¡Este placer
de alejarse! Antonio
Machado.
Es un viejo tópico,
sobre el que ya se ha dicho casi todo, la rica simbología del viaje. Pero eso solo
nos demuestra lo profundamente que los viajes están vinculados con nuestra
naturaleza, su carácter arquetípico; hasta qué punto vivir es viajar, y el
viaje constituye la metáfora elemental de la existencia.
La simbología de los
viajes es antigua y de larga tradición: desde los relatos primitivos hasta los
mitos heroicos. El viaje es la oportunidad para renovarse: no hay
transformación sin viaje y no hay viaje sin (una cierta) transformación.
Viajar, en este sentido, es una ceremonia sagrada, es ponerse a disposición de
los dioses, consentir la despedida y la pérdida, abriéndose así al hallazgo y a
la suerte. Y todos los viajes, como el de Ulises, son en cierto modo un regreso
a la patria, pero un regresar transformados y viejos, después de perder mucho, es
decir, de aprender. La Odisea es el viaje de los viajes, es la vida.
Somos criaturas en el
tiempo, y el tiempo es movimiento, es partir y llegar, es luchar y cambiar en
el intervalo entre el origen y el destino. La meta es simple y universal, ya la
enunció Camus con exactitud pasmosa: "En definitiva, se trata de
morir". Porque el movimiento es la excepción, es lo que se alza y resiste
mientras puede, a contrapelo de lo más natural, que es el reposo; por eso, no
hay resistencia que no deba acabar sucumbiendo. El cosmos entero transita sobre
un fondo de infinita quietud. Vivir —viajar— pide energía y esfuerzo, vivir
tiene hambre y exige dolor: el dolor imprescindible para su reverso, que es el
gozo. El gozo de vivir es hermoso y cansado. Al final hay que tenderse, hay que
descansar, el ciclo tiene que cumplirse, la excepción tiene que cerrarse. Morir
es regresar a lo estático, fundirse de nuevo en el silencio, precipitarse, como
la ola, en la plenitud del océano. Hubo algo que tenía mi nombre, dejó de haberlo,
y el cosmos no se conmueve, porque los viajes han de terminar para que haya
otros. Somos "seres para la muerte", a decir de Heidegger, y eso nos
parece triste solo porque nos aferramos a una identidad construida por nuestra
mente, como nos enseñó Buda; porque el sentido del ser es perseverar, afirmó
Spinoza, querer prolongarse más y más; pero no infinitamente, puesto que lo
único infinito, decíamos, es la quietud. Así que la quietud forma parte del
hecho de ser, es su destino último, es el puerto en el que concluye la
singladura. El Ser y tiempo de
Heidegger culmina en el Ser y la nada
de Sartre. Eso debería hacernos menos exigentes y más complacientes con
nuestros viajes, y con nuestros compañeros de viaje.
Pero el viaje con
mayúsculas de la existencia está pautado por sus propias alternancias de
tránsito y reposo, por miles de salidas y llegadas. Cada jornada es un viaje,
que se agota en el dulce sueño al que, extenuados, nos entregamos. Quizá el
sueño nos sirva para descansar de la conciencia, demasiado esforzada; quizá sea
la necesaria llegada de la partida del despertar.
Sin embargo, en
nuestros ritmos cotidianos hay una modorra, una patria tranquilizadora que
llega a resultar demasiado tranquila para nuestra inquieta esencia de
aerolitos. De vez en cuando hay que interrumpir ese sosiego en el que nos
reconocemos tanto que acabamos por no conocernos. De vez en cuando hay que
partir, hay que refundar la excepción. Por cómodos o atareados que estemos en
nuestras lides cotidianas, siempre queda un fondo de nostalgia, un anhelo de
distancias. Hay que poner un pie más allá del umbral, aunque no se sepa dónde
nos llevará, como avisa Bilbo Bolsón, o precisamente por eso. De vez en cuando
tenemos que cambiar de panorama, de gente, de esfuerzos; hay que restaurar la
aventura, que es inquietud, para saber otra vez quiénes somos, o más bien
quiénes podemos ser. "Partir, siempre partir", sueña Machado.
Viajar es cambiar el
lugar que ocupamos, pero no solo la topografía física, sino sobre todo la
existencial. Variar de escenario nos da la oportunidad de experimentar nuevos
papeles, nuevos desafíos, nuevos compromisos. Aligerarnos del peso de esa
identidad lodosa que es el quehacer cotidiano. A veces basta con eso para
intuir cuánta complejidad inexplorada se oculta bajo el esquematismo de nuestra
identidad, hasta qué punto nos refugiamos —y nos limitamos— dentro de los
estereotipos concebidos por nosotros mismos, o por los que nos rodean. Viajar
es obligarse a cambiar, al menos transitoriamente, al menos un poco. Por eso
siempre nos da algo de miedo, siempre nos esforzamos por sembrar lo desconocido
de detalles familiares, siempre alienta en nosotros una cierta nostalgia del
regreso; contemplamos nuestra cotidianidad desde un nuevo ángulo, descubrimos
que no solo era tediosa, que era también una patria. Pero, como decía Kavafis,
no hay que tener prisa por regresar a las patrias. En la demora residen todas
las gracias del viaje.
Una de las lecciones
más fructíferas de los viajes es esa aceptación de la inseguridad, el redescubrimiento
obligado de la vulnerabilidad en que nos deja la ausencia de lo familiar. Tal
vez la principal función de nuestros ritos, de nuestras costumbres y de todas
las demás señales con las que configuramos nuestra identidad, no sea otra que
tranquilizarnos, simplificando nuestra vida y sembrándola de familiaridad, es
decir, de detalles que por simple repetición parecen hacerla más nuestra, igual
que a los niños les fascina la repetición de un mismo cuento, una y otra vez, y
no toleran la menor variación. El viaje es el adentramiento en lo desconocido,
y por tanto el alejamiento de lo que consideramos “nuestro”. Montaigne sonreía
al comprobar hasta qué punto lo que nos resulta extraño es en realidad lo que
nos enseña, quizá porque nos sirve de espejo para contemplarnos a nosotros
mismos repentinamente ungidos de extrañeza. Despojados del grupo y de sus
códigos, quedamos a la intemperie y comprendemos la experiencia de ser “otros”.
Nos vemos obligados a cambiar de idioma, de moneda, de comida, y descubrimos
así hasta qué punto es pequeño y limitado nuestro rincón del mundo. La
diferencia nos relega al papel de torpes aprendices, nos obliga a construir
desde los cimientos un nuevo lugar entre los otros..., que invariablemente nos
miran, quizá con desconcierto o sorna, como a un ser raro y extravagante. ¿Cómo
es posible que se equivoque al manejar mi moneda? ¿Cómo puede no entender las
fáciles palabras que le dirijo? Ya se ha sugerido que la locura podría
consistir en la suprema incomprensión de los otros, la máxima inadaptación por
parte del “loco”, que queda así excluido de la mayoría y es tratado con
menosprecio. Tal vez los locos sean visitantes extranjeros que no han aprendido
bien el código de nuestra mediocridad.
No hace falta ir muy
lejos. Salir al mundo es quedar expuestos a sus brisas y sus huracanes, es
ponernos a disposición del azar, de que “todo esté por hacer y todo sea posible”,
como escribe Miquel Martí i Pol. El poeta exagera bellamente, porque nuestra
capacidad de cambiar es menor de lo que desearíamos, y no estamos hechos para
grandes transformaciones, aunque nos complazca soñar con ellas como con
paraísos perdidos o por conquistar. El viaje tiene también algo de excepción,
de artificio. Parece que la verdad esté en otra parte, en la grumosa pero
familiar facticidad cotidiana. Al regresar a ella, parece que todo lo exterior
se disipe como un vago eco de irrealidad. “Tienen razón los días laborables”,
medita Gil de Biedma. Sin embargo, siempre queda algún recuerdo de aquel
tránsito en el que fuimos otros, y tal vez esa evocación sea suficiente para
que nuestros días laborables se tornen más complejos y más ricos.
Hambre de renovación,
saciedad de permanencia: entre esos dos polos va y viene la danza de la vida
humana. El mito del hombre contemporáneo, orgulloso de hacerse a sí mismo,
decreta que puede llegar allá donde se proponga; pero quiere hacerlo sin dejar
de ser él mismo, es decir, que en el fondo tiene miedo. Y con razón.
Obsesionarse con cambiar es un extremo que emborrona la hermosura del hogar;
casi siempre trágica, como no podría ser de otra manera, como lo es también la
de una huida perpetua. Nuestros viajes no deberían ser para huir, sino para
explorar. Explorarnos, ante todo, a nosotros mismos: no para ser otros, sino
para ser más nosotros.
Hay quien elige el
viaje interior, el de los libros y los sueños, el del pensamiento y el amor. Ha
habido grandes viajeros interiores y no parecen tener menos mérito que los
inquietos trotamundos. ¿Por qué oponer ambas maneras de viajar? Más parecen
espejos el uno del otro, opciones complementarias de exploración que se
enriquecen mutuamente al alternarse. A Montaigne, su largo viaje por Europa le
sirvió para completar la amplitud de miras sobre la vida; observar la
variabilidad de las costumbres le confirmó su relativismo de las opiniones. Hay
lejanías geográficas y lejanías reflexivas, y unas y otras se enredan en la
abigarrada urdimbre de nuestra existencia. Lo importante es sacar de ambas lo
mejor, permanecer abierto a la verdad incierta que ambas siembran en nosotros.
El viajero es siempre un amante de la vida, o un deseoso de conocerla, que es
amarla. Todo viaje trae una nueva pregunta con que interrogar a nuestras
convicciones. Hay que amar esa invitación al desconcierto, ese renovarse de la
incertidumbre. Ganar en sabiduría ensanchando la vastedad de nuestra
ignorancia.
Y luego están los
regresos, porque a toda ida le corresponde el reverso de una vuelta, porque hay
que completar el círculo. La existencia está hecha de ciclos, de un retorno que
Nietzsche concibió eterno. El gran filósofo nos proponía amar tanto las cosas,
tal como son, como para estar dispuestos a que se repitan interminablemente.
Una versión del retorno diametralmente opuesta a la de Platón, que, como el
cristianismo, considera la vida un tránsito imperfecto a una perfección perdida
más allá de la vida: para Nietzsche, en cambio, el tránsito es en sí mismo
perfecto, y no hay nada fuera de sus fronteras adonde debamos encaminarnos.
En definitiva, los viajes nos descubren nuestras
posibilidades y nos enfrentan a nuestras contradicciones, nos recuerdan que la
vida es frágil y corta, llena de luz y de promesas, y también de pérdida y
sombras. Si es cierto que son sagrados, deberíamos encararlos con devoción y
confianza; con la suprema valentía del que está dispuesto a perderlo todo, a
perderse a sí mismo para encontrarse. Pero tal vez el definitivo regalo del
viaje sea la oportunidad de ser otro, de tomarnos un descanso de nosotros
mismos.
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