viernes, 10 de marzo de 2017

Las trincheras del yo

El yo, la noción o sensación de lo que somos como individuos diferenciados, solo puede sostenerse a fuerza de una perpetua lucha. Todo conspira contra él, puesto que lo natural es lo indistinto, y distinguirse equivale a crearse de la nada
que es todo, a configurar una anomalía contraria al contexto. El yo es un constructo artificial, arduo e inevitablemente frágil, porque la frontera que lo delimita nunca está del todo clara ni justificada, y hay que levantarla una y otra vez frente a los embates de la existencia.
El yo necesita demostrar sin cesar su diferencia. El mayor peligro sería confundirse con lo otro, con cualquier otro. Por eso, su seña más inmediata es el cuerpo y su frontera primigenia es la piel. Ver y percibir un cuerpo propio que es único, irrepetible, separado del entorno, una materia más o menos aislada que cobra forma en medio del polvo estelar: ahí reside la fuente originaria de la idea de un yo. Sin embargo, no es suficiente, porque el yo es un concepto metafísico, y pertenece al reino de lo mental. El yo no tiene suficiente con descubrirse actuando, tiene que sentir que es una entidad que actúa, que perfila su estar. En definitiva, necesita sentir que es una voluntad y que por tanto es libre. Sin la capacidad de elegir no habría yo. Sin esa voz interior a la que llamamos conciencia, y que es el eco de la actividad mental, no habría yo. Pero como el yo es una construcción mental sobre esa supuesta individualidad sentida, tiene que reafirmarse constantemente.
¿De dónde procede la noción del yo? ¿Surge naturalmente, de un modo mecánico, de la experiencia de percibirnos como un cuerpo, una voluntad, un discurso mental, o ni siquiera todo eso es suficiente? Probablemente hace falta algo más, algo que impone nuestra naturaleza social: la noción de yo requiere un reconocimiento por parte de los otros, una relación con los otros en la que se nos atribuye un yo. Es probable que se nos enseñe a entendernos como yo, al interiorizar el hecho de que los demás nos traten como una entidad diferenciada, que nos repitan que lo somos. Al nacer se nos pone un nombre, y desde entonces se nos considera un individuo. ¿Qué pasaría si no nos trataran como entidades separadas, si no nos pusieran nombre, si ignoraran nuestros reclamos, si cuando hablamos nadie nos contestara? ¿Qué sucedería si nunca se tuvieran en cuenta nuestras decisiones y nuestros deseos? Probablemente nos sería imposible concebir nuestro yo, y, en caso de entreverlo, no podríamos considerarlo convincente. Pero lo mismo podría suceder en el extremo contrario: si siempre fueran satisfechos nuestros deseos, si nunca se nos opusiera nada. En tal caso, el yo se soñaría universal y omnipotente, una especie de poder subyacente a todo; o bien ni siquiera podría concebirse, al carecer de límites: el yo acabaría coincidiendo con el todo que es nada, y esa coincidencia es justamente lo que anula al yo.
Estas contradicciones van perfilando en qué consiste la ardua tarea del yo: no solo fundarse, sino estar permanentemente reafirmándose, ya que la certeza de su existencia no es nunca definitiva. Por eso el yo es ante todo una lucha, puesto que, como propone la filosofía oriental, allá donde se instaura una frontera se inaugura una guerra. Las dos amenazas, podríamos decir, “existenciales” para el yo, y por lo mismo sus más hondos terrores, son la ausencia de reconocimiento propio y ajeno. El yo, cada vez que se mira al espejo, debe encontrarse reflejado; si un día se mirara y no se viera, habría aparecido un indicio, una insoportable sospecha de su inexistencia. Y, puesto que los demás son nuestro espejo, el yo no necesita menos verse reconocido por los otros, por miradas ajenas que lo vislumbren y lo proclamen. El yo requiere de una permanente confirmación de su visibilidad. Para ello, tiene que actuar como yo, tiene que poner en práctica su voluntad y su poder, comprobar que son eficaces, y notar, a la vez, la resistencia del entorno, la consistencia del límite.
La vertiente social del yo establece un segundo nivel de tarea, un nivel que podríamos llamar “cualitativo”. Los demás no solo nos reconocen o nos ignoran, no solo colaboran o se oponen; también nos juzgan. Nos dicen hasta qué punto estamos o actuamos “bien” o “mal”. La aprobación o el rechazo configuran la moral, y la moral perfila el yo. Este ámbito del juicio como crisol de la identidad es fascinante, porque introduce la dimensión del valor, y abre un territorio virtualmente infinito para la tarea del yo: no basta con ser, además ese hecho de ser debe realizarse según la norma, debe ser consagrado por la aquiescencia de la tribu. Es más: hay infinitos grados en los que podemos estar mal o bien, y eso conlleva una clasificación en medio de los otros, concluir hasta qué punto somos mejores o peores dentro del conjunto. Nuestro yo quiere sentirse reconocido y poderoso, querido y valorado, y para ello tiene que ser bueno; no solo bueno: tiene que ser mejor, o al menos no estar entre los peores. Esta nueva tarea resulta virtualmente inagotable, porque siempre se puede ser mejor que alguien, o, dicho con más propiedad, siempre puede aparecer alguien que sea mejor que nosotros. El yo tiene que vigilarse sin cesar a sí mismo, y vigilar al mismo tiempo a los demás que lo vigilan; tiene que poner a prueba su valor, medirlo con respecto al valor de los otros, esto es, compararlo. Se instituye, pues, otra amenaza para el yo: la posibilidad de estar mal, con su abanico de consecuencias nefastas: ser rechazado, menospreciado, ignorado, anulado, sometido…
Ante tal complejidad, no extraña que el yo sea, como nos han enseñado los orientales desde hace milenios, la mayor fuente de sufrimiento e inquietud para el ser humano. El yo hace que necesitemos constantemente comprobar que somos reconocidos y valorados, y hasta qué punto lo somos. Hay pocos elementos más potencialmente destructivos que una baja autoestima, es decir, una escasa valoración del yo por parte de uno mismo. Pero la autoestima está íntimamente vinculada con la estima que despertamos en los otros, y con nuestra capacidad de incidir en el ambiente, de ejercer nuestra voluntad. Por eso la valoración de los demás nos importa tanto; por eso el amor nos reconforta, y la admiración nos satisface; por eso importa tanto que, cuando competimos, ganemos: al menos, de vez en cuando. Hay un cierto grado de pérdida ontológica en comprobar nuestra falta de poder; y, por el contrario, hay un ensanchamiento del ser al vernos capaces de llevar a cabo nuestras intenciones. Spinoza lo señaló, y a esa capacidad la llamó potencia: “Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar se alegra, y tanto más cuanto con mayor distinción se imagina a sí misma y su potencia de actuar”; en cambio, “por el solo hecho de que el alma imagina su impotencia, se entristece”. Nótese que el filósofo remarca la importancia de la distinción, consciente de que no puede haber yo (o alma) si no se diferencia de algún modo de lo otro.
Buena parte de las interacciones sociales —quizá todas las que no respondan a la mera supervivencia— puede entenderse a través del prisma de estos reclamos del yo: reconocimiento, valoración y potencia. Algunas de ellas resultan obvias: el orgullo que sentimos cuando se nos felicita, el agrado de ganar un concurso o de obtener beneficios en un negocio, la satisfacción de comprobar que hemos sido capaces de arreglar un aparato estropeado. Sin embargo, otras circunstancias no revelan su motivación de un modo tan aparente, y a menudo no solo nos sorprenden, sino que nos resultan desconcertantes. Veamos algunos ejemplos.

Los niños tienen una necesidad dramática, no siempre entendida, de ser vistos. El yo del niño es aún precario y tremendamente vulnerable, y depende rigurosamente del reconocimiento de los demás (primero la madre, luego el resto de las personas con las que interactúa). La sensación de no ser visto equivale a la angustiosa fantasía de no existir. Por eso tienen una necesidad permanente de llamar la atención, de ser mirados, de que se les escuche y se les hable. Y, si no se les dispensa esa atención mediante el amor, preferirán conseguirla mediante el enojo o la reprensión a no tenerla. Para la economía del yo (y más del yo infantil), es preferible un grito o incluso un azote a la invisibilidad; y, si no tienen otra cosa, los provocarán por todos los medios a su alcance. Desde muy pequeños, los niños lloran, patalean, tiran y rompen cosas o simplemente llevan la contraria solo para conseguir la satisfacción de que les miren y les digan algo; entonces suelen calmarse. Algunos, lamentablemente, se enquistan en estos roles, bien porque no se les ofrecen otros, bien porque no acaban de arreglárselas para captar la atención de otra manera. No es exagerado considerar que hay niños atrapados en comportamientos asociales; de hecho, si no se les salva, probablemente los mantendrán de adultos, y para entonces ya será muy difícil cambiarlos. La conclusión es evidente: no hay mejor escuela que el amor, que no solo incluye reconocimiento, sino también valoración y alimento para la autoestima. Y recordemos la fragilidad del yo: es necesario reiterarlo, repetir las palabras amorosas una y otra vez, demostrar en cada ocasión que lo que hace el niño nos interesa, nos importa. El amor es el mejor bálsamo para las heridas del yo.

La convivencia de pareja es un laboratorio de primera categoría para las relaciones humanas, debido a su grado de proximidad e intensidad,  a las expectativas sin duda excesivas que solemos poner en ella. Podemos soportar que se nos ignore en la calle, incluso en el trabajo, pero no en nuestra casa. Allí necesitamos que se nos preste atención y que se nos valore. Los conflictos ponen a prueba las relaciones íntimas, pero nada las devasta más que la indiferencia. Todo esto resulta bastante evidente. Pero hay otros fenómenos que no lo son tanto.
En la pareja (y en la familia en general) se compite constantemente, porque competir es un modo de reafirmar el yo y de poner a prueba su valor. Los estudios han demostrado que la pareja es más estable si cada uno de sus miembros se especializa en algo distinto; solo de ese modo un éxito del cónyuge no será percibido como una amenaza para el propio valor, y por tanto habrá menos necesidad de competir y menos frustración por los triunfos del otro.
Algo parecido sucede, probablemente, con los gustos, las aficiones, las preferencias… Cuando amamos nos gustaría compartirlo todo, y para acercarnos tenemos que encontrar cosas en común. Pero si nos parecemos demasiado, seguramente llegará un momento en que necesitaremos cultivar la diferencia, esto es, rescatar a nuestro yo de una fusión que amenaza con anularlo. Convivir exige reordenar las preferencias, y con el tiempo uno se puede sorprender de hasta qué punto ha cambiado en direcciones inesperadas, a veces ni siquiera deseadas, sencillamente para llevar la contraria. La persona amable y tolerante puede volverse despótica o arisca ante un compañero sumiso, y no solo porque le moleste la sumisión, sino por complementariedad. Si al principio a los dos les encantaba salir continuamente, es posible que poco a poco uno de los dos se vuelva más casero y, paralelamente, el otro reivindique con más energía que antes su necesidad de salir: armonía de opuestos, decía ya Heráclito, o armonía gracias a que hay opuestos, como si cada uno se situara en un polo para asegurar la tensión que, al oponerlos, los une ¿no se tocan los extremos?. En estos procesos a veces sucede, incluso, que se dé un intercambio de papeles: basta con que el que era más ordenado se vuelva descuidado para que el otro se convierta en el centinela del orden. En cualquier caso, parece bastante recomendable que en la pareja y tal vez en cualquier grupo humano se respeten las distancias, que no se pretenda compartir demasiado, que haya un margen generoso para la distinción. No es fácil encontrar el equilibrio entre la confluencia y la divergencia, y quizá por eso el intento naufraga tan a menudo.

La necesidad de valoración y de sentirse capaz guía muchas de nuestras decisiones a lo largo de la vida. ¿Nos gusta lo que se nos da bien, o nos volvemos expertos precisamente porque nos gusta lo que hacemos? Seguramente, ambas tendencias son complementarias y crecen a la vez. Lo que es seguro es que difícilmente sucederá lo que no cumpla ambas condiciones: que nos guste algo en lo que no nos sentimos capaces o que ganemos capacidad en lo que no disfrutamos. En el primer caso, afrontar la impericia es un contratiempo para el yo, y mina la autoestima; yo hubiera soñado con ser una buena pareja de baile, pero lo cierto es que daba más pisotones que pasos, por lo que no me sentía cómodo en las discotecas. Pero solo se perfecciona lo que se practica, y tengo que admitir que tampoco puse nunca muchas ganas al bailar.

En definitiva, lidiar con el yo hace la vida más difícil, pero también más interesante. El budismo aspira a anular la dictadura del yo y liberarse así de sus reclamos contradictorios e insidiosos. Es cansado tener que estar continuamente esforzándonos por ser reconocidos y valorados, compararnos y competir; y es amargo comprobar que esas aspiraciones muy a menudo resultan frustradas, sentir decepción o vergüenza cuando fracasamos, envidia o celos cuando comprobamos que otros nos aventajan. Pero la vida se llena de color cuando nos valoran, y sin el motivo del logro no nos esforzaríamos por construir e inventar. Hay que contar con algo de arrogancia y bastante ambición para embarcarse en las odiseas de la vida, como nos enseña Ulises. 
Una vez más, puede que la clave resida en el camino medio aristotélico, en el adecuado equilibrio de cada cosa. La juventud tiene que ser fundacional y aventurera, tiene que acometer batallas y encajar derrotas, así que no le queda más remedio que pagar su exuberancia con mucho esfuerzo y un sufrimiento que habrá que ir aprendiendo a moderar. A la juventud le sobra tanta energía que incluso tiene que encontrar modos de desperdiciarla. Con la madurez llega el gusto por puertos serenos y navegaciones tranquilas, cuando nos queda un yo más curtido y maltrecho, más cansado y escéptico, un yo que, si hemos aprovechado la vida, quizá no tenga ya tanta necesidad de espectadores y éxito. Dicen que en algunos lugares de la India existía la tradición de que, a partir de los cincuenta años, los hombres apartaban a un lado las obligaciones con la familia y se dedicaban a orar y meditar. El yo tiene también sus estaciones y está bien que se vaya rindiendo en sus actos finales.

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