Me fascina la polémica que contrapone ideas, pero me hastía la discusión que se encastilla en un pulso de poder. Con la primera siempre gano algo; en la otra perdemos todos: además del tiempo, el afecto, la razón y la paciencia. Es una pena que la mayoría de las discusiones tengan más de orgullo que de sincera vocación de verdad. Pero basta conocer un poco de cerca la condición humana para entenderlo: quizá por herencia de los ancestros cazadores, quizá por legado de disputas seculares, lo cierto es que nos interesa más doblegar a otro que escucharle, y nos aporta más placer ganar que aprender.
No hay más que ver cómo se desenvuelven los debates. El estúpido aferramiento a la propia postura, por inconsistente que resulte; la mutua sordera a los argumentos ajenos; la obstinación en reafirmarse la persona, en lugar de poner a prueba la idea. Si casi siempre hablamos ante todo para estar juntos, casi nunca discutimos para otra cosa que triunfar sobre el otro. Unos cuantos tanteos bastan para pasar del diálogo al combate. Va subiéndose de tono y las emociones arrinconan a la sensatez. La objeción, que es un don, se ve pronto sustituida por el alarde, que es un asalto. Cuando la diferencia se toma por ofensa, la danza se resuelve en duelo.
Y para entonces vale todo, mientras sirva para ganar. Al fin y al cabo, se trata de una guerra. Se pierden los papeles, que es un modo de decir que el encono es el que manda. Se abre la puerta a la agresividad, incluso a la violencia. Se renuncia a convencer (proponer, persuadir) en aras de vencer (dañar, someter). De momento hay que destruir, ya veremos luego, si es el caso, cómo reconstruimos. Alzadas las herrumbrosas lanzas, reiteramos, todo vale. La zancadilla y la trampa; la mentira y el chantaje. Los golpes son cada vez más bajos y más crueles. Quememos las naves: o César o nada.
Se echa mano de viejas argucias que confundan y desconcierten al interlocutor, quien es ya, rotos los puentes, un mero adversario, una orilla opuesta, un territorio que arrasar. El juego sucio ya no busca invalidar argumentos, sino acallarlos. Por eso, las palabras no se arrojan contra las ideas, sino contra la persona. Cuestionan su dignidad, erosionan su prestigio. Se aspira a avasallarlo, a desmoralizarlo, a ridiculizarlo. Se esparcen cortinas de humo que desvían la atención hacia la anécdota interesada, desvaneciendo el meollo interesante. Se sepulta lo esencial bajo montones de insustancial desecho. Se azuza al otro para sacarlo de casillas, extraviándolo en su propia inconsistencia. Se deja a un lado el problema original para convertir al adversario, él mismo y por entero, en el problema. Y cuando muge de dolor, cuando se tambalea mareado por las vueltas del capote, es la ocasión de asestar la estocada y volverse hacia el público reclamando la ovación. Vencedor y vencido (aunque no siempre quede claro quién es quién).
Pero para los contendientes no termina aquí todo: empiezan, arduas y quizá prolongadas, la reconciliación o la pérdida. A veces se sabe restituir el sentido común —el sentido de lo común—, y, apaciguado el paroxismo de la disputa, se vuelve a priorizar la verdad o la persona. Lo malo es que, en otros bretes, se llega tan lejos que la cosa ya no tiene remedio. Tal vez se renuncie a la oportunidad del reencuentro, y así se pierda todo. Hay discusiones en que se traspasan límites sin vuelta, se rompen viejas reliquias que jamás se podrán recomponer. Los pulsos de poder, a menudo, son victorias pírricas que nos dejan con más vergüenza que triunfo. O, simplemente, lo que vence es el cansancio y lo mandamos todo a hacer gárgaras. ¿Valía la pena?
En efecto, las parejas que mejor se llevan son las que no entran en luchas de poder...eso oí una vez...
ResponderEliminarNo sé si eso es posible.