una y otra vez la diferencia, que lo
retienen en ella. De ahí a caer en las redes de líderes extremistas hay un
salto que, en momentos de crisis personal o colectiva, debe resultar al menos
tentador.
Esto lo saben y lo
utilizan con habilidad los líderes de todas las sectas y comunidades
idiosincrásicas. El acólito, que procede de una situación de vacío,
insatisfacción y sensación de aislamiento, se encuentra de pronto con un grupo
fuertemente vinculado y articulado en torno a personajes carismáticos; un
conjunto que le reconoce tal como es, que le aporta dignidad, identidad,
sentido, pertenencia (no solo al propio grupo, sino, de modo simbólico o
efectivo, a toda su comunidad mundial). Le ofrece, incluso, la bendición de lo
sagrado y la salvación eterna. No hace falta abundar mucho en lo vigoroso que
puede llegar a ser ese vínculo, sobre todo cuando los otros vínculos son
débiles, y en el poder que acumula en manos de sus líderes.
Creo que estos son
algunos de los elementos que dan cuenta de la horrorosa germinación del espectro
del terrorismo, especialmente el yihadista. El choque entre culturas, la
difícil integración del inmigrante, la eterna tentación del fanatismo. Como
telón de fondo, en definitiva, lo que está en juego es la lucha de clases y la
violencia “legal” del capitalismo ultraliberal, que se manifiesta en una
profunda brecha económica que atraviesa la población global. Esa brecha es una frontera
que aspiran a saltar los desheredados, y al mismo tiempo un frente de
encarnizada batalla, como nos demuestran los movimientos rebeldes en países
africanos, americanos o asiáticos, respondidos con brutales ofensivas por parte
de los ejércitos de países opulentos. Tales ofensivas, a menudo, no hacen más que devastar las
frágiles estructuras internas de los territorios sometidos, sumiéndolos en el
caos y la inestabilidad y desangrándolos con guerras que nunca concluyen.
Recientemente hemos
asistido a las debacles de buena parte del arco islámico, desde Argelia hasta
Afganistán, desde Libia hasta Siria. Bombardeos, derrocamiento de regímenes,
tal vez ocupación por algún tiempo. Los atacantes recuperan el control del
petróleo (por ejemplo), pero, ¿qué dejan para la población, además de escombros
y cadáveres? No es sorprendente que en el corazón de los territorios sin ley se
desmarquen señores de la guerra y mafias. Algunos de ellos (y con el posible
apoyo de países que sacan tajada de ello, como Arabia Saudí), han aprovechado
el corazón del caos para articularse en un supuesto Estado Islámico. Un Estado
guerrero que, además de haber hecho del belicismo su forma de vida, enarbola su
versión fundamentalista del Islam como seña de identidad y reaviva el concepto
retrógrado de yihad o guerra santa
para ahondar aún más la brecha. El terrorismo es uno de los monstruos que se
han gestado en esa brecha. Un espantoso engendro alzado por el odio y sediento
de la sangre de todos los que no acudan bajo sus alas para recabar sentido,
identidad y honor. Un monstruo, en fin, que no deja de ser el gemelo de ese
otro monstruo que son las grandes corporaciones, que devoran con hambre
insaciable el planeta entero y no dudan en utilizar la maquinaria de guerra a
su servicio donde les haga falta.
Los terroristas se creen héroes porque dicen alzarse
contra ese monstruo; en realidad son cobardes que canalizan su impotencia
eliminando a quien está desarmado y les queda más cerca. Matan y destruyen
ciegamente a los inocentes que les pasan por delante, mientras su verdadero
enemigo ni se inmuta. Es lo que sucede cuando no hay más que odio compulsivo,
cuando se renuncia al conocimiento, a la razón y a la moral, cuando se alza el
fanatismo como estandarte y las personas dejan de ser la prioridad. La rebeldía
es legítima cuando apela a una justicia igualitaria: pretender partir de ella
para instaurar privilegios propios es solo cambiar de signo a la tiranía;
ejercerla violentamente, y más contra inocentes desprevenidos y desarmados, es
el crimen más ruin.
Hay que combatir el terrorismo sin miramientos, empezando
por no dejarse aterrorizar por él. Pero solo el diálogo y la dignidad
nos librarán de él. Tenemos que trabajar para la convivencia, educarnos unos a otros
en la igualdad dentro del respeto a la diversidad. Hay que ser generoso y ceder
algo de lo propio para hacer sitio a los demás. Hay que ceñirse siempre al derecho
y profundizar en la equidad, hay que vivir en un mundo de personas, y no de naciones
o de credos, un mundo de pan y trabajo para todos, en el cual el reclamo de justicia no suene a ingenuidad. Porque,
mientras la brecha siga ahondándose, sea en el mundo o en nuestro barrio, el
sueño de la razón seguirá engendrando monstruos.