La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción».
Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.
Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza a delinearse —observa J. A. Marina— como una heredad incómoda pero irremediablemente nuestra». Trazamos una frontera de tensión con el mundo tal como se nos presenta, con su facticidad, en tanto que pretendemos trascenderla. El universo no tiene por qué colaborar con nuestra voluntad: el universo es lo que es; posicionarse ante ello conlleva aprestarse al esfuerzo de transformarlo. Lo que buscamos, falta; lo que rehusamos, está. Conquistar lo que falta y apartar lo que está requiere tarea: esa tarea de la que hablaba Ortega.
Un quehacer que empieza por nosotros mismos, puesto que es en nosotros donde está la primera línea de frente de nuestro empeño moral. El proyecto moral concierne, ante todo, a nuestras actitudes y nuestros comportamientos. Lo que nos falta y lo que nos sobra. Si fuese un hecho, no necesitaría de nuestra intervención; si fuese fácil, no se nos plantearía como un desafío. Aspiro a configurarme como digno, incluso virtuoso, porque no lo soy de forma espontánea. Pretendo conquistar lo que no tengo. Esto me convierte en juez y en artífice de mí mismo, es decir, me enfrenta a mí mismo, a mi materia bruta que quiero modelar y en cuya resistencia hallaré la oportunidad y la medida de mi logro.
La condena a elegir que decretó Sartre implica, si hemos de ser congruentes con nuestras elecciones, el cometido de transformar. Así es como la vida se convierte en arte, es decir, en un asunto humano. Así es como nos certifica el dolor y el sudor, que no son fines sino instrumentos. No se trata de la alienada productividad mercantilista, ni de la tenebrosa fijación judeocristiana al sufrimiento. El dolor no es patrimonio de dogmas o jerarquías; el dolor es la esencia de la vida, sobre todo cuando la voluntad se enfrenta a ella. Nietzsche acertó al revelar que la moral instaura el sufrimiento, y por eso quiso librarnos de la moral. Pero no tuvo en cuenta que la necesitamos; es más: no tuvo en cuenta que renunciar a la moral probablemente aún nos haría sufrir más. ¿Quién puede situarse «más allá del bien y del mal»? ¿Quién puede soportar viajar sin brújula ni abrigo? ¿Cómo sobreviviría a la soledad más cruda, qué antídoto opondría a los venenos del narcisismo?
Necesitamos la moral, y quizá necesitemos también la tensión que implica su asunción. A través de esa tensión percibimos nuestra presencia activa, la fuerza con la que remontamos nuestra roca por la pendiente. Esa tensión nos hace sentir vivos y comprometidos con la vida, nos anima a tomarla entre nuestras manos con ese coraje del que habla Marina: «el esfuerzo por ser lo que se piensa que es mejor ser».
La época que mejor me he sentido en mi vida (o una de ellas), fue cuando dejé de luchar.
ResponderEliminarDejé de luchar conmigo mismo y también con lo que me rodeaba.
Eso sí, como dices, has de ser consecuente con lo que sientes y con lo que quieres ser. Y aprender a disfrutar de los procesos, no solo de los objetivos.
La moral es un tema muy interesante. Sobre todo cuando nos damos cuenta de que lo que en esta parte del mundo es acorde a la moral, en otra parte del globo, puede no ser así.
ResponderEliminar¿Existe una moral universal?
Me refiero a que esté vinculada a nuestra esencia como seres humanos.
Aquello de Sartre de que todos nacemos buenos...
Desde mi punto de vista, la moral no es algo natural. La naturaleza (incluida la nuestra) no es moral, no es ni buena ni mala, es simplemente lo que es. Tampoco acepto que exista una moral predeterminada por dioses o fuerzas cósmicas, que en realidad suelen servir para justificar intereses demasiado humanos.
EliminarSomos nosotros los que creamos un código (personal o colectivo) acerca de qué nos parece válido y qué decidimos no aceptar. Eso nos deja solos con la incertidumbre y la responsabilidad, y de ahí surge esa tensión (interna y con los otros) a la que me refiero en el artículo. Una tensión ciertamente incómoda, pero que no podemos eludir si somos consecuentes.
Perdón, fue Rousseau y no Sartre, lo de que todos nacemos buenos...
EliminarGracias por recordármelo...jeje
He hecho con tu artículo lo mismo que solía hacer con los de Punset: Leérlo dos veces.
ResponderEliminarY al igual que me pasaba con los suyos, la segunda vez me gusta aún más.
Genial artículo que da para mucho...