Ir al contenido principal

La muerte como escuela de vida

Me llamarán, nos llamarán a todos. Blas de Otero.

Estaba limpiando la casa, y dándole vueltas mientras tanto a los laberintos del trabajo, cuando suena el teléfono y me comunican que se ha muerto el padre de una compañera. No se trata de una persona próxima, y a su padre ni siquiera lo conocía, pero todos tenemos padres y sabemos que morirán, así que no es difícil ponerse en su lugar y hacer propio, si no el dolor, al menos los ecos que su dolor imprime en el nuestro.
En el instante de recibir la noticia, el impacto, de repente, impone el silencio en mi mente clamorosa, como cuando una orquesta interrumpe, a una señal del director, la cacofonía estridente de su ensayo. Hay un pulso de vacío en el que el pensamiento se detiene y el corazón vacila. La realidad de lo ineluctable se impone como una madre que llama al orden a sus hijos bulliciosos.
Por ese resquicio de silencio se cuela un rayo de luz, y por un instante vislumbro la verdad: la verdad de la muerte, que es verdad última de la vida. Todos nuestros desvelos cotidianos, todas nuestras angustias irrisorias, se acallan al despeñarse por el abismo limítrofe de la muerte. En ese punto, las cosas cobran su verdadera dimensión, que tiende a la trivialidad. La vida merece el apasionamiento un tanto atolondrado que le dedicamos, pero a condición de que no olvidemos que se trata de un juego, que no nos lo creamos del todo, como hacen los niños con sus fantasías. Porque un día, por hermosa o desafinada, por serena o arrebatada que sea la sinfonía, todo callará de repente y el sonido se disipará en un silencio definitivo.

¿Qué nos enseña eso? “Vanitas vanitatis”: que la mayoría de las consternaciones que nos abruman no tienen demasiada importancia, puesto que podrían acabar ahora mismo, en este instante, con la rigurosa ausencia del que las padece: no merecen, por tanto, que las tomemos tan a pecho. Lo mismo cabe considerar, por supuesto, de nuestros entusiasmos, pero al menos estos son placenteros, al menos están de nuestra parte y nos consuelan con su luz y calor, como las fogatas en las noches frías. Respondámosles poniéndonos nosotros de la suya. Demos la razón solo a lo que nos ilumina, como insistieron Epicuro y Spinoza. Aceptemos que el dolor ocupe su lugar inevitable, pero sin hurgar en él, sin jalearlo por calles y plazas. Seamos capaces de relativizarlo y ver más allá, a ese instante en que todo quedará fundido en una eternidad que ya no será nuestra. Digámosle, como Miguel Hernández:

Sigue, pues, sigue, cuchillo,
volando, hiriendo. Algún día
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.

Hay que tener mucha presencia de ánimo para afrontar con tanta lucidez esa verdad (que en su crudeza tal vez resulte un poco inhumana), y por eso, aunque sea obvia, tenemos que recordárnosla una y otra vez: porque preferiríamos no saberla, porque ignorarla es nuestro modo mágico y trágico de alimentar la ilusión de que no existe. Montaigne y Séneca tenían razón: hay que pensar a menudo en la muerte, pero no para regodearnos morbosamente en ella, no para morir muchas veces, sino para que la vida cobre su verdadera relevancia y no nos la arrebaten las inquietudes vanas.
Es un buen ejercicio de lucidez saber que la muerte está ahí, por alguna parte, siempre más cerca de lo que desearíamos: comprender la fugacidad de la vida le restituye su medida, y, si sabemos ir más allá de la pena, comprendemos que la vida es, ante todo, alegría, como nos instaba Spinoza, que cada instante vale su peso en oro y no hay que regalarlo a la ligera a esos desvelos absurdos en los que tenemos tendencia a enredarnos. Eso es lo que nos dijo, con sinceridad y belleza tan conmovedoras, Jorge Manrique:

Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
  y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
  las perdemos.
 
Cierto que él lo decía con la desolación de la pérdida, y a la vez, por esas paradojas de la religión, como argumento para despreciar la vida a favor de la prometida eternidad del Paraíso cristiano. Para los que no contamos con las mieles eternas, solo quedaría la tristeza. Sin embargo, puesto que es justa, ¿por qué habríamos de soslayarla? ¿Cómo no va inspirarnos pesar una pérdida tan absoluta, una vulnerabilidad tan grande? Mirarla a los ojos no nos consolará, pero pondrá las cosas en su sitio, y eso es un gran consuelo frente a las fútiles inquietudes en las que solemos sumirnos. Y, en cuanto al refugio de la religión, ya lo conocemos, y los que no tenemos fe ya hemos aprendido a refugiarnos en la materia, que es un cobijo frágil, pero no más que el religioso.

¿Nos sirven de algo estas reflexiones, y todas esas meditaciones vertidas por los filósofos durante milenios? Siempre de algo, nunca del todo. Luc Ferry, con una ligereza poco digna de un pensador, acusa a los filósofos de no haber resuelto convincentemente el problema de la muerte. “Tratan más bien de escurrir el bulto, de soslayar la dificultad, persuadiéndonos de que estamos locos por quejarnos de un acontecimiento necesario que, por otra parte, carece de importancia puesto que solo afecta a nuestra humilde persona. El problema es que esta humilde persona es la única que habitamos”. Me parece un sofisma, por otra parte bastante obvio: pretender que la filosofía nos cure de lo inevitable es pedirle demasiado. Naturalmente que la angustia siempre pervivirá, naturalmente que se trata de todo lo que tenemos. Y hasta los más lúcidos tendrán que reconocer con Derrida: “No he aprendido a aceptar la muerte… Sigo siendo ineducable en cuanto a la sabiduría del saber morir”. A la hora de la verdad, el pensamiento no puede redimirnos, probablemente ni siquiera puede hacernos más valientes. Pero tal vez sí pueda poner las cosas en su sitio y apelar al coraje de mirar cara a cara a la verdad. Saber no es poco. Eso es lo que creo que quería decir Montaigne cuando se proponía aprender el “bien vivir y el bien morir”.
La muerte es inevitable: la pena es ineludible. Contar con ello, no engañarse sobre ello, tenerlo presente a la hora de encarar nuestra vida, ya es algo. La resignación ante lo ineluctable tiene algo de liberación. Eso es la lucidez: el dolor transmutado en entereza por el trabajo de duelo, por la aceptación, por el coraje, por la amplitud de pensamiento y, sobre todo, en la apuesta devota por la vida tal como es. Rilke nos lo dijo con poesía: “Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes”. Nietzsche, que padeció muchas penas y jamás renegó del dolor, nos lo dijo con entereza: “Lo que no me mata me hace más fuerte”; mientras no me mata, cabe apostillar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado