Hay un límite en que la tolerancia deja de ser virtud. Edmund Burke.
Juzgar los asuntos humanos es más que complejo: es una empresa ardua y, si pretendiéramos exigirle rigor, descorazonadora, condenada de antemano a prolongarse sin esperanza de completarla. A grandes rasgos, probablemente, somos profundamente simples y previsibles: todos y siempre buscamos las mismas cuatro cosas. Pero esas cuatro cosas no siempre van en la misma dirección, ni se nos aparecen claras, ni se entretejen del mismo modo con nuestra historia o con el mundo que nos rodea. En cada persona confluye un universo entero que, además, no deja de cambiar. Imposible tenerlo en cuenta en todos sus matices: si queremos darle una apariencia descifrable, no tenemos más remedio que simplificar, aun a costa de arriesgarnos a perder lo principal por el camino.
Nuestros actos,
aunque hayan sido visibles y podamos relatarlos, están siempre repletos de
detalles que llevarían su exposición al infinito. Hemos de renunciar a la
objetividad: como nos insinúa el sentido común y nos demostró Kant, cada
testigo mezcla, inevitablemente, lo percibido con su interpretación, su mundo
de significados e intenciones, impregnando los hechos de sí mismo. La forma de
los sucesos humanos es irregular, y no encaja nunca del todo con las categorías
a las que aspira a reducirlos la abstracción. En realidad, quizá ni siquiera
existan sucesos, como no existen vivencias aisladas del contexto: más bien hay pautas,
oleajes en un continuo donde cada cosa se engarza con infinidad de otras cosas
que la preceden, que la acompañan, que la suceden.
En las clases de
religión que me imponían en el instituto ―privado y cristiano―, el sacerdote nos
aleccionaba escolásticamente sobre el modo de analizar la moralidad de un acto.
Recuerdo bien su esquema de análisis porque me despertaba una viva curiosidad,
aunque no acabara de entenderlo. Me parecía asombroso y apasionante que se
pudiera diseccionar la moralidad de un acto humano con el escalpelo,
relativamente simplista, de la razón ―¡un cura enseñándonos a razonar!―, como si se tratara
de un fenómeno de la naturaleza.
El profesor, que no
hacía más que dictarnos unos apuntes que tal vez conservara desde el seminario,
postulaba que para juzgar moralmente un acto había que tener en cuenta tres
categorías: objeto, fin y circunstancias. Si no recuerdo mal (porque ahora no
me pondré a buscar aquellos apuntes, aunque creo que los guardo acumulando
polvo en algún armario), el objeto es
el hecho en sí mismo, lo que ha pasado: por ejemplo, un padre pega un bofetón a
su hijo. ¿Con qué fin lo hizo? Si le interrogamos,
probablemente nos responderá: educarle, contenerle… Pero podría haber otras
intenciones que no esté reconociendo, que tal vez ni siquiera admita ante sí
mismo: controlarle, interrumpir un berrinche desbocado, restituir la autoridad
paterna cuestionada, por mera impaciencia…
Y en cuanto a las circunstancias, ¿cómo no intuir su
posibilidad innumerable, su imbricación con factores como los roles sociales y
las emociones? La actitud desafiante del niño ofende al padre, los gritos de la
madre irritan a ambos, la escena reiterada perturba la convivencia del hogar,
el padre es partidario de una educación autoritaria, padre y madre discrepan,
alguien ha tenido un mal día… La lista sería interminable. ¿Cómo va a ser fácil
juzgar, cómo va a llevarnos a conclusiones claras, si cada cual ve lo suyo y solo
puede ver desde sí mismo, y cuanto más observas más confuso aparece el
panorama?
Si nos ceñimos al valor
ético de un hecho (o sea, a lo que podemos juzgar de él más que a lo que podemos
comprender, como pretendía mi canónico profesor), y no queremos perdernos en espirales
de interrogantes sin respuesta, tal vez haya que prescindir de ese enrevesado
calidoscopio de circunstancias y opiniones, y apelar a una relativa rotundidad
de reglas: las que marcan las líneas rojas que no hay que traspasar bajo ningún
concepto, sean cuales fueren el objeto concreto, el fin probable o las
circunstancias posibles. Si la línea roja ha sido rebasada, deberíamos considerar
que el acto es inadecuado y censurable; si nos queda más acá de ese límite, y aunque
no tengamos la certeza de su bondad o su validez, podemos, al menos, admitirlo.
En el ejemplo: el padre ha pegado, eso es un hecho; y no hay que pegar: eso es
una norma. Se ha saltado la línea roja de los malos tratos. Solo sabemos eso,
pero quizá equivalga a saber todo lo que hay que saber, quizá nos baste para
emitir un veredicto, no definitivamente moral (siempre más ambiguo), pero sí
socialmente normativo, lo cual equivale a una moralidad rudimentaria: el acto
puede considerarse falta y no será aceptado.
El padre maltratador ―y aquí cuentan
detalles como la reiteración, a la hora de establecer la gravedad― merece en todo caso
una reconvención, tiene que ser sancionado y corregido. No por nadie
supuestamente dotado de una autoridad superior ―aunque viene a ser ese el papel reservado a
los jueces, en tanto que ejecutores de la Ley―, sino por el colectivo social (el nuestro)
que se expresa a través de la norma; es decir, en definitiva, por todos (o todos
los que cuentan): en ese punto, la autoridad de un juez emana de la delegación
que el conjunto ha realizado en él al nombrarle guardián de la Ley,
administrador de las líneas rojas.
En conclusión, al menos provisional, las líneas rojas
no nos ayudan a ser más justos, solo a responder como conjunto a un acto que
vulnera gravemente nuestro código tribal, un acto socialmente peligroso del que ―socialmente― tenemos que defendernos. Claro que eso puede dar
lugar a otros tipos de arbitrariedades e injusticias ―al fin
y al cabo, se trata de la “dictadura de la mayoría”―, y a
fenómenos atroces como la caza de brujas o la inmolación de chivos expiatorios:
que una cosa sea sancionada colectivamente no es ninguna garantía de que sea
adecuada o justa, y mucho menos que no deba discutirse y revisarse. Pero en
algún lugar hay que trazar la frontera de lo permisible, o no podríamos fundar
ni sostener colectividades estructuradas. Las líneas rojas servirían como trazo
grueso de esa frontera, y las leyes serían su expresión. También
individualmente, cada uno de nosotros tenemos las nuestras, pero eso ya no
atañe a la norma, sino a la ética personal.