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Te veo

En la película Avatar, los humanos hemos iniciado la colonización de un planeta extraterrestre habitado por una especie parecida a nosotros. Estos humanoides se encuentran en un estadio equivalente al de nuestros antepasados cazadores-recolectores, organizados en tribus, poseedores de un lenguaje y una cultura apegada a la naturaleza. La película desgrana de un modo apasionante, casi como un tratado de antropología, la forma de vida de estos seres, y nos obliga a vernos reflejados en su espejo, para encontrar en él cuánto de nosotros mismos nos ha enmascarado la modernidad. La película es una reflexión sobre esa despersonalización a la que nos ha abocado el sujeto moderno, y una invitación a rastrear en nuestro interior una autenticidad ancestral que tal vez permanezca más vigente de lo que creemos.


Uno de los detalles que más me impresionaron es el saludo que estos seres se dirigen unos a otros. Simplemente se dicen: “Te veo”. Me parece un hallazgo moral extraordinario. En la sencillez de esa fórmula se condensa una demostración de aprecio, cordialidad y respeto. Y es que decirle a alguien que le vemos es la mayor muestra de consideración que podemos prodigarle. Afirmar “Te veo” es aludir a todas las buenas intenciones que alguien puede dedicarle a otro. “Te veo” significa: te presto atención, reconozco tu singularidad y tu valor en medio de las cosas, y por tanto te considero semejante, es decir, humano. Cierto que también se “ve” lo que odiamos o lo que envidiamos, pero incluso así estamos dando al otro la categoría de existente y digno de nuestra mirada: no se ve aquello que nos resulta indiferente, aquello que no apreciamos o no respetamos, sobre todo aquello en lo que no reconocemos un valor moral.
Toda sociabilidad empieza con ese acto de verse, de reconocerse, de identificarse destacando sobre el fondo caótico del mundo. Todo vínculo nace con esa oportunidad para la empatía, para otorgar al otro una naturaleza aparte de la nuestra y sin embargo equivalente a la nuestra, para afirmar su otredad, dignificándola en tanto es como la propia. El vínculo se funda con una mirada que ve: cuando dos personas se miran a los ojos, están mirando la mirada del otro, están concibiendo ahí delante una presencia; ven y son vistos, ahí hay otro que me ve, que me concibe. Que también me piensa, y de ahí que los psicólogos llamen a ese descubrimiento la “teoría de la mente”: no estoy solo en el mundo, tengo razones para creer que detrás de esos ojos hay una mente que piensa, desea, siente al margen de lo que yo pienso, deseo y siento, puesto que puedo suponer es como yo.

La aparición de la teoría de la mente nos permite hacer la operación esencial de ponernos en el lugar del otro, de llevar nuestras hipótesis más allá de la mera existencia de otro: atribuirle una capacidad pensante y sintiente, y por tanto una dignidad. En esa empatía naciente arranca la aventura moral. Disfunciones como el autismo parecen relacionadas con una determinada incapacidad para la teoría de la mente, para conjeturar el pensamiento de otro a partir de mi propio pensamiento. El autismo extremo, literalmente, viene a consistir en la incapacidad de ver, de salir del solipsismo universal y omnipotente. ¿Hay alguien ahí? Parece que no. Solo estoy yo. Eso que veo, aunque se me presente como persona, no me parece una persona, no es alguien como yo; es más bien algo, un elemento más de ese contexto en el que yo la única persona me muevo como un náufrago por un universo desierto.
Todos tenemos, probablemente, una parte a la que le cuesta decir “Te veo”; todos tratamos a los demás como objetos de nuestro mundo, como si hubiesen sido puestos ahí solo para cubrir nuestras necesidades y responder a nuestras pretensiones. Todos vivimos en buena parte prisioneros de nuestro universo mental, atribuyendo a los demás intenciones o motivaciones exclusivamente referidas a nosotros, como si no tuvieran sus propios deseos y sus propias aversiones. Esperamos que los otros vean el mundo con nuestros ojos, como si no tuvieran su propia mirada. Creemos que hacen las cosas con respecto a nosotros, cuando casi siempre, como nosotros, las están haciendo en función de sí mismos. Me empeño en creer que aquel solo vive para ponerme obstáculos, en lugar de comprender que lo que para mí son obstáculos para él son aspiraciones. Me enojo con alguien y a partir de ahí todo lo que hace me parece concebido para fastidiarme, como si en el mundo del otro no hubiera nada, bueno o malo, que no estuviera referido a mí. Nos tomamos los actos de los demás como algo demasiado personal, porque nos cuesta entender que tienen su propia vida, porque nos cuesta suponer que cuentan con su propia mente; porque no les vemos.

“Te veo”. En esa declaración se abre un mundo de encuentros, de intercambios, de vínculos, de solidaridades (también de conflictos, cómo podría ser de otra manera), sin los cuales nuestra vida languidece, reclusa de sí misma. Sartre, que explicó maravillosamente ese acto fundacional del encuentro a través de la mirada, consideró a ese otro una amenaza, una contracción inquietante de la propia autonomía. Desde que descubro que hay otro, ya no puedo ser del todo yo, porque a partir de ese momento debo tener en cuenta a ese otro que me ve, que podría ser mi enemigo, que probablemente me pedirá algo, que sin duda me juzgará, haciendo aparecer en mí la vergüenza y el temor. Sartre tenía razón, pero solo habló de la mitad, o más bien se quedó a mitad de camino: solo si existe otro puedo existir yo; la mirada del otro me crea a mí. El otro, que podría ser mi enemigo, que probablemente siempre podrá serlo o lo será en cierto modo, resulta ser mi amigo, y en ese giro se cumple toda la felicidad.
Al vernos, la mirada del otro nos inviste de existencia y también de dignidad. Por eso tenemos tanta necesidad de reconocimiento: de elogio, de aprobación, de honra. El niño grita: “¡Mira, mamá, sin manos!”, y cuando su madre le mira siente el gozo de existir, de ser reconocido, de tener un valor (pues no existe más valor que el que nos otorga alguien: alguien que nos ve). Todos somos niños que buscan ser vistos, ser reconocidos, ser confirmados en el valor. Todos agradecemos un elogio. Todos nos estremecemos felices, temerosos cuando alguien nos dice: “Te veo”.
Conocí a una persona que afirmaba no comprender esta verdad tan elemental. Le encantaba ser halagada, pero, cuando le pedía expectante que me dijera lo que le gustaba de mí, me miraba atónita e incluso un poco molesta: “¿Por qué?” Es una de las preguntas más asombrosas que nadie me ha formulado nunca, y, abrumado por un estremecimiento de angustia, reconozco que no sabía qué contestarle. No se me ocurría ningún argumento con el que replicarle: bien mirado, tenía razón (una razón implacable y fría como el hierro), resultaba trivial que yo esperara sus elogios. Mi vida, el mundo entero, seguirían exactamente iguales si me decía que me encontraba encantador o si no decía nada. Por eso me sumía en un silencio desconcertado, triste, irritado, y me sentía tremendamente solo. Pero Pascal sí habría sabido qué replicar: “El corazón tiene razones que la razón no puede comprender”. La razón es tan espléndida como árida: si nos complacen los halagos, como las caricias, no es porque sirvan para nada, sino  porque nos hacen sentir reconocidos, nos hacen sentir que nos ven.

Hoy seguramente me habría sentido igual, y seguiría siendo incapaz de convencer a esa persona, pero al menos habría sabido contestarle algo: necesito que me digas lo que te gusta de mí porque ese es un modo de verme; de quererme, de apreciarme, de reconocerme; de crearme. Es decir: por ninguna razón, solo porque soy así. Solo porque necesito que me digas que me ves. Los regalos tampoco sirven para nada, pero son importantísimos por lo que significan. Explicarse las cosas mutuamente tampoco cambia el mundo, pero es una fiesta de compañía. “Te veo”: ¡qué rara felicidad!

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