domingo, 27 de agosto de 2017

Germinación del terror

Nos golpeó el terror y su herida nunca cerrará del todo; los que sucumbieron ya no volverán; la luz perdió para siempre parte de su brillo. Lo primero fue aguantar, oponerle nuestra dignidad, impedir que nos hiciera suyos. Pero después de la conmoción, recuperado hasta donde se pueda el dominio de nosotros mismos, habrá que dar un paso más y reflexionar. Porque volveremos a descuidarnos, volveremos a acostumbrarnos al entumecimiento de la rutina cotidiana, y, mientras tanto, en ella podrían estar gestándose silenciosamente otros terrores que un día nos estallarán de nuevo por sorpresa. El problema no se resuelve aplacando a los culpables: siempre puede haber más. Por eso, no podemos permitirnos el lujo del olvido. Hay que intentar comprender para prevenir, aprender para evitar, hasta donde nos sea posible, que algo así se repita. Hay que sondear lo tenebroso para vislumbrar sus artimañas, las añagazas con las que seduce y arrastra. Mientras rechazamos, mientras condenamos, mientras nos mantenemos firmes y nos esforzamos en confiar, tenemos el deber de preguntarnos: ¿cómo se llegó aquí? ¿Cómo habríamos podido evitarlo?

Los imaginamos como aberraciones, y sin embargo fueron personas normales (de las que aman, de las que lloran, de las que preferirían no morir) hasta el día en que se les infiltró lo monstruoso. Queremos creer que no habrían podido ser uno de nosotros, y sobre todo que nosotros no habríamos podido ser nunca uno de ellos; pero en el fondo sabemos que el sustrato de la humanidad, por inhumano que a veces nos parezca, es el mismo para todos; que la línea que separa nuestro bien de su mal es fina y porosa: ni nosotros somos siempre buenos, ni ellos eran peores hasta que lo fueron. Hannah Arendt ya nos avisó de que el mal es a veces tan banal como un trámite burocrático: así de ordinario les parecía a los nazis el exterminio de los judíos, y así de natural, seguramente, les llega a parecer el asesinato a los terroristas. El mal nos parece en ocasiones el precio del bien, y no siempre sabemos discernirlos, no siempre vemos claro cuál es el límite a partir del cual el mal debería ser considerado absoluto, y tenemos que condenarlo absolutamente. La bomba de Hiroshima, ¿hasta dónde fue un bien o un mal?
Claro que no podemos transigir con que eso excuse a nadie: como les diría Sartre, ellos eligieron, ellos se pusieron de parte de ese mal que les empujaba. Ninguna desesperación exime de la responsabilidad. Ellos optaron por segar lo que no les pertenecía, en lugar de obstinarse en labrar lo valioso en sí mismos, llevando la contraria a su embriaguez desesperada, poniendo en cuestión las oscuras consignas que les inoculaban. Por fortuna, la mayoría somos capaces de enfrentarnos a la ofuscación del miedo y del rencor. La cuestión es: ¿por qué ellos no lo hicieron? ¿Por qué se lanzaron por la pendiente de los canallas, si tenían a mano la virtud, y si esta, incluso, era más fácil? ¿Qué debilidades contribuyeron a anular la necesaria resistencia, qué argumentos les persuadieron, qué fuerzas les empujaron?
Casi nada, de entrada, los hacía candidatos; al menos a la mayoría. Lo confirma lo que vamos sabiendo de ellos: eran jóvenes, amados por su familia, integrados en la escuela y enamorados del futuro. ¿Cómo se consumó la feroz metamorfosis? ¿A través de qué llagas se les fueron metiendo el odio, el resentimiento, la ceguera que convierte a las personas en objetivos y a uno mismo en objeto, ellos enemigos, uno mismo arma hecha para abatirlos? Esa pregunta me obsesiona, como educador y como mero ciudadano, como un simple hombre que desearía vivir, dejar vivir, que le dejaran vivir, y que no puede mirar sin escalofríos a los ojos de los verdugos.

Nos equivocaríamos si viéramos en el terrorismo una mera aberración, una atrocidad de la maldad pura. Lo son, pero a su alrededor siempre encontramos una complicidad de circunstancias.  Hay que insistir, porque es fácil creer en los demonios: los terroristas son personas, como usted y como yo; tuvieron que anhelar vivir y abominar morir, tuvieron que amar y temblar, tuvieron que jugar y bailar; en un momento dado, sucumbieron. Se los llevó por delante la misma sinrazón con la que ellos luego sembraron la muerte. Mataron y murieron invocando a su Dios: por perversos que resulten, ellos creían que hacían bien.
Y lo creían porque se sentían soldados. El terrorismo, todos lo sabemos, es una guerra. Una contienda delirante, fanática, desesperada, que discurre por las alcantarillas y sale a robar la vida que no tiene, como si eso fuera posible. Una guerra que arrebata a otros lo que no puede ganar para sí, pero que en su retorcida visión está librando batallas y cree que en cada una se acerca un poco más a la victoria.
En el terrorismo hay desquiciamiento, pero viene de más atrás. El terrorismo es el fruto podrido de la lucha de clases. Sus perpetradores merecen todas las condenas, pero son solo la punta del iceberg de violencias más vastas con las que sí solemos transigir: las de opresiones ejercidas en nombre de la razón, y otras que se les enfrentan en nombre de dioses o de la libertad. El terrorismo se nutre del resentimiento contra la devastación despótica de las grandes corporaciones (y sus sirvientes, los Estados), que han ido dividiendo el mundo entre dominantes y sojuzgados, entre poderosos y sumisos, y, en última instancia, entre acomodados y desposeídos. Es un odio que crece en los arrabales, que fermenta entre los que viven en los estercoleros de la opulencia, donde no hay más ley que la violencia ni más expectativa que la muerte. Armas, droga, miedo, impotencia, dejan poco sitio para el amor. El presente es una herida en carne viva, el futuro es la muerte temprana. Debe dar la impresión de que no queda mucho por hacer, más que morir y matar, más que conspirar contra los que nos lo han robado todo. ¿Cómo no van a prosperar, a la sombra de la miseria, los que predican cualquier rebeldía, aunque sean ellos mismos los tiranos más brutales? ¿Cómo no va a suceder que haya quien se agarre a esos clavos ardiendo, si no le queda nada parecido a la esperanza? Viven en el terror: ¿qué otra cosa tienen más a mano para extender por el mundo, como desaforados jinetes del Apocalipsis?
Nos encontramos así un caldo de cultivo ardiente que no es extraño que genere fanáticos. Es fácil creer que la guerra de uno es justa si se dirige contra lo que obviamente es injusto. ¿De qué les sirve a los desheredados que se les invite a una convivencia pacífica, si a continuación se les invade y se les somete? El problema del fanático es que ha tomado el rábano por las hojas, el todo por la parte: los poderosos actúan a través de determinados países, luego los enemigos son esos países. Tal vez esos asesinos lleguen a vislumbrar la inocencia de unos paseantes o unos viajeros de tren que van a trabajar, pero para ellos, que perdieron la inocencia a la fuerza, ya nadie es del todo inocente; y si lo es, esa característica es secundaria: lo prioritario es herir donde se pueda. En todas las guerras se contempla con espantosa naturalidad el hecho de que haya víctimas colaterales. El fanático concibe, probablemente, que amontonar víctimas colaterales es ya ganar un poco: si no son sus enemigos, serán, al menos, sus instrumentos.

Pero hablábamos de ese otro proceso, no sé si más horrible pero desde luego más desconcertante, que propicia la conversión de un vecino en terrorista, de un conciudadano en asesino. No hay una causalidad unívoca, en última instancia siempre están el criterio y el albedrío, pero tal vez podamos identificar algunas pautas que empujan en la dirección de la iniquidad, teniendo siempre en cuenta que comprender no es excusar.
El contexto que describíamos nos aporta un marco útil: probablemente, el ciudadano que se pierde en el terrorismo, o bien no está del todo adaptado en su sociedad, o bien se ha identificado con la lucha de quienes considera maltratados. Es su modo de buscar sentido (aunque abstracto), tal vez justicia (aunque idealizada y destructiva), comunidad (aunque remota), objetivo para sus actos (aunque sanguinario). El factor religioso permite renunciar a toda racionalidad, incluso a toda moral, ya que esta viene dada, de un modo acabado y sin fisuras, por un libro o una jerarquía sagrada. Todos los defectos de una guerra santa se diluyen en el hecho de que sea santa, es decir, trascendente; una guerra santa no necesita justificación, pues ya está directamente legitimada por Dios, o por sus emisarios en la Tierra. Y como Dios y su voluntad son lo primero, el pecado residiría precisamente en cuestionarlos. Por el hecho de ser arbitraria, se podría decir que la moralidad que preconizan las religiones es amoral: una amoralidad diabólicamente disfrazada de moral rigurosa.
La religión es, precisamente, uno de los cauces por los que se inocula el fanatismo terrorista en sus acólitos. Hay religiosos buenos y piadosos, pero una religiosidad obcecada deriva fácilmente en el fanatismo y en el combate al no creyente, como el cristianismo ha demostrado de sobras a lo largo de su historia. En general, los monoteísmos son religiones que, en sus orientaciones extremas, vuelcan la irracionalidad en una feroz violencia destructiva. Creerse el pueblo elegido por Dios debe impulsar con más saña a la destrucción de quienes no están incluidos en él, la guerra santa contra el infiel; pero, en general, todo primitivismo religioso, llevado al extremo, nos conduce de regreso a un tribalismo elemental que prescinde de la razón y por tanto de una moral evolucionada. El proyecto ilustrado que algún día habrá que recuperar, aunque ya no esté de moda se construye siempre lidiando con nuestros instintos y controlando las emociones, es un esfuerzo que hay que mantener permanentemente y cuyos resultados son frágiles.

La religión, por consiguiente, influye, pero los ciudadanos occidentales que se convierten al terrorismo no lo hacen solo por motivos religiosos. Cualquier ideología que se base en la identidad y la devoción, como el fascismo o los nacionalismos radicales, ha demostrado su capacidad para degenerar en un fanatismo de violencia organizada. Pero probablemente tampoco eso sea suficiente para acabar poniendo bombas en un tren. El fanático, cuando no es directamente un desquiciado mental (probablemente alguna modalidad de psicópata), se tiene que sentir en una situación de exclusión, de injusticia, de carencia de proyecto personal, malestares que compensa con su actitud destructiva compartida.
Los integrantes de células terroristas han hecho del odio el vínculo que los une en su intención destructiva. El odio prospera cuando las oportunidades del amor y del afecto positivo no bastan: o no se saben apreciar, o se pretende más. Los terroristas occidentales suelen ser descendientes de primera o segunda generación de inmigrantes musulmanes. Han acudido a la escuela, se han beneficiado de los servicios públicos, quizás incluso hayan participado en proyectos o festejos, y sin embargo se vuelven en contra de esas sociedades que les han acogido. ¿Qué es lo que ha fallado?
Probablemente, la acogida que se les ha dispensado no ha sido la ideal; tal vez siempre quedó revoloteando la sombra de la diferencia, y no se cerraron del todo las fisuras ni en el centro social, ni en la asociación de vecinos, ni en la pandilla de amigos. Una vez le pregunté a la integrante de una asociación, que hace un admirable trabajo por la integración desde la diferencia, hasta qué punto creía que nuestra sociedad era capaz de ofrecer vías dignas y eficaces para una buena convivencia entre los que llegan y los que están. “Yo creo que si no les dejamos solos me contestó, si vamos encontrando maneras de darles un lugar, con respeto, con paciencia, entre todos lo conseguiremos”. “No dejarlos solos”… ¡qué difícil! Es algo que tenemos que aprender todos, y nuestra sociedad no se caracteriza precisamente por la solidaridad y la generosidad con las diferencias. A menudo oscilamos entre la susceptibilidad y el paternalismo. Quedan demasiados lugares, demasiadas circunstancias en las que todos estamos solos, y los que soportan el peso de la diferencia lo estarán más.
Pero, con todas sus carencias, esa acogida, que muchos intentan promover de buena fe, se ve limitada, a su vez, por la reticencia de los propios inmigrantes. La cultura islámica, como la hebrea, es reacia al mestizaje con otras culturas. Sus señas básicas de identidad suelen enfatizar la divergencia, tanto en las creencias como en las prácticas; la comunidad de referencia del musulmán es la de los musulmanes, los autóctonos y los de todo el mundo, antes que los vecinos con los que se cruza (y seguramente comparta poco). Es poco probable que el “no musulmán” deje de ser un extraño, y deje de verlo como tal. Esa distancia, mantenida mutuamente, no es sencilla de sobrellevar. Es fácil que cree insatisfacción y resentimiento, sobre todo en el hijo o nieto de inmigrantes, que ya no siente como propias las raíces originarias pero a la vez se ve privado de una integración completa y un acceso a la promoción social: hay demasiados elementos que le recuerdan una y otra vez la diferencia, que lo retienen en ella. De ahí a caer en las redes de líderes extremistas hay un salto que, en momentos de crisis personal o colectiva, debe resultar al menos tentador.
Esto lo saben y lo utilizan con habilidad los líderes de todas las sectas y comunidades idiosincrásicas. El acólito, que procede de una situación de vacío, insatisfacción y sensación de aislamiento, se encuentra de pronto con un grupo fuertemente vinculado y articulado en torno a personajes carismáticos; un conjunto que le reconoce tal como es, que le aporta dignidad, identidad, sentido, pertenencia (no solo al propio grupo, sino, de modo simbólico o efectivo, a toda su comunidad mundial). Le ofrece, incluso, la bendición de lo sagrado y la salvación eterna. No hace falta abundar mucho en lo vigoroso que puede llegar a ser ese vínculo, sobre todo cuando los otros vínculos son débiles, y en el poder que acumula en manos de sus líderes.

Creo que estos son algunos de los elementos que dan cuenta de la horrorosa germinación del espectro del terrorismo, especialmente el yihadistaEl choque entre culturas, la difícil integración del inmigrante, la eterna tentación del fanatismo. Como telón de fondo, en definitiva, lo que está en juego es la lucha de clases y la violencia “legal” del capitalismo ultraliberal, que se manifiesta en una profunda brecha económica que atraviesa la población global. Esa brecha es una frontera que aspiran a saltar los desheredados, y al mismo tiempo un frente de encarnizada batalla, como nos demuestran los movimientos rebeldes en países africanos, americanos o asiáticos, respondidos con brutales ofensivas por parte de los ejércitos de países opulentos. Tales ofensivas, a menudo, no hacen más que devastar las frágiles estructuras internas de los territorios sometidos, sumiéndolos en el caos y la inestabilidad y desangrándolos con guerras que nunca concluyen.
Recientemente hemos asistido a las debacles de buena parte del arco islámico, desde Argelia hasta Afganistán, desde Libia hasta Siria. Bombardeos, derrocamiento de regímenes, tal vez ocupación por algún tiempo. Los atacantes recuperan el control del petróleo (por ejemplo), pero, ¿qué dejan para la población, además de escombros y cadáveres? No es sorprendente que en el corazón de los territorios sin ley se desmarquen señores de la guerra y mafias. Algunos de ellos (y con el posible apoyo de países que sacan tajada de ello, como Arabia Saudí), han aprovechado el corazón del caos para articularse en un supuesto Estado Islámico. Un Estado guerrero que, además de haber hecho del belicismo su forma de vida, enarbola su versión fundamentalista del Islam como seña de identidad y reaviva el concepto retrógrado de yihad o guerra santa para ahondar aún más la brecha. El terrorismo es uno de los monstruos que se han gestado en esa brecha. Un espantoso engendro alzado por el odio y sediento de la sangre de todos los que no acudan bajo sus alas para recabar sentido, identidad y honor. Un monstruo, en fin, que no deja de ser el gemelo de ese otro monstruo que son las grandes corporaciones, que devoran con hambre insaciable el planeta entero y no dudan en utilizar la maquinaria de guerra a su servicio donde les haga falta.     

Los terroristas se creen héroes porque dicen alzarse contra ese monstruo; en realidad son cobardes que canalizan su impotencia eliminando a quien está desarmado y les queda más cerca. Matan y destruyen ciegamente a los inocentes que les pasan por delante, mientras su verdadero enemigo ni se inmuta. Es lo que sucede cuando no hay más que odio compulsivo, cuando se renuncia al conocimiento, a la razón y a la moral, cuando se alza el fanatismo como estandarte y las personas dejan de ser la prioridad. La rebeldía es legítima cuando apela a una justicia igualitaria: pretender partir de ella para instaurar privilegios propios es solo cambiar de signo a la tiranía; ejercerla violentamente, y más contra inocentes desprevenidos y desarmados, es el crimen más ruin. 
Hay que combatir el terrorismo sin miramientos, empezando por no dejarse aterrorizar por él. Pero solo el diálogo y la dignidad nos librarán de él. Tenemos que trabajar para la convivencia, educarnos unos a otros en la igualdad dentro del respeto a la diversidad. Hay que ser generoso y ceder algo de lo propio para hacer sitio a los demás. Hay que ceñirse siempre al derecho y profundizar en la equidad, hay que vivir en un mundo de personas, y no de naciones o de credos, un mundo de pan y trabajo para todos, en el cual el reclamo de justicia no suene a ingenuidad. Porque, mientras la brecha siga ahondándose, sea en el mundo o en nuestro barrio, el sueño de la razón seguirá engendrando monstruos.

sábado, 19 de agosto de 2017

Contra el terror

Un vehículo se lanza al centro de las Ramblas, atestadas como siempre de paseantes, y se lleva por delante a todos los que se cruza durante medio quilómetro. Únicamente paseaban, y se encontraron de frente con el odio. Muertos, heridos, pánico; tristeza, miedo e indignación para quienes sabemos de ello, acongojados, frente a la televisión. Una herida brutal para las víctimas, una brecha en el alma de la convivencia, una cruel demolición del cielo. 
Nos han hecho perder mucho: que no se lo queden. Que no falte entereza para las ausencias, lucidez para no soltar el timón, valor para plantar cara sin dejar de ser nosotros. Hay que resistir. Neguémonos a que nos haga suyos el terror.

sábado, 12 de agosto de 2017

Te veo

En la película Avatar, los humanos hemos iniciado la colonización de un planeta extraterrestre habitado por una especie parecida a nosotros. Estos humanoides se encuentran en un estadio equivalente al de nuestros antepasados cazadores-recolectores, organizados en tribus, poseedores de un lenguaje y una cultura apegada a la naturaleza. La película desgrana de un modo apasionante, casi como un tratado de antropología, la forma de vida de estos seres, y nos obliga a vernos reflejados en su espejo, para encontrar en él cuánto de nosotros mismos nos ha enmascarado la modernidad. La película es una reflexión sobre esa despersonalización a la que nos ha abocado el sujeto moderno, y una invitación a rastrear en nuestro interior una autenticidad ancestral que tal vez permanezca más vigente de lo que creemos.
Uno de los detalles que más me impresionaron es el saludo que estos seres se dirigen unos a otros. Simplemente se dicen: “Te veo”. Me parece un hallazgo moral extraordinario. En la sencillez de esa fórmula se condensa una demostración de aprecio, cordialidad y respeto. Y es que decirle a alguien que le vemos es la mayor muestra de consideración que podemos prodigarle. Afirmar “Te veo” es aludir a todas las buenas intenciones que alguien puede dedicarle a otro. “Te veo” significa: te presto atención, reconozco tu singularidad y tu valor en medio de las cosas, y por tanto te considero semejante, es decir, humano. Cierto que también se “ve” lo que odiamos o lo que envidiamos, pero incluso así estamos dando al otro la categoría de existente y digno de nuestra mirada: no se ve aquello que nos resulta indiferente, aquello que no apreciamos o no respetamos, sobre todo aquello en lo que no reconocemos un valor moral.
Toda sociabilidad empieza con ese acto de verse, de reconocerse, de identificarse destacando sobre el fondo caótico del mundo. Todo vínculo nace con esa oportunidad para la empatía, para otorgar al otro una naturaleza aparte de la nuestra y sin embargo equivalente a la nuestra, para afirmar su otredad, dignificándola en tanto es como la propia. El vínculo se funda con una mirada que ve: cuando dos personas se miran a los ojos, están mirando la mirada del otro, están concibiendo ahí delante una presencia; ven y son vistos, ahí hay otro que me ve, que me concibe. Que también me piensa, y de ahí que los psicólogos llamen a ese descubrimiento la “teoría de la mente”: no estoy solo en el mundo, tengo razones para creer que detrás de esos ojos hay una mente que piensa, desea, siente al margen de lo que yo pienso, deseo y siento, puesto que puedo suponer es como yo.
La aparición de la teoría de la mente nos permite hacer la operación esencial de ponernos en el lugar del otro, de llevar nuestras hipótesis más allá de la mera existencia de otro: atribuirle una capacidad pensante y sintiente, y por tanto una dignidad. En esa empatía naciente arranca la aventura moral. Disfunciones como el autismo parecen relacionadas con una determinada incapacidad para la teoría de la mente, para conjeturar el pensamiento de otro a partir de mi propio pensamiento. El autismo extremo, literalmente, viene a consistir en la incapacidad de ver, de salir del solipsismo universal y omnipotente. ¿Hay alguien ahí? Parece que no. Solo estoy yo. Eso que veo, aunque se me presente como persona, no me parece una persona, no es alguien como yo; es más bien algo, un elemento más de ese contexto en el que yo la única persona me muevo como un náufrago por un universo desierto.
Todos tenemos, probablemente, una parte a la que le cuesta decir “Te veo”; todos tratamos a los demás como objetos de nuestro mundo, como si hubiesen sido puestos ahí solo para cubrir nuestras necesidades y responder a nuestras pretensiones. Todos vivimos en buena parte prisioneros de nuestro universo mental, atribuyendo a los demás intenciones o motivaciones exclusivamente referidas a nosotros, como si no tuvieran sus propios deseos y sus propias aversiones. Esperamos que los otros vean el mundo con nuestros ojos, como si no tuvieran su propia mirada. Creemos que hacen las cosas con respecto a nosotros, cuando casi siempre, como nosotros, las están haciendo en función de sí mismos. Me empeño en creer que aquel solo vive para ponerme obstáculos, en lugar de comprender que lo que para mí son obstáculos para él son aspiraciones. Me enojo con alguien y a partir de ahí todo lo que hace me parece concebido para fastidiarme, como si en el mundo del otro no hubiera nada, bueno o malo, que no estuviera referido a mí. Nos tomamos los actos de los demás como algo demasiado personal, porque nos cuesta entender que tienen su propia vida, porque nos cuesta suponer que cuentan con su propia mente; porque no les vemos.
“Te veo”. En esa declaración se abre un mundo de encuentros, de intercambios, de vínculos, de solidaridades (también de conflictos, cómo podría ser de otra manera), sin los cuales nuestra vida languidece, reclusa de sí misma. Sartre, que explicó maravillosamente ese acto fundacional del encuentro a través de la mirada, consideró a ese otro una amenaza, una contracción inquietante de la propia autonomía. Desde que descubro que hay otro, ya no puedo ser del todo yo, porque a partir de ese momento debo tener en cuenta a ese otro que me ve, que podría ser mi enemigo, que probablemente me pedirá algo, que sin duda me juzgará, haciendo aparecer en mí la vergüenza y el temor. Sartre tenía razón, pero solo habló de la mitad, o más bien se quedó a mitad de camino: solo si existe otro puedo existir yo; la mirada del otro me crea a mí. El otro, que podría ser mi enemigo, que probablemente siempre podrá serlo o lo será en cierto modo, resulta ser mi amigo, y en ese giro se cumple toda la felicidad.
Al vernos, la mirada del otro nos inviste de existencia y también de dignidad. Por eso tenemos tanta necesidad de reconocimiento: de elogio, de aprobación, de honra. El niño grita: “¡Mira, mamá, sin manos!”, y cuando su madre le mira siente el gozo de existir, de ser reconocido, de tener un valor (pues no existe más valor que el que nos otorga alguien: alguien que nos ve). Todos somos niños que buscan ser vistos, ser reconocidos, ser confirmados en el valor. Todos agradecemos un elogio. Todos nos estremecemos felices, temerosos cuando alguien nos dice: “Te veo”.
Conocí a una persona que afirmaba no comprender esta verdad tan elemental. Le encantaba ser halagada, pero, cuando le pedía expectante que me dijera lo que le gustaba de mí, me miraba atónita e incluso un poco molesta: “¿Por qué?” Es una de las preguntas más asombrosas que nadie me ha formulado nunca, y, abrumado por un estremecimiento de angustia, reconozco que no sabía qué contestarle. No se me ocurría ningún argumento con el que replicarle: bien mirado, tenía razón (una razón implacable y fría como el hierro), resultaba trivial que yo esperara sus elogios. Mi vida, el mundo entero, seguirían exactamente iguales si me decía que me encontraba encantador o si no decía nada. Por eso me sumía en un silencio desconcertado, triste, irritado, y me sentía tremendamente solo. Pero Pascal sí habría sabido qué replicar: “El corazón tiene razones que la razón no puede comprender”. La razón es tan espléndida como árida: si nos complacen los halagos, como las caricias, no es porque sirvan para nada, sino  porque nos hacen sentir reconocidos, nos hacen sentir que nos ven.
Hoy seguramente me habría sentido igual, y seguiría siendo incapaz de convencer a esa persona, pero al menos habría sabido contestarle algo: necesito que me digas lo que te gusta de mí porque ese es un modo de verme; de quererme, de apreciarme, de reconocerme; de crearme. Es decir: por ninguna razón, solo porque soy así. Solo porque necesito que me digas que me ves. Los regalos tampoco sirven para nada, pero son importantísimos por lo que significan. Explicarse las cosas mutuamente tampoco cambia el mundo, pero es una fiesta de compañía. “Te veo”: ¡qué rara felicidad!

sábado, 5 de agosto de 2017

De danzas y de pérdidas

Baila todo lo que puedas.
Moustaqui
  

—Hoy me acordaba de aquella imagen oriental, tan acertada, de la vida como danza. Y, lo que es la memoria, al mismo tiempo recordaba lo patoso que he sido siempre a la hora de bailar.
Lo pasaste mal con eso, ¿eh?
—Pues sí. En mi juventud, las discotecas eran los lugares míticos de encuentro sexual, allí era donde se iba a ligar. Y si uno no ligaba, se marchaba con el sabor amargo de haber pasado el rato en balde. Daba igual si el acercamiento acababa o no en la cama (cosa que, en realidad, no solía suceder), y aun menos importancia tenía que de ahí saliera una relación a largo plazo. De hecho, tomarse demasiado a pecho lo que pasaba allí estaba visto más bien como una memez. La discoteca era el lugar de la desinhibición, la experimentación. Lo importante era que al menos hubiera un acercamiento, un coqueteo, alguna caricia o algún beso arrancados al vuelo…
Pero tú hablabas de bailar… También se iba a bailar, ¿no?
—Supongo que algunos iban a bailar, sí…
¿Algunos?
Quiero decir que solo algunos iban con la intención prioritaria de bailar. La música y el baile formaban parte de ese ambiente desinhibido y juguetón que te digo, eran como elementos del ritual de la diversión, igual que el alcohol, la charla intrascendente… Mandaban las hormonas, qué quieres que te diga. Pero bueno, es verdad que la gente también disfrutaba bailando.
¿Tú no?
Después de un par de cubatas, cuando pasaba a importarme un bledo lo que pensaran de mí, a veces me ponía a pegar saltos en la pista y me lo pasaba bien. Pero normalmente sentía demasiada vergüenza.
¿De verdad eras tan patoso?
Yo pensaba que no lo hacía tan mal. La música me gusta, tengo sentido del ritmo, caramba, sé tocar la guitarra y la flauta, he compuesto canciones que gustaron entre mis conocidos, me dicen que canto bien… Pero no sé qué se interpone entre la música y mi cuerpo, que, a la hora de ponerlo en movimiento, o parece que tengo las articulaciones oxidadas o cada parte va por su lado, y solo suscito mofas o, peor, comentarios piadosos: “Sigue practicando, seguro que lo harás mejor”, y cosas así. Los juicios han sido unánimes, así que tiene que ser verdad, y eso que me he esforzado mucho en observar a otros e incorporar sus movimientos, y a veces me ha parecido que conseguía hacerlo con una cierta gracia. Pero no convenzo. Así que un buen día me di por vencido y me retiré del asunto.
Lo del baile tampoco es un drama, ¿no? Hay muchas maneras de relacionarse.
No, si en la barra no se está tan mal, de hecho descubrí que hay quien no se mueve de allí, serán otros poco dotados para el baile o que sencillamente no les gusta. Pero, claro, si uno se queda en la barra al menos ha de tener palique, y yo, después de comentar el tiempo, ya no sé de qué hablar… Y no hay nada más patético, en una discoteca, que ponerse a filosofar o a explicar las viejas historias de uno mismo. Lo serio aburre, la gente quiere reír…
No sería para tanto. Y dependería del interlocutor.
En aquellas ocasiones, el único interlocutor válido era una chica guapa. Y las chicas guapas, o estaban bailando, o solo les interesaba que les dijeran lo guapas que eran. Lo último que perdona una chica guapa es que le des un tostón trascendental. Y lo entiendo, no era el lugar, hablar de angustias metafísicas en aquel entorno era como echar un jarro de agua fría, la gente iba a divertirse. Pero es que a mí no me divertía la mera diversión. Así que, como pronto llegábamos a un callejón sin salida, ellas ponían cualquier excusa y se marchaban, o aparecía algún tipo que era más dicharachero.
¿Y las chicas no tan guapas? A lo mejor ellas estaban dispuestas a ceder…
Supongo que sí. Pero su cesión consistía en dar un poco más de tiempo para que la conversación derivara hacia algo realmente interesante, o sea, divertido o insinuante. Yo me daba cuenta de que las aburría, o me aburría yo mismo, y la charla languidecía por sí misma. Lo habitual era que también se esfumaran. Y si no lo hacían podía ser peor, porque tal vez, con la mejor voluntad, se les ocurría proponer que fuésemos a bailar. Y si las seguía empezaba el verdadero drama.
Te lo tomabas demasiado a pecho.
Es verdad, debo reconocerlo. No dejaba de observarme a mí mismo, y cuando uno se controla demasiado suele acabar por encontrar razones para considerarse ridículo. Con el tiempo he entendido que bailar es un arte, no solo un don. Todo arte florece en una estrecha franja entre la insuficiencia y el exceso, es un difícil equilibrio por el filo de la navaja, el camino medio de Aristóteles: ni demasiada soltura ni demasiado control. El arte es llevar lo artificioso a la altura de lo natural, es jugar: creativamente, pero según unas reglas. Y para ello hay que entregarse, hay que soltarse en una calculada espontaneidad. Imposible si uno está demasiado pendiente, si se teme demasiado, si se vigila demasiado.
Soltarse, sí, de un modo contenido. Así hace, por ejemplo, un pintor. Hay una base de técnica, de disciplina, de largos ensayos, y sobre eso uno se suelta y se deja llevar. ¿Por qué no te apuntaste a alguna academia de baile? Me estoy acordando ahora de aquella película francesa, No estoy hecho para ser amado. La música y el baile pueden ser simple gozo, placer de vivir. O una manera de encontrarse, sin que haga falta usarlos para competir con uno mismo. Esto me recuerda aquella otra película tan simpática, El lado bueno de las cosas. Allí el concurso de danza es una excusa, un proyecto común que favorece el acercamiento y el mutuo conocimiento. Es divertida la escena del final del concurso, cuando el jurado, con cara de circunstancias, califica a la pareja solo con un 5, y se quedan estupefactos al comprobar su entusiasmo.
Sí, porque habían ganado la apuesta que habían hecho con aquel vecino antipático. ¿Una academia de baile? Lo pensé alguna vez, incluso me lo habían propuesto. Pero nunca me lo planteé en serio. Supongo que me daba demasiada vergüenza, o pereza…
Sí, tal vez en el fondo no te interesara tanto eso de bailar. Aunque también podría ser que no quisieras correr el riesgo de aprender a hacerlo.
Ya te me estás poniendo psicoterapéutico.
Reconoce que tiene sentido. ¿Qué habría pasado si hubieses aprendido a bailar bien? A lo mejor entonces habrías tenido que tolerar que algunas muchachas se interesaran por ti… A lo mejor hasta habrías disfrutado. ¿Habrías podido soportarlo? ¿No sería esa reticencia la que podría estar interponiéndose entre tu cuerpo y la danza? Al fin y al cabo, siendo patoso ya tenías el guion bien claro, sabías muy bien cómo acabaría la noche, te volverías a tu casa con el rabo entre las piernas, compadeciéndote de ti mismo, pero a salvo. En cambio, si dejaras que una mujer se acercase a ti…
No habría sabido qué hacer con eso, es verdad. Para eso no tengo guion.
¿Recuerdas aquel lema que se nos ocurrió una vez? “Hay que juzgar las cosas por sus resultados, no por sus apariencias”. Parecía que se te daba mal bailar. Pero el resultado, lo que contaba, era que eso te mantenía aislado y a salvo del peligro de vivir.
Ahora me has recordado aquel episodio tremendo y patético en octavo, cuando la chica más guapa de la clase me quiso sacar a bailar y yo me resistí, y ella tiró y tiró hasta que acabé por caerme al suelo. Todos se rieron a gusto, qué humillación… Supongo que ella lo haría también para humillarme. Se habría dado cuenta de que estaba locamente enamorado de ella, que le escribía poesías y pasaba horas fantaseando con que paseábamos cogidos de la mano…, todos esos revuelos solitarios que se me desataban cuando me gustaba una chica. Ahora me doy cuenta de que eran un modo de conjurar el terror que siempre he sentido por las relaciones reales.
La vida viene cada día a sacarnos a bailar… Y tampoco nos pide que seamos los mejores bailarines. Basta con que aceptemos y corramos el riesgo.
A veces el riesgo es excesivo. No seas injusto, en algunas ocasiones he aceptado salir a la pista. Y, por lo que respecta a las mujeres, siempre me he arrepentido.
Y por eso ahora te mantienes al margen, bien a salvo en tus maneras de evitar la intimidad.
Sí, por eso. Uno tiene que aceptar que no está hecho para algunas cosas, que simplemente no hay manera de aprenderlas. Después de intentarlo y de sufrir, creo que todos tenemos derecho a renunciar.
Pero, ¿corriste el riesgo de veras? ¿Te entregaste sinceramente, o siempre mantuviste un pie fuera, para salir corriendo?
Intenté entregarme, y lo hice lo mejor que supe. Y si no pude hacerlo más, pues no pude. Y es precisamente por esa incapacidad por lo que me he retirado de escena. Hay quien no puede bailar porque le falta una pierna. A mí me falta alguna otra cosa: confianza, valor, autoestima, qué sé yo. Le he dado muchas vueltas, intentando comprenderlo; he acudido a terapia, he leído libros, he dedicado interminables debates con mis amigos, y no he acabado de sacar en claro cuál es mi dificultad. Sinceramente, ya me da igual. Se me ha pasado el empeño de repararme a toda costa. Ahora solo quiero estar tranquilo, ya he sufrido y he hecho sufrir suficiente. Le he planteado a la vida un pacto: yo me ciño a lo que me mantiene a salvo, y ella no me pide más. Y, la verdad, me siento mejor. Para el amor, tengo a mi hijo, a mi familia, a mis amigos; incluso a la gente con la que me cruzo, y a la que suelo apreciar, siempre que no se acerquen demasiado.
¿Y no te duelen las oportunidades perdidas?
A veces, cuando miro atrás, contemplo algunos recodos del camino con una cierta melancolía. Se me ocurren cosas que tal vez habrían hecho ir mejor las relaciones que fallaron, aunque no volvería allí para comprobarlo. Hubo alguna mujer que perdí por exceso de prudencia, o de exigencia; o por falta de atención. Esas me duelen un poco. Pero por suerte los años me han enseñado a no apegarme demasiado a las tristezas. ¿Ves? Ese paso del baile de la vida sí que lo he ido aprendiendo, al menos un poco.
Pero yo hablaba de lo que te estás perdiendo, habiendo renunciado a determinadas cosas. Como te decía el otro día un amigo, ¿no te arrepentirás en el momento de la muerte?
Creo que no. Vivir es perder. Y al final hay que perderlo todo. ¡Hay tantas cosas que no han podido ser, que no podrán ser! Me siento afortunado: he tenido más que muchos otros. Un hijo que es la luz del mundo, y junto al cual todo lo demás languidece. Pero también una familia disfuncional pero entrañable a su manera, un puñado de buenos amigos, un trabajo que me ha dado la oportunidad de sentirme útil, algunos aprendizajes que me han hecho feliz… No me ha faltado comida, no he tenido que ir a la guerra. ¿Que no he tolerado la intimidad, que no he aprendido o no me he atrevido a bailar? Será en otra vida. Cada cual juega con las cartas que tiene.
Pues venga, saca las cartas.