viernes, 26 de abril de 2019

Líneas rojas


Hay un límite en que la tolerancia deja de ser virtud. Edmund Burke.

Juzgar los asuntos humanos es más que complejo: es una empresa ardua y, si pretendiéramos exigirle rigor, descorazonadora, condenada de antemano a prolongarse sin esperanza de completarla. A grandes rasgos, probablemente, somos profundamente simples y previsibles: todos y siempre buscamos las mismas cuatro cosas. Pero esas cuatro cosas no siempre van en la misma dirección, ni se nos aparecen claras, ni se entretejen del mismo modo con nuestra historia o con el mundo que nos rodea. En cada persona confluye un universo entero que, además, no deja de cambiar. Imposible tenerlo en cuenta en todos sus matices: si queremos darle una apariencia descifrable, no tenemos más remedio que simplificar, aun a costa de arriesgarnos a perder lo principal por el camino.  
Nuestros actos, aunque hayan sido visibles y podamos relatarlos, están siempre repletos de detalles que llevarían su exposición al infinito. Hemos de renunciar a la objetividad: como nos insinúa el sentido común y nos demostró Kant, cada testigo mezcla, inevitablemente, lo percibido con su interpretación, su mundo de significados e intenciones, impregnando los hechos de sí mismo. La forma de los sucesos humanos es irregular, y no encaja nunca del todo con las categorías a las que aspira a reducirlos la abstracción. En realidad, quizá ni siquiera existan sucesos, como no existen vivencias aisladas del contexto: más bien hay pautas, oleajes en un continuo donde cada cosa se engarza con infinidad de otras cosas que la preceden, que la acompañan, que la suceden.

En las clases de religión que me imponían en el instituto privado y cristiano, el sacerdote nos aleccionaba escolásticamente sobre el modo de analizar la moralidad de un acto. Recuerdo bien su esquema de análisis porque me despertaba una viva curiosidad, aunque no acabara de entenderlo. Me parecía asombroso y apasionante que se pudiera diseccionar la moralidad de un acto humano con el escalpelo, relativamente simplista, de la razón ¡un cura enseñándonos a razonar!, como si se tratara de un fenómeno de la naturaleza.
El profesor, que no hacía más que dictarnos unos apuntes que tal vez conservara desde el seminario, postulaba que para juzgar moralmente un acto había que tener en cuenta tres categorías: objeto, fin y circunstancias. Si no recuerdo mal (porque ahora no me pondré a buscar aquellos apuntes, aunque creo que los guardo acumulando polvo en algún armario), el objeto es el hecho en sí mismo, lo que ha pasado: por ejemplo, un padre pega un bofetón a su hijo. ¿Con qué fin lo hizo? Si le interrogamos, probablemente nos responderá: educarle, contenerle… Pero podría haber otras intenciones que no esté reconociendo, que tal vez ni siquiera admita ante sí mismo: controlarle, interrumpir un berrinche desbocado, restituir la autoridad paterna cuestionada, por mera impaciencia…
Y en cuanto a las circunstancias, ¿cómo no intuir su posibilidad innumerable, su imbricación con factores como los roles sociales y las emociones? La actitud desafiante del niño ofende al padre, los gritos de la madre irritan a ambos, la escena reiterada perturba la convivencia del hogar, el padre es partidario de una educación autoritaria, padre y madre discrepan, alguien ha tenido un mal día… La lista sería interminable. ¿Cómo va a ser fácil juzgar, cómo va a llevarnos a conclusiones claras, si cada cual ve lo suyo y solo puede ver desde sí mismo, y cuanto más observas más confuso aparece el panorama?

Si nos ceñimos al valor ético de un hecho (o sea, a lo que podemos juzgar de él más que a lo que podemos comprender, como pretendía mi canónico profesor), y no queremos perdernos en espirales de interrogantes sin respuesta, tal vez haya que prescindir de ese enrevesado calidoscopio de circunstancias y opiniones, y apelar a una relativa rotundidad de reglas: las que marcan las líneas rojas que no hay que traspasar bajo ningún concepto, sean cuales fueren el objeto concreto, el fin probable o las circunstancias posibles. Si la línea roja ha sido rebasada, deberíamos considerar que el acto es inadecuado y censurable; si nos queda más acá de ese límite, y aunque no tengamos la certeza de su bondad o su validez, podemos, al menos, admitirlo. En el ejemplo: el padre ha pegado, eso es un hecho; y no hay que pegar: eso es una norma. Se ha saltado la línea roja de los malos tratos. Solo sabemos eso, pero quizá equivalga a saber todo lo que hay que saber, quizá nos baste para emitir un veredicto, no definitivamente moral (siempre más ambiguo), pero sí socialmente normativo, lo cual equivale a una moralidad rudimentaria: el acto puede considerarse falta y no será aceptado.
El padre maltratador y aquí cuentan detalles como la reiteración, a la hora de establecer la gravedad merece en todo caso una reconvención, tiene que ser sancionado y corregido. No por nadie supuestamente dotado de una autoridad superior aunque viene a ser ese el papel reservado a los jueces, en tanto que ejecutores de la Ley, sino por el colectivo social (el nuestro) que se expresa a través de la norma; es decir, en definitiva, por todos (o todos los que cuentan): en ese punto, la autoridad de un juez emana de la delegación que el conjunto ha realizado en él al nombrarle guardián de la Ley, administrador de las líneas rojas.

En conclusión, al menos provisional, las líneas rojas no nos ayudan a ser más justos, solo a responder como conjunto a un acto que vulnera gravemente nuestro código tribal, un acto socialmente peligroso del que socialmente tenemos que defendernos. Claro que eso puede dar lugar a otros tipos de arbitrariedades e injusticias al fin y al cabo, se trata de la “dictadura de la mayoría”, y a fenómenos atroces como la caza de brujas o la inmolación de chivos expiatorios: que una cosa sea sancionada colectivamente no es ninguna garantía de que sea adecuada o justa, y mucho menos que no deba discutirse y revisarse. Pero en algún lugar hay que trazar la frontera de lo permisible, o no podríamos fundar ni sostener colectividades estructuradas. Las líneas rojas servirían como trazo grueso de esa frontera, y las leyes serían su expresión. También individualmente, cada uno de nosotros tenemos las nuestras, pero eso ya no atañe a la norma, sino a la ética personal.

sábado, 20 de abril de 2019

La muerte como escuela de vida

Me llamarán, nos llamarán a todos. Blas de Otero.

Estaba limpiando la casa, y dándole vueltas mientras tanto a los laberintos del trabajo, cuando suena el teléfono y me comunican que se ha muerto el padre de una compañera. No se trata de una persona próxima, y a su padre ni siquiera lo conocía, pero todos tenemos padres y sabemos que morirán, así que no es difícil ponerse en su lugar y hacer propio, si no el dolor, al menos los ecos que su dolor imprime en el nuestro.
En el instante de recibir la noticia, el impacto, de repente, impone el silencio en mi mente clamorosa, como cuando una orquesta interrumpe, a una señal del director, la cacofonía estridente de su ensayo. Hay un pulso de vacío en el que el pensamiento se detiene y el corazón vacila. La realidad de lo ineluctable se impone como una madre que llama al orden a sus hijos bulliciosos.
Por ese resquicio de silencio se cuela un rayo de luz, y por un instante vislumbro la verdad: la verdad de la muerte, que es verdad última de la vida. Todos nuestros desvelos cotidianos, todas nuestras angustias irrisorias, se acallan al despeñarse por el abismo limítrofe de la muerte. En ese punto, las cosas cobran su verdadera dimensión, que tiende a la trivialidad. La vida merece el apasionamiento un tanto atolondrado que le dedicamos, pero a condición de que no olvidemos que se trata de un juego, que no nos lo creamos del todo, como hacen los niños con sus fantasías. Porque un día, por hermosa o desafinada, por serena o arrebatada que sea la sinfonía, todo callará de repente y el sonido se disipará en un silencio definitivo.

¿Qué nos enseña eso? “Vanitas vanitatis”: que la mayoría de las consternaciones que nos abruman no tienen demasiada importancia, puesto que podrían acabar ahora mismo, en este instante, con la rigurosa ausencia del que las padece: no merecen, por tanto, que las tomemos tan a pecho. Lo mismo cabe considerar, por supuesto, de nuestros entusiasmos, pero al menos estos son placenteros, al menos están de nuestra parte y nos consuelan con su luz y calor, como las fogatas en las noches frías. Respondámosles poniéndonos nosotros de la suya. Demos la razón solo a lo que nos ilumina, como insistieron Epicuro y Spinoza. Aceptemos que el dolor ocupe su lugar inevitable, pero sin hurgar en él, sin jalearlo por calles y plazas. Seamos capaces de relativizarlo y ver más allá, a ese instante en que todo quedará fundido en una eternidad que ya no será nuestra. Digámosle, como Miguel Hernández:

Sigue, pues, sigue, cuchillo,
volando, hiriendo. Algún día
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.

Hay que tener mucha presencia de ánimo para afrontar con tanta lucidez esa verdad (que en su crudeza tal vez resulte un poco inhumana), y por eso, aunque sea obvia, tenemos que recordárnosla una y otra vez: porque preferiríamos no saberla, porque ignorarla es nuestro modo mágico y trágico de alimentar la ilusión de que no existe. Montaigne y Séneca tenían razón: hay que pensar a menudo en la muerte, pero no para regodearnos morbosamente en ella, no para morir muchas veces, sino para que la vida cobre su verdadera relevancia y no nos la arrebaten las inquietudes vanas.
Es un buen ejercicio de lucidez saber que la muerte está ahí, por alguna parte, siempre más cerca de lo que desearíamos: comprender la fugacidad de la vida le restituye su medida, y, si sabemos ir más allá de la pena, comprendemos que la vida es, ante todo, alegría, como nos instaba Spinoza, que cada instante vale su peso en oro y no hay que regalarlo a la ligera a esos desvelos absurdos en los que tenemos tendencia a enredarnos. Eso es lo que nos dijo, con sinceridad y belleza tan conmovedoras, Jorge Manrique:

Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
  y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
  las perdemos.
 
Cierto que él lo decía con la desolación de la pérdida, y a la vez, por esas paradojas de la religión, como argumento para despreciar la vida a favor de la prometida eternidad del Paraíso cristiano. Para los que no contamos con las mieles eternas, solo quedaría la tristeza. Sin embargo, puesto que es justa, ¿por qué habríamos de soslayarla? ¿Cómo no va inspirarnos pesar una pérdida tan absoluta, una vulnerabilidad tan grande? Mirarla a los ojos no nos consolará, pero pondrá las cosas en su sitio, y eso es un gran consuelo frente a las fútiles inquietudes en las que solemos sumirnos. Y, en cuanto al refugio de la religión, ya lo conocemos, y los que no tenemos fe ya hemos aprendido a refugiarnos en la materia, que es un cobijo frágil, pero no más que el religioso.

¿Nos sirven de algo estas reflexiones, y todas esas meditaciones vertidas por los filósofos durante milenios? Siempre de algo, nunca del todo. Luc Ferry, con una ligereza poco digna de un pensador, acusa a los filósofos de no haber resuelto convincentemente el problema de la muerte. “Tratan más bien de escurrir el bulto, de soslayar la dificultad, persuadiéndonos de que estamos locos por quejarnos de un acontecimiento necesario que, por otra parte, carece de importancia puesto que solo afecta a nuestra humilde persona. El problema es que esta humilde persona es la única que habitamos”. Me parece un sofisma, por otra parte bastante obvio: pretender que la filosofía nos cure de lo inevitable es pedirle demasiado. Naturalmente que la angustia siempre pervivirá, naturalmente que se trata de todo lo que tenemos. Y hasta los más lúcidos tendrán que reconocer con Derrida: “No he aprendido a aceptar la muerte… Sigo siendo ineducable en cuanto a la sabiduría del saber morir”. A la hora de la verdad, el pensamiento no puede redimirnos, probablemente ni siquiera puede hacernos más valientes. Pero tal vez sí pueda poner las cosas en su sitio y apelar al coraje de mirar cara a cara a la verdad. Saber no es poco. Eso es lo que creo que quería decir Montaigne cuando se proponía aprender el “bien vivir y el bien morir”.
La muerte es inevitable: la pena es ineludible. Contar con ello, no engañarse sobre ello, tenerlo presente a la hora de encarar nuestra vida, ya es algo. La resignación ante lo ineluctable tiene algo de liberación. Eso es la lucidez: el dolor transmutado en entereza por el trabajo de duelo, por la aceptación, por el coraje, por la amplitud de pensamiento y, sobre todo, en la apuesta devota por la vida tal como es. Rilke nos lo dijo con poesía: “Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes”. Nietzsche, que padeció muchas penas y jamás renegó del dolor, nos lo dijo con entereza: “Lo que no me mata me hace más fuerte”; mientras no me mata, cabe apostillar.

domingo, 14 de abril de 2019

Perplejidades de la educación familiar


Luc Ferry, en su obra Sobre el amor, señala algo que ya se ha convertido en lugar común aunque no se le ha encontrado ni la explicación precisa ni la solución acertada: la dificultad que tenemos los padres de hoy en día para educar a nuestros hijos en el límite, en lo que Ferry llama “la Ley”: la norma, la contención imprescindible para regularse, madurar y capacitarse para la entrada en el espacio social.
Los niños se han convertido en pequeños tiranos que a menudo campan a sus anchas, se dirigen a los adultos como iguales, y no aceptan un “no” de los padres sin arduas justificaciones y negociaciones que a veces se convierten en verdaderos mareos de la perdiz. La consecuencia es que el niño se mueve en una permanente incertidumbre, en una falta de contención que le crea inseguridad y le dificulta la atención, el esfuerzo y la convivencia. Ellos, por supuesto, no tienen la culpa: somos los padres los que hemos dimitido de nuestro papel de educadores, al menos en este aspecto de los límites. ¿A qué se debe esa capitulación?

Para Ferry, es consecuencia de un “exceso de amor” o, más bien, de sentimentalismo. Sin embargo, no aclara el origen de ese exceso. Los padres queremos educar bien a toda costa, y, tal vez debido a ese empeño, nos movemos con inseguridad y tememos no saber hacerlo. Pero creo que, paralelamente, sucede algo que no siempre nos confesamos: nos hemos convertido en dependientes de los hijos; de su cariño, que tememos perder; de su aprobación, que tememos no merecer. Quien se mueve con tanto temor no dispone de la entereza que requiere aplicar la “Ley”.
El problema, por consiguiente, no sería tanto el exceso de amor como un amor mal encarado. Al adorar a nuestros hijos nos convertimos en dependientes de su amor. Su enfado con nosotros nos incomoda a veces más que la indignación de nuestra pareja. Es como si no pudiéramos concebir sin angustia que nuestros hijos nos odien un poco cuando les llevamos la contraria. La más mínima señal de malestar nos despierta la vergüenza o la culpa, y nos inspira la insoportable sospecha de estar siendo malos padres. La puerta al chantaje queda así abierta de par en par: el niño, instintivamente, aprovecha el poder de sus protestas y las lleva todo lo lejos que hace falta para salirse con la suya.
“Salirse con la suya” no es una expresión del todo acertada, porque parece implicar mala intención o deseo de imponerse al otro. En realidad, es mucho más sencillo, y tenemos que admitirlo así: el niño se guía en su conducta por el puro hedonismo, está “programado” para intentar hacer lo que le apetece. Aún no se ha distanciado lo suficiente del puro instinto de satisfacción, aún no ha construido una identidad, ni una estructura ética, ni una noción del papel de la norma en la convivencia con los otros. En definitiva, el niño no es todavía lo bastante social. Si naciéramos con criterio de qué es lo correcto y con capacidad para controlarnos no nos haría falta la educación. Por eso es el adulto el que tiene que hacer, de entrada, ese trabajo, el que tiene que jugar el papel de Pepito Grillo, aportando la conciencia, el pensamiento reflexivo, los valores éticos y las normas.
No es que los padres de hoy no sepamos que nos toca ese papel: de hecho, la mayoría lo jugamos encantados, satisfechos de poder entregar nuestro amor y nuestro cuidado. El problema —y creo que es a esto a lo que se refiere Ferry— quizá sea que lo hacemos demasiado encantados. Acompañamos cada orientación con un sinfín de explicaciones y razonamientos, muchos de los cuales el niño ni siquiera entiende o sencillamente le aburren. Para no sentirnos tiranos, nos entregamos a negociaciones interminables cuando no a sutilezas propias de diplomáticos, todo para evitar el temido “no” rotundo e inapelable. Admitamos que, cuando ganamos porque no siempre lo hacemos, lo conseguimos a menudo por puro cansancio. Solo hemos conseguido una prórroga: como el niño no ha aprendido, en la siguiente ocasión habrá que volver a empezar.

Así que los padres fallamos al final del protocolo: allá cuando hay que aplicar la norma. Somos como jueces que se extienden en largas disquisiciones y al final no emiten el fallo; o, más bien, que titubean a la hora de aplicarlo. Por supuesto, ese es el momento principal, y su incumplimiento arruina todo lo demás. Nuestro esfuerzo de razonamiento y de negociación se basa en la premisa errónea, en la fantasía equívoca, de que al niño le bastará con entender para corregirse por sí mismo y evitarnos así la costosa tarea de hacerlo nosotros. Sin embargo, la inmensa mayoría de los niños no pueden hacer eso, y no podemos reprochárselo. Y por ende nuestro papel como padres debería consistir en hacerlo por ellos mientras no puedan. Eso es educar.
Es importante asumir que, a partir de un punto y en determinados aspectos esenciales, la prohibición resulta innegociable, y tal vez incluso no sea ni siquiera justificable, al menos a los ojos del niño. Así es el espacio social, regido por la norma, que a veces es tan arbitraria como una mera costumbre; así es, siguiendo con la terminología de Ferry, la “Ley” para todos, también para los adultos: existe la autoridad, y la autoridad es la que establece y gestiona los límites, porque el espacio social se caracteriza precisamente por las limitaciones que impone. “La Ley, esa ley que no se discute y que no se negocia con los hijos, según el principio de que nuestro “no” debe ser un no y nuestro “sí” un sí, es lo que les permite entrar en la vida de la polis o, por decirlo más simplemente, en el espacio de la urbanidad. Si no les transmitimos la Ley, los hacemos incívicos y los empujamos hacia la marginalidad, cuando no hacia la locura. Los privamos de los medios para vivir en armonía con los demás”. En efecto: solo desde la iniciación en la autoridad y en la norma, que con el tiempo deben ser interiorizadas, estamos capacitando a nuestros hijos para la convivencia, y para una entrada exitosa en el mundo social.

Entender esto debería darnos fuerzas renovadas para enfrentarnos a nuestros propios fantasmas. Nunca estaremos seguros de estar siendo unos buenos padres: de hecho, nunca lograremos serlo del todo. Ese sueño de perfección resulta iluso por nuestra parte. Algún día tal vez tengamos que escuchar los reproches de nuestros hijos y darles la razón. Hemos de renunciar a ser los padres perfectos, de amor incuestionable, para poder ser los padres simplemente correctos que nuestros hijos necesitan.
El psicoanálisis y buena parte de la psicología nos han imbuido tres fantasías igualmente nefastas: por una parte, al postular que muchos desórdenes se fraguan en la niñez, agitan nuestro temor, nuestra culpabilidad y nuestra inseguridad por adelantado; por otra parte, al consagrar la figura del especialista, el que realmente sabe, nos hacen sentir también ignorantes e inseguros; y finalmente, han creado la ilusión de que educar puede ser un acto casi científico, basado en unos principios exactos y definitivos, que nos proponemos seguir a rajatabla pero para los que, en el fondo, nos sentimos incapaces.
Todas esas ilusiones, que minan nuestra determinación y nos hacen ver la educación como un reto inalcanzable, son verdaderas y útiles en cierto grado, pero falsas y peligrosas llevadas al extremo, y tenemos que verlo para que nos afecten lo menos posible (ya no digo que no nos afecten en absoluto, porque se han filtrado hasta lo más hondo de nuestra cultura, y porque hay que aceptar su parte de razón). Es cierto que las carencias y los traumas de la niñez conforman la personalidad y se extienden a lo largo de la vida, pero no es menos cierto que vivir es difícil de por sí, que las personas hacemos lo que podemos y que un cierto grado de carencias y de traumas resulta inevitable, forma parte del mero hecho de existir. Como padres, nuestro deber es proteger a nuestros hijos, alimentarlos y darles nuestro amor; si hacemos todo eso de forma razonable, ya habremos hecho mucho, y para lo demás contamos con la lucidez y el sentido común.

Porque, una vez cubiertas sus necesidades básicas, también nos corresponde darles una educación que les permita regularse a sí mismos y gestionar su adaptación social: eso, que es mucho más difícil, incluye el aprendizaje de los límites, y no podemos dimitir de él solo porque nos inspire dudas y temores, o porque sea difícil. Sin duda nos será muy útil informarnos y reflexionar, y de hecho eso es lo que recomienda Ferry para jugar nuestro papel con más seguridad: “Debemos asegurarnos de que nuestras aprobaciones y nuestras prohibiciones están motivadas por razones lo bastante coherentes como para que podamos sostenerlas”. El hecho de no tener ideas claras no solo nos hace dudar, sino que provoca actitudes contradictorias que los niños nos señalan con razón: a veces nos empecinamos en lo secundario Ferry pone el ejemplo de comerse las verduras y descuidamos lo esencial como un buen comportamiento en el restaurante o cumplir con las obligaciones. De todos modos, lo que importa es la claridad de ideas, estar “lo bastante convencido como para que el niño entienda que el “no” es un “no” de verdad.”
La psicología y la pedagogía no son ciencias exactas, y por eso hay que relativizar sus orientaciones y encararlas siempre desde un punto de vista crítico. Los especialistas pueden ayudarnos, sus propuestas pueden orientarnos, pero en última instancia no podemos delegar en ellos nuestro papel de padres. No existe, ni existirá nunca, el tratado de los padres perfectos, ante todo porque estos tampoco existirán. Es suficiente con que queramos a nuestros hijos y confiemos en nuestro sentido común, actuando con la mayor coherencia posible, y sobrellevando, si no podemos evitarlos, el temor o la culpabilidad. Lo que no podemos permitir es que estos nos justifiquen para escabullirnos de nuestro papel de padres. Sobre todo, porque nuestros hijos nos necesitan. “El niño concluye Ferry necesita esa autoridad serena y reflexiva de la Ley para construirse, para entrar, como dice Lacan, en el mundo de lo simbólico, en el espacio público, en el mundo cívico”.

Sabemos que nuestros hijos nos necesitan, pero, ¿hasta qué punto admitimos que les necesitamos? A veces esperamos de ellos demasiado, les reclamamos un afecto que deberíamos encontrar en otras personas en la pareja, en los amigos…, les reclamamos que nos realicen y nos llenen de sentido cuando eso deberíamos buscarlo en otros ámbitos en el proyecto personal, en el trabajo, en las aficiones…. Es cierto que los padres de hoy nos volcamos demasiado en nuestros hijos, pero eso va acompañado de un exceso de expectativas que recae sobre ellos como una losa, y que también nos dificulta su educación. Los niños de hoy tienen que hacerse cargo, a menudo, de la responsabilidad descomunal de hacer felices a sus padres, de realizarles y conferir sentido a sus vidas. Las necesidades de los niños son simples y fáciles de satisfacer: preguntémonos si nuestra angustia a la hora de educarlos no se deberá más a las nuestras.

sábado, 6 de abril de 2019

Las ventajas del pesimismo

Todos preferimos el optimismo, que nos abre al mundo y al futuro, despierta nuestro impulso y lo alimenta, nos convierte en seres constructivos y constructores. El optimismo nos entrelaza con el mundo, proclama la alegría, ayuda a dormir y a hacer mejores digestiones, instaura un bienestar que hace más llevadera la vida y a nosotros más afables con los demás. Se está más a gusto cerca de un optimista, incluso cuando no se comparten sus entusiasmos: tal vez nos contagie un poco de su positividad, y si no, al menos, no carga con más nubarrones nuestro horizonte. ¿Cómo no preferirlo?
Sin embargo, esa misma virtud solar y activa que nos lo hace grato, también nos compromete. El optimismo es más exigente, si somos coherentes con él, ya que no nos deja coartadas para la pereza ni la reticencia: cuando hay una convicción, lo lógico es convertirla en intento. Es más expuesto, porque no nos deja refugios ni vuelta atrás: hay que disponerse a salir a la calle y actuar, y el que actúa se arriesga, se equivoca, se enfrenta a los demás: a su juicio y también a su oposición. El optimismo es trabajoso, a menudo iluso y siempre de consecuencias imprevisibles. A eso debía referirse Pascal al afirmar que “la mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”, afirmación pesimista donde las haya.

De ahí que haya quien se cobija en las “ventajas del pesimismo” (la expresión es de Luc Ferry). El que espera poco corre menos riesgos de caer en la decepción, pues ya está instalado en ella. No tiene por delante la tarea de inventar, ni la exigencia moral de llevar a cabo ningún intento. Puede parapetarse tras sus defectos sin cuestionarlos, porque, al fin y al cabo, él es así porque así le ha hecho la vida, y no hay nada que pueda hacer al respecto. Su discurso suena más lúcido que el del optimista, al que se puede permitir mirar por encima del hombro con pena o con sorna, esperando su fracaso, que siempre llegará, puesto que la vida es difícil, el mundo se opone a nuestros proyectos, y hacen falta muchos fracasos para alcanzar un éxito. En cambio, si este llega a pesar de sus negros augurios, no tiene por qué admitir ningún error, puede poner mil excusas: a veces hay excepciones, existe la suerte, ya veremos cuánto dura… Sobre todo, el pesimista se ahorra mucho trabajo y muchas frustraciones, a cambio de una amargura escéptica a la que uno puede acostumbrarse, como a tomar el café sin azúcar. 
Los años parecen dar la razón al pesimismo solo porque vivir es perder, porque la vida está llena de sinsabores y tragedias que se van sumando. La vejez, que podría ser una liberación de muchas cosas, yace a menudo aplastada por el puro cansancio. Es comprensible, pues, que el pesimismo parezca más verosímil, pero eso no lo hace más verdadero. Aquí la memoria nos traiciona: estamos hechos para percibir con más intensidad los sufrimientos que los gozos, y por eso siempre los tenemos más a mano en el recuerdo. “El dolor manda”, dice Comte-Sponville, y no podemos quitarle la razón; pero sí esforzarnos por oponerle el catálogo de nuestras alegrías, que también fueron muchas, y la necesaria constatación, si somos honestos, de que nuestros dolores pudieron ser peores, que lo son para muchos.
La universalidad del sufrimiento, a veces atroz, parece darle la razón al pesimista, pero Epicuro, maestro del optimismo, ya nos enseñó que el dolor que no acaba con nosotros es llevadero, y que, frente a él, necesitamos pocas cosas para oponerle la alegría: “Más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y todo lo natural es fácil de conseguir”. Los estoicos nos aleccionaron sobre nuestra capacidad para sobrellevar el dolor con entereza, y de ese modo nos regalaban razones para el optimismo. Séneca escribió: “Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino sólido y duradero, y más hermoso por sus partes más escondidas; descubrámoslo. No está lejos: se encontrará; sólo hace falta saber hacia dónde extender la mano; mas pasamos, como en tinieblas, al lado de las cosas, tropezando con las mismas que deseamos.” Y Nietzsche proclamaba el sufrimiento como una parte más de esa existencia de la que se declaraba enamorado: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.

No nos engañemos: los pesimistas tienen mucha razón, y, cuando nos sentimos débiles y derrotados, acudir a ellos aporta ese extraño consuelo de los que comparten el desánimo. ¿Cómo negarle a Hobbes las muchas veces que nos ensañamos entre nosotros con pasmosa crueldad? ¿Cómo discutirle a Schopenhauer el vacío que nos queda tras la realización de los deseos? ¿Cómo no reconocer, con Cioran, que la conciencia es a menudo una pesadilla? La cuestión no es si los pesimistas tienen razón, sino si también la tienen, al menos a veces, los optimistas, si vale la pena que apostemos por guiarnos con la alegría. Y el propio Schopenhauer, tan pesimista pero tan sagaz explorador de la felicidad, nos responde: “De todos los bienes subjetivos, el que más directamente nos hace felices es un ánimo jovial; pues esta buena cualidad se premia a sí misma al instante. Quien es alegre tiene en todo momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo.”
Con alegría se vive mejor, aunque sea una vida más trabajosa y más expuesta a la decepción. El mundo avanza gracias a los apasionados, a los entusiastas, a los ilusos; a los que están dispuestos a arriesgarse y a apostarlo todo por un sueño. Y para justificar nuestra alegría no hace falta acudir a sofisticadas instancias metafísicas, como dioses o ángeles o vidas eternas; no necesitamos nada externo ni superior para justificar nuestro contento, porque forma parte de nosotros. Basta con rescatarlo de entre las ruinas, y cuidarlo como una planta de jardín, para que florezca e ilumine nuestros paseos vespertinos.
Una ocupación agradable, la charla con un amigo, jugar con nuestros hijos, y aunque probablemente no olvidemos las muchas objeciones que podemos ponerle a la vida ¿cómo olvidarlas, cuando a nuestro lado sufre tanta gente, cuando nosotros mismos sufrimos tan a menudo?, seguramente podremos sentir que, junto a ellas, hay mucha luz y mucha belleza. Las ventajas del pesimismo, en el fondo, tienen más de trampa que de ayuda; nos conducen al callejón sin salida de nuestras partes más sombrías. ¿Por qué debería valer más su verdad que la del optimismo, que además está de nuestra parte y nos ayuda a vivir? Hay que insistir en el optimismo porque es mejor, pero también porque es verdadero.