Solemos despreciar la
amabilidad forzada por lo que tiene de artificioso, porque obedece más a una
voluntad (sospechosamente interesada) que a una espontaneidad (fruto
presuntamente genuino de nuestras cualidades). Los que son amables con nosotros
porque les sale del alma nos transmiten su aprecio por nuestra valía humana;
los que se fuerzan a serlo, en cambio, lo harían de un modo interesado,
tratándonos como objetos.
Sin embargo, me
parece que deberíamos poner en duda el principio según el cual lo espontáneo es
más valioso que lo deliberado. Despertar la simpatía ajena gracias a nuestros
encantos es tan necesario como que nos quieran por lo que somos y no por lo que
querrían que fuéramos. Sin embargo, probablemente nos estemos dejando arrastrar
por un prejuicio cuando nos empeñamos en diferenciar estrictamente una cosa de
la otra. Porque las cosas humanas están siempre mezcladas y tienen muchas
caras.
Lo humano no obedece
al principio de contradicción clásico, aquel de Parménides: "lo que es,
es; lo que no es, no es". Lo humano se aviene más a la ambivalencia que
prefería ver Heráclito: "nada es, todo fluye". Se puede ser y no ser
al mismo tiempo, puesto que fluimos, somos un caudal de sensaciones y
motivaciones, que discurren entrelazadas, dándose la vuelta la una a la otra
mientras se precipitan entre las piedras del río de la vida. Que veamos una
sola por vez demuestra la limitación de nuestro pensamiento, demasiado lineal
para captar la complejidad arracimada de las emociones; en eso, la intuición es
más penetrante, al perder en precisión lo que gana en visión de conjunto. Para
la intuición, lo que es puede no ser tanto, o ser varias cosas a la vez; y lo
que no es, tal vez sea de algún modo indefinible, o esté a punto de ser.
Por eso, porque
el alma humana es abigarrada y multifacética, debemos ser cautos al juzgarla.
Es fácil sentir simpatía por alguien encantador; es fácil que nos parezca
encantador quien nos atrae de algún modo. Las personas bellas, a menudo, no
necesitan ser amables para que se las adore: les basta con el esplendor de su
belleza. En cambio, quien cuenta con encantos limitados tiene que ganarse la
atracción a pulso, tiene que conquistar y seducir, tiene incluso que conmover y
persuadir, si no quiere quedarse siempre relegado por los que destacan de forma
natural. A menudo, los jóvenes en los grupos se distribuyen los papeles: están,
a un lado, los que se mueven con aplomo, seguros de su atractivo físico o de su
don de liderazgo; del otro lado están los que, más titubeantes, exhiben lo que
tienen procurando sacarle todo el partido posible: los divertidos, los
ocurrentes, los afables, los bondadosos… En el mercado de las relaciones
humanas, cada cual procura venderse ofreciendo lo que tiene; a menos
apariencia, más trabajo, más necesidad de diseñar una estrategia perspicaz que
convenza. ¿Despreciaremos ese intento por forzado, por interesado? ¿No está
buscando lo mismo que todos, que le quieran y le aprecien, que le den un lugar
y una significación?
La afabilidad es algo
escaso y precioso; creo que hay que apreciarla siempre, venga de donde venga y
sin importar lo que pretenda, como algo bueno en sí mismo. No hablo de la
falsedad del vendedor de seguros o del político en campaña, aunque los sagaces
saben condimentar su mero objetivo de vender o ganar con toques de simpatía
sincera; tal vez de ese modo, incluso, lleguen a apreciar realmente, aunque solo
sea un poco, a ese cliente potencial; tal vez vislumbren la persona detrás del
instrumento. Ya se sabe que a menudo las convicciones son fruto de los actos, y
menos al revés.
Pero no hace
falta acudir a los extremos. A mí también me ofende la cordialidad calculada, a
veces burda, del mercader. O más que ofender, me aburre, porque limita la
interacción y la vacía hasta dejarla hueca. No: pienso, por ejemplo, en la
sonrisa de esa mujer que esperaba detrás de mí en la cola del supermercado.
Después de poner los artículos sobre la cinta de la caja, me he girado un
momento y se han cruzado nuestras miradas. Éramos dos perfectos anónimos, sin
ninguna intención ni pretensiones hacia el otro. Y, sin embargo, nos hemos
visto, es decir, ha habido un instante en que el anonimato se ha resquebrajado:
eso se detecta. Luego me ha dedicado una sonrisa algo exagerada, una sonrisa de
circunstancias que era más bien un apretar de facciones. No despreciaré ese
gesto, aunque se le pueda llamar mueca. Al fin y al cabo, podría no haber
sonreído, no había ninguna razón para hacerlo. Si lo ha hecho es,
sencillamente, porque le ha apetecido. Y como no ando precisamente sobrado de
sonrisas, resulta que hasta me ha gustado, y también yo, seguramente, le habré
sonreído, aunque ni siquiera me acuerdo, ocupado como estaba en el desconcierto
ante un gesto de cortesía tan gratuito, tan innecesario, tan injustificable.
Se me dirá que un
detalle así no es lo mismo que la sonrisa forzada de la cajera o de la señora
que me pedía que le dejara pasar en la cola porque solo llevaba un par de
cosas. Y que la diferencia está, precisamente, en que mi mujer sonriente no
ganaba nada con su amabilidad. Sin embargo, me parece que tal distinción no es
del todo cierta. Mi mujer sonriente ganaba en convivencia pacífica con un
desconocido, se ofrecía como destello en medio de la masa gris de la
indiferencia; conquistaba mi buena voluntad, que siempre es útil, porque nos
tranquiliza frente al mundo desde que vivíamos en tribus y un enemigo podía ser
un peligro mortal. Mi mujer sonriente estaba extendiendo por el aire un perfume
de serena convivencia que nos ayudaba a todos: ¿hay algo más provechoso para
nuestra entereza, para nuestro ánimo? Su regalo hacía acopio para sí, como
todos los regalos, sin por eso entregar menos. Los budistas nos recuerdan que
es imposible no sentir compasión por alguien que sabemos que sufre o sufrirá
como nosotros. Mi mujer sonriente me demostraba su compasión (etimológicamente
igual a simpatía), al tiempo que despertaba la mía. Lo forzado de su sonrisa no
le quita mérito.
Porque, al final, lo que nos hace humanos y
salpica nuestra vida cotidiana de motas de felicidad son estos ínfimos gestos
en los que, de pronto, descubrimos a otros, y nos sentimos descubiertos; en los
que la simpatía y la compasión fluyen de lado a lado y nos reconfortan; en los
que vislumbramos en el otro nuestra misma naturaleza efímera, sufriente,
vulnerable, deseante. En la escena cumbre de la película Blade Runner,
el replicante rebelde, que ha arrinconado a su perseguidor en un trance de
muerte, siente de pronto que su propia muerte es inminente; y entonces, mira a
su enemigo con ojos nuevos, comprende su anhelo de vivir, porque es el mismo
que le invade a él en ese momento desesperado por ser el último. Podría dedicar
sus postreras energías a culminar la defenestración de su enemigo, llevárselo
por delante en una debacle común. Sin embargo, decide hacer lo contrario: morir
salvando, salvando en el otro lo que no puede salvar en sí mismo. ¿Qué gana, si
morirá de todos modos, y eso es lo único que debería importarle? Gana la
belleza de un simple gesto de amor. El mismo que prodiga el viejo moribundo
Watanabe al dedicar sus últimos meses a luchar por un parque para los pobres,
en la película Vivir de Kurosawa. Mientras se balancea en el columpio
del parque, bajo la nieve, sabiendo que morirá esa misma noche, Watanabe está
saboreando un raudal de sentido que mana de la eternidad. Canta feliz, tal vez
esté oyendo las risas y el griterío que desparramarán los niños al día
siguiente: vive en ese presentimiento. Ese deslizarnos al corazón de los demás
es lo que nos regala el sentido.
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