viernes, 26 de mayo de 2017

Salud y felicidad

“Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”, glosaba una canción popular en mi infancia. Y la vida, a medida que avanza, nos enseña cuánta razón tenía. Yo de mozo no la entendía; si acaso podía parecerme razonable que se buscara amor; un amor de aquellos con los que soñamos en la adolescencia: a la vez exuberante y cálido, hecho de suaves caricias y de besos apasionados. El dinero, en cambio, siempre me pareció más bien mezquino: necesario, incluso deseable, pero no como objetivo, sino como complemento. En cuanto a la salud, me desconcertaba que se le diera tanta importancia. ¿Para qué quería algo que le sobraba a mi cuerpo nuevo y rebosante?
Hoy lo que me desconcierta es leer que algunos científicos opinan lo contrario que la canción: la salud está sobrevalorada. Nadie se siente más feliz por estar sano, y hay muchos cuerpos rozagantes que se sumen en la depresión o se despeñan en la angustia. Esto me ha hecho pensar, primero porque es innegable, y segundo porque entra en conflicto con lo que me han enseñado los años: que uno, con el tiempo, aprende a apreciar la salud en lo que vale; porque sin ella no hay nada. Somos puro cuerpo, lo demás viene por añadidura y casi como adorno. Si el cuerpo nos falla, ¿de qué nos sirve cualquier otra alegría?
Entonces he caído en la cuenta de que no es casual que sea la madurez la que nos educa en lo esencial de la salud. El cuerpo gastado hace que la salud sea un bien cada vez más escaso, y la escasez es lo que lo hace precioso. A medida que la hipertensión o el colesterol nos empiezan a imponer sus limitaciones, nos damos cuenta de lo mucho que hemos ido perdiendo por el camino sin darnos cuenta, y sobre todo, tal vez, cobramos conciencia de que a partir de ahí solo nos queda perder y perder hasta que lo perdamos todo. Ese cuerpo que nos parecía imbatible ahora va mostrándose cada vez más vulnerable. Y he pensado otra cosa que siempre repetían nuestros abuelos: que no damos valor a las cosas hasta que nos faltan. Solo nos hace felices lo que, estando en peligro, logramos conquistar. La carencia es la que impone el valor de las cosas. Luego, para ser felices, siempre hemos de tener algo por conseguir, o por defender.
Somos realmente unos extraños animales. Para mi gata Chiqui, la vida se reducía a unas pocas alegrías: el pienso asegurado, la comida de lata que le ponía para cenar, la seguridad que le infundía mi entrada en casa después de faltar todo el día, el placer de que la acariciara… y poco más. Como no tenía que cazar, ni que aparearse (estaba operada), ni que defenderse, se pasaba el tiempo durmiendo (a veces incluso roncaba). No sé si era feliz, pero desde luego no era desdichada. A menudo la increpaba reprochándole: “¡Tú sí que vives bien!” Su existencia era un ocio puro, sin pasado ni futuro, sin viejas amarguras ni turbias esperanzas.
Nosotros, en cambio, nunca tenemos suficiente. Lo que tenemos lo damos por descontado, y no nos motiva. Cuando logramos algo largamente perseguido, pronto nos acostumbramos a su presencia y nos parece anodino. Necesitamos que algo nos falte para que nuestros sentidos se despierten y la vida vuelva a cobrar color. Esa falta nos hace infelices, pero es justamente el trabajo al que nos mueve esa infelicidad lo que nos trae los mayores goces. La salud es felicidad, sí, pero solo cuando hemos conocido su ausencia, o cuando insinúa su flaqueza, o cuando sospechamos que durará poco. Esto nos dice bastante de lo que da sentido a la vida: tener un objetivo y sentirse en camino hacia él. A diferencia de mi Chiqui, que se repantigaba en un presente perfecto, somos seres lanzados hacia el futuro, seres inquietos que no pueden conformarse con que todo esté logrado. Hay que reavivar siempre la hoguera de la emoción; hay que llenar siempre, una y otra vez, eso que los orientales llaman “el pozo del sufrimiento”.
En el otro extremo, el reciente mito de la vida sana pone en la salud la felicidad completa. Hay que comer bien, hacer mucho deporte, descansar lo necesario; de lo contrario seremos parias deteriorados en un mundo de cuerpos pletóricos. Un fumador como yo, por ejemplo, es un renegado o un apóstata ante los nuevos profetas de la salud. Lo que no se entiende, lo que no se perdona, no es que uno se haga daño a sí mismo todos lo hacemos, y más nos hace la propia vida, sino que lo haga precisamente de esa manera. El cuerpo se ha convertido en el nuevo dios, y no resulta admisible la inobservancia de su culto. Hay mucho de moda y de negocio en esta nueva religión de la salud que se nos impone a través de los medios y las costumbres. Pero tal vez los seres humanos tengamos que vivir así, por modas, por veneraciones, por rituales. Tal vez lo que busquemos siga siendo sentir que tenemos al alcance la piedra filosofal, la tierra prometida, lo que, como en los cuentos, nos hará felices “para siempre”. Hoy, cuando ya pocos alimentan la esperanza de la vida eterna, la sede de la vida terrena, o sea el cuerpo, se ha convertido en el nuevo templo.
¿Por qué habría de estar mal? Algunos piensan que a través del requerimiento de salud se ejercen sobre nosotros nuevas opresiones. Se nos reduce, se nos aliena, al exigirnos que hagamos de pastores de nuestros órganos. La mala salud, en el descuidado, equivale a un castigo merecido. El propio sistema de salud pública reprocha a los fumadores y a los bebedores, y a los locos, y a todos los otros disidentes que le salga tan caro cuidarlos cuando enferman. Hay algo de estigma en la enfermedad. El enfermo no produce y, encima, cuesta dinero al erario público. Así es como un bien objetivo, la salud, se convierte en una coartada para la persecución.
Esa salud de consumidor no nos dará la felicidad, es cierto. Pero la otra, la salud que nos libra momentáneamente de los dolores de espalda o de cabeza, la salud que recuperamos como un tesoro después de un largo tratamiento contra el cáncer, la salud que mal que bien sostiene a nuestros padres ancianos y les concede una prórroga en el mundo, la salud de nuestros hijos después de una fiebre excesiva, esa salud sí que nos habla de la felicidad, sí que nos enseña que la felicidad es algo en el fondo simple y aburrido, gozosamente aburrido. Los filósofos que se debatieron con la enfermedad y el dolor son los que más nos han hablado de la alegría: el entrañable Epicuro, que se sobreponía a los cólicos nefríticos; el apacible Montaigne, que sufría la misma dolencia; el achacoso Séneca, que cometió la osadía de llegar a demasiado viejo; el pulcro Spinoza, que murió tan joven; el apasionado Nietzsche, que nos propuso la dignidad. Disfrutemos de la salud, y aprendamos serenidad cuando nos falte.

viernes, 19 de mayo de 2017

Hablar claro

“Pide lo que quieras, pero no lo exijas”, sugiere un conocido libro de autoayuda como principio para una buena comunicación. Parece razonable. ¿Por qué nos cuestan tanto comunicarnos, y aun más pedir? ¿Por qué es tan difícil hablar claro, expresar lo que sentimos y pensamos abiertamente? ¿Y por qué, cuando por fin nos animamos a exponer nuestros deseos, nos frustra tanto el hecho natural de que muchas veces el mundo no esté dispuesto a respondernos? ¿Será que, como en tantas otras cosas, la lógica y la vida tienen poco que ver?
No cabe duda de que hablando claro nos ahorraríamos muchas de las confusiones que hacen tan endiabladamente enrevesada la convivencia. Para quien pide o expone, hacerlo es una liberación; para quien es requerido, conocer lo que el otro espera de él es saber a qué atenerse. Al compartir nuestra opinión invitamos al otro a esa ceremonia de transparencia que es recibir a cambio la suya. Así, supuestamente, estaríamos recorriendo el camino más corto entre el deseo y el mundo, lleve a donde lleve. En caso de que se nos responda positivamente, habríamos ido directos a la satisfacción, en lugar de darle mil vueltas angustiosas a la incertidumbre. Y si se nos ha de negar lo que queremos, saberlo cuanto antes es un ahorro de esfuerzo, de tiempo, de intentos perdidos que nos van sumando frustración. Desde el punto de vista ético, al pragmatismo se añade un plus de valor: la sinceridad, que es a la vez generosidad y valentía. Hablar claro, probablemente, nos hace mejores y más dignos de confianza.
Sin embargo, el teatro de la vida humana, lamentablemente, es mucho más complejo, y en él se juegan ganancias y pérdidas que poco tienen que ver con ese intercambio prístino que han querido ver los sociólogos racionalistas. El escenario humano se caracteriza por la escasez, y eso lo condiciona todo. Escasos de recursos, escasos de amor; nuestro estatus entre los demás es inestable, nuestra autoestima es frágil. Somos contradictorios, somos cambiantes, y sin duda somos diferentes de los que nos rodean. A veces nos queremos, a veces nos odiamos, y nos necesitamos unos a otros siempre: ignoramos qué harán con nosotros cuando nos crucemos en el camino de las necesidades ajenas. A veces hay que seducir, o presionar, o competir. Eso hace que cada paso implique un riesgo, o muchos: lo imprevisible, lo irremisible. Puesto que hay tanto en juego, y que lo predominante es la incertidumbre, se comprende que casi siempre lo prioritario no sea optimizar los beneficios, sino minimizar las pérdidas; preferimos no ganar a perder, defendernos a exponernos.
 Los resultados en experimentos con el dilema del prisionero confirman esa tendencia. A la hora de colaborar, si hay riesgo, preferimos ser conservadores: no está claro si el otro colaborará o procurará salir mejor parado a costa nuestra. Por eso, la mayoría de la gente opta por minimizar el riesgo, y confiesa. Con suerte, si el otro no confiesa, nuestra ganancia será total: él tendrá la pena máxima, y nosotros quedaremos ilesos. En el peor de los casos, si el otro también confiesa, ambos tendremos que pagar una pena, pero no será la pena máxima para ninguno. Si fuésemos más colaboradores y nadie confesara, la pena de los dos sería mínima; pero, ¿quién nos asegura que el otro se arriesgará a que nosotros tengamos la buena intención de colaborar, dado que nosotros no esperamos esa bondad de él?
Hablar claro se parece al juego del prisionero: si ambos somos sinceros y transparentes, si ambos reconocemos en el otro el derecho a exponer abiertamente lo que quiere o lo que opina, si ambos estamos dispuestos a escuchar y a ceder para llegar al punto que más nos conviene a los dos, entonces hablar claro nos hace ganar a todos. Pero hay demasiadas incertidumbres acerca del otro, y no solo por lo que no sabemos de él, sino por su propia complejidad intrínseca: el otro no es nunca uno solo, es muchos en uno, a veces contradictorios, y siempre cambiantes. Si lo conocemos, podemos prever un determinado comportamiento, pero hasta cierto punto: ¿quién nos asegura que hoy, o en este tema, no se mostrará distinto? ¿Hasta qué punto un conflicto de intereses no lo hará cambiar? ¿Hasta qué punto esa cosa desconcertante que son los sentimientos no tomará hoy las riendas, relegando al sentido común? ¿Y si hay motivaciones dormidas que de repente se convierten en prioritarias? ¿Y si nuestra propia intervención no es bien comprendida o bien recibida?
Por eso no tenemos más remedio que mantenernos cautos. Tanteamos, ponemos a prueba. En lugar de decirle a nuestra pareja: “Me gustaría ir al cine”, decimos: “Hace tiempo que no vamos al cine”, y comprobamos la respuesta. Si se muestra receptivo, tal vez nos atrevamos a expresar más claramente nuestra propuesta. Pero resulta que nuestro propio tanteo puede entenderse mal: por ejemplo, como un reproche. Entonces, el otro se pone en guardia y nos replica: “Fuimos hace dos semanas, no sé de qué te quejas”. Eso nos ofende, y devolvemos otro ataque: “Siempre ves quejas en todo lo que te digo”. La interacción ya trata de otro tema, que nada tiene que ver con nuestro deseo de ir al cine; se ha desviado hacia nuestras querellas silenciosas, nuestros pequeños rencores, nuestras insidiosas frustraciones. Hemos abierto una lucha donde se mantenía una paz relativa tal vez tensa, pero quizá también suficiente. El sociólogo Georg Simmel veía estas refriegas cotidianas como algo natural e incluso sano. Pero eso no les quita la parte de tirantez y de malestar que inevitablemente nos infunden.
Llevando un poco más lejos el ejemplo: ¿realmente encajaríamos bien una negativa directa? Pongamos que aceptamos el riesgo: “Me gustaría ir al cine”, nos atrevemos a decir; “Hoy no, no me apetece”, nos responden. Todo ha discurrido por la máxima racionalidad, y la más pulcra honestidad. ¿Seremos capaces de valorar así la sincera negativa del otro? Muchas veces una negativa nos molesta más que una evasiva; por eso, en tantas circunstancias, preferimos no saber. “No mires a tu marido si no te mira, y no le preguntes nunca”, aconseja Bernarda Alba a su hija Angustias. Preguntar es peligroso, porque algunas preguntas resquebrajan la inocencia y no dejan vuelta atrás. No siempre sabemos qué hacer con la respuesta; o porque, según qué respuesta, nos puede adentrar en caminos espinosos. “¿Dónde has estado, que llegas tan tarde?” Una pregunta peligrosísima. “Hoy había mucho trabajo”, nos responden con voz entrecortada: la sospecha se abre camino. Pero, ¡qué atroz sería la alternativa directa!: “He estado con mi amante, solemos vernos los jueves por la tarde”. Muchas veces la sinceridad es un hachazo que parte en dos el quebradizo compromiso de nuestra cotidianidad; puede que sea lo mejor, pero, ¿es lo que podremos soportar ahora?
Así que el principio de hablar claro no puede ser más válido, pero solo desde la razón —o desde la ética, que es un intento de elegir lo razonable—. El principio de hablar claro implica estar dispuesto a pagar el precio de recibir a cambio la verdad, para la que no siempre nos sentimos preparados. O un precio aún más peligroso: dar a los demás demasiada información sobre nosotros; sobre nuestras necesidades y debilidades, sobre nuestros pensamientos y nuestras esperanzas. ¿No nos hace eso más vulnerables a las malas intenciones? Mostrar de una vez todas nuestras cartas, ¿no nos resta opciones cuando hay que competir?
El principio de hablar claro, incluso y según cómo, puede ser un arma arrojadiza, una componenda de la crueldad innecesaria; hay verdades que no hacen falta, verdades que están de más: “Hoy te he visto envejecido”. Por eso, las personas que presumen de sinceras siempre me han dado miedo, porque a menudo su sinceridad no es más que una coartada de la crueldad. “Yo siempre digo lo que pienso, y al que no le guste que se aguante”. Con una persona así, el encuentro siempre puede guardar un sobresalto. ¿Por qué no ahorrar disgustos callando a tiempo? Callando, sobre todo, lo que ni hace falta ni hace bien.
Es una pena, pero hablar claro no siempre es lo mejor, ni nos hace mejores. Como con todo, hace falta prudencia y tacto, moderación y don de la oportunidad. También la sinceridad tiene su camino medio aristotélico. Las relaciones —y la comunicación es una relación, como nos recuerdan Watzlawick y los otros teóricos del interaccionismo simbólico— son un arte. A veces un arte dulce que mezcla la entrega con la seducción; a veces un arte marcial.

viernes, 12 de mayo de 2017

Simpatías y antipatías

Después del amor, la simpatía es la pasión divina del corazón humano.
Edmund Burke


Aceptar que hay gente a la que no le caigo bien, a la que nunca caeré bien por más que haga por conseguirlo, ha sido una de las lecciones más difíciles para mi ego. “Yo sé que hay gente que me quiere, yo sé que hay gente que no me quiere”, canta Silvio Rodríguez con lúcida melancolía, y esa es una divisa que tengo que repetirme a veces para recordarme que jamás conseguiré que me quiera todo el mundo.
Digo que no me fue fácil, y que a estas alturas, a veces, sigue sin serlo. De algún modo un tanto mítico, uno desearía ser querido por todos. Es uno de esos sedimentos de la infancia que nos acompañan toda la vida, como el eco de una aspiración profunda e imposible. Porque si algo enseña la vida es cuánta gente con la que nos cruzamos no nos da precisamente la bienvenida, con cuántas personas los encuentros son tropiezos o incluso verdaderas colisiones; a cambio, la vida también nos enseña a encajarlos cada vez con mayor naturalidad, a aceptarlos sin demasiado conflicto interno; en definitiva, a admitir que así son las cosas, que incluso es probable que ni siquiera merezcamos que todos nos aprecien. Aprendemos entonces a frecuentar a esos prójimos lo menos posible, evitando así la incomodidad que nos produce su evidente rechazo, el malestar de reconocer que no somos queridos, y procuramos olvidarlos aprisa, o convivir con ellos como si no estuvieran del todo.
Admitir que no todos nos quieran, y que muchos no nos quieran como desearíamos, es un gran paso en el largo camino de desmantelamiento de nuestro ego, de su hibris que le impulsa a apropiarse de todo, incluido el cariño universal. No, no todo nos ama ni puede amarnos en el vasto universo, y tampoco lo merecemos, tan carentes y agrietados como somos; en realidad, para la mayoría somos indiferentes, y esa escasez del amor y de la estima es lo que los hace tan valiosos.
¿Por qué a veces es tan fácil entenderse y complementarse, sin que apenas cueste trabajo? ¿Por qué otras, en cambio, ningún gesto puede conquistarlo? En puridad, ¿se puede merecer la estima, como se merece el respeto, la confianza o la gratitud? Cualquier cosa que hagamos por ganarla sabe a artificio, y eso apunta a que se trata de un don. Se habla de “tener buena química” para expresar que dos personas se avienen. Goethe, demasiado técnico, lo llamó afinidades electivas, y lo convirtió en el áspero título de una dramática novela de amores difíciles.  Todos hemos tenido oportunidad de sentir esas afinidades, a veces suaves como una dulce brisa y a veces irresistibles como un vendaval; hay quien nos es grato y quien nos atrae violentamente, con un magnetismo irredento. Del mismo modo que hay enamoramientos súbitos, también hay amistades o al menos atracciones repentinas, incontestables: sencillamente, parecemos estar hechos para encajar mutuamente, como dos piezas de un puzle, y la confluencia es algo que fluye por sí mismo, como un influjo divino superior a nuestra voluntad.
Montaigne nos habló profusamente de la devoción que le inspiraba el gran amigo de su vida, su alma gemela, su cómplice en el espíritu, Étienne de la Boétie. Se conocieron al coincidir en una fiesta, y nada más empezar a hablar se sintieron “tan seducidos el uno por el otro, tan bien avenidos, tan ligados entre sí”, que desde ese momento se convirtieron en inseparables. El autor de los Ensayos consideraba aquella amistad “tan entera y tan perfecta que difícilmente se habrá leído algo semejante… Tantas coincidencias se requieren para construirla, que sería mucho si se diera la fortuna una vez cada tres siglos”. Todos hemos sentido complicidades así, quizá no tan literarias, pero no menos entusiastas. Son ese amor que los griegos llamaron philia, y que consideraban superior a eros, el amor apasionado, porque tenía que ver con el sentimiento, tan puro, tan sosegado, tan generoso de la camaradería y la fidelidad mutua.
Yo he tenido grandes amigos, verdaderos compañeros de viaje con los que he compartido paseos, confidencias, frescas charlas sin más objeto que acompañarse y darse mutuo cobijo. Yo he tenido amigos en cuya mirada limpia he podido contemplarme como en las aguas de un arroyo, sintiendo que se me veía y se me reconocía, y que el mundo, a través de aquella presencia, me consideraba valioso por mí mismo, sin necesidad de dar ninguna medida. Amigos que han pedido poco y que han dado mucho, con los que, después de meses sin vernos, no asomaba ningún atisbo de extrañeza, y la última palabra dicha aún resonaba en el aire y daba pie a la primera del nuevo encuentro. Amigos a los que no había que explicar mucho para que entendieran, y que se limitaban a respetar lo que no compartían. A veces alienta una extraña unión en la diferencia.
Es cierto que, aunque tales compañías parecen gratuitas, nunca lo son del todo, y eso también lo enseñan los años. Eso no les quita mérito, pero es importante que comprendamos que incluso en esa limpidez se esconde siempre la fragilidad de todo lo humano. “No dejes que crezca la hierba en el camino del amigo”, dice el refrán. Las personas cambiamos, cambian las circunstancias, y el vendaval de la vida trae nuevas presencias y se lleva otras. Algunas las perdemos por cuidarlas poco, por dejar que crezca la hierba; a veces no hay perdón para ese descuido, pero en otras ocasiones quizá deba ser así. Con algunos amigos me ha sucedido que, sencillamente, había pasado el tiempo de la amistad. En otros casos, ni siquiera la vorágine del tiempo se los ha llevado, y han permanecido para toda la vida, incluso cuando las distancias han sido grandes, como hermanos del alma o partes indivisibles de nosotros.
Así que las amistades tienen algo de don y algo de tarea, como sucede con todo lo valioso. Y lo mismo sucede con los meros aprecios, las simpatías cotidianas que, aunque más superficiales, no deberíamos despreciar, porque forman el tapiz de los afectos de nuestras jornadas, la liviana sustancia en la que se dibujan nuestros días. Los vecinos, el señor que nos pone el café en el bar o la dependienta de la panadería con la que intercambiamos una sonrisa, los compañeros de trabajo, hay muchas presencias que configuran el escenario de nuestra vida. Es importante que florezcan afabilidad y abrigo en esos leves intercambios, sobre todo si nuestra existencia es más bien solitaria, porque son ellos los que marcan la diferencia entre un devenir grato o desolado.
En esos entornos obligados, tenemos necesidad de simpatías y complicidades. Hay que ganarlas. Hay que cultivarlas con esmero, con paciencia, con tolerancia, con magnanimidad. Y hacerlo sinceramente, no como un mero gesto interesado, sino como una apuesta comprometida con lo humano. También se puede amar por convicción, es lo que los griegos llamaban ágape y pragma. Ágape es el amor desinteresado y universal, el afecto sinceramente conmovido por la aventura humana; la estima basada en la solidaridad y en la conciencia de lo que nos une; se parece a lo que los budistas llaman bodichita. Pragma es aún más suave y más maduro: es el aprecio que da el mutuo reconocimiento, el tiempo pasado juntos, la conciencia de lo que nos une. Los demás son molestos a menudo; los demás son egoístas, ridículos, histriónicos, groseros; pero no más que nosotros: ¿quién se soporta a sí mismo todos los minutos del día? ¿Quién se atreverá, por indignado que se sienta ante la conducta de otro, a negarle su condición de ser mortal que persigue una felicidad que le rehúye, igual que uno? La solidaridad que surge de la empatía ayuda mucho a tolerar, a perdonar, a dejar que la gente viva en paz con la tarea de sus deseos y sus defectos, que no es poca tarea. A veces, la mejor manera de aligerarla es una sonrisa. ¿Por qué escatimarla, incluso cuando nos la niegan a nosotros? Hay una sutil dignidad en devolver sonrisas por exabruptos; no sabemos si nuestra afabilidad hará mella en el otro, pero seguro que lo hace en nosotros. A la larga, el amable gana. Al menos en salud.
Siguiendo la terminología spinoziana, la simpatía es una alegría, y la antipatía es una tristeza. La primera —tanto recibirla como ofrecerla— nos da fuerzas y luz, nos reconforta, nos hace flexibles al viento, aligera el peso de la existencia y la convierte en juego como una danza, nos ayuda a no sentirnos solos en las adversidades. La segunda, por poco que nos importe la persona, siempre nos deja un regusto amargo, nos hace sentirnos más pequeños y envarados, más cerrados en nosotros mismos, y emborrona el paisaje. Ambas, decíamos, son inevitables y en buena parte gratuitas, tienen su magia y su misterio, y hay que aceptarlas y honrarlas. Pero, si podemos elegir, estaremos del lado de la simpatía; porque nos une, porque lima las asperezas cotidianas, porque hace que el entorno resulte más llevadero, más blando, más acogedor. Guerras, las mínimas: bastante guerra es sobrevivir, bastante guerra es el propio tiempo, como escribió Lope. A veces, sí, son inevitables, o al menos obligadas; que no sea porque no hayamos intentado evitarlas. Y aprendamos a no obcecarnos demasiado en ellas, ni en las antipatías que sentimos ni en las que otros nos dedican. Como dicen los budistas, ningún enemigo vale lo que nuestra paz interior.

viernes, 5 de mayo de 2017

El mejor de Star Wars

En los paseos por los campos que rodean mi pueblo, suelo cruzarme a mucha gente. La ruta discurre plácidamente entre olivares y almendros, y sus repechos son llevaderos incluso para los que no vamos sobrados de forma física. Es un camino tan transitado que popularmente se le conoce como “la ruta del colesterol”. Saludo a un grupo de parejas (ya maduritas) que caminan con sus hijos, y escucho a un niño de unos seis o siete años, que le pregunta a su padre:
—Papá, ¿quién es el mejor de Star Wars?
El padre reflexiona unos instantes y le contesta:
—Las mejores son las señoras de la limpieza.
—¿Salen señoras de la limpieza? —replica el niño, desconcertado.
Ya se han alejado un poco, pero distingo las palabras del padre.
—No, ellas no salen. Pero cuando acaban las batallas y todos los actores se van a su casa, las señoras de la limpieza son las que ponen orden en el estropicio que han dejado.
Continúo mi camino, admirado. Eso es filosofía. Eso es educación.

Nuestro mundo impecable, el escenario en el que representamos las comedias y las tragedias cotidianas de nuestra vida, nos parece algo natural que se da por sí mismo. Casi siempre olvidamos que no es así, que si disfrutamos de un cierto confort, si nuestro lugar de trabajo está limpio y los aseos funcionan, si los detritos que generamos no se nos amontonan a la puerta de casa ni corren por la calle aguas malolientes como sucedía antaño, es porque un ejército invisible interviene cuando nos marchamos, y lo pone todo en su sitio, y arregla nuestros estropicios, y hace que funcionen las cosas que usamos. ¿Qué sería de nosotros sin esos discretos celadores, sin su trabajo duro y casi siempre mal pagado? Tiene razón ese padre tan lúcido: son los mejores.
A mí los que se dedican a estos servicios de limpieza y mantenimiento me recuerdan al personaje del farolero de El principito. Fiel cumplidor de su deber, mecánico ejecutor de la consigna a pesar de que esta se haya vuelto superflua y fatigosa. “Resulta que ahora el planeta da una vuelta cada minuto… Ya no tengo ni un segundo de descanso, enciendo y apago el farol cada minuto”. Su disciplina ciega se nos antoja necia. Pero el Principito sabe recordarnos cuánto tiene de poesía: “Cuando enciende su farol es como si hiciera nacer una estrella o una flor. Cuando apaga su farol hace dormir a la flor o a la estrella. Por eso su ocupación es hermosa”. Y al emprender la marcha, melancólico, medita que “era el único que no le había parecido ridículo; posiblemente porque se ocupaba de algo más que de sí mismo”.
En mi escuela, dos señoras de la limpieza empiezan a empujar su carro con bayetas, mopas y recogedores poco antes de que se vayan los niños. Y se quedan allí, saludando amables a todos los que nos vamos marchando, haciendo su trabajo imprescindible hasta las nueve y media de la noche. Y al día siguiente regresan temprano a terminar, nos dan los buenos días con una sonrisa a medida que entramos los maestros, sumidos en los últimos detalles de las clases que están a punto de empezar… No creo que reparemos mucho en su presencia, y estoy casi seguro de que los niños ni siquiera las ven. Los niños tal vez piensen que las aulas se limpian solas; o quizá consideren a las señoras de la limpieza como los duendes del cuento del zapatero, que le cosían los zapatos por la noche: una presencia misteriosa que actúa en la trastienda de la vida, como la fuerza que hace crecer las plantas o que hace salir el sol por las mañanas. Me he encontrado a más de un alumno que, cuando le llamaba la atención por tirar un papel al suelo, me replicaba: “Para eso están las señoras de la limpieza”. Los padres de esos alumnos probablemente no las considerarían lo mejor de Star Wars.
En un bello poema, Bertolt Brecht nos recuerda que los trabajadores no suelen salir en los libros, aunque hayan sido ellos los que en realidad han hecho la Historia con sus esfuerzos anónimos. “¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? … La noche en que fue terminada la Muralla china, ¿adónde fueron los albañiles? …  El joven Alejandro conquistó la India. ¿El sólo? César venció a los galos. ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero? Felipe II lloró al hundirse su flota. ¿No lloró nadie más?" Cuando leo las hazañas de los grandes de la Historia, no puedo evitar preguntarme qué estarían haciendo mis humildes antepasados en ese momento. ¿Sería alguno de ellos sirviente de un conde? ¿Se hundiría alguno malherido en Trafalgar?  ¿Estarían partiéndose el espinazo arando los terrones resecos, o golpeando, como mis abuelos, el hierro en la fragua, o fregando, como mi abuela, los suelos de alguna casa de gente bien? Frente a la dureza de su vida, yo soy un privilegiado. Eso me da un poco de vergüenza. Es lo menos que les puedo dedicar.
Nos hemos acostumbrado a ser servidos, a que la Madre Sociedad provea de todo lo necesario para nuestro bienestar. Damos por sobreentendido que ese bienestar es fruto del trabajo de muchos, y no solo no lo valoramos, sino que además nos indignamos cuando no se nos ofrece bien hecho. Encontramos el suelo un poco sucio y no se nos ocurre pensar que tal vez ese día la señora de la limpieza tenía dolor de espalda, o se le presentó más trabajo del habitual en otras partes. Lo mismo hacíamos con nuestras madres de pequeños: si la comida no estaba en la mesa, o si había verdura para comer, solo se nos ocurría protestar. ¡Qué deprisa nos acostumbramos a ser servidos, y cuánto nos cuesta pensar que a veces deberíamos colaborar, o ser nosotros los que sirvamos! Todos llevamos dentro a un pequeño dictador que no se bajará del pedestal mientras no le obliguen, y por eso es necesario que se nos eduque. Para que así emerja ese Principito que también llevamos dentro, el que es capaz de descubrir el mérito y la poesía de los que trabajan para todos. Para que desarrollemos ese valor tan escaso, tan improbable, tan necesario, que es la empatía.
Hacen falta muchos padres que consideren que las mejores de Star Wars son las señoras de la limpieza. Porque hay que tener presente el valor de las cosas. Y para no renunciar a que algún día todos podamos disfrutar de la vida en igualdad. Para que nadie tenga que trabajar si le duele la espalda. Para que haya también quien nos cuide cuando no podamos limpiar nuestra casa.