Ir al contenido principal

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico. Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es».


Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo, en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamente aburridos. 
Así que la gente tiene sus razones para que no le gusten los buenos. En especial a las mujeres, que presienten en ellos justamente las tres cosas que no perdonan en un hombre: el apocamiento, la culpabilidad y el hastío. Para aliviar los remordimientos por rechazarlo, algunas señoras se ponen maternales y adoptan a los hombres que les parecen «buenos»; los convierten en amigos y confidentes, les elogian su gentileza excepcional. Pero a fin de cuentas suelen cansarse de ellos, porque hasta como mascotas acaban por resultarles cargantes. 

Flaco favor me hicieron, pues, los que pregonaban mi bondad. ¿Lo harían para vengarse de mí? En cualquier caso, yo comprendía que ser bueno no me colmaba precisamente de prestigio. Así que no quería ser bueno. Sin embargo, por más que me esforzara, acababa siéndolo por falta de talento. Nunca tuve gracia ni astucia para una maldad creativa. Como malo, resultaba poco convincente. En cambio, la bondad sabía actuarla a la perfección. Me resigné. Herido en la autoestima, temía desvanecerme en el aire, así que me agarraba a un clavo ardiendo. Al menos se me atribuía algo loable, al menos era algo. La sensación de bondad también me ayudaba a aliviar mi tendencia innata a la culpa. Paradojas de los acomplejados. 
No hace falta que insista en que ese precepto de sentirme bueno y cumplir como tal me ha limitado en muchas cosas, pero creo que su principal perjuicio ha consistido en impedirme ser yo. O al menos saber quién soy, realmente. A lo mejor resulta que hasta era realmente bueno; me habría gustado tener la oportunidad de serlo por propia elección, no porque se me atribuyera como un veredicto. Es lo que pasa siempre que se nos sepulta bajo una etiqueta: que nos quedamos sin saber qué había debajo. 

A estas alturas del viaje, he podido comprobar que eso de la bondad y la maldad pecan de simplificaciones metafísicas. La verdadera ética tiene poco que ver con ellas, y la verdadera vida, menos. La gente es buena o mala según le vengan dadas y según sepa arreglárselas con lo que viene. Yo creo que casi todos, a nuestra manera, intentamos ser razonablemente buenos, pero qué le vamos a hacer, a veces no nos lo ponen fácil. 
Por mi parte, y para terminar, debo confesar que me importa la ética; esforzarme por lo correcto le ha dado y le da a mi vida un cierto orden y una alentadora sensación de dignidad. Eso no significa que me considere especialmente bueno; ni que deje de incomodarme el que se me haya encasillado en un tópico. Pero lo peor es la duda de si no habré acabado, simplemente, pareciéndome a lo que me dijeron que era.

Comentarios

  1. Jajajaja...genial artículo amigo mío. A veces me has recordado al "bueno" de Woody Allen...buenísimo.
    Muchas gracias.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos. ...

Conceptos y símbolos

La filosofía es la obstinación del pensamiento frente a la opacidad del mundo. En el ejercicio de su tarea, provee a nuestra razón de artefactos, es decir, de nodos que articulan, compendiados, ciertos perímetros semánticos, dispositivos que nos permiten manejar estructuras de significado.  Cuando Platón nos propone el concepto de Forma o Idea, está condensando en él toda una manera de entender la realidad, es decir, toda una tesis metafísica, para que podamos aplicarla en conjunto en nuestra propia observación. Así, al usar el término estaremos movilizando en él, de una vez, una armazón entera de sentidos, lo cual nos simplifica el pensamiento y su expresión por medio del lenguaje. Al cuestionarme sobre lo existente, pensar en la Forma del Bien implicará analizar la posibilidad de que exista un Bien supremo, acabado, abstracto, y según el griego único real, frente a la multiplicidad de versiones del bien que puedo encontrar en el ámbito de las apariencias perceptuales.  De h...

Presencia

Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta. El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.  El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo a...

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrot...