Edmund
Burke
Aceptar que hay gente
a la que no le caigo bien, a la que nunca caeré bien por más que haga por
conseguirlo, ha sido una de las lecciones más difíciles para mi ego. “Yo sé que
hay gente que me quiere, yo sé que hay gente que no me quiere”, canta Silvio
Rodríguez con lúcida melancolía, y esa es una divisa que tengo que repetirme a
veces para recordarme que jamás conseguiré que me quiera todo el mundo.
Digo que no me fue
fácil, y que a estas alturas, a veces, sigue sin serlo. De algún modo un tanto
mítico, uno desearía ser querido por todos. Es uno de esos sedimentos de la
infancia que nos acompañan toda la vida, como el eco de una aspiración profunda
e imposible. Porque si algo enseña la vida es cuánta gente con la que nos
cruzamos no nos da precisamente la bienvenida, con cuántas personas los
encuentros son tropiezos o incluso verdaderas colisiones; a cambio, la vida
también nos enseña a encajarlos cada vez con mayor naturalidad, a aceptarlos
sin demasiado conflicto interno; en definitiva, a admitir que así son las
cosas, que incluso es probable que ni siquiera merezcamos que todos nos
aprecien. Aprendemos entonces a frecuentar a esos prójimos lo menos posible,
evitando así la incomodidad que nos produce su evidente rechazo, el malestar de
reconocer que no somos queridos, y procuramos olvidarlos aprisa, o convivir con
ellos como si no estuvieran del todo.
Admitir que no todos
nos quieran, y que muchos no nos quieran como desearíamos, es un gran paso en
el largo camino de desmantelamiento de nuestro ego, de su hibris que le
impulsa a apropiarse de todo, incluido el cariño universal. No, no todo nos ama
ni puede amarnos en el vasto universo, y tampoco lo merecemos, tan carentes y
agrietados como somos; en realidad, para la mayoría somos indiferentes, y esa
escasez del amor y de la estima es lo que los hace tan valiosos.
¿Por qué a veces es
tan fácil entenderse y complementarse, sin que apenas cueste trabajo? ¿Por qué
otras, en cambio, ningún gesto puede conquistarlo? En puridad, ¿se puede
merecer la estima, como se merece el respeto, la confianza o la gratitud?
Cualquier cosa que hagamos por ganarla sabe a artificio, y eso apunta a que se
trata de un don. Se habla de “tener buena química” para expresar que dos
personas se avienen. Goethe, demasiado técnico, lo llamó afinidades electivas,
y lo convirtió en el áspero título de una dramática novela de amores
difíciles. Todos hemos tenido
oportunidad de sentir esas afinidades, a veces suaves como una dulce brisa y a
veces irresistibles como un vendaval; hay quien nos es grato y quien nos atrae
violentamente, con un magnetismo irredento. Del mismo modo que hay
enamoramientos súbitos, también hay amistades o al menos atracciones
repentinas, incontestables: sencillamente, parecemos estar hechos para encajar
mutuamente, como dos piezas de un puzle, y la confluencia es algo que fluye por
sí mismo, como un influjo divino superior a nuestra voluntad.
Montaigne nos habló
profusamente de la devoción que le inspiraba el gran amigo de su vida, su alma
gemela, su cómplice en el espíritu, Étienne de la Boétie. Se conocieron al
coincidir en una fiesta, y nada más empezar a hablar se sintieron “tan
seducidos el uno por el otro, tan bien avenidos, tan ligados entre sí”, que
desde ese momento se convirtieron en inseparables. El autor de los Ensayos
consideraba aquella amistad “tan entera y tan perfecta que difícilmente se
habrá leído algo semejante… Tantas coincidencias se requieren para construirla,
que sería mucho si se diera la fortuna una vez cada tres siglos”. Todos hemos
sentido complicidades así, quizá no tan literarias, pero no menos entusiastas.
Son ese amor que los griegos llamaron philia, y que consideraban
superior a eros, el amor apasionado, porque tenía que ver con el
sentimiento, tan puro, tan sosegado, tan generoso de la camaradería y la
fidelidad mutua.
Yo he tenido grandes
amigos, verdaderos compañeros de viaje con los que he compartido paseos,
confidencias, frescas charlas sin más objeto que acompañarse y darse mutuo
cobijo. Yo he tenido amigos en cuya mirada limpia he podido contemplarme como
en las aguas de un arroyo, sintiendo que se me veía y se me reconocía, y que el
mundo, a través de aquella presencia, me consideraba valioso por mí mismo, sin
necesidad de dar ninguna medida. Amigos que han pedido poco y que han dado
mucho, con los que, después de meses sin vernos, no asomaba ningún atisbo de
extrañeza, y la última palabra dicha aún resonaba en el aire y daba pie a la
primera del nuevo encuentro. Amigos a los que no había que explicar mucho para
que entendieran, y que se limitaban a respetar lo que no compartían. A veces
alienta una extraña unión en la diferencia.
Es cierto que, aunque
tales compañías parecen gratuitas, nunca lo son del todo, y eso también lo
enseñan los años. Eso no les quita mérito, pero es importante que comprendamos
que incluso en esa limpidez se esconde siempre la fragilidad de todo lo humano.
“No dejes que crezca la hierba en el camino del amigo”, dice el refrán. Las
personas cambiamos, cambian las circunstancias, y el vendaval de la vida trae
nuevas presencias y se lleva otras. Algunas las perdemos por cuidarlas poco,
por dejar que crezca la hierba; a veces no hay perdón para ese descuido, pero
en otras ocasiones quizá deba ser así. Con algunos amigos me ha sucedido que,
sencillamente, había pasado el tiempo de la amistad. En otros casos, ni
siquiera la vorágine del tiempo se los ha llevado, y han permanecido para toda
la vida, incluso cuando las distancias han sido grandes, como hermanos del alma
o partes indivisibles de nosotros.
Así que las amistades
tienen algo de don y algo de tarea, como sucede con todo lo valioso. Y lo mismo
sucede con los meros aprecios, las simpatías cotidianas que, aunque más
superficiales, no deberíamos despreciar, porque forman el tapiz de los afectos
de nuestras jornadas, la liviana sustancia en la que se dibujan nuestros días.
Los vecinos, el señor que nos pone el café en el bar o la dependienta de la
panadería con la que intercambiamos una sonrisa, los compañeros de trabajo, hay
muchas presencias que configuran el escenario de nuestra vida. Es importante
que florezcan afabilidad y abrigo en esos leves intercambios, sobre todo si
nuestra existencia es más bien solitaria, porque son ellos los que marcan la
diferencia entre un devenir grato o desolado.
En esos entornos
obligados, tenemos necesidad de simpatías y complicidades. Hay que ganarlas.
Hay que cultivarlas con esmero, con paciencia, con tolerancia, con
magnanimidad. Y hacerlo sinceramente, no como un mero gesto interesado, sino
como una apuesta comprometida con lo humano. También se puede amar por
convicción, es lo que los griegos llamaban ágape y pragma. Ágape
es el amor desinteresado y universal, el afecto sinceramente conmovido por la aventura
humana; la estima basada en la solidaridad y en la conciencia de lo que nos
une; se parece a lo que los budistas llaman bodichita. Pragma es
aún más suave y más maduro: es el aprecio que da el mutuo reconocimiento, el
tiempo pasado juntos, la conciencia de lo que nos une. Los demás son molestos a
menudo; los demás son egoístas, ridículos, histriónicos, groseros; pero no
más que nosotros: ¿quién se soporta a sí mismo todos los minutos del día?
¿Quién se atreverá, por indignado que se sienta ante la conducta de otro, a
negarle su condición de ser mortal que persigue una felicidad que le rehúye, igual
que uno? La solidaridad que surge de la empatía ayuda mucho a tolerar, a
perdonar, a dejar que la gente viva en paz con la tarea de sus deseos y sus
defectos, que no es poca tarea. A veces, la mejor manera de aligerarla es una
sonrisa. ¿Por qué escatimarla, incluso cuando nos la niegan a nosotros? Hay una
sutil dignidad en devolver sonrisas por exabruptos; no sabemos si nuestra
afabilidad hará mella en el otro, pero seguro que lo hace en nosotros. A la
larga, el amable gana. Al menos en salud.
Siguiendo la terminología spinoziana, la simpatía es
una alegría, y la antipatía es una tristeza. La primera —tanto recibirla como
ofrecerla— nos da fuerzas y luz, nos reconforta, nos hace flexibles al viento, aligera
el peso de la existencia y la convierte en juego como una danza, nos ayuda a no
sentirnos solos en las adversidades. La segunda, por poco que nos importe la
persona, siempre nos deja un regusto amargo, nos hace sentirnos más pequeños y
envarados, más cerrados en nosotros mismos, y emborrona el paisaje. Ambas,
decíamos, son inevitables y en buena parte gratuitas, tienen su magia y su
misterio, y hay que aceptarlas y honrarlas. Pero, si podemos elegir, estaremos
del lado de la simpatía; porque nos une, porque lima las asperezas cotidianas,
porque hace que el entorno resulte más llevadero, más blando, más acogedor.
Guerras, las mínimas: bastante guerra es sobrevivir, bastante guerra es el
propio tiempo, como escribió Lope. A veces, sí, son inevitables, o al menos
obligadas; que no sea porque no hayamos intentado evitarlas. Y aprendamos a
no obcecarnos demasiado en ellas, ni en las antipatías que sentimos ni en las
que otros nos dedican. Como dicen los budistas, ningún enemigo vale lo que
nuestra paz interior.
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