domingo, 30 de septiembre de 2018

La religión y el discurso de mínimos

Ser religioso es relativamente fácil: basta con “dar el salto” del que hablaba Pascal, cerrar los ojos y entregarse al abrazo de la fantasía, que es blando y cálido y siempre nos compensa. Sostener la soledad de la razón, contra la dureza y el terror de la vida, es, en cambio, tarea ardua y con un ineludible dejo de angustia. Al fin y al cabo, somos seres frágiles y perdidos en un infinito indescifrable, y es verosímil que llevemos en los genes una tendencia atávica a personalizar y venerar lo desconocido, concibiendo con nuestra imaginación un universo de fuerzas ignotas y seres imaginarios que, si bien no ofrecen explicaciones coherentes, sirven al menos para llenar con algo el silencio aterrador con que responde el universo a nuestras preguntas angustiadas.
Respuestas, en efecto: donde la razón se inhibe, la fe sigue adelante con el paso firme de los desesperados. Su fuerza reside en el sentimiento, en la convicción que ya ha renunciado a las contradicciones del pensamiento y se sostiene en sí misma, en su puro temblor emocional. La religión ofrece siempre respuestas porque su verdad es anterior a todo, incluidas las preguntas y quienes las formulan. En última instancia, no pretende convencer, sino vencer: por agotamiento, por debilidad de los escépticos. Su fuerza es la mera insistencia frente a los tambaleantes pasos de la razón, frente a la desnudez con que el ser humano afronta su precaria condición, su vida marcada por la incertidumbre y el sufrimiento. Frente a ellas, en el regazo de la religión siempre hay consuelo, siempre se ofrece la posibilidad de cambiar la lucha por la entrega. Es tentador, para el hambriento, acudir a un lugar donde le den comida, la que sea, desistiendo del camino orgulloso, altivo, pero durísimo, de los que buscan alimento por sí mismos.
Sin embargo, seamos justos: la religión conoce sus debilidades, y ha dedicado muchos siglos a apuntalar algo parecido a unos cimientos. Sabe que siempre habrá quién la interpele, y para él reserva un sofisticado cuerpo de argumentos. El proselitista suele empezar por dar razones, sobre todo a quien se le acerca con preguntas, y con ellas puede llegar a convencer a muchos. Solo esgrime la fe cuando se le acorrala en una evidente inconsistencia.
  
No se pueden discutir las creencias, o más bien no sirve de nada hacerlo. Pero ante las afirmaciones capciosas, la persona coherente tiene que discutir. El discurso de mínimos es uno de los recursos argumentales favoritos en la doctrina religiosa.
Cuando la religión choca con el rechazo a su discurso de resignación, procura legitimarse mediante un discurso de mínimos: “Al menos la persona religiosa es más feliz”, “Al menos siente que su vida tiene sentido”, “Al menos se da consuelo a los que sufren”. Este discurso se extiende, incluso, a las acciones de la Iglesia: “Al menos el que es religioso es profundo”, “Al menos tiene unos valores”, “Al menos la caridad da de comer a muchos que estarían condenados a la miseria”... Se consolida así la impresión de que fuera de la religión, y particularmente de la religión organizada, no hay más que caos, amargura, confusión… El valle de lágrimas de los pecadores.
Dejando a un lado el hecho de que todos esos supuestos beneficios son en sí mismos discutibles (muchas personas religiosas ni son buenas, ni son más felices, ni son más profundas, ni tienen para comer cada día), hay que admitir que en muchas ocasiones, como decíamos, es cierto que la religión ayuda, de un modo u otro, a soportar la vida. Si no disipa la duda, le quita hierro, y ofrece una orientación precisa a la tarea de la existencia. Para quien siente vértigo al pensar, entrega las respuestas empaquetadas y selladas. Si somos consecuentes con esta idea, tal vez tendríamos que dar la razón a quienes defienden la religión desde el discurso de mínimos, y reconocer que el mundo nos resultaría mucho más indigesto sin su abrazo protector, por irracional e insuficiente que nos pareciera.

Sin embargo, estaríamos cayendo en la trampa de un argumento que, sin ser falaz, oculta hábilmente el meollo de la verdad. ¿Por qué nuestra vida debería estar ceñida por mínimos, en lugar de guiarse por aspiraciones a la plenitud? ¿Por qué deberíamos aceptar que nuestros valores se restringieran voluntariamente, convirtiéndonos en mendigos de lo deseable, en lugar de insistir en realizarlo de una manera completa, dueños de nuestro destino?
El discurso de mínimos nos hace regresar, por la puerta de atrás, a la resignación. De un modo encubierto, se basa en el supuesto de que nuestras aspiraciones no son realizables, que tenemos que darlas por imposibles, y que, por consiguiente, debemos aceptar lo poco que se nos ofrece con el agradecimiento de que “al menos” se nos ofrezca eso. La caridad tiene sentido sólo en un mundo marcado por la carencia; en un sistema que se basa en la opulencia de unos pocos frente a la privación de la mayoría, la caridad secunda esa escasez, como si fuera su otra cara de la moneda. ¿Qué valor tendría la limosna o la beneficencia en una sociedad en la que todos dispusieran de lo que necesitan? Y, si preferimos remitirnos menos a lo material, ¿qué falta haría el consuelo a un ser que basa la dignidad en sí mismo, sin apelar a platónicas esencias superiores, y se alza firme sobre ella? Cuando nos dicen “al menos” nos están empujando a aceptar el “menos”, a movernos según parámetros que nos limitan al “menos”.

Por eso, aunque reconozcamos con admiración determinados esfuerzos de personas entregadas a la beneficencia, aunque no le quitemos valor a determinadas labores sociales de la Iglesia, no podemos considerarnos satisfechos con ellas, no podemos alabarlos alegremente como una prueba de que nuestra sociedad, como quería Leibniz, “es la mejor de las posibles”. La práctica organizada de la caridad es la prueba palpable de una sociedad perversa y despreciable, es su consecuencia y su cómplice. No nos conformamos con el “menos”, y no porque no admitamos que la vida está llena de sufrimiento, que los recursos son escasos; no porque no nos preguntemos a veces, atormentados de incertidumbre, si el ser humano es capaz de construir un mundo mejor. No nos conformamos porque sabemos que mientras haya alguien que nos diga “al menos”, estará invitándonos a la resignación, a convertirnos nosotros también en cómplices sumisos de la iniquidad; estará robándonos la dignidad, estará negándonos la capacidad de hacer algo mejor; estará relegándonos a la categoría de víctimas impotentes.
Si se supone que la persona religiosa “al menos” es un poco más feliz, nosotros respondemos que preferimos ser “bastante” más felices, y serlo desde la lucidez y la racionalidad, no desde el apocamiento y la fantasía. Si nuestra vida ha de tener sentido, no renunciamos a dárselo desde el pensamiento y la dignidad del ser que se hace cargo de su propio destino. Si hemos de consolar nuestro sufrimiento, preferimos hacerlo desde lo humano, desde la reflexión y la sabiduría, en lugar de poner la esperanza en primitivas falacias sobrehumanas. Si se trata de ser profundos, ¿qué mayor profundidad que la del que mira la verdad sin subterfugios, aunque lo haga con temor? Si se trata de contar con unos valores, ¿por qué no podemos referirlos a la propia vida humana y a un proyecto estrictamente humano, a nuestra condición natural e inmediata, en lugar de tomarlos de pretendidas revelaciones sobrenaturales?
Y si de lo que se trata es de que los pobres coman, ¿no sería mejor que aspiráramos a que dejaran de ser pobres, a que tomaran las riendas de su destino y dejaran de transigir con que se les relegue a esa condición? ¿No sería preferible que dejara de haber otros que los someten a la indigencia para poder amasar fortunas a su costa? El mendigo, mientras come de la caridad, debería estar aprovechando para planear un mundo en el que no fuese necesaria. Y si él no puede o no sabe, entonces deberíamos hacerlo por él quienes nos limitamos a tranquilizar nuestra conciencia con limosnas. Si la convicción no nos diera para ello, “al menos” debería sacudirnos la vergüenza.
No nos conformamos con los mínimos, no estamos dispuestos a ser cómplices de un mundo que nos parece injusto. La vida humana se define por sus derrotas, pero se gesta en las aspiraciones y los esfuerzos. El hombre es el ser que se alza, una y otra vez, frente a la limitación.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Los altibajos del ánimo

No hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso…
Lope de Vega


El ánimo es cosa voluble y caprichosa: lo glosaron los poetas en nuestro nombre, pero todos lo sabemos por propia experiencia. Una noche nos visitaron dulces sueños, “pero la madrugada llegó siempre”, como escribió Jesús Munárriz y cantaba Rosa León. Un recuerdo agradable nos llena de buen humor, una súbita preocupación nos lo arruina. Empezamos con optimismo una tarea, tal vez nos crezcamos ante sus dificultades, y resulta que, al cabo, nos rendimos exhaustos y vencidos. Una mañana nublada puede bastar para abatirnos, y una mala digestión para ponernos de mal humor, como a Montaigne. Spinoza nos lo describió con perspicacia: constantemente, afectados por los sucesos, oscilamos entre la potencia y la impotencia, entre la alegría y la tristeza, atravesando todos los grados en que ambas se entremezclan, en una montaña rusa emocional que no podemos frenar.
Quisiéramos que la voluntad pudiera tomar el timón del ánimo, pero le faltan fuerzas para mantenerlo bien asido. Porque el ánimo es anterior a la voluntad. Nos invade como una marea, y, a pesar de sentirlo como nuestro, descubrimos que discurre por sus propios caminos misteriosos, regidos por leyes recónditas. Sabemos que forma parte de nosotros porque nos reconocemos al mirarnos en su espejo, pero en realidad parece otro, un doble que nos es extraño, que tiene su propio designio y siempre nos supera. No, no podemos esperar sumisión del manantial por el que la vida brota en nosotros. Todo lo más, podemos hablarle y pedirle, como se ha hecho siempre con los dioses, y esperar confiados que nos conceda una respuesta benévola.

Los estoicos conspiraban para conquistar su pleno dominio, acallando los pesares y apuntalando una entereza inamovible. Los estoicos trabajaban durante las jornadas de la razón para tener a punto el abrigo cuando llegara la noche. Su tarea aún nos ilumina, y sobre todo nos conmueve, porque sabemos, como ellos sabían en el fondo, que es un afán siempre inacabado. Nuestra naturaleza es frágil: de lo contrario no necesitaríamos insistir en domeñarla.
“Filosofamos porque no somos felices”, arguye Comte-Sponville. Nos aprontamos con mil razones para la firmeza, creemos haber alzado un muro suficientemente sólido, y de repente llega una tormenta y la riada se lleva hasta la última piedra, y volvemos a quedarnos a la intemperie. Las convicciones, gigantes con pies de barro, solo nos ayudan mientras no se nos pide demasiado. Séneca aconsejaba tener siempre presente que lo perderemos todo, y nos sentimos capaces de darle la razón, pero porque ese “todo” nos suena a algo remoto y abstracto; cuando la niebla se disipa y redoblan los tambores y notamos la bofetada del mundo en la cara y nos encontramos desnudos frente a lo perdido, ¿cómo no vamos a sentirnos desamparados, cómo no vamos a precipitarnos en el desconsuelo? “Confieso que me siento incapaz de este tipo de sabiduría dice Comte-Sponville. Ni siquiera me siento capaz de desearla verdaderamente… Esta sabiduría, absoluta, inhumana o sobrehumana, no es más que un ideal que nos deslumbra al menos tanto como nos alumbra”. Lo humano es sufrir, como ya nos enseñó Buda, antes de indicarnos sabias maneras de sufrir menos…, o al menos de intentarlo.

Frente a los estoicos, los románticos hicieron de la necesidad virtud. Rendían pleitesía al capricho de los dioses y se declaraban dispuestos a entregarse a ellos sin rechistar. Renegando de la razón, tan endeble, se lanzaban a las olas del destino y aceptaban la amenaza del naufragio. “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, cantó Holderlin mientras se encaminaba a los yermos de la locura. Los románticos soltaban carcajadas en las tormentas y lágrimas en las noches estrelladas, y dejaban que el ánimo, según viniera su capricho, los alzara hasta tocar el cielo y los sumiera en los más hondos abismos. Tal vez admiremos a los estoicos, pero amamos más a los románticos, porque sospechamos que su delirio es más certero que el pretencioso heroísmo de aquellos.
Y, sin embargo, pocos de nosotros tendríamos el valor o la demencia de apurar nuestros sentimientos hasta el fondo, y ser consecuentes con ello. ¿Quién se suicidaría hoy por un desengaño amoroso, como Werther o Larra? ¿Cuántos de nosotros entregarían su juventud a luchar de revolución en revolución, como Lord Byron? En la exuberancia romántica adivinamos algo sospechoso y desproporcionado, algo que nos suena a inmaduro o sencillamente insensato. Intuimos que la vida no es una tragedia griega: podemos emocionarnos ante los arrebatos de Edipo o de Antígona, ante el amor extático de Romeo y Julieta o el afán justiciero de Hamlet; podemos incluso admirarlos, pero cuando baja el telón hay que regresar al trabajo y al deber. Sencillamente, preferimos vivir, seguir viviendo, y hacemos bien: el mundo es olvidadizo con sus promesas.
En la exaltación hay belleza, pero preferimos la lucidez. Detrás de los caballeros andantes se adivina el Quijote, en la grandilocuencia de los héroes se entrevé el esperpento. Después de todo, tal vez se equivocaban a su manera, a su terca manera de insistir en el error hasta que los despeñaba por el acantilado. O puede que, simplemente, tuvieran miedo y huyeran en la dirección equivocada: si Edipo no hubiese sido tan orgulloso, tal vez no se habría arrancado los ojos por sus errores; ¿cuántas sombrías tardes de domingo eludieron con su  fogosa tragedia Romeo y Julieta? Jean Anouilh se permite escrutar con lupa escéptica, y nos sugiere una Antígona obcecada y enardecida, que quizá temiera a la vida tanto como a la crueldad de los dioses: “Para decir que sí, hay que sudar y arremangarse le reprocha Creonte, tomar la vida con todas las manos y meterse en ella hasta los codos. Es fácil decir que no, aunque haya que morir. Basta con no moverse y esperar”.

La vida es difícil: eso debería bastarnos para ser menos exigentes, para decepcionarnos menos, para entrenarnos en la compasión. Especialmente con nosotros mismos. La compasión es una gran ayuda frente a los ofuscados arrebatos del ánimo, como ya nos enseñó Buda. No nos libra del dolor ni de la amargura, pero sí puede aliviar el dolor de la amargura y la amargura del dolor. Puede hacer más suaves nuestras iras y más leves nuestros odios. Y si a eso le añadimos algo de lucidez, un poco de buena voluntad y un toque de humor, tal vez los altibajos del ánimo resulten menos extremados y más llevaderos.
Epicuro recomendaba algo así: ahondar en la lucidez y no escatimarnos esas pequeñas alegrías que nos mantienen serenos y satisfechos mientras la adversidad no arrecie demasiado: una comida agradable, un amor sereno, una charla en compañía de los amigos, una buena lectura. Promover la ataraxia, “ni dolor ni temor”. Una actitud así no está tan lejos de la entereza estoica o de la imperturbabilidad budista, y al mismo tiempo parece menos pretenciosa. Sencillez, aceptación, reconciliación con esta pobre vida tan limitada, tan incierta, tan variable… ¿Cómo no habría de ser voluble nuestro ánimo? Admitamos que lo sea, atravesemos confiados las noches del alma, mientras procuramos aligerarnos de pesos por el camino, mientras insistimos en querernos y en reír, reír siempre que podamos.

martes, 11 de septiembre de 2018

¿Quién quiere aún ser virtuoso?


En nuestros tiempos de tensión entre el relativismo posmoderno y los fundamentalismos de todo tipo (incluidos los tecnológicos), hablar de virtud, al estilo de los antiguos, suena seguramente anacrónico e ingenuo. En el mundo neoliberal no interesa la virtud, sino la prosperidad individual; que esta se logre a costa de los demás, o del mundo entero destruyendo el frágil equilibrio de la nave Tierra, sumiendo en la miseria a masas incontables de seres humanos, es algo absolutamente accidental, un precio que hay que asumir o, mejor, ignorar. El neoliberalismo ha elevado a Hobbes a profeta la lucha de todos contra todos, el Leviatán estatal asegurando el orden y el status quo y, aunque no lo admita, ha confirmado la teoría de Marx, al apuntalar el sometimiento de unas clases por parte de una oligarquía privilegiada. ¿Quién quiere aún ser virtuoso?
Y, no obstante, tal vez la mayoría sigamos queriéndolo, cada cual a su manera. Mientras sobrenadamos el mundo líquido, manoteamos a nuestro alrededor con la esperanza de encontrar algo a lo que asirnos. Quizá la recuperación de la idea de virtud sea la única puerta de salida para los que estamos atrapados en el neoliberalismo salvaje de nuestro siglo. El ideal clásico de virtud como apuesta por una ética de lo objetivamente valioso puede ser la brújula que nos oriente, individual y colectivamente, en nuestro mundo desnortado.
Nunca tuvimos tantos mapas y, a la vez, tan poca claridad sobre qué ruta seguir. Ignoramos cómo guiar nuestra vida de un modo fructífero, porque nuestra voluntad ha quedado reducida al trabajo para consumir. No es cierta la jaleada muerte de los grandes relatos (el cristianismo, la Ilustración, el marxismo…); sobre las ruinas de estos hemos edificado el más inapelable: el relato de la producción y el consumo. Somos, como dice Byung-Chul Han, sujetos de rendimiento: tanto rindes, tanto vales; cabría añadir que ese valor que nos proporciona el rendimiento alcanza su expresión más consagrada en el consumo: vales porque rindes, y lo demuestras comprando. El desempleo no es angustioso solo porque limite los recursos materiales, sino también porque despoja de los dos únicos sentidos que parece tener la vida: rendir y consumir.
Actuamos como autómatas en manos de ese relato único, un relato que escenificamos cada día lo queramos o no. El relativismo no nos ha hecho más libres, ni más autónomos, ni más satisfechos. Y no porque los viejos relatos no mereciesen ser cuestionados —hay que cuestionarlo todo, siempre—, sino porque su resquebrajamiento solo nos ha conducido a la imposición, en buena parte inconsciente, del relato único neoliberal. Hemos derribado los viejos templos para ser más libres, y no hemos tenido la precaución de quedarnos con lo que su legado pudiera tener de valioso para levantar nuestras casas. No hay nadie más fácil de capturar que el que no sabe adónde va. Y eso es lo que han hecho los mercaderes. En puridad, hoy no existe ni siquiera política verdadera: los gobiernos son agentes de las grandes corporaciones, y estas constituyen el auténtico poder que rige nuestros destinos.

Hace pocos años, con el estallido de la crisis económica, ha cobrado forma la figura del ciudadano indignado. La indignación parece un saludable cuestionamiento del relato único neoliberal. Hay que admirar a mucha gente que se ha comprometido en la protesta y la reivindicación, rebelándose contra la permanente persuasión al conformismo. Los aislados individuos de la posmodernidad han encontrado nuevos polos en torno a los cuales unirse y luchar. Sin embargo, el recorrido de la mera indignación, por espectacular y creativo que se presente, es ineludiblemente corto. Los movimientos de indignados no cuestionan el sistema, solo reclaman un encaje más favorable en él. En el fondo, sueñan con restablecer aquel efímero capitalismo optimista y paternalista que se ensayó en el Estado del bienestar.
Hay que admitir que el Estado del bienestar fue un invento brillante, un compromiso entre las masas trabajadoras y las oligarquías que daba pie a un cierto reparto de la prosperidad. De ahí su agradable aroma a justicia social: el aroma de un café que, aunque fuese más para unos que para otros, no dejaba de alcanzar a todos hasta un punto razonable. Yo creo que un buen puñado de generaciones habríamos podido nacer, crecer, reproducirnos y morir sin mayores problemas en un Estado del bienestar que hubiese mantenido su protección a unos derechos elementales y su garantía de cobertura de las necesidades básicas. Realmente, no es poco, y ya lo quisieran para sí las grandes masas que, en muchas regiones del mundo, ni siquiera han tenido la oportunidad de disfrutarlo antes de su implosión.
Pero Marx ya nos avisó que el capitalismo incluso ese capitalismo paternal del New Deal guarda en su seno contradicciones que acaban por reventarlo. El capitalismo se basa en el “siempre más”: producir más, vender más, ganar (quien gana) más. Lamentablemente, los recursos son limitados, y los mercados se saturan. En cambio, la ambición de los capitalistas es ilimitada; llega un momento en que, para seguir llenando sus bolsillos al ritmo que pretenden, no hay más remedio que cerrar el grifo. Menos café para repartir entre el resto. De repente, el manto del benévolo Estado protector se ha encogido, y la mayoría de los ciudadanos se han visto, de la noche a la mañana, en una intemperie que habían olvidado.
Porque unas pocas décadas de Estado del bienestar nos hicieron pasivos y acomodados, nos acostumbraron a que otros se hicieran cargo de nuestras necesidades. La indignación no cuestiona el problema de fondo el capitalismo y sus contradicciones, se limita a levantar la voz para recordar el compromiso de (cierto) reparto de riqueza que creíamos perenne y resultó ser solo provisional. Nos prometían trabajo para toda la vida y una jubilación digna; nos prometían educación y futuro para nuestros hijos; nos prometían unos servicios (salud, transporte, también ocio) cuya calidad estaría en crecimiento perpetuo. Nos hicieron creer, incluso, que gobernaban para nosotros, es decir, para que esa vida que considerábamos buena se materializara. Mientras los grandes relatos se iban resquebrajando, perdíamos con ellos la conciencia de la realidad: de las grandes masas de miseria, del saqueo a la naturaleza, de la permanencia del poder en manos de las grandes corporaciones, de la ilusión de libertad que disfrazaba la dependencia… Perdimos la conciencia y con ella las convicciones que mueven y los valores que guían. El estómago lleno nos hace olvidadizos. Así que dejamos de oponernos al sistema: nos indignamos, con razón, añorando lo perdido mientras procuramos aferrarnos a lo que nos queda; pero ya no tenemos nuestra propia alternativa.

Podemos reinventar esa alternativa. Volver a pensar por nosotros mismos y separar lo que queremos de lo que no queremos. Podemos volver a ser dueños de nuestros valores y de nuestras metas; decidir lo que es digno y trabajar por ello. ¿No es eso una vida virtuosa, no es la eudaimonía que perseguían los griegos y por la que abogaba Aristóteles? Reclamar la virtud es recuperar la autonomía para elegir lo valioso y dedicarle nuestras fuerzas. Es proclamarse libre y ejercer esa libertad. Sin fanatismos, pero con convicción. Sin renunciar nunca a la prudencia y el sentido común, eso que los griegos llamaban phrónesis y es, en sí misma, una virtud; pero avanzando, siempre avanzando, con los ojos bien abiertos y el pensamiento despierto.
Aristóteles hablaba de la areté, “excelencia”, y la interpretaba como un modo de actuar consecuente con la propia naturaleza. Él contaba con que los humanos poseemos una naturaleza esencial e inmutable: es comprensible que considerara que la acción apropiada es la que responde a esa esencia. Los estoicos pensaron lo mismo, y toda su ética gira en torno de vivir conforme a nuestra naturaleza esencial. Desde el punto de vista actual, la idea de una esencia humana resulta como poco problemática. Sin duda tenemos características que nos definen al margen de nuestra voluntad: la biología y la genética nos revelan un sustrato configurado por simple herencia. Pero ellas mismas se apresuran a impugnar el determinismo: la expresión de ese sustrato depende del ambiente, de la experiencia y de la acción. En nosotros, la biología se hace contingente en forma de Historia. Nuestra voluntad también cuenta. Luego hay margen para la libertad; de hecho, como repetía Sartre, la libertad es ineludible. “Un hombre es lo que hace con lo que otros hicieron de él”. Por tanto, más que de acción acorde a nuestra naturaleza, tal vez la areté consista en la acción apropiada a los valores por los cuales hemos decidido optar.

Cada cual puede trazar su propio camino de virtud, pero ese camino discurre por el mundo y debe atenerse a él. Es más, ese camino no puede realizarse sin una cierta transformación del mundo. Desconfío de los que recomiendan cambiarse a uno mismo para cambiar lo demás, no porque no tengan razón, sino porque la evolución individual es tan ardua (y tan ausente) que podemos pasarnos la vida recluidos en ella, desentendiéndonos del mundo. Suena a excusa y a consejo de resignación. Claro que hay que empezar por uno mismo, pero, ¿de qué nos sirve si no se materializa en el encuentro con los demás, en compartir, en dialogar, en luchar para construir la virtud colectiva? ¿Acaso vivimos al margen de la sociedad que establece nuestros derechos y nuestros deberes, y de las decisiones de sus gobernantes? La virtud solitaria, como el vicio solitario, es deslucida e incompleta, siempre se queda a medias. Lo digo con todo el respeto hacia los místicos y hacia los amantes del retiro, entre los que me cuento. Pero, como dijo el Eclesiastés, hay un tiempo para cada cosa. La virtud que vale es la que baja a ensuciarse en el barro de la plaza.
Invitémonos unos a otros a rehabilitar la noción de virtud, tanto en su versión individual, íntima, como en su vertiente de obra colectiva, pública. La primera para ganar el buen vivir, para hacer que nuestra vida sea valiosa y satisfactoria, para componer la eudaimonía. La segunda para que nuestro hallazgo revierta en los demás y así nos vuelva de ellos, para que fructifique en el amor y la amistad, para que vaya más allá de nosotros y cristalice en la construcción de un mundo mejor para nuestros hijos. Imposible una sin otra. Ni siquiera los estoicos y los epicúreos renunciaron a implicarse en el mundo. Todos ellos eran conscientes de la naturaleza candentemente social del ser humano. Incluso mientras nos apartamos, estamos teniendo a los demás como referencia. Salud y virtud para todos.