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Nuestra compulsiva aspiración al cambio

Al hilo de las reflexiones de Z. Bauman sobre la vida líquida, se me ocurren algunas ideas sobre la insistente manía, propia de nuestra sociedad, de cambiarnos a toda costa.


  Cambiar es el gran empeño del hombre líquido, que sueña con una tecnología capaz de permitirle adueñarse hasta del último rincón de su vida, para administrarlo, planificarlo, racionalizarlo; en definitiva, hacerlo rentable. No olvidemos que el hombre líquido es empresario de sí mismo, amo y esclavo a la vez, y que se trata a sí mismo con el mismo afán de explotar al máximo, en función de los beneficios, que el de cualquier inversor. Cada cosa que hacemos por nosotros mismos es una inversión, es decir, debe rendir un beneficio previsible. Por eso, esperamos que nuestros esfuerzos por “mejorar” nos hagan más eficaces.
  Ya no se trata, como en otros tiempos, del buen vivir que duramente conquistaba el sabio, y cuyo punto de partida era, precisamente, admitir los propios límites y reconciliarse con los misterios de la vida. Del mismo modo que se transforma la cara mediante cirugía plástica, o el cuerpo con la medicina, el hombre líquido quiere reconstruir su psique a su gusto, como quien escoge platos en un menú. De hecho, para el hombre líquido la vida es un gran menú, en el que uno puede elegir prácticamente de todo con la única condición de pagarlo.

  Los encargados de llevar a cabo esa transformación a la carta son los especialistas. Vivimos en un tiempo de “especialistas” o expertos, de técnicos supuestamente capacitados para hacer que todo funcione como es debido incluidos nosotros. El resto venimos a ser unos legos, o como mucho aficionados, y nuestro papel se reduce a seguir sus instrucciones y pagar sus honorarios. Los especialistas de la mente o del alma son los chefs de esa gran cocina en la que se prepara el siguiente plato de nuestra vida. Nos aseguran resultados para chuparse los dedos, y, teniendo en cuenta lo que suelen cobrar, deberían cumplirlo. Pocos lo hacen, y casi siempre por debajo de lo que han prometido. Algunos incluso se creen sinceramente capaces de ello, y hasta llega a dolerles de verdad comprobar que no lo han conseguido, cuando fracasan... si es que lo admiten. Otros se limitan a jugar pulcramente su papel, siguiendo unos protocolos socialmente establecidos y cobrando por ello jugosos honorarios, sin mayor complicación ética. Porque en la vida líquida lo que importa, paradójicamente, no son los resultados, sino probar, de caseta en caseta de la feria, un elixir milagroso tras otro. Si hasta ahora los intentos han fallado, tal vez la eficiencia espere en el siguiente. Y de esto —seamos justos—, los responsables somos nosotros: por preferir delegar en vez de hacernos cargo de lo que nos corresponde. Los especialistas, como las pastillas, proliferan porque aún soñamos con la magia de las soluciones fáciles y rápidas.
  Terapias, asesoramientos, grupos de trabajo, formaciones, rituales, filosofías, prácticas, creencias, fórmulas de autoayuda, de ayuda especializada, de ayuda mutua o de ayuda colectiva. El mercado de la mejora personal es prácticamente inagotable. Y de eso se trata: de que quede siempre algo nuevo que probar, que se consuma un nuevo producto y se tire el viejo. No podemos explicarlo mejor que Bauman.
  Y en el origen de ello, insistamos, subyace una creencia chusca: todo es susceptible de mejora, incluso en nosotros mismos, sobre todo nosotros mismos; con las ideas adecuadas y el suficiente empeño, podemos rehacernos de cabo a rabo a nuestro gusto, podemos “arreglarnos”, “mejorarnos”, “evolucionar” sin límite y según nuestro deseo.
  ¿Por qué tal objetivo debería ser imposible, si la tecnología lo ha hecho realidad en todos los ámbitos? ¿Acaso hay algo en este que se escapa?
  Pues sí, hay algo. El transformador puede transformar lo que está fuera, pero nunca del todo a sí mismo. En cada intención de mejora se encuentra con su propia voluntad. Cambiar de deseos es también un deseo. Estamos tan acostumbrados a pensar en nosotros mismos como un conjunto, que olvidamos que el que piensa y juzga forma parte del conjunto.
  Les pedimos a nuestras terapias que nos hagan más seguros, más tranquilos, más equilibrados. Y el esfuerzo que ponemos en ello es nuestra mayor inseguridad, es lo que más nos intranquiliza, es un nuevo desequilibrio. Por afán que pongamos en convertirnos en otra cosa, siempre acabamos en lo que somos, que en definitiva incluye ese mismo afán.

¿Qué hacer, entonces? ¿Tenemos remedio o no? Tal vez no, pero, ¿qué pasaría si así fuera, si llegáramos a la convicción de que hay cosas en nosotros que no pueden cambiar, sencillamente porque eso es lo que somos, tat tvam asi, como dicen los hindúes? ¿Nos estaríamos condenando a la inmovilidad, la resignación, el conformismo?
  En absoluto. Aceptarnos es el cambio más profundo al que podríamos aspirar, la madre de todos los cambios. Es volver a casa y reconocerla como nuestro hogar, es dejar de humillarnos y maltratarnos al forzarnos a supuestos perfeccionamientos. Es abandonar la violencia, como lo llamaba Krishnamurti: la violencia que nuestros deseos pretenden ejercer sobre el mundo para modelarlo a su gusto.
  Se puede suponer que, a partir de ahí, mucho en nosotros puede florecer. Nuestra voluntad, que ya asume sus impotencias, vuelve a actuar en el pequeño territorio que le compete: perfeccionar la destreza con el arco, mejorar la habilidad en el trato con los demás, defendernos mejor y también recordarnos la profunda compasión que debería inspirarnos el desamparo humano. Podemos seguir luchando, pero ya no con nosotros mismos. Y podemos ayudarnos en la interminable tarea de aceptar y aceptar, sobre todo aceptar: la aventura bella y absurda de la vida y de la muerte.
  Cuando uno parte de la aceptación, intentar cambiar es como un juego. En lugar del empeño compulsivo de nuestra sociedad comercial por hacernos más “vendibles” (es decir, poder mostrarnos en los escaparates como mercancías “sin tara”), tal vez descubramos que lo que queríamos era otra cosa, y que estaba cerca de nosotros. Tal vez nos dirijamos al deseo, incluso cuando es necesario, con deportividad y sentido del humor: dispuestos a darlo todo, pero también a perder.
  Cambiar, de cualquier modo, siempre es difícil, porque supone oponerse a la compacta terquedad de lo dado, a eso que Sartre llamaba la facticidad. Nuestra facticidad personal está hecha, sobre todo, de hábitos, y por esa tierra hay que empezar a labrar: no hay cambio posible si no empieza por transformar algún hábito indeseable. Las metamorfosis aparatosas, espectaculares, de una pieza y profundas, son raras, reservadas a los genios, a los desesperados o a los locos. Somos seres de la costumbre. Casi toda nuestra vida discurre por lo pequeño, en lo pequeño debemos buscarnos y rescatarnos. Y ahí es donde quizá nos cueste menos cambiar algún pequeño detalle, poco a poco, vacilantemente, y resistir luego a la tendencia a regresar a donde estábamos. El logro aquí es instaurar una nueva costumbre. Si lo conseguimos, tal vez —solo tal vez— habremos fundado algo distinto. Que sea mejor o no, solo el tiempo lo dirá. Como el viejo de la fábula, no dejemos nunca de recordarnos: “Ya veremos, ya veremos”.
  Bueno o no, lo que cuenta del cambio es que se convierta en algo natural, en una nueva facticidad. Cambios pequeños podrían llevar a cambios grandes: a veces, retirar la piedra adecuada provoca un alud. No esperemos demasiado, pero no renunciemos a lo mucho. A encontrar las claves de los arcos también se aprende.
Y si conseguimos poco o nada, o si a la larga lo perdemos, encojámonos de hombros y consideremos que el fracaso es siempre lo más normal. Y volvamos a empezar tranquilamente, o dediquémonos a otra cosa.

De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir; y, estando siempre esperando ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca. Blaise Pascal.

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