viernes, 31 de marzo de 2017

Esperas

Espero en el bar del aeropuerto a que sea la hora de facturar el equipaje; después esperaré a una hora prudencial para ponerme en la larga cola de ingreso al recinto interior. Ahí aguardaré atento a que se inicie el embarque, y finalmente subiré al avión, me encajaré en mi asiento-jaula y dejaré que el viaje “suceda”.
Sentiré por un instante que se me concede una pausa, descansaré de esta alerta, esta tensa expectación del porvenir que me reclama atención. Durante las horas de vuelo, podré olvidar el deber de cumplir trámites y horarios, solo tendré que dejarme conducir. Sin embargo, eso solo será una tregua; basta que me detenga a pensar para notar de nuevo el incómodo tirón del futuro, para sentirme de nuevo incompleto y alerta.
Cuando el avión llegue a destino, me pondré en la cola de control de viajeros, donde esperaré pacientemente a que comprueben mi pasaporte, partiendo del supuesto tranquilizador de que todo transcurrirá en orden, y sin embargo consciente de la leve pero real posibilidad de que me sorprenda algún sobresalto, que me retiren a un lado y me interroguen, o me cacheen, y me hagan sentir como el extraño que en el fondo soy…  Luego tendré que ir a recoger mi equipaje, atento a reconocerlo en las cintas donde podría confundirlo con otras mil maletas parecidas, y siempre con la vaga inquietud de que se haya perdido, que lo hayan enviado en un vuelo equivocado, que se lo hayan dejado, huérfano, en algún rincón… Pero no hay que ser agorero, lo previsible es que lo reconozca en la cinta, que lo recoja y acuda, algo aturdido, a la salida.
Lo haré confiando en que mis padres me esperen fuera, que hayan asistido sin percance y nos distingamos entre la multitud. Será un encuentro gozoso, y uno podría pensar que al fin todo está en su sitio, que ya ha llegado, ya puede relajarse, pero no es así: después de los parabienes de rigor y la merienda en el carísimo bar del aeropuerto, aún hay que viajar hasta la casa de mis padres, buscar mi coche, conducir los tres cuartos de hora de camino hasta la mía; llegar, abrir la puerta y comprobar que no ha pasado nada, que todo está en su sitio —podrían haberme robado, podría haber habido una fuga de agua que inundara el piso, ya se sabe que siempre pueden pasar más cosas cuando uno no está—. Y si todo está en orden, entonces sí, entonces tal vez pueda sentarme y suspirar y pensar que el viaje ha concluido, que no quedan deberes ni incertidumbres, que el mundo que me reclamaba queda definitivamente fuera…, que he llegado. ¿Será así?
Por cierto que no. Siempre quedará la expectativa de los deberes cotidianos reencontrados, un anuncio de que el mundo, más temprano que tarde, vendrá en mi busca con reclamaciones: hay que sacar la ropa de la maleta, hay que lavarla, al día siguiente habrá que hacer la compra, habrá que mirar el correo electrónico por si llegó alguna novedad importante, llamar a Argentina para comunicar mi llegada y saludar a mi hijo; habrá que preparar los regalos para la comida familiar del domingo, habrá que empezar a pensar en la vuelta al trabajo el lunes… y así sucesivamente.
¿Qué le importan al lector todos estos farragosos detalles de mi prosaica vida? Nada, salvo en un matiz: lo mucho que se parecen a los suyos. Me he extendido deliberadamente, de un modo un poco enojoso, en los detalles burdos de mi quehacer —o más bien de mi expectativa de quehacer— para remarcar esa abigarrada presión con que nos abruma la facticidad futura. No es tanto que los sucesos abarroten la experiencia en definitiva, eso es vivir: lo que me asombra y quiero destacar es cómo la previsión del futuro satura el presente y, en cierto modo, lo arrebata, tira de él, se adueña de él. Vivimos continuamente pendientes del porvenir, un porvenir que nos arrastra sin descanso porque nunca acaba de cumplirse, siempre se recrea como un territorio que se ensancha a medida que avanzamos por él, pero que se extiende en balde porque en él se repite lo que ya teníamos… El porvenir es un trabajo que está siempre por hacer, por mucho que lo hagamos y lo hagamos, es como esa rueda en la que corren los hámsters sin moverse del sitio. Y de esa tarea, que también podría confundirse con la vida misma, lo que me interesa remarcar es su carácter de tensión que nos mantiene alerta, inquietos, inseguros y de trampa porque nos transmite una ilusión de avance irreal, y sobre todo porque nos escatima la única realidad, que es el presente.
Así que a veces reniego del futuro, ese territorio siempre pendiente y siempre demandante, que nos roba el presente al volcarlo hacia él como una gravedad que nos inclina en su dirección: lo real bailando al son de lo hipotético. Pero entonces me pregunto qué sería de nosotros sin ese tirón del futuro, me pregunto cómo sobreviviríamos a la desolación del presente, repentinamente desprovisto de motivos y de salvoconductos, desnudo a la hora de afrontar su desnudez, solo consigo mismo. Y me doy cuenta de que somos criaturas del propósito, seres definidos por el proyecto; que necesitamos lanzarnos en alguna dirección para no sentirnos atrapados y vacíos, que es conveniente tener siempre algo por hacer para ofrecérselo como licencia al espejo cuando venga a preguntarnos a dónde vamos.

sábado, 25 de marzo de 2017

¿Qué libertad?

Luchamos por la libertad porque solo cuando elegimos tenemos noción de ser alguien, es decir, un ser diferenciado en el océano del ser. El yo se materializa en sus decisiones, y aún más en los actos que las ejecutan. Cuando se nos restringe la libertad sentimos que nos arrebatan una parte de nuestra identidad; el sometimiento parece hacernos más pequeños. Por eso nos rebelamos contra los tiranos, sobre todo contra los pequeños dictadores que pretenden apropiarse de nuestros espacios cotidianos, porque es en las costumbres y en las pequeñas cosas donde se urde el tejido que nos compone.
Sin embargo, como todas las cosas grandes, la libertad también nos da miedo. Ya lo señaló Erich Fromm: a menudo buscamos, de un modo más o menos sutil, que se nos someta, para no tener que afrontar la vastedad vertiginosa de ser rigurosamente libres. Esto es así porque la libertad tiene dos precios muy caros: la incertidumbre y la responsabilidad. La primera nos angustia porque nos deja sin agarraderos firmes; una libertad absoluta equivaldría a una inseguridad absoluta, una completa ausencia de certezas y de previsibilidades. En cuanto a la responsabilidad, el problema que nos plantea es tener que hacernos cargo de las consecuencias de nuestras decisiones, y no poder echarles la culpa a otros. Se trata de una paradoja: cada elección libre limita nuestra libertad. Tampoco soportaríamos el peso de sentirnos completamente responsables: cada decisión se convertiría en una argolla, y llegaría un momento en que las cadenas ya no nos permitirían caminar.
Así que amamos la libertad, pero preferimos perseguirla a sabiendas de que nunca la conquistaremos del todo. Esa componenda secreta es lo que Sartre llamó “mala fe”, y le parecía un defecto ético que había que extirpar. Sartre perfilaba la aspiración correcta, y una vida lúcida es la que avanza en la dirección de asumir las propias responsabilidades. Sin embargo, nunca podremos realizarla del todo. El mundo y la naturaleza imponen sus leyes, y la principal de ellas es que la vida es corta y nuestras fuerzas limitadas. Ya lo decíamos: no podríamos tolerar la sensación de una libertad absoluta; nos sentiríamos demasiado solos, demasiado desamparados, demasiado expuestos. Necesitamos que la vida nos lleve la contraria, y es un gran alivio saber que casi siempre nos gana y que, al final de los finales, sucumbiremos ante ella definitivamente. Esta limitación de las posibilidades nos ayuda a contener nuestros sueños. “Yo hubiese querido ser mejor maestro, pero habría necesitado más tiempo, más formación, más medios…” Nos convencemos de que, si no fuese porque las cosas son como son, nosotros seríamos mejores de lo que somos. Ese “si no fuese por…” ayuda a vivir. Y por eso tantas veces, si nos falta, lo buscamos y hasta lo creamos.
En definitiva, una vida estrictamente libre resultaría demasiado compleja, y es el refugio de lo sencillo lo que buscamos en nuestras sumisiones más o menos voluntarias. Al casarnos, en buena parte nos sometemos al cónyuge, o a esa abstracción que es la pareja, y a partir de ese momento los límites se perfilan con trazo más grueso que las libertades. Tal vez afirmemos hacerlo a regañadientes, pero en el fondo nos da seguridad; nos otorga la tranquilidad de no tener que mantener el arduo trabajo de buscar parejas sexuales y compañías afectuosas. Pero cuando la serenidad se convierte en légamo y apunta el hastío, cuando el refugio se nos hace pequeño y se nos antoja prisión, volvemos a escuchar los lejanos cantos que nos llaman a una nueva aventura de descubrimientos y fundaciones. Puede que nos limitemos a añorarlos en secreto, acariciándolos como una ilusión inconfesable. En tal caso, habremos preferido la seguridad a la libertad, pero no podemos culpar al otro por ello. El otro es solo lo que es siempre todo otro, lo que siempre fue: una oportunidad y un límite. No tiene la culpa de que al principio lo celebráramos como oportunidad, y ahora predominen a nuestros ojos sus exigencias. Tampoco tiene culpa de haber cambiado con el tiempo, puesto que todos cambiamos. Si elegimos romper el contrato, si preferimos alejarnos porque la parte de oportunidad no compensa la de límite, admitamos que somos nosotros, y siempre lo fuimos, quienes eligen.
“Antes me decías que me querías”, increpa la mujer al marido; y es como reprocharle al viento que cambie de dirección: o te dejas llevar por él o asumes el esfuerzo de llevarle la contraria; tú decides, no el viento. Otra cosa distinta es pedir: “Me gustaría que me dijeras de vez en cuando que me quieres”. Al pedir, estamos partiendo de la base de que el deseo es nuestro, y contamos con que el otro puede negarnos la satisfacción. Lo malo es que muchas veces pedimos con mala fe, es decir, reclamando como niños algo que se supone que nos deben, y enojándonos si no nos lo dan. Es un residuo de nuestros sueños de omnipotencia originarios, cuando de verdad pensábamos que el mundo estaba ahí para satisfacer nuestros deseos, incluso para anticiparse a ellos. Pero el mundo no es una gran teta materna. El mundo acontece por su cuenta, al margen de nuestros sueños y nuestros temores, repleto de un enjambre de sueños y temores ajenos con los que tenemos que medirnos. El que quiera algo, tendrá que conquistarlo.
Conquistar forma parte de nuestra vertiente prometeica. Nos trae el placer fascinante de la aventura, el reencuentro con nuestra libertad y el ejercicio de nuestro poder. Es un viento fresco y enérgico que nos embarca en una nueva odisea. Pero, como toda travesía, está lleno de peligros y trabajos. El primero de ellos, y quizá el más difícil, es quedarse solo, abandonar el abrigo de la cotidianidad, separarnos de los que nos han acompañado más de cerca y que incluso al aburrirnos nos estaban resguardando. Dar ese paso requiere coraje y, probablemente, desesperación o un punto de locura. Hay que estar dispuesto a perderlo todo antes de ganar nada. La mayoría de la gente lo evita, especialmente con el paso de los años, y hace bien: hay un punto en la vida en que un plato de sopa pasa a valer más que todas las aventuras. Además, con la edad, a medida que comprendemos nuestras fragilidades, aprendemos a ponerles coto a nuestros sueños; no necesariamente por sabiduría, sino por mera derrota, aunque las derrotas tienen su propia sabiduría. En definitiva, cuando queda menos vida y empiezan a fallar las fuerzas, hay tareas que se nos hacen demasiado cuesta arriba.
Pero esa tendencia, que en otros tiempos fue considerada sabia, hoy en día es menospreciada. La desquiciada lógica de nuestra sociedad nos encaja en una ecuación en la que solo vale lo nuevo, lo que va a más, lo que siempre está explorando y actuando. El que viaja poco, el que sale poco, el que no cambia de coche o de pareja; en definitiva: el que consume y renueva poco, viene a ser un fracasado. Ya no hay retiros serenos que valgan: hay que hacer muchas cosas, comprar muchas cosas, experimentar muchas cosas; hay que ser productivo y hacer algo útil. Para nuestra sociedad desaforadamente prometeica, la bella, la poética inutilidad es siempre una traición, y por tanto reprobable desde el punto de vista ético. Un paseo sosegado a ninguna parte resulta una rareza que raya en lo estúpido. En cambio, caminar para hacer ejercicio tiene sentido.
Esta manera de encarar la vida nos empuja a hacer cada vez más cosas y a disfrutarlas cada vez menos. Una actividad se sucede a otra a ritmo frenético, y resulta imposible detenerse en ninguna para saborearla. El tiempo escasea y con él la satisfacción. Acontece la paradoja de que, cuanto más libertad personal, no política nos exigimos, menos libres somos. Estamos prisioneros de un ansia que nunca se colma. Tal vez nos convenga intentar obsesionarnos un poco menos con la libertad y rescatar la imaginación.

viernes, 17 de marzo de 2017

Muchos en uno

—Somos muchos en uno, muchas voces, muchos anhelos, muchas esperanzas...
—Sí.
—Somos un destello de razón en un fulgor voluble de emociones. ¡Qué pequeña, qué débil es la fuerza de nuestro raciocinio cuando se alza en ese vórtice de sentimientos!
—Sí.
—Lo que llamamos voluntad es sólo un intento torpe de encauzar el río de la vida que nos arrastra.
—Sí.
—Tenemos hambre de caricias, de encuentros, de manos y de besos. Quizá no podamos vivir sin ellos. Quizá no podamos controlar esa nostalgia.
—Sí.
—Hoy estoy triste. Hoy contemplo mi vida y me parece una extensión árida y fría. Hoy me siento desértico y me estruja una añoranza de fuentes y de arroyos. Hoy me agitan extraños encuentros y desencuentros conmigo mismo, y no estoy bien en mí. Hoy necesitaría que me quisieran para quererme, y todo lo demás me parece deshabitado. Pero si lo pienso bien, me doy cuenta de que todo esto, que me invade con tanta intensidad y parece tan real, se asemeja más bien a un espejismo, a un despropósito, a una fiebre loca que tengo que curar. Así que preferiría rehabilitar mi soledad sin aspavientos, preferiría refugiarme en un baluarte de lucidez que me salvara de mis propios delirios. Aunque ese baluarte parezca un lugar gélido y resquebrajado. ¿Tú crees que es posible?
—Creo que es posible, incluso con nostalgias, incluso con tristeza. Sin embargo, no tengo claro que pueda sostenerse. La filosofía es una buena amiga, pero lo decisivo es el corazón. Y esto sí lo tengo claro: no se puede vivir sin un corazón alegre y satisfecho.
—Pero la alegría más grande debería surgir de la coherencia, de ocupar el lugar que nos corresponde, de servir a la vida desde la razón. Séneca decía que no hay alegría mayor que vivir conforme a nuestra naturaleza.
—El problema es que ignoramos cuál es nuestra verdadera naturaleza. Desde luego, no consiste solo en lo racional y lo coherente: en nosotros también hay mucho quizá más de borrasca y de locura. Tú puedes aspirar a vivir solo, y considerar que es una aspiración buena y elevada, y resultar que te estás equivocando, que en realidad habías nacido para compartir, y amar y ser amado. La soledad podría ser tu pobreza, como decía Holderlin de la reflexión frente al ensueño.
—Ya probé el camino de la pasión, y no me llevó a buenos puertos. Yo no estoy capacitado para el amor, soy un ser demasiado herido.
—Lo eres, pero no más que cualquier otro. Porque la vida es, en efecto, un exceso y una herida. ¿Hay algo más loco, más indescifrable que existir? Preferirías apartar lo que te duele, y haces bien. Sin embargo, cuando intentas acallar el amor, lo único que consigues es que se te cuele por su cuenta por donde menos te lo esperas. Porque algo en ti sigue añorándolo, y no renuncia. Porque cuando tú no lo esperas, te busca él.
—Demasiadas voces, demasiados deseos. Cómo desearía una vida de silencio, o al menos de armonía, en lugar de esta algarabía interior en la que cada parte tira para su lado, y no hay manera de avanzar en ninguna dirección.
—Sí, uno desearía poder acallar algunas voces molestas. Pero en el fondo tal vez sea justo que no nos sea posible. ¿Cómo podríamos estar seguros de que no estamos perdiendo un don?
—Pero hay quien lo consigue. Hay quien deja atrás rémoras que le limitan, quien se libra de fantasmas que lo retienen. ¿De qué nos sirve la libertad si no podemos elegir qué partes de nosotros apoyar como aliadas?
—La libertad nos mueve a través del territorio, pero no crea el territorio, como tampoco nos crea a nosotros mismos. La voluntad puede aspirar a regir los actos, pero nunca podrá regir a la propia voluntad. ¿Por qué elegimos esto y no aquello? Tal vez podamos argumentar alguna razón, pero los argumentos son endebles y a menudo contradictorios. Esa es la miseria de la razón.
—Llama al pensamiento miseria, si quieres; yo prefiero considerarlo un buen instrumento. Hay razones buenas y malas, peores y mejores. Se puede echar mano de ellas como de un mapa pulcro y certero: para serlo le basta un territorio, aunque no muestre los que hay más allá de sus cuatro esquinas. Lo mismo pasa con un piano: su música no es menos verdadera, ni menos bella, por el hecho de que las teclas se terminen a ambos lados. Si contemplo mi interior, yo tengo una buena razón para acallar algunas voces: vivir en paz, dejar de desgarrarme interiormente entre fuerzas opuestas. Optar por un camino y seguirlo: la libertad es acotar lo posible.
—Hazlo. Nada te lo impide.
—Nada. Pero, en fin, queda la nostalgia de los caminos abandonados.
—Aun con nostalgia, se puede seguir caminando. Hay que perder mucho para ganar algo.
—Entonces, ¿se trata de admitir la tristeza y la pérdida?
—¿No querías ser libre?
—No puedo evitar ser libre. Sartre tenía razón: no puedo evitar elegir.
—Hazlo entonces consecuentemente. Elegir es perder. Pero no con resignación, sino con gozo.
—¿Gozo?
—Por lo que ganamos.

viernes, 10 de marzo de 2017

Las trincheras del yo

El yo, la noción o sensación de lo que somos como individuos diferenciados, solo puede sostenerse a fuerza de una perpetua lucha. Todo conspira contra él, puesto que lo natural es lo indistinto, y distinguirse equivale a crearse de la nada
que es todo, a configurar una anomalía contraria al contexto. El yo es un constructo artificial, arduo e inevitablemente frágil, porque la frontera que lo delimita nunca está del todo clara ni justificada, y hay que levantarla una y otra vez frente a los embates de la existencia.
El yo necesita demostrar sin cesar su diferencia. El mayor peligro sería confundirse con lo otro, con cualquier otro. Por eso, su seña más inmediata es el cuerpo y su frontera primigenia es la piel. Ver y percibir un cuerpo propio que es único, irrepetible, separado del entorno, una materia más o menos aislada que cobra forma en medio del polvo estelar: ahí reside la fuente originaria de la idea de un yo. Sin embargo, no es suficiente, porque el yo es un concepto metafísico, y pertenece al reino de lo mental. El yo no tiene suficiente con descubrirse actuando, tiene que sentir que es una entidad que actúa, que perfila su estar. En definitiva, necesita sentir que es una voluntad y que por tanto es libre. Sin la capacidad de elegir no habría yo. Sin esa voz interior a la que llamamos conciencia, y que es el eco de la actividad mental, no habría yo. Pero como el yo es una construcción mental sobre esa supuesta individualidad sentida, tiene que reafirmarse constantemente.
¿De dónde procede la noción del yo? ¿Surge naturalmente, de un modo mecánico, de la experiencia de percibirnos como un cuerpo, una voluntad, un discurso mental, o ni siquiera todo eso es suficiente? Probablemente hace falta algo más, algo que impone nuestra naturaleza social: la noción de yo requiere un reconocimiento por parte de los otros, una relación con los otros en la que se nos atribuye un yo. Es probable que se nos enseñe a entendernos como yo, al interiorizar el hecho de que los demás nos traten como una entidad diferenciada, que nos repitan que lo somos. Al nacer se nos pone un nombre, y desde entonces se nos considera un individuo. ¿Qué pasaría si no nos trataran como entidades separadas, si no nos pusieran nombre, si ignoraran nuestros reclamos, si cuando hablamos nadie nos contestara? ¿Qué sucedería si nunca se tuvieran en cuenta nuestras decisiones y nuestros deseos? Probablemente nos sería imposible concebir nuestro yo, y, en caso de entreverlo, no podríamos considerarlo convincente. Pero lo mismo podría suceder en el extremo contrario: si siempre fueran satisfechos nuestros deseos, si nunca se nos opusiera nada. En tal caso, el yo se soñaría universal y omnipotente, una especie de poder subyacente a todo; o bien ni siquiera podría concebirse, al carecer de límites: el yo acabaría coincidiendo con el todo que es nada, y esa coincidencia es justamente lo que anula al yo.
Estas contradicciones van perfilando en qué consiste la ardua tarea del yo: no solo fundarse, sino estar permanentemente reafirmándose, ya que la certeza de su existencia no es nunca definitiva. Por eso el yo es ante todo una lucha, puesto que, como propone la filosofía oriental, allá donde se instaura una frontera se inaugura una guerra. Las dos amenazas, podríamos decir, “existenciales” para el yo, y por lo mismo sus más hondos terrores, son la ausencia de reconocimiento propio y ajeno. El yo, cada vez que se mira al espejo, debe encontrarse reflejado; si un día se mirara y no se viera, habría aparecido un indicio, una insoportable sospecha de su inexistencia. Y, puesto que los demás son nuestro espejo, el yo no necesita menos verse reconocido por los otros, por miradas ajenas que lo vislumbren y lo proclamen. El yo requiere de una permanente confirmación de su visibilidad. Para ello, tiene que actuar como yo, tiene que poner en práctica su voluntad y su poder, comprobar que son eficaces, y notar, a la vez, la resistencia del entorno, la consistencia del límite.
La vertiente social del yo establece un segundo nivel de tarea, un nivel que podríamos llamar “cualitativo”. Los demás no solo nos reconocen o nos ignoran, no solo colaboran o se oponen; también nos juzgan. Nos dicen hasta qué punto estamos o actuamos “bien” o “mal”. La aprobación o el rechazo configuran la moral, y la moral perfila el yo. Este ámbito del juicio como crisol de la identidad es fascinante, porque introduce la dimensión del valor, y abre un territorio virtualmente infinito para la tarea del yo: no basta con ser, además ese hecho de ser debe realizarse según la norma, debe ser consagrado por la aquiescencia de la tribu. Es más: hay infinitos grados en los que podemos estar mal o bien, y eso conlleva una clasificación en medio de los otros, concluir hasta qué punto somos mejores o peores dentro del conjunto. Nuestro yo quiere sentirse reconocido y poderoso, querido y valorado, y para ello tiene que ser bueno; no solo bueno: tiene que ser mejor, o al menos no estar entre los peores. Esta nueva tarea resulta virtualmente inagotable, porque siempre se puede ser mejor que alguien, o, dicho con más propiedad, siempre puede aparecer alguien que sea mejor que nosotros. El yo tiene que vigilarse sin cesar a sí mismo, y vigilar al mismo tiempo a los demás que lo vigilan; tiene que poner a prueba su valor, medirlo con respecto al valor de los otros, esto es, compararlo. Se instituye, pues, otra amenaza para el yo: la posibilidad de estar mal, con su abanico de consecuencias nefastas: ser rechazado, menospreciado, ignorado, anulado, sometido…
Ante tal complejidad, no extraña que el yo sea, como nos han enseñado los orientales desde hace milenios, la mayor fuente de sufrimiento e inquietud para el ser humano. El yo hace que necesitemos constantemente comprobar que somos reconocidos y valorados, y hasta qué punto lo somos. Hay pocos elementos más potencialmente destructivos que una baja autoestima, es decir, una escasa valoración del yo por parte de uno mismo. Pero la autoestima está íntimamente vinculada con la estima que despertamos en los otros, y con nuestra capacidad de incidir en el ambiente, de ejercer nuestra voluntad. Por eso la valoración de los demás nos importa tanto; por eso el amor nos reconforta, y la admiración nos satisface; por eso importa tanto que, cuando competimos, ganemos: al menos, de vez en cuando. Hay un cierto grado de pérdida ontológica en comprobar nuestra falta de poder; y, por el contrario, hay un ensanchamiento del ser al vernos capaces de llevar a cabo nuestras intenciones. Spinoza lo señaló, y a esa capacidad la llamó potencia: “Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar se alegra, y tanto más cuanto con mayor distinción se imagina a sí misma y su potencia de actuar”; en cambio, “por el solo hecho de que el alma imagina su impotencia, se entristece”. Nótese que el filósofo remarca la importancia de la distinción, consciente de que no puede haber yo (o alma) si no se diferencia de algún modo de lo otro.
Buena parte de las interacciones sociales —quizá todas las que no respondan a la mera supervivencia— puede entenderse a través del prisma de estos reclamos del yo: reconocimiento, valoración y potencia. Algunas de ellas resultan obvias: el orgullo que sentimos cuando se nos felicita, el agrado de ganar un concurso o de obtener beneficios en un negocio, la satisfacción de comprobar que hemos sido capaces de arreglar un aparato estropeado. Sin embargo, otras circunstancias no revelan su motivación de un modo tan aparente, y a menudo no solo nos sorprenden, sino que nos resultan desconcertantes. Veamos algunos ejemplos.

Los niños tienen una necesidad dramática, no siempre entendida, de ser vistos. El yo del niño es aún precario y tremendamente vulnerable, y depende rigurosamente del reconocimiento de los demás (primero la madre, luego el resto de las personas con las que interactúa). La sensación de no ser visto equivale a la angustiosa fantasía de no existir. Por eso tienen una necesidad permanente de llamar la atención, de ser mirados, de que se les escuche y se les hable. Y, si no se les dispensa esa atención mediante el amor, preferirán conseguirla mediante el enojo o la reprensión a no tenerla. Para la economía del yo (y más del yo infantil), es preferible un grito o incluso un azote a la invisibilidad; y, si no tienen otra cosa, los provocarán por todos los medios a su alcance. Desde muy pequeños, los niños lloran, patalean, tiran y rompen cosas o simplemente llevan la contraria solo para conseguir la satisfacción de que les miren y les digan algo; entonces suelen calmarse. Algunos, lamentablemente, se enquistan en estos roles, bien porque no se les ofrecen otros, bien porque no acaban de arreglárselas para captar la atención de otra manera. No es exagerado considerar que hay niños atrapados en comportamientos asociales; de hecho, si no se les salva, probablemente los mantendrán de adultos, y para entonces ya será muy difícil cambiarlos. La conclusión es evidente: no hay mejor escuela que el amor, que no solo incluye reconocimiento, sino también valoración y alimento para la autoestima. Y recordemos la fragilidad del yo: es necesario reiterarlo, repetir las palabras amorosas una y otra vez, demostrar en cada ocasión que lo que hace el niño nos interesa, nos importa. El amor es el mejor bálsamo para las heridas del yo.

La convivencia de pareja es un laboratorio de primera categoría para las relaciones humanas, debido a su grado de proximidad e intensidad,  a las expectativas sin duda excesivas que solemos poner en ella. Podemos soportar que se nos ignore en la calle, incluso en el trabajo, pero no en nuestra casa. Allí necesitamos que se nos preste atención y que se nos valore. Los conflictos ponen a prueba las relaciones íntimas, pero nada las devasta más que la indiferencia. Todo esto resulta bastante evidente. Pero hay otros fenómenos que no lo son tanto.
En la pareja (y en la familia en general) se compite constantemente, porque competir es un modo de reafirmar el yo y de poner a prueba su valor. Los estudios han demostrado que la pareja es más estable si cada uno de sus miembros se especializa en algo distinto; solo de ese modo un éxito del cónyuge no será percibido como una amenaza para el propio valor, y por tanto habrá menos necesidad de competir y menos frustración por los triunfos del otro.
Algo parecido sucede, probablemente, con los gustos, las aficiones, las preferencias… Cuando amamos nos gustaría compartirlo todo, y para acercarnos tenemos que encontrar cosas en común. Pero si nos parecemos demasiado, seguramente llegará un momento en que necesitaremos cultivar la diferencia, esto es, rescatar a nuestro yo de una fusión que amenaza con anularlo. Convivir exige reordenar las preferencias, y con el tiempo uno se puede sorprender de hasta qué punto ha cambiado en direcciones inesperadas, a veces ni siquiera deseadas, sencillamente para llevar la contraria. La persona amable y tolerante puede volverse despótica o arisca ante un compañero sumiso, y no solo porque le moleste la sumisión, sino por complementariedad. Si al principio a los dos les encantaba salir continuamente, es posible que poco a poco uno de los dos se vuelva más casero y, paralelamente, el otro reivindique con más energía que antes su necesidad de salir: armonía de opuestos, decía ya Heráclito, o armonía gracias a que hay opuestos, como si cada uno se situara en un polo para asegurar la tensión que, al oponerlos, los une ¿no se tocan los extremos?. En estos procesos a veces sucede, incluso, que se dé un intercambio de papeles: basta con que el que era más ordenado se vuelva descuidado para que el otro se convierta en el centinela del orden. En cualquier caso, parece bastante recomendable que en la pareja y tal vez en cualquier grupo humano se respeten las distancias, que no se pretenda compartir demasiado, que haya un margen generoso para la distinción. No es fácil encontrar el equilibrio entre la confluencia y la divergencia, y quizá por eso el intento naufraga tan a menudo.

La necesidad de valoración y de sentirse capaz guía muchas de nuestras decisiones a lo largo de la vida. ¿Nos gusta lo que se nos da bien, o nos volvemos expertos precisamente porque nos gusta lo que hacemos? Seguramente, ambas tendencias son complementarias y crecen a la vez. Lo que es seguro es que difícilmente sucederá lo que no cumpla ambas condiciones: que nos guste algo en lo que no nos sentimos capaces o que ganemos capacidad en lo que no disfrutamos. En el primer caso, afrontar la impericia es un contratiempo para el yo, y mina la autoestima; yo hubiera soñado con ser una buena pareja de baile, pero lo cierto es que daba más pisotones que pasos, por lo que no me sentía cómodo en las discotecas. Pero solo se perfecciona lo que se practica, y tengo que admitir que tampoco puse nunca muchas ganas al bailar.

En definitiva, lidiar con el yo hace la vida más difícil, pero también más interesante. El budismo aspira a anular la dictadura del yo y liberarse así de sus reclamos contradictorios e insidiosos. Es cansado tener que estar continuamente esforzándonos por ser reconocidos y valorados, compararnos y competir; y es amargo comprobar que esas aspiraciones muy a menudo resultan frustradas, sentir decepción o vergüenza cuando fracasamos, envidia o celos cuando comprobamos que otros nos aventajan. Pero la vida se llena de color cuando nos valoran, y sin el motivo del logro no nos esforzaríamos por construir e inventar. Hay que contar con algo de arrogancia y bastante ambición para embarcarse en las odiseas de la vida, como nos enseña Ulises. 
Una vez más, puede que la clave resida en el camino medio aristotélico, en el adecuado equilibrio de cada cosa. La juventud tiene que ser fundacional y aventurera, tiene que acometer batallas y encajar derrotas, así que no le queda más remedio que pagar su exuberancia con mucho esfuerzo y un sufrimiento que habrá que ir aprendiendo a moderar. A la juventud le sobra tanta energía que incluso tiene que encontrar modos de desperdiciarla. Con la madurez llega el gusto por puertos serenos y navegaciones tranquilas, cuando nos queda un yo más curtido y maltrecho, más cansado y escéptico, un yo que, si hemos aprovechado la vida, quizá no tenga ya tanta necesidad de espectadores y éxito. Dicen que en algunos lugares de la India existía la tradición de que, a partir de los cincuenta años, los hombres apartaban a un lado las obligaciones con la familia y se dedicaban a orar y meditar. El yo tiene también sus estaciones y está bien que se vaya rindiendo en sus actos finales.

viernes, 3 de marzo de 2017

Amabilidad

Solemos despreciar la amabilidad forzada por lo que tiene de artificioso, porque obedece más a una voluntad (sospechosamente interesada) que a una espontaneidad (fruto presuntamente genuino de nuestras cualidades). Los que son amables con nosotros porque les sale del alma nos transmiten su aprecio por nuestra valía humana; los que se fuerzan a serlo, en cambio, lo harían de un modo interesado, tratándonos como objetos.
Sin embargo, me parece que deberíamos poner en duda el principio según el cual lo espontáneo es más valioso que lo deliberado. Despertar la simpatía ajena gracias a nuestros encantos es tan necesario como que nos quieran por lo que somos y no por lo que querrían que fuéramos. Sin embargo, probablemente nos estemos dejando arrastrar por un prejuicio cuando nos empeñamos en diferenciar estrictamente una cosa de la otra. Porque las cosas humanas están siempre mezcladas y tienen muchas caras.
Lo humano no obedece al principio de contradicción clásico, aquel de Parménides: "lo que es, es; lo que no es, no es". Lo humano se aviene más a la ambivalencia que prefería ver Heráclito: "nada es, todo fluye". Se puede ser y no ser al mismo tiempo, puesto que fluimos, somos un caudal de sensaciones y motivaciones, que discurren entrelazadas, dándose la vuelta la una a la otra mientras se precipitan entre las piedras del río de la vida. Que veamos una sola por vez demuestra la limitación de nuestro pensamiento, demasiado lineal para captar la complejidad arracimada de las emociones; en eso, la intuición es más penetrante, al perder en precisión lo que gana en visión de conjunto. Para la intuición, lo que es puede no ser tanto, o ser varias cosas a la vez; y lo que no es, tal vez sea de algún modo indefinible, o esté a punto de ser.
 Por eso, porque el alma humana es abigarrada y multifacética, debemos ser cautos al juzgarla. Es fácil sentir simpatía por alguien encantador; es fácil que nos parezca encantador quien nos atrae de algún modo. Las personas bellas, a menudo, no necesitan ser amables para que se las adore: les basta con el esplendor de su belleza. En cambio, quien cuenta con encantos limitados tiene que ganarse la atracción a pulso, tiene que conquistar y seducir, tiene incluso que conmover y persuadir, si no quiere quedarse siempre relegado por los que destacan de forma natural. A menudo, los jóvenes en los grupos se distribuyen los papeles: están, a un lado, los que se mueven con aplomo, seguros de su atractivo físico o de su don de liderazgo; del otro lado están los que, más titubeantes, exhiben lo que tienen procurando sacarle todo el partido posible: los divertidos, los ocurrentes, los afables, los bondadosos… En el mercado de las relaciones humanas, cada cual procura venderse ofreciendo lo que tiene; a menos apariencia, más trabajo, más necesidad de diseñar una estrategia perspicaz que convenza. ¿Despreciaremos ese intento por forzado, por interesado? ¿No está buscando lo mismo que todos, que le quieran y le aprecien, que le den un lugar y una significación?

La afabilidad es algo escaso y precioso; creo que hay que apreciarla siempre, venga de donde venga y sin importar lo que pretenda, como algo bueno en sí mismo. No hablo de la falsedad del vendedor de seguros o del político en campaña, aunque los sagaces saben condimentar su mero objetivo de vender o ganar con toques de simpatía sincera; tal vez de ese modo, incluso, lleguen a apreciar realmente, aunque solo sea un poco, a ese cliente potencial; tal vez vislumbren la persona detrás del instrumento. Ya se sabe que a menudo las convicciones son fruto de los actos, y menos al revés.
 Pero no hace falta acudir a los extremos. A mí también me ofende la cordialidad calculada, a veces burda, del mercader. O más que ofender, me aburre, porque limita la interacción y la vacía hasta dejarla hueca. No: pienso, por ejemplo, en la sonrisa de esa mujer que esperaba detrás de mí en la cola del supermercado. Después de poner los artículos sobre la cinta de la caja, me he girado un momento y se han cruzado nuestras miradas. Éramos dos perfectos anónimos, sin ninguna intención ni pretensiones hacia el otro. Y, sin embargo, nos hemos visto, es decir, ha habido un instante en que el anonimato se ha resquebrajado: eso se detecta. Luego me ha dedicado una sonrisa algo exagerada, una sonrisa de circunstancias que era más bien un apretar de facciones. No despreciaré ese gesto, aunque se le pueda llamar mueca. Al fin y al cabo, podría no haber sonreído, no había ninguna razón para hacerlo. Si lo ha hecho es, sencillamente, porque le ha apetecido. Y como no ando precisamente sobrado de sonrisas, resulta que hasta me ha gustado, y también yo, seguramente, le habré sonreído, aunque ni siquiera me acuerdo, ocupado como estaba en el desconcierto ante un gesto de cortesía tan gratuito, tan innecesario, tan injustificable.

Se me dirá que un detalle así no es lo mismo que la sonrisa forzada de la cajera o de la señora que me pedía que le dejara pasar en la cola porque solo llevaba un par de cosas. Y que la diferencia está, precisamente, en que mi mujer sonriente no ganaba nada con su amabilidad. Sin embargo, me parece que tal distinción no es del todo cierta. Mi mujer sonriente ganaba en convivencia pacífica con un desconocido, se ofrecía como destello en medio de la masa gris de la indiferencia; conquistaba mi buena voluntad, que siempre es útil, porque nos tranquiliza frente al mundo desde que vivíamos en tribus y un enemigo podía ser un peligro mortal. Mi mujer sonriente estaba extendiendo por el aire un perfume de serena convivencia que nos ayudaba a todos: ¿hay algo más provechoso para nuestra entereza, para nuestro ánimo? Su regalo hacía acopio para sí, como todos los regalos, sin por eso entregar menos. Los budistas nos recuerdan que es imposible no sentir compasión por alguien que sabemos que sufre o sufrirá como nosotros. Mi mujer sonriente me demostraba su compasión (etimológicamente igual a simpatía), al tiempo que despertaba la mía. Lo forzado de su sonrisa no le quita mérito.
Porque, al final, lo que nos hace humanos y salpica nuestra vida cotidiana de motas de felicidad son estos ínfimos gestos en los que, de pronto, descubrimos a otros, y nos sentimos descubiertos; en los que la simpatía y la compasión fluyen de lado a lado y nos reconfortan; en los que vislumbramos en el otro nuestra misma naturaleza efímera, sufriente, vulnerable, deseante. En la escena cumbre de la película Blade Runner, el replicante rebelde, que ha arrinconado a su perseguidor en un trance de muerte, siente de pronto que su propia muerte es inminente; y entonces, mira a su enemigo con ojos nuevos, comprende su anhelo de vivir, porque es el mismo que le invade a él en ese momento desesperado por ser el último. Podría dedicar sus postreras energías a culminar la defenestración de su enemigo, llevárselo por delante en una debacle común. Sin embargo, decide hacer lo contrario: morir salvando, salvando en el otro lo que no puede salvar en sí mismo. ¿Qué gana, si morirá de todos modos, y eso es lo único que debería importarle? Gana la belleza de un simple gesto de amor. El mismo que prodiga el viejo moribundo Watanabe al dedicar sus últimos meses a luchar por un parque para los pobres, en la película Vivir de Kurosawa. Mientras se balancea en el columpio del parque, bajo la nieve, sabiendo que morirá esa misma noche, Watanabe está saboreando un raudal de sentido que mana de la eternidad. Canta feliz, tal vez esté oyendo las risas y el griterío que desparramarán los niños al día siguiente: vive en ese presentimiento. Ese deslizarnos al corazón de los demás es lo que nos regala el sentido.