viernes, 30 de septiembre de 2016

Nuestra compulsiva aspiración al cambio

De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir; y, estando siempre esperando ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca. Blaise Pascal.


Al hilo de las reflexiones de Z. Bauman sobre la vida líquida, se me ocurren algunas ideas sobre la insistente manía, propia de nuestra sociedad, de cambiarnos a toda costa.
  Cambiar es el gran empeño del hombre líquido, que sueña con una tecnología capaz de permitirle adueñarse hasta del último rincón de su vida, para administrarlo, planificarlo, racionalizarlo; en definitiva, hacerlo rentable. No olvidemos que el hombre líquido es empresario de sí mismo, amo y esclavo a la vez, y que se trata a sí mismo con el mismo afán de explotar al máximo, en función de los beneficios, que el de cualquier inversor. Cada cosa que hacemos por nosotros mismos es una inversión, es decir, debe rendir un beneficio previsible. Por eso, esperamos que nuestros esfuerzos por “mejorar” nos hagan más eficaces.
  Ya no se trata, como en otros tiempos, del buen vivir que duramente conquistaba el sabio, y cuyo punto de partida era, precisamente, admitir los propios límites y reconciliarse con los misterios de la vida. Del mismo modo que se transforma la cara mediante cirugía plástica, o el cuerpo con la medicina, el hombre líquido quiere reconstruir su psique a su gusto, como quien escoge platos en un menú. De hecho, para el hombre líquido la vida es un gran menú, en el que uno puede elegir prácticamente de todo con la única condición de pagarlo.

  Los encargados de llevar a cabo esa transformación a la carta son los especialistas. Vivimos en un tiempo de “especialistas” o expertos, de técnicos supuestamente capacitados para hacer que todo funcione como es debido incluidos nosotros. El resto venimos a ser unos legos, o como mucho aficionados, y nuestro papel se reduce a seguir sus instrucciones y pagar sus honorarios. Los especialistas de la mente o del alma son los chefs de esa gran cocina en la que se prepara el siguiente plato de nuestra vida. Nos aseguran resultados para chuparse los dedos, y, teniendo en cuenta lo que suelen cobrar, deberían cumplirlo. Pocos lo hacen, y casi siempre por debajo de lo que han prometido. Algunos incluso se creen sinceramente capaces de ello, y hasta llega a dolerles de verdad comprobar que no lo han conseguido, cuando fracasan... si es que lo admiten. Otros se limitan a jugar pulcramente su papel, siguiendo unos protocolos socialmente establecidos y cobrando por ello jugosos honorarios, sin mayor complicación ética. Porque en la vida líquida lo que importa, paradójicamente, no son los resultados, sino probar, de caseta en caseta de la feria, un elixir milagroso tras otro. Si hasta ahora los intentos han fallado, tal vez la eficiencia espere en el siguiente. Y de esto —seamos justos—, los responsables somos nosotros: por preferir delegar en vez de hacernos cargo de lo que nos corresponde. Los especialistas, como las pastillas, proliferan porque aún soñamos con la magia de las soluciones fáciles y rápidas.
  Terapias, asesoramientos, grupos de trabajo, formaciones, rituales, filosofías, prácticas, creencias, fórmulas de autoayuda, de ayuda especializada, de ayuda mutua o de ayuda colectiva. El mercado de la mejora personal es prácticamente inagotable. Y de eso se trata: de que quede siempre algo nuevo que probar, que se consuma un nuevo producto y se tire el viejo. No podemos explicarlo mejor que Bauman.
  Y en el origen de ello, insistamos, subyace una creencia chusca: todo es susceptible de mejora, incluso en nosotros mismos, sobre todo nosotros mismos; con las ideas adecuadas y el suficiente empeño, podemos rehacernos de cabo a rabo a nuestro gusto, podemos “arreglarnos”, “mejorarnos”, “evolucionar” sin límite y según nuestro deseo.
  ¿Por qué tal objetivo debería ser imposible, si la tecnología lo ha hecho realidad en todos los ámbitos? ¿Acaso hay algo en este que se escapa?
  Pues sí, hay algo. El transformador puede transformar lo que está fuera, pero nunca del todo a sí mismo. En cada intención de mejora se encuentra con su propia voluntad. Cambiar de deseos es también un deseo. Estamos tan acostumbrados a pensar en nosotros mismos como un conjunto, que olvidamos que el que piensa y juzga forma parte del conjunto.
  Les pedimos a nuestras terapias que nos hagan más seguros, más tranquilos, más equilibrados. Y el esfuerzo que ponemos en ello es nuestra mayor inseguridad, es lo que más nos intranquiliza, es un nuevo desequilibrio. Por afán que pongamos en convertirnos en otra cosa, siempre acabamos en lo que somos, que en definitiva incluye ese mismo afán.

¿Qué hacer, entonces? ¿Tenemos remedio o no? Tal vez no, pero, ¿qué pasaría si así fuera, si llegáramos a la convicción de que hay cosas en nosotros que no pueden cambiar, sencillamente porque eso es lo que somos, tat tvam asi, como dicen los hindúes? ¿Nos estaríamos condenando a la inmovilidad, la resignación, el conformismo?
  En absoluto. Aceptarnos es el cambio más profundo al que podríamos aspirar, la madre de todos los cambios. Es volver a casa y reconocerla como nuestro hogar, es dejar de humillarnos y maltratarnos al forzarnos a supuestos perfeccionamientos. Es abandonar la violencia, como lo llamaba Krishnamurti: la violencia que nuestros deseos pretenden ejercer sobre el mundo para modelarlo a su gusto.
  Se puede suponer que, a partir de ahí, mucho en nosotros puede florecer. Nuestra voluntad, que ya asume sus impotencias, vuelve a actuar en el pequeño territorio que le compete: perfeccionar la destreza con el arco, mejorar la habilidad en el trato con los demás, defendernos mejor y también recordarnos la profunda compasión que debería inspirarnos el desamparo humano. Podemos seguir luchando, pero ya no con nosotros mismos. Y podemos ayudarnos en la interminable tarea de aceptar y aceptar, sobre todo aceptar: la aventura bella y absurda de la vida y de la muerte.
  Cuando uno parte de la aceptación, intentar cambiar es como un juego. En lugar del empeño compulsivo de nuestra sociedad comercial por hacernos más “vendibles” (es decir, poder mostrarnos en los escaparates como mercancías “sin tara”), tal vez descubramos que lo que queríamos era otra cosa, y que estaba cerca de nosotros. Tal vez nos dirijamos al deseo, incluso cuando es necesario, con deportividad y sentido del humor: dispuestos a darlo todo, pero también a perder.
  Cambiar, de cualquier modo, siempre es difícil, porque supone oponerse a la compacta terquedad de lo dado, a eso que Sartre llamaba la facticidad. Nuestra facticidad personal está hecha, sobre todo, de hábitos, y por esa tierra hay que empezar a labrar: no hay cambio posible si no empieza por transformar algún hábito indeseable. Las metamorfosis aparatosas, espectaculares, de una pieza y profundas, son raras, reservadas a los genios, a los desesperados o a los locos. Somos seres de la costumbre. Casi toda nuestra vida discurre por lo pequeño, en lo pequeño debemos buscarnos y rescatarnos. Y ahí es donde quizá nos cueste menos cambiar algún pequeño detalle, poco a poco, vacilantemente, y resistir luego a la tendencia a regresar a donde estábamos. El logro aquí es instaurar una nueva costumbre. Si lo conseguimos, tal vez —solo tal vez— habremos fundado algo distinto. Que sea mejor o no, solo el tiempo lo dirá. Como el viejo de la fábula, no dejemos nunca de recordarnos: “Ya veremos, ya veremos”.
  Bueno o no, lo que cuenta del cambio es que se convierta en algo natural, en una nueva facticidad. Cambios pequeños podrían llevar a cambios grandes: a veces, retirar la piedra adecuada provoca un alud. No esperemos demasiado, pero no renunciemos a lo mucho. A encontrar las claves de los arcos también se aprende.
Y si conseguimos poco o nada, o si a la larga lo perdemos, encojámonos de hombros y consideremos que el fracaso es siempre lo más normal. Y volvamos a empezar tranquilamente, o dediquémonos a otra cosa.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Poética de los viajes

¡Este placer de alejarse! Antonio Machado.


Es un viejo tópico, sobre el que ya se ha dicho casi todo, la rica simbología del viaje. Pero eso solo nos demuestra lo profundamente que los viajes están vinculados con nuestra naturaleza, su carácter arquetípico; hasta qué punto vivir es viajar, y el viaje constituye la metáfora elemental de la existencia.
La simbología de los viajes es antigua y de larga tradición: desde los relatos primitivos hasta los mitos heroicos. El viaje es la oportunidad para renovarse: no hay transformación sin viaje y no hay viaje sin (una cierta) transformación. Viajar, en este sentido, es una ceremonia sagrada, es ponerse a disposición de los dioses, consentir la despedida y la pérdida, abriéndose así al hallazgo y a la suerte. Y todos los viajes, como el de Ulises, son en cierto modo un regreso a la patria, pero un regresar transformados y viejos, después de perder mucho, es decir, de aprender. La Odisea es el viaje de los viajes, es la vida.

Somos criaturas en el tiempo, y el tiempo es movimiento, es partir y llegar, es luchar y cambiar en el intervalo entre el origen y el destino. La meta es simple y universal, ya la enunció Camus con exactitud pasmosa: "En definitiva, se trata de morir". Porque el movimiento es la excepción, es lo que se alza y resiste mientras puede, a contrapelo de lo más natural, que es el reposo; por eso, no hay resistencia que no deba acabar sucumbiendo. El cosmos entero transita sobre un fondo de infinita quietud. Vivir —viajar— pide energía y esfuerzo, vivir tiene hambre y exige dolor: el dolor imprescindible para su reverso, que es el gozo. El gozo de vivir es hermoso y cansado. Al final hay que tenderse, hay que descansar, el ciclo tiene que cumplirse, la excepción tiene que cerrarse. Morir es regresar a lo estático, fundirse de nuevo en el silencio, precipitarse, como la ola, en la plenitud del océano. Hubo algo que tenía mi nombre, dejó de haberlo, y el cosmos no se conmueve, porque los viajes han de terminar para que haya otros. Somos "seres para la muerte", a decir de Heidegger, y eso nos parece triste solo porque nos aferramos a una identidad construida por nuestra mente, como nos enseñó Buda; porque el sentido del ser es perseverar, afirmó Spinoza, querer prolongarse más y más; pero no infinitamente, puesto que lo único infinito, decíamos, es la quietud. Así que la quietud forma parte del hecho de ser, es su destino último, es el puerto en el que concluye la singladura. El Ser y tiempo de Heidegger culmina en el Ser y la nada de Sartre. Eso debería hacernos menos exigentes y más complacientes con nuestros viajes, y con nuestros compañeros de viaje.

Pero el viaje con mayúsculas de la existencia está pautado por sus propias alternancias de tránsito y reposo, por miles de salidas y llegadas. Cada jornada es un viaje, que se agota en el dulce sueño al que, extenuados, nos entregamos. Quizá el sueño nos sirva para descansar de la conciencia, demasiado esforzada; quizá sea la necesaria llegada de la partida del despertar.
Sin embargo, en nuestros ritmos cotidianos hay una modorra, una patria tranquilizadora que llega a resultar demasiado tranquila para nuestra inquieta esencia de aerolitos. De vez en cuando hay que interrumpir ese sosiego en el que nos reconocemos tanto que acabamos por no conocernos. De vez en cuando hay que partir, hay que refundar la excepción. Por cómodos o atareados que estemos en nuestras lides cotidianas, siempre queda un fondo de nostalgia, un anhelo de distancias. Hay que poner un pie más allá del umbral, aunque no se sepa dónde nos llevará, como avisa Bilbo Bolsón, o precisamente por eso. De vez en cuando tenemos que cambiar de panorama, de gente, de esfuerzos; hay que restaurar la aventura, que es inquietud, para saber otra vez quiénes somos, o más bien quiénes podemos ser. "Partir, siempre partir", sueña Machado.
Viajar es cambiar el lugar que ocupamos, pero no solo la topografía física, sino sobre todo la existencial. Variar de escenario nos da la oportunidad de experimentar nuevos papeles, nuevos desafíos, nuevos compromisos. Aligerarnos del peso de esa identidad lodosa que es el quehacer cotidiano. A veces basta con eso para intuir cuánta complejidad inexplorada se oculta bajo el esquematismo de nuestra identidad, hasta qué punto nos refugiamos —y nos limitamos— dentro de los estereotipos concebidos por nosotros mismos, o por los que nos rodean. Viajar es obligarse a cambiar, al menos transitoriamente, al menos un poco. Por eso siempre nos da algo de miedo, siempre nos esforzamos por sembrar lo desconocido de detalles familiares, siempre alienta en nosotros una cierta nostalgia del regreso; contemplamos nuestra cotidianidad desde un nuevo ángulo, descubrimos que no solo era tediosa, que era también una patria. Pero, como decía Kavafis, no hay que tener prisa por regresar a las patrias. En la demora residen todas las gracias del viaje.

Una de las lecciones más fructíferas de los viajes es esa aceptación de la inseguridad, el redescubrimiento obligado de la vulnerabilidad en que nos deja la ausencia de lo familiar. Tal vez la principal función de nuestros ritos, de nuestras costumbres y de todas las demás señales con las que configuramos nuestra identidad, no sea otra que tranquilizarnos, simplificando nuestra vida y sembrándola de familiaridad, es decir, de detalles que por simple repetición parecen hacerla más nuestra, igual que a los niños les fascina la repetición de un mismo cuento, una y otra vez, y no toleran la menor variación. El viaje es el adentramiento en lo desconocido, y por tanto el alejamiento de lo que consideramos “nuestro”. Montaigne sonreía al comprobar hasta qué punto lo que nos resulta extraño es en realidad lo que nos enseña, quizá porque nos sirve de espejo para contemplarnos a nosotros mismos repentinamente ungidos de extrañeza. Despojados del grupo y de sus códigos, quedamos a la intemperie y comprendemos la experiencia de ser “otros”. Nos vemos obligados a cambiar de idioma, de moneda, de comida, y descubrimos así hasta qué punto es pequeño y limitado nuestro rincón del mundo. La diferencia nos relega al papel de torpes aprendices, nos obliga a construir desde los cimientos un nuevo lugar entre los otros..., que invariablemente nos miran, quizá con desconcierto o sorna, como a un ser raro y extravagante. ¿Cómo es posible que se equivoque al manejar mi moneda? ¿Cómo puede no entender las fáciles palabras que le dirijo? Ya se ha sugerido que la locura podría consistir en la suprema incomprensión de los otros, la máxima inadaptación por parte del “loco”, que queda así excluido de la mayoría y es tratado con menosprecio. Tal vez los locos sean visitantes extranjeros que no han aprendido bien el código de nuestra mediocridad.
No hace falta ir muy lejos. Salir al mundo es quedar expuestos a sus brisas y sus huracanes, es ponernos a disposición del azar, de que “todo esté por hacer y todo sea posible”, como escribe Miquel Martí i Pol. El poeta exagera bellamente, porque nuestra capacidad de cambiar es menor de lo que desearíamos, y no estamos hechos para grandes transformaciones, aunque nos complazca soñar con ellas como con paraísos perdidos o por conquistar. El viaje tiene también algo de excepción, de artificio. Parece que la verdad esté en otra parte, en la grumosa pero familiar facticidad cotidiana. Al regresar a ella, parece que todo lo exterior se disipe como un vago eco de irrealidad. “Tienen razón los días laborables”, medita Gil de Biedma. Sin embargo, siempre queda algún recuerdo de aquel tránsito en el que fuimos otros, y tal vez esa evocación sea suficiente para que nuestros días laborables se tornen más complejos y más ricos.

Hambre de renovación, saciedad de permanencia: entre esos dos polos va y viene la danza de la vida humana. El mito del hombre contemporáneo, orgulloso de hacerse a sí mismo, decreta que puede llegar allá donde se proponga; pero quiere hacerlo sin dejar de ser él mismo, es decir, que en el fondo tiene miedo. Y con razón. Obsesionarse con cambiar es un extremo que emborrona la hermosura del hogar; casi siempre trágica, como no podría ser de otra manera, como lo es también la de una huida perpetua. Nuestros viajes no deberían ser para huir, sino para explorar. Explorarnos, ante todo, a nosotros mismos: no para ser otros, sino para ser más nosotros.
Hay quien elige el viaje interior, el de los libros y los sueños, el del pensamiento y el amor. Ha habido grandes viajeros interiores y no parecen tener menos mérito que los inquietos trotamundos. ¿Por qué oponer ambas maneras de viajar? Más parecen espejos el uno del otro, opciones complementarias de exploración que se enriquecen mutuamente al alternarse. A Montaigne, su largo viaje por Europa le sirvió para completar la amplitud de miras sobre la vida; observar la variabilidad de las costumbres le confirmó su relativismo de las opiniones. Hay lejanías geográficas y lejanías reflexivas, y unas y otras se enredan en la abigarrada urdimbre de nuestra existencia. Lo importante es sacar de ambas lo mejor, permanecer abierto a la verdad incierta que ambas siembran en nosotros. El viajero es siempre un amante de la vida, o un deseoso de conocerla, que es amarla. Todo viaje trae una nueva pregunta con que interrogar a nuestras convicciones. Hay que amar esa invitación al desconcierto, ese renovarse de la incertidumbre. Ganar en sabiduría ensanchando la vastedad de nuestra ignorancia.

Y luego están los regresos, porque a toda ida le corresponde el reverso de una vuelta, porque hay que completar el círculo. La existencia está hecha de ciclos, de un retorno que Nietzsche concibió eterno. El gran filósofo nos proponía amar tanto las cosas, tal como son, como para estar dispuestos a que se repitan interminablemente. Una versión del retorno diametralmente opuesta a la de Platón, que, como el cristianismo, considera la vida un tránsito imperfecto a una perfección perdida más allá de la vida: para Nietzsche, en cambio, el tránsito es en sí mismo perfecto, y no hay nada fuera de sus fronteras adonde debamos encaminarnos.

En definitiva, los viajes nos descubren nuestras posibilidades y nos enfrentan a nuestras contradicciones, nos recuerdan que la vida es frágil y corta, llena de luz y de promesas, y también de pérdida y sombras. Si es cierto que son sagrados, deberíamos encararlos con devoción y confianza; con la suprema valentía del que está dispuesto a perderlo todo, a perderse a sí mismo para encontrarse. Pero tal vez el definitivo regalo del viaje sea la oportunidad de ser otro, de tomarnos un descanso de nosotros mismos.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Dulce olvido

La felicidad no es más que una mala memoria y una buena salud.
A. Schwaitzer.


No puedo quejarme de mi salud; el cuerpo lo aguantó casi todo hasta los cuarenta, y aún se mantiene tolerablemente bien. En cambio, por lo que respecta a la memoria, siempre la he tenido fatal (al menos desde que recuerdo). Así que, si Albert Schwaitzer tenía razón, debo ser bastante feliz. Aunque lo olvide a menudo.
La mala memoria me ha hecho algunas jugarretas, y siempre me ha parecido que empobrecía mi vida. Poca huella me queda de tantas lecturas, tantos estudios, tantos aprendizajes, y por eso me veo obligado a repetirlos, cuando no puedo o no quiero darlos por perdidos. Eso es bastante fastidioso, además de un desperdicio de esfuerzos y energías. Consuela un poco leer lo bien que Montaigne se tomaba este problema: “La memoria es un instrumento de extraordinaria utilidad, y sin él el juicio hace a duras penas su trabajo. Carezco de ella por completo”. Me temo que yo no sé afrontarlo con tanto desparpajo. Envidio a esas personas que memorizan a la primera el nombre de alguien al conocerlo, esos a los que les basta una lectura para fijar conceptos y fechas.
Hay gente que parece una enciclopedia andante; hay gente a la que no se le escapa detalle, que tiene siempre a mano aquella palabra que no nos sale, que completa nuestras frases y pone parches en nuestras lagunas. Es difícil discutir con ellos: la magia del dato hace que sus argumentos suenen más convincentes. Los números y los nombres tienen algo solemne y venerable, una ascendencia irresistible que casi parece más real que la realidad. Como nos asegura Saint-Exupéry en El principito: “Los adultos tienen gran afición y respeto por los números.”
Si se trata de una disputa sobre vivencias compartidas lo que cada cual hizo o dejó de hacer, típico episodio de las parejas, la superioridad es aún más contundente: no se puede convencer a quien refriega con detalle lo ocurrido, mientras nosotros intentamos recordar y titubeamos… Aunque su éxito, en parte, resida en manejar con habilidad la imagen que dan el equilibrio entre lo que aparentan saber y lo que realmente saben, entre lo que muestran y lo que ocultan, como los ilusionistas, no cabe duda de que hay quien tiene una memoria prodigiosa; irritantemente prodigiosa.
No es mi caso, decía. En buena parte, supongo, por falta de atención. La ansiedad llena el mundo de ruido y nos hace dispersos. También, según los neurólogos, corroe las áreas cerebrales encargadas de la memoria, en especial la amígdala y el hipocampo. No puedo evitar imaginarme mi hipocampo lleno de agujeros. Me presentan a alguien y rara es la vez que retengo su nombre; y, cuando al fin lo consigo, casi siempre se me desvanece entre las brumas de la distancia. Repito una canción hasta aprenderla, y entonces me doy cuenta de que ya no me acuerdo de otra que sabía. Me suenan los apuntes del tema que estoy estudiando, pero no me preguntéis ya por los del que estudié antes. “Para aprender tres versos, necesito tres horas”, exagera Montaigne con humor. A veces me da la impresión de que cuando consigo memorizar algo, lo hago a costa de borrar otra cosa, como pasaba en las cintas de cassette cuando grabábamos canciones de la radio (¿os acordáis?).

Esta es la cara ingrata del olvido. Pero no debe impedirnos valorar su cara amable. El olvido es pérdida, y hay cosas que no conviene retener. Hay cosas que está bien que se vayan, arrastradas por la ventolera del tiempo. Los recuerdos ingratos, si no nos sirven como señal de un aprendizaje, no hacen más que ocupar sitio y criar mugre, como los cachivaches que arrumbamos en el trastero. Así que a veces el olvido está de parte de la vida, limpiando aquello que la ensucia y la entorpece, aquello que enturbia su fresca luminosidad.
No hace falta buscarlo: llegará por sí mismo. En cambio, si nos esforzamos acabaremos por hacerlo imposible. “Como si el arte del olvido estuviese en nuestro poder… Nada imprime tan vivamente cosa alguna en nuestro recuerdo como el deseo de olvidarla”, arguye Montaigne. Nuestra mente está programada para retener lo que más nos afecta, y lo malo el miedo, la rabia, la vergüenza, la aversión nos afecta más que lo bueno. La mejor manera de olvidar lo que nos contraría es quitarle importancia y dejarlo amarillear en los desvanes de la memoria. En esto la vida también se pone de nuestra parte: tendemos a olvidar antes lo malo que lo bueno.

Sé que solo podemos habitar el presente, que únicamente en él reside la realidad, con sus gozos y sus sombras. Pero los caminos del presente están cubiertos por la hojarasca del pasado. Nuestra mente es narrativa, y eso nos convierte en criaturas de la memoria. Así que lo pretérito también tiene sus leyes del deseo. Hay olvidos malos que nos desmantelan, que nos roban lo amado, que nos dejan traslúcidos al vaciarnos de nuestras nostalgias. Deseamos regocijarnos aún con el hogar de la infancia, con nuestro primer beso, con los milagros de nuestro hijo, con las huidizas estampas de un sueño feliz, con los paseos al lado del amigo que perdimos. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”, escribe Epicuro. Dulce el don de traer al presente, aunque sea con la imaginación, la dulzura que ya se desvaneció. Se discutirá, con razón, que recordar lo bueno tiene siempre el sabor amargo de la pérdida: “Pues acordarse del bien redobla el dolor”, escribe Montaigne citando a Ludovico Dolce. Sin embargo, eso solo nos sucede si nos resistimos a la pérdida, si nos centramos más en el lamento o la rabia por la fugacidad de la dicha que en la gratitud por haber tenido la oportunidad de disfrutarla.
Pero también hay olvidos benévolos, que no harán mejor nuestro pasado ¿acaso hay manera de cambiarlo?, pero sí más fresco el relato que nos contamos sobre él. Eso ya es algo, puesto que lo que queremos es ser felices, lo que buscamos es la alegría. Alguien me infligió mucho daño: no voy a colaborar con él reavivando sus brasas. Fui yo el que perjudicó: también merezco mi perdón. Se agotan las fuerzas de la juventud: mejor que me acostumbre, porque he de perderlo todo. Ayer me equivoqué: tomo, si puedo, lo que eso me enseña y luego lo dejo ir. Hoy he hecho el ridículo: ¿cómo no va a hacerlo a menudo un tipo como yo?
Tenemos que estar a favor del dulce olvido. Tenemos que ponernos de su parte y dejarlo tranquilo con su trabajo silencioso, que nos erosiona para limpiarnos, como la lluvia. Schwaitzer tiene razón: hay que olvidar mucho. Hay que desaprender lo que aprendimos mal, para darnos la oportunidad de aprender bien. Hay que deshacerse del dolor que no nos deja vivir, atravesando el duelo de admitir lo inevitable. Dejemos de revolver en el basurero del pasado, y, si hemos de evocar algo, que sea solo lo que esté de parte de la alegría.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Conversaciones con los que se fueron

Sabemos que hemos de morir, aunque nunca lo aceptemos del todo; nuestra propia muerte no es una experiencia mientras vivimos, por lo que resulta una amenaza abstracta, una sombra que vemos de reojo entre la neblina. «Solo se mueren los otros», suele decirse, y Epicuro lo expresó con elocuente sencillez: «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos». 

Sin embargo, en el caso de los demás, la finitud es un hecho que se nos impone con toda su crudeza. Los seres amados se van y ya no vuelven: en esa ausencia que «durará y durará», como dice Comte-Sponville, se resume el vacío demoledor que las pérdidas nos dejan para siempre. Son conocidas las etapas del duelo: primero nos rebelamos con la negación; luego, el tiempo y la implacable realidad van doblegándonos, hasta que vamos asumiendo la contundencia de la verdad. 
Pero quizá la herida jamás se cierre del todo. Vida y muerte se entrelazan misteriosamente, como nos muestran los mitos y tantas historias de espíritus. Orfeo bajó al submundo para rescatar a su amada Eurídice; pero la perdió por mirar hacia atrás: el inevitable recuerdo de los muertos los revive al tiempo que consolida su ausencia. Las sociedades ancestrales tenían muy presentes a los antepasados, pero mantenían con ellos una relación ambigua: por un lado, los amaban y honraban, y esperaban de ellos protección; pero al mismo tiempo los temían, y hacían bien, porque hay una parte de nosotros que anhela dejarlo todo y acompañarlos al más allá. 

Por supuesto, el más allá está en nosotros. Los muertos quieren morir, y no pretenden, como dice A. Grayling, «que los vivos se instalen en la pena». Si los muertos forman parte de la vida es porque los seres humanos, arguye el mismo autor, «somos criaturas de la memoria». Aunque habitemos en el presente, nos proyectamos siempre hacia atrás y hacia delante, impregnándolo de expectativas y recuerdos. Los ausentes permanecen entre las brasas del corazón. 
Ya que están, podemos hablar con ellos, y tienen mucho que decirnos. Lo principal: que un día nosotros estaremos a su lado, y nuestra sustancia se transformará a su vez en memoria. «Como te ves yo me vi, como me ves te verás», reza la inscripción en una ermita de Zamora. Una memoria que se irá apagando, erosionada por el tiempo, hasta suspenderse en el olvido. Resulta muy edificante sobreponerse al horror y mirar esa realidad cara a cara: los muertos como avanzadilla de nuestra propia muerte. Precursores, viajeros que nos confortan con su ejemplo, y nos alivian el miedo (a veces). Incluso para el no creyente, hay algo entrañable en pensar que nos ausentaremos en su compañía. 

Pero los muertos no tienen para nosotros solo confidencias de muerte. Como todo lo perdido, son un tesoro de estampas y evocaciones de lo que fuimos a su lado. Nos dan la oportunidad de ensanchar nuestro amor incluso a lo que ya no existe. También de perdonar lo que creíamos imperdonable, pues hay que disculpar a lo que ya no puede dañarnos. En vida, hay que luchar; pero la muerte debería reconciliarnos de un modo tan completo como su silencio. 
Y hay que dejarlos ir, aunque sigan formando parte de nosotros y a la vez se hayan llevado parte de nosotros. Hay que entender en ellos el dolor y la grandeza de los finales. Al dejarlos llevarse un trozo de nuestra alma, entendemos que vivir es consentir en un desmenuzarse sin pausa; hasta que no quede nada por entregar. Al decir adiós a los muertos vamos diciéndonos adiós a nosotros mismos. Hagámoslo con ternura.