“Tres cosas hay en la
vida: salud, dinero y amor”, glosaba una canción popular en mi infancia. Y la
vida, a medida que avanza, nos enseña cuánta razón tenía. Yo de mozo no la
entendía; si acaso podía parecerme razonable que se buscara amor; un amor de
aquellos con los que soñamos en la adolescencia: a la vez exuberante y cálido,
hecho de suaves caricias y de besos apasionados. El dinero, en cambio, siempre
me pareció más bien mezquino: necesario, incluso deseable, pero no como
objetivo, sino como complemento. En cuanto a la salud, me desconcertaba que se
le diera tanta importancia. ¿Para qué quería algo que le sobraba a mi cuerpo
nuevo y rebosante?
Hoy lo que me
desconcierta es leer que algunos científicos opinan lo contrario que la
canción: la salud está sobrevalorada. Nadie se siente más feliz por estar sano,
y hay muchos cuerpos rozagantes que se sumen en la depresión o se despeñan en
la angustia. Esto me ha hecho pensar, primero porque es innegable, y segundo
porque entra en conflicto con lo que me han enseñado los años: que uno, con el
tiempo, aprende a apreciar la salud en lo que vale; porque sin ella no hay
nada. Somos puro cuerpo, lo demás viene por añadidura y casi como adorno. Si el
cuerpo nos falla, ¿de qué nos sirve cualquier otra alegría?
Entonces he caído en
la cuenta de que no es casual que sea la madurez la que nos educa en lo
esencial de la salud. El cuerpo gastado hace que la salud sea un bien cada vez
más escaso, y la escasez es lo que lo hace precioso. A medida que la
hipertensión o el colesterol nos empiezan a imponer sus limitaciones, nos damos
cuenta de lo mucho que hemos ido perdiendo por el camino sin darnos cuenta, y
sobre todo, tal vez, cobramos conciencia de que a partir de ahí solo nos queda
perder y perder hasta que lo perdamos todo. Ese cuerpo que nos parecía
imbatible ahora va mostrándose cada vez más vulnerable. Y he pensado otra cosa
que siempre repetían nuestros abuelos: que no damos valor a las cosas hasta que
nos faltan. Solo nos hace felices lo que, estando en peligro, logramos
conquistar. La carencia es la que impone el valor de las cosas. Luego, para ser
felices, siempre hemos de tener algo por conseguir, o por defender.
Somos realmente unos
extraños animales. Para mi gata Chiqui, la vida se reducía a unas pocas
alegrías: el pienso asegurado, la comida de lata que le ponía para cenar, la
seguridad que le infundía mi entrada en casa después de faltar todo el día, el
placer de que la acariciara… y poco más. Como no tenía que cazar, ni que
aparearse (estaba operada), ni que defenderse, se pasaba el tiempo durmiendo (a
veces incluso roncaba). No sé si era feliz, pero desde luego no era desdichada.
A menudo la increpaba reprochándole: “¡Tú sí que vives bien!” Su existencia era
un ocio puro, sin pasado ni futuro, sin viejas amarguras ni turbias esperanzas.
Nosotros, en cambio,
nunca tenemos suficiente. Lo que tenemos lo damos por descontado, y no nos
motiva. Cuando logramos algo largamente perseguido, pronto nos acostumbramos a
su presencia y nos parece anodino. Necesitamos que algo nos falte para que
nuestros sentidos se despierten y la vida vuelva a cobrar color. Esa falta nos
hace infelices, pero es justamente el trabajo al que nos mueve esa infelicidad
lo que nos trae los mayores goces. La salud es felicidad, sí, pero solo cuando
hemos conocido su ausencia, o cuando insinúa su flaqueza, o cuando sospechamos
que durará poco. Esto nos dice bastante de lo que da sentido a la vida: tener
un objetivo y sentirse en camino hacia él. A diferencia de mi Chiqui, que se
repantigaba en un presente perfecto, somos seres lanzados hacia el futuro,
seres inquietos que no pueden conformarse con que todo esté logrado. Hay que
reavivar siempre la hoguera de la emoción; hay que llenar siempre, una y otra
vez, eso que los orientales llaman “el pozo del sufrimiento”.
En el otro extremo,
el reciente mito de la vida sana pone en la salud la felicidad completa. Hay
que comer bien, hacer mucho deporte, descansar lo necesario; de lo contrario
seremos parias deteriorados en un mundo de cuerpos pletóricos. Un fumador como
yo, por ejemplo, es un renegado o un apóstata ante los nuevos profetas de la
salud. Lo que no se entiende, lo que no se perdona, no es que uno se haga daño
a sí mismo ―todos lo hacemos, y
más nos hace la propia vida―,
sino que lo haga precisamente de esa manera. El cuerpo se ha convertido en el
nuevo dios, y no resulta admisible la inobservancia de su culto. Hay mucho de
moda y de negocio en esta nueva religión de la salud que se nos impone a través
de los medios y las costumbres. Pero tal vez los seres humanos tengamos que
vivir así, por modas, por veneraciones, por rituales. Tal vez lo que busquemos
siga siendo sentir que tenemos al alcance la piedra filosofal, la tierra
prometida, lo que, como en los cuentos, nos hará felices “para siempre”. Hoy,
cuando ya pocos alimentan la esperanza de la vida eterna, la sede de la vida
terrena, o sea el cuerpo, se ha convertido en el nuevo templo.
¿Por qué habría de
estar mal? Algunos piensan que a través del requerimiento de salud se ejercen
sobre nosotros nuevas opresiones. Se nos reduce, se nos aliena, al exigirnos
que hagamos de pastores de nuestros órganos. La mala salud, en el descuidado,
equivale a un castigo merecido. El propio sistema de salud pública reprocha a
los fumadores ―y a los bebedores, y
a los locos, y a todos los otros disidentes― que le salga tan caro cuidarlos cuando
enferman. Hay algo de estigma en la enfermedad. El enfermo no produce y,
encima, cuesta dinero al erario público. Así es como un bien objetivo, la
salud, se convierte en una coartada para la persecución.
Esa salud de consumidor no nos dará la felicidad, es
cierto. Pero la otra, la salud que nos libra momentáneamente de los dolores de
espalda o de cabeza, la salud que recuperamos como un tesoro después de un
largo tratamiento contra el cáncer, la salud que mal que bien sostiene a
nuestros padres ancianos y les concede una prórroga en el mundo, la salud de nuestros
hijos después de una fiebre excesiva, esa salud sí que nos habla de la
felicidad, sí que nos enseña que la felicidad es algo en el fondo simple y
aburrido, gozosamente aburrido. Los filósofos que se debatieron con la
enfermedad y el dolor son los que más nos han hablado de la alegría: el
entrañable Epicuro, que se sobreponía a los cólicos nefríticos; el apacible
Montaigne, que sufría la misma dolencia; el achacoso Séneca, que cometió la
osadía de llegar a demasiado viejo; el pulcro Spinoza, que murió tan joven; el
apasionado Nietzsche, que nos propuso la dignidad. Disfrutemos de la salud, y
aprendamos serenidad cuando nos falte.