Solo hay realidad en la acción. Sartre.
La
habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
Haz
pocas cosas si quieres conservar tu buen humor. Demócrito.
La vida pasa por sí
misma; las necesidades y los requerimientos la empujan y la van desplegando: en
este sentido, la vida simplemente sucede. Su objetivo es desplegar sus leyes fundamentales,
y un buen día nos encontramos con que el tiempo ya las ha cumplido todas. En cierto
modo, la vida no nos necesita para acontecer: no le hace falta nuestra
atención, ni nuestra complicidad, ni nuestra voluntad. De pronto descubrimos
que nos hemos hecho viejos, y nos preguntamos, atónitos, dónde estábamos
mientras pasaba nuestra existencia.
Del mismo modo que la
gravedad tira de nosotros hacia abajo, la vida nos arrastra hacia delante, nos
gasta y nos consume. Ese peso del existir es lo que Sartre llamó facticidad.
Nos parece que se opone a nuestro proyecto porque notamos su tirón cada vez que
queremos hacer algo propio, y no podemos hacer nada si no es contra el freno de
su viscosidad. Pero lo cierto es que la facticidad no es una resistencia, sino
el curso natural de las cosas. Es el proyecto humano el que se construye
rebelándose contra ella, asumiendo el trabajo ―a
menudo estéril, pero ineludible― de atravesarla
contracorriente. La libertad es estar dispuesto a replantear ―y si hace falta
contrariar― lo dado, con todas
las consecuencias. La voluntad no tiene noción de sí misma si no conspira
contra la facticidad. De vez en cuando, como la paloma de Kant, necesitamos
notar la resistencia del aire en nuestra cara para descubrir que estamos
volando.
Por eso tenemos la
sensación de que la aventura humana cuesta y cansa. Por eso la pereza es un
placer ―el gusto de renunciar, de entregarse, de dejar que todo suceda
por sí mismo: descansar, al menos por un rato, de la ardua tarea de nuestra
voluntad―, pero también es
enemiga de nuestro proyecto. Si quiero educar a mi hijo, tengo que vencer la
pereza de esforzarme por ponerle límites, para que aprenda a ponérselos él
mismo. Si quiero tener amigos, debo poner paciencia cuando me cargan sus manías
o sus mezquindades, debo superar los instantes en que los mandaría a hacer
gárgaras o me desentendería de sus angustias, que desde fuera parecen tan
simples: amar sucede por sí mismo, pero hay que insistir en ello si no queremos
que languidezca, como señalaba sabiamente Erich Fromm. Si quiero sentir la
satisfacción de hacer bien mi trabajo, tengo que esforzarme por cuestionarlo
cada día, por recoger y clasificar cuidadosamente mis errores como hacen los
biólogos con las muestras de una charca, por concebir nuevos intentos como hacen
los ingenieros, en su guerra sin tregua por domesticar los materiales. Si
quiero sondear el enigma mediante la reflexión, tengo que ponerme a pensar,
aunque me apetezca más seguir durmiendo.
Las necesidades de mi
hijo, las contrariedades de mis amigos, las esterilidades de mi trabajo, el
espesor confuso de las ideas, todo ello forma parte de la facticidad, y no es
malo, y tampoco es malo que sucumba a ello y le deje hacer: que consienta en
caprichos, que reniegue de personas, que cometa los errores de siempre, que
apague el despertador y me desentienda del día que me reclama. Puedo elegir
desentenderme, pero lo que no puedo, al hacerlo, es ocultarme que estoy
traicionándome, estoy descuidando mi proyecto, estoy faltando a mis valores. No
renuncio solo a un acto concreto: renuncio a lo que la ejecución de ese acto
tiene de construcción de mí mismo. Renuncio a ejercer mi voluntad, y en cada
renuncia mi voluntad queda un poco más disminuida.
Así que la pereza no
es mala, y a veces parece incluso digna de elogio. No es mala en lo que tiene
de entrega y renuncia, y es buena porque nos enseña nuestros límites, nos ayuda
a asumirlos, nos obliga a descansar cuando estamos llevando demasiado lejos
nuestras ínfulas prometeicas. La pereza es un blando refugio para las tardes de
derrota, es el lugar en que nos reencontramos con nuestra verdadera medida,
nosotros que nos habíamos soñado omnipotentes. La pereza nos recuerda que casi
todas nuestras pretensiones tienen algo de excesivo y de iluso, y que a la
larga será siempre el mundo el que ganará, igual que el mar, cuando sube la
marea, derrumba en un instante los castillos que habíamos levantado sobre la
arena.
La pereza nos
devuelve a nuestra condición de perdedores, es una serena rendición a los
límites y un cálido regreso al sosiego de las siestas y las tertulias, del
tiempo que se deja pasar en balde, dulcemente entregado al devenir. Al quitarle
hierro a nuestras aspiraciones crea una blanda pátina de comprensión y
tolerancia sobre el mundo: la pereza es enemiga de los egos desbordados, de la
desmesurada y orgullosa hibris, del
rígido despotismo de nuestras obcecaciones sobre el entorno inocente. La pereza
nos aplaca, nos hermana, nos sosiega, y por eso es el mejor antídoto contra los
fanatismos y las rabiosas arbitrariedades.
Así que la pereza
tiene mucho de bueno, y de sabio, y de alegre. Pero también plantea un precio:
rendirnos a ella conlleva una renuncia; y rendirnos absolutamente es renunciar
por completo. Si se convierte en hábito, corroe todos los otros hábitos y no
les deja prosperar. Los vecinos de Koenigsberg ponían en hora sus relojes
cuando veían pasar a Kant: a la mayoría puede parecernos que el filósofo se
pasaba de estricto, pero tal vez sin ese orden riguroso no habría podido crear
la obra que nos legó. Si la pereza acaba mandando, nos roba el proyecto e
instaura el imperio de la facticidad, que, decíamos, es lo contrario al
proyecto humano. Todo lo valioso cuesta trabajo, y en especial la ética, la
aspiración a elegir lo bueno, que suele ser difícil, frente a lo malo, que
tiende a suceder por sí mismo. “Debo
fracasar con frecuencia para tener éxito una sola vez”, medita Og Mandino.
Se puede hacer daño
por pereza: cuando descuidamos lo que otros necesitan o esperan, cuando
incumplimos nuestras responsabilidades o nuestras promesas. Por pereza podemos
perder o hacer perder. ¿Puede ser perezosa la madre diligente? ¿Cabe la pereza
en el enamorado? “Por pereza en limpiarme perdí dueña gentil”, sonríe guiñando
un ojo el Arcipreste de Hita en la divertida historia de los dos perezosos.
Somos seres del proyecto y la tarea, somos exploradores y conquistadores,
estamos hechos para desear y buscar y construir. “Quien no trabaja se consume de aburrimiento”, afirmaba el severo
profesor de Koenigsberg. ¿Cómo cumplir todo eso sin entusiasmo y sin
esfuerzo, sin plantarle cara a los despertadores y a las melancolías? Ultreia et suseia, cantaban los
peregrinos: más lejos, más alto; no hay viaje sin brío. La pereza es una
carcoma que mina nuestros pilares, que disuelve nuestros intentos, que
interrumpe nuestro viaje. Es bueno rendirse a ella de vez en cuando; es malo no
poder escabullirnos de ella cuando corresponde, o cuando queremos; como dice el
Arcipreste: “La pereza excesiva es miedo y cobardía”.
“Persistí: por
primera vez en mi vida tuve valor”, confiesa Rousseau, que tenía un talante
inquieto y muy voluble. Frente a la pereza, tenemos como aliada la
perseverancia, que por eso es una virtud. Y como todas las virtudes, tiene que
ser inteligente: no todo, ni en todo momento, merece nuestro esfuerzo. Hay que
aprender a hacer esa distinción, y hasta dónde el denuedo vale la pena, y a
partir de dónde la insistencia lo único que nos dispensa es una victoria
pírrica.
Esto lo saben bien
los que compiten en deporte, que aprenden pronto a economizar fuerzas en
algunos momentos para tenerlas cuando realmente hacen falta. La mayoría de
nuestros proyectos son carreras de fondo: hay que evitar arder con una llama
demasiado rápida y acabar retirándose, hechos cenizas. Un curioso estudio con
estudiantes universitarios encontró que los que se manifiestan más motivados
tienen una probabilidad de abandono de carrera tan alta como los que declaran
menos motivación. Se comprende: estos no tienen ganas, aquellos no son
realistas. El que “se come el mundo” acaba indigestándose; el que pretende
demasiado acaba decepcionándose, o sencillamente no puede sostener tanta
intensidad.
Para que la vida
tenga color, hace falta pasión; pero un exceso de pasión puede llevársenos la
vida. Frente a la exaltación ilusa, a menudo tiene más valor la lenta
insistencia de la gota de la perseverancia. Como suele decirse, “sin prisa y
sin pausa”, o “vísteme despacio, que tengo prisa”. Hacer lo que deba ser hecho,
y hasta un poco más, pero no mucho más. El camino medio de Buda: “Si la cuerda
se tensa poco, no suena; pero si se tensa demasiado, se rompe”.
La paciente
perseverancia hará mucho más por nuestros proyectos que una enardecida presteza:
“Quien sabe dominarse a sí mismo es
como la estrella polar, que permanece en su sitio y todas las estrellas giran a
su alrededor”, arguye Confucio. En el Salieri y Mozart de Pushkin, el italiano reprochaba a Dios no haber
premiado una entrega absoluta a la música, sin ahorrar sacrificios, durante
toda su vida: no se da cuenta de que lo que realmente perdió es lo que fue
dejando por el camino; más le hubiera valido dar de vez en cuando un paseo,
abandonarse a una dulce charla intrascendente con un amigo, cortejar a una
muchacha o dormir una siesta.
A veces hay que sacrificarse para llegar lejos, pero de
poco le servirá al que se convierte en víctima. Por otra parte, cuando las
pretensiones simplemente resultan triviales, lo prudente es abandonar. La
pereza puede ayudarnos a equilibrar esos excesos. Y la diligencia puede
rescatarnos de la pereza. La vida está hecha de ritmos, y la sabiduría consiste
en aprender a bailarlos.