sábado, 24 de noviembre de 2018

Secretos


Los secretos demuestran que el mundo es peligroso y nosotros vulnerables, que existen enemigos, que la fuerza de la verdad puede madurarnos, pero también arrollarnos, según quién la conozca y qué manos la esgriman. Callar no es mentir, aunque se le parece mucho: la ocultación es también un disfraz, puesto que escatima nuestra verdad a ojos ajenos. Mentira, entonces, necesaria, o al menos justificada: en el mundo podría haber miradas que busquen nuestro daño.
Hay mucho en nosotros que no nos conviene que se sepa, y por eso todos hemos aprendido a ser hábiles en el disimulo. La antigua tensión entre el enmascaramiento y la revelación se repite, en forma de batalla, desde que tomamos conciencia del abismo que nos separa de los otros (de cada uno de los otros, y a menudo sobre todo de los que nos quedan cerca). Saber es ganar poder; permanecer agazapado en la penumbra es conservarlo.

Los secretos, y también sus retoños las mentiras, curiosamente, hacen la vida interesante. Puede que haya una gran valentía en la verdad, pero el secreto en sí no nos hace cobardes. Solo cautos y conscientes de lo fácil que es herirnos. Solo astutos, como Ulises, que jamás pretendió ser un héroe y tal vez por eso echó tanta mano de la mentira, el disfraz y el disimulo. Los héroes nunca mienten, porque andan por el mundo buscando rivales con los que medirse. Pero nosotros no somos héroes.
Los secretos, que son ocultación, tiemblan con un misterioso impulso que reclama que se muestren al mundo. La mujer que tapa su cuerpo celosamente es la que despierta más deseo de desnudez; lo recubierto pide ser confesado. Cuanto más ocultamos nuestros secretos, con más fuerza empujan y se nos empuja para salir a la luz. Resulta inquietante, y tal vez ofensivo, el que traiciona mi entrega con su prevención, y no me devuelve confidencia por confidencia; el que no se arriesga ante mí en la medida en que yo me arriesgo frente a él. La mayoría de las vidas ajenas no nos interesa, pero ansiamos saber cuando nos parece que hay algo deliberadamente escondido, porque así se esconden los puñales y las trampas.
Y es que los secretos propios son fuente de inquietud, pero los ajenos son fuente de curiosidad, tanto más viva cuanto más esfuerzo se adivina por escatimárnoslos. Es probable que no tengamos derecho a curiosear en las intimidades ajenas, pero de todos modos la sentimos. Puede comprenderse: al fin y al cabo, los demás son importantes para nosotros; esperamos cosas de ellos. En realidad, la mayoría de las cosas que piensan o sienten los demás nos resultan indiferentes. Pero cuando sospechamos de una ocultación deliberada, surge la duda: ¿me implicará de algún modo? ¿Podría estar maquinando algo contra mí, o algo que pudiera afectarme a mí?
Por otra parte, el secreto, como la mentira, nos atrapa. Para mantener un secreto hay que vigilar constantemente, vigilarse sobre todo a uno mismo: es fácil traicionarse con una indiscreción, con un detalle incoherente, con una muestra de pudor. No olvidemos que los demás siempre vigilan, los demás son expertos en descifrar nuestros enigmas e inmiscuirse en ellos. A veces hay que forzar las propias circunstancias, o las explicaciones que damos de ellas, para que no se vean asomar los flecos bajo la manta. Por eso, fácilmente, un secreto nos lleva a una mentira, y una mentira a otra. Y la mayoría somos tan torpes con la mentira como con la ocultación.

Así que en toda confesión hay algo liberador. Se dice que la verdad nos hace libres: tal vez la principal libertad sea la que nos otorgan la franqueza y la transparencia. No con todos: con quien lo merezca. El amor y la amistad se nutren, en buena parte, de los secretos compartidos. Porque los secretos son una soledad que duele, que pugna por llegar al otro. La persona querida es nuestro confidente, nuestro testigo, nuestro valedor, y gracias a ella nos mantenemos vinculados a la humanidad. El amigo comparte nuestros secretos y nos libera momentáneamente de nuestras pesadas máscaras. La confesión acaba con el costoso esfuerzo, el incierto esfuerzo del secreto. Tal vez por eso una parte de nosotros busque deliberadamente la persona y el modo de aliviarnos de esa extenuante tarea; aunque impliquen un riesgo. ¡Qué descanso de prevenciones y vigilancias, qué blanda naturalidad! 
Todos necesitamos confidentes. El problema es que, con una confidencia, trasladamos a los demás la tensión de ocultación que antes soportábamos a solas. Por eso, la mayoría de las confidencias están hechas para ser traicionadas: mi confesión llama a la confesión de mi confesor. Raro es el grupo en el que la mayoría no acaben conociendo casi todo de los demás (cosa que, por otra parte, los demás saben o sospechan): todos actúan de acuerdo a un relato oficial, un relato explícito, pero por debajo circula siempre, a modo de intrahistoria, una nube de confianzas incompletas y cotilleos, cuyas partes inciertas suelen completarse con detalles imaginarios que acaban muchas veces dándose por buenos y sustituyendo, incluso, a la propia verdad. Una vez más, ese tráfico de informaciones cumple una función: para cada integrante del grupo es importante tener idea de las vivencias y las intenciones de los otros, puesto que puede necesitar su complicidad y podría verse perjudicado por su mala predisposición.
Esta historia nuestra establecida a media voz, y medio inventada, es un fenómeno muy interesante. Puede difuminarse en el olvido, pero también puede acabar convirtiéndonos en caricaturas y en mitos, en personajes novelescos que se cruzan con los reales y a veces los suplantan. Uno puede obtener provecho de los mitos que lo recrean (“Mejor no molestarlo, ¡es tan sensible!”; “No le contradigas, ¡es muy rencoroso!”), pero también se puede ver atenazado por ellos (“No se puede contar con él, ¡demasiado sensible!”; “No pienso decirle nada, ¡es muy rencoroso!”). Si me quieren o me odian por mi fama, ¿qué amor y qué odio le queda a mi verdad, o al resto de mi verdad? Conviene contradecir de vez en cuando lo que se espera de nosotros, así los demás nunca estarán seguros de conocernos del todo.

Nadie puede vivir sin confesar nada, so pena de sumirse en la más ingrata sensación de soledad; pero probablemente tampoco podamos vivir revelándolo todo, como recomiendan algunos. Puede que el poder que nos conceden los secretos sea, sobre todo, la posibilidad de graduar su confidencia: requiere mucha sutileza, tal vez maestría, saber qué toca decir y qué es preferible callar… al menos de momento. Cada instante tiene sus requerimientos, cada ocasión sus circunstancias. Hay cosas que no se deben saber, incluso que no se quieren saber. Una confesión puede ser un arma arrojadiza, pero también, como un boomerang, puede volverse contra nosotros: “Todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. Los secretos y las confidencias: un excelente desafío para aprender lo que son la discreción y el tacto.

domingo, 18 de noviembre de 2018

¿Te aburres? ¡Disfrútalo!

El aburrimiento tiene sus propios dioses y sus propios dones. El aburrimiento es un hueco en la trama cotidiana por el que, si somos hábiles y dignos, lo nuevo encuentra su oportunidad: una ocurrencia, una inspiración, un recuerdo olvidado que tenía algo por decirnos… Hay que poder, hay que saber aburrirse. Porque si uno sabe aburrirse descubre que, en realidad, no estaba aburriéndose, sino abriéndose al mundo, descansando de la voluntad hiperactiva y dejando que la propia vida le tome de la mano. Es la ocasión de la creatividad, de la concepción de sueños imposibles que tal vez nos conduzcan a otros posibles, de la intuición que tal vez nos abra a lo inesperado.

Los niños no soportan aburrirse porque no les hemos enseñado los dones del silencio, la paciencia, la creatividad… Trasladamos a ellos nuestra frenética necesidad de activismo, y procuramos atiborrar su tiempo de actividades organizadas, de tareas y entretenimientos. La cuestión es que siempre hay que estar haciendo algo, si no algo útil, al menos algo que nos divierta (o sea, que cumpla la utilidad de divertirnos). Además, la utilidad y la diversión tienen que ser inmediatas.
Sin embargo, el mensaje subyacente a esta actitud es absurdo: la vida no es siempre divertida. La vida tiene momentos de ingrato cumplimiento, que hemos de atravesar para poder alcanzar satisfacciones difíciles, metas que hemos de alcanzar con el trabajo largo, paciente y perseverante. A veces la alegría debe ser conquistada, mediante el esfuerzo o la reflexión, mediante un paciente intercambio con los otros. Paciencia y perseverancia son dos virtudes antiguas, nobilísimas, llenas de sabiduría, que nuestra sociedad nos escatima con su precipitación y su productivismo. No deberíamos permitir que nuestros hijos crecieran sin cultivarlas, y para ello tenemos que ayudarles, porque el mundo está más bien por escatimarlas. Cuando un niño se lamenta "¡Me aburro!", vale la pena replicarle: "¡Felicidades! Aprovecha, el aburrimiento es una oportunidad".
El mejor modo de educar a los otros en el aburrimiento, al tiempo que nos educamos a nosotros mismos, es acompañarles en él. ¿Seremos capaces de aburrirnos juntos? El amor también es eso. ¿Cómo no van a resultarnos tediosos a veces los que amamos, si nosotros mismos nos lo resultamos tan a menudo? ¿O usted se encuentra siempre a sí mismo divertido, ocurrente y entretenido? Cada cual es tan insoportable como conciba que pueden serlo los demás, y lo será en algún momento por mucho que se esfuerce en lo contrario. Así que mejor tomarlo con calma. Pero tomar las cosas con calma es algo infrecuente en nuestra sociedad, que se basa en la prisa y el resultado, y que por eso tiende a llenarlo todo de cosas y de actividades, y, lo que es peor, a educarnos en valorarlo todo —incluidas las personas— por lo que nos aporta, lo que nos satisface, lo que nos entretiene.

Quizá sea esa una de las claves por las que nos cuesta tanto mantener la convivencia. El otro tiene que ser siempre fuente de sorpresa, de entusiasmo, de entretenimiento. Tiene que ser permanentemente positivo: constructivo, ocurrente, enérgico y energetizante como las pastillas que nos venden en las farmacias. De lo contrario, si resulta que a veces se muestra cansado, deprimido, confundido, titubeante, malhumorado o simplemente insoportable, entonces se le puede catalogar de inmediato como persona “tóxica”.
Ahora está muy de moda hablar de personas tóxicas; algunos gurús de tres al cuarto nos insisten en que todo lo que no es positivo es tóxico, de modo que el mundo se ha llenado de seres tóxicos (que son siempre los demás) de los cuales tenemos que huir como de la peste, no vayan a contagiarnos de su negatividad. Esto convierte al otro en una permanente fuente de amenaza, lo cual sin duda es, pero no solo: también es fuente de oportunidades, si somos capaces de verlas y de estimularlas, si tenemos suficiente paciencia para esperarlas y para tolerar las ocasiones en que nuestro pobre semejante, tan perdido y vulnerable como nosotros, no pueda o no quiera ofrecérnoslas.
Pero no, no solemos tener esa paciencia. A la persona tóxica hay que tirarla a la basura, como haríamos con la comida caducada o el aparato que ya no funciona. Así que le damos muy pocas oportunidades a la gente para que nos entregue lo bueno que sin duda tiene. Reprochamos a nuestra pareja que se aburra a nuestro lado, o que no nos divierta lo suficiente. Incapaces de aburrirnos juntos, buscamos nuevos entretenimientos fuera; y los encontramos fácilmente, porque todos somos entretenidos al principio, mientras quedan preguntas que hacernos y novedades que desvelarnos, mientras no hemos tenido que compartir la tristeza o el tedio.
Pretendemos que nuestra vida sea un estímulo constante, pero los estímulos se desgastan si no se les da un respiro, si no se les deja recargarse de vez en cuando, como las baterías. Nuestra cultura bulímica aspira a tenerlo todo, a vivirlo todo, a sacarle a todo el máximo partido. ¿Qué pasa con la moderación y la renuncia, con el cuidado paciente y delicado que el Principito dispensaba a su flor? “Lo que da valor a tu rosa es el tiempo que le has dedicado”, le dice el zorro al Principito. ¿Quién tiene tiempo todavía para dedicarlo a una rosa? ¿Cuánto estamos dispuestos a cuidar, a regar, a limpiar, a esperar —sin garantía— en los demás? Cada vez menos.

Yo tuve un tiempo en que frecuenté las páginas de contactos por internet. Por la noche, después de cenar, o en las soporíferas tardes de domingo, entraba en los chats y abría una conversación tras otra, a veces dejando en el aire un simple hola, otras con alguna tontería que me parecía ocurrente (seguro que lo mismo hacían todos los demás). Y así acumulaba a veces un montón de ventanas con charlas simultáneas; algunas me divertían o me resultaban sugerentes, crecían y se prolongaban; otras languidecían en seguida en mustios silencios o convencionalismos, y las cerraba o me las cerraban a mí. No dejaba de sorprenderme, y me abrumaba a veces, cómo podía pasar de una charla cibernética a otra, como quien se cambia de una a otra atracción a velocidad de relámpago, siempre esperando que la próxima sea más emocionante que la anterior, siempre aguardando una sorpresa nueva; y cómo todas las conversaciones, al rato, si no se iban por los cerros de Úbeda de lo delirante o lo grotesco, tendían más bien a apaciguarse en veladas confidencias o intercambios de opiniones que, casi siempre, acababan por rozar el hastío. Entonces, la mayoría de las veces me metía en una nueva conversación o apagaba el ordenador y me iba a dormir, invariablemente con una sensación de superficialidad, de vacío, de pérdida de tiempo.
Solo me marché satisfecho las contadas veces en que esperé y logré entrever, tras esas líneas inexpresivas, una presencia viva, un sentir verdadero que, como yo, no hacía más que buscar su oportunidad. Eso me llevó a unos cuantos encuentros que, lamentablemente, resultaron ser decepcionantes, pero no o no solo porque no hubiera cuajado el interés por una relación, sino porque en la presencia se reproducía la misma actitud de voracidad atropellada: lo quiero todo, y ahora mismo, o me marcho y pruebo otro.
Había algo inquietantemente inhumano en esos diálogos y esos encuentros. Una amiga lo definió con una imagen muy acertada: “Es como si te ofrecieran un menú interminable en el que puedes probar un poco de todos los platos”. Esa era mi impresión: probar de todo sin alimentarse de nada. Visitar muchos sitios sin quedarse en ninguno. Todo era vistoso, pero superficial y acelerado, como los anuncios publicitarios; era imposible hacer pie en el fondo, tembloroso y sutil, de lo humano. Y si uno hacía por comprometerse un poco más, si uno dejaba la máscara por un instante, rara era la vez que no salía escaldado. Aunque reconozco que de eso no tenían la culpa solo la superficialidad o la impaciencia.

No pretendo defender que haya que aguantar por aguantar a los demás. Cada cual sabrá dónde están sus expectativas y sus límites, me libraré mucho de juzgarlos, y más yo, que no me distingo por tener paciencia con los otros (lo cual me lleva a mantenerme más bien a distancia, aunque ese es un tema más peliagudo y complicado). Lo único que intento aquí es entonar —persuadiéndome de paso— una tímida defensa a favor de la paciencia y la tolerancia; a favor del realismo que, en contra de nuestros sueños románticos, nos enseña que las personas somos a veces —qué le vamos a hacer—, también, irritantes y aburridas; a favor de soportar el aburrimiento y, si somos capaces, de convertirlo en oportunidad: en descanso, en silencio, en espera, en paciencia, en ternura…, todas esas cosas que incomodan a nuestra sociedad y que sin embargo le hacen tanta falta a nuestra humanidad. ¿Te diviertes? ¡Felicidades! Disfrútalo. ¿Te aburres? ¡Felicidades! Disfrútalo.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Pereza rebelde

¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido! 
Fray Luis de León.

La moral tradicional condena la pereza porque es un lastre, un impedimento para la construcción del proyecto humano. Los moralistas, defiendan la trascendencia o la productividad, nos quieren siempre laboriosos y atareados. Está bien: hay que trabajar. Pero también hay que mantener una cierta conspiración contra el trabajo, siquiera sea para que no se apropie (y no lo usen otros para apropiarse) de nuestra vida. Y en esa reticencia clandestina, en ese epicúreo reclamo de la existencia como disfrute, la pereza nos secunda como una afable cómplice.
La pereza tiene su propia sabiduría. Es la gran economizadora, y nos ayudará a administrar bien las cuentas de nuestras energías, siempre que no se vuelva avara. Una vez más nos encontramos con ese camino medio que aconsejaba Aristóteles: todo en su justo equilibrio es un don, pero llevado al extremo se convierte en vicio y nos trae más problemas que soluciones. La pereza moderada, tomada con cautela e inteligencia, nos enseña a no dilapidar los esfuerzos inútilmente, a administrarlos según merezca la pena, a no dejar que la actividad sana se convierta en un activismo desbordante que mina nuestra salud y nuestro ánimo.
La pereza nos habla de nuestras verdaderas motivaciones, de las que es valedora. Se rebela contra las obligaciones que se nos imponen arbitrariamente —que también nos imponemos nosotros, llevados por la ambición—, y reivindica lo esencial frente a lo vano. Es, pues, un sano contrapeso del productivismo que nos reduce a máquinas o instrumentos, y frente a él nos recuerda que la vida buena es corta y sencilla, y que, como enseñaba Epicuro, los placeres son fáciles de alcanzar cuando no los abigarramos con nuestras pretensiones desmedidas. La pereza sueña con una existencia de pequeñas alegrías, descansos afables, dulces horas entregadas a lo inútil y a lo improductivo, simplemente porque es grato y es bello.
Si tenemos que aprender a controlar la pereza es para que no nos pierda en su ingravidez y no acabe por convertirnos en indolentes. No porque ello sea malo en sí mismo, sino porque la vida es también tarea, como dijo Ortega; el proyecto humano está hecho también de metas y esfuerzos, y sin ellos podríamos acabar por no saber qué somos o qué hacemos, o aun peor, podríamos caer en la absoluta indiferencia y el hastío, que son en sí ingratos y además caldo de cultivo de torceduras y perversiones, como aseguraba Baudelaire, quien consideraba el hastío, tal vez de modo exagerado pero no exento de sentido, como el peor mal del hombre. “El diablo, cuando no sabe qué hacer, con el rabo mata moscas”, sentencia el refrán, para darle la razón. Hay que saber qué hacer, y qué no hacer.

Pero, ¿por qué la realización humana debería comportar trabajo? ¿No podría bastarnos con buena comida, agradables paseos en compañía y tranquilos sueños, como pretendían los epicúreos? No, no basta, y Epicuro ya lo tuvo en cuenta en su Jardín, en el que, además de filosofar y estar alegremente juntos, se acudía cada mañana a laborar en los campos, y cada cual tenía su tarea. Porque también es necesidad humana sentirse útil y productivo, crearse problemas y afrontarlos para encontrarles solución, tener proyectos y esforzarse para conseguirlos. Spinoza nos da la clave: la potencia humana necesita desplegarse para cobrar conciencia de sí misma y convertirse en alegría, porque “el que experimenta la propia potencia, se alegra”. La pereza tiene que ser cómplice de esa potencia administrándola, moderándola, encaminándola hacia lo realmente importante; si se convierte en su obstáculo, entonces actúa en contra de nosotros, no a nuestro favor.
Caer en un pantano de pereza es uno de los peores males en que puede incurrir la vida humana, y en esto Baudelaire tenía razón. Los monásticos medievales llamaban acidia a esa actitud indolente y abandonada, y la temían por su poder para minar el entusiasmo y el sentido. Se corresponde con un estado de ánimo abatido, embotado, nebuloso, y en definitiva triste. Lo vemos en los niños: pocas cosas hay peores que no saber qué hacer, sobre todo para el “sujeto del rendimiento”, como lo llama Byung-Chul Han.
El hombre actual, acostumbrado a un quehacer constante y a una estimulación permanente, no soporta detenerse, y no sabe qué hacer con el aburrimiento. Eso nos relega a un desánimo y a una indiferencia que pueden desembocar en depresión y en actividades desesperadas que, a menudo, son autodestructivas. En la actualidad, en efecto, los grandes peligros a los que conduce la acidia son la depresión y las adicciones (aunque quizá tengan que ver, precisamente, con nuestra incapacidad para disfrutar del aburrimiento). El adicto tal vez busca estímulos artificiales porque ha perdido las metas y las fuerzas para encontrarlos en sí mismo de manera constructiva. Mucha gente, cuando pierde su trabajo, se hunde en un arenal depresivo, que le impide aprovechar ese tiempo para otras cosas, o preparar pacientemente la posibilidad de una nueva ocupación. Claro que en estos casos seguramente influirá también una pobreza de metas en la vida, o al menos una falta de imaginación para concebir otras nuevas.

En definitiva, el hombre se hunde cuando la vida se le vacía de sentido, de horizonte, de tarea: por eso es importante tener siempre algo que hacer, y si no se tiene inventarlo. El camino de salida para el marasmo de las adicciones tal vez sea una vez recuperado el control y el orden sobre la propia vida encontrar nuevos estímulos que nos motiven y entregarnos activamente a ellos: un trabajo satisfactorio, una actividad artística, la colaboración en una asociación que ayude a los demás. En la actividad insistamos: y más hoy día, las personas hallamos sentido y entusiasmo, y por eso la pereza mal dosificada puede arrastrarnos al sinsentido y la dejadez. Es más: para salir de los pantanos —para ese empuje ascendente que José Antonio Marina llama anábasis, y en el que reside la luminosidad del proyecto humano— hace falta esfuerzo, y en ese punto la pereza será nuestra enemiga y tirará de nosotros hacia abajo. En esa tesitura, al menos, tendremos que hacer un esfuerzo para llevarle la contraria, para no dejarnos arrastrar por ella.
Pero cuando la vida está llena, cuando el amor y la tarea son suficientes, la pereza es un estupendo termostato de la actividad. Porque es fácil caer en el extremo contrario, es fácil embrollarnos en un hacer y hacer y hacer que nos impulsa desde intereses ajenos, a costa de nuestras fuerzas y nuestra alegría. Necesitamos descansar, necesitamos dedicarnos a lo dulcemente inútil jugar a las cartas, construir maquetas de barcos, amodorrarse frente a la tele, leer poesía, charlar despreocupadamente…; necesitamos incluso no hacer nada, sentir algo de aburrimiento y dejar que la mente mientras no nos traicione con filigranas sombrías vague por viejos recuerdos o sueños imposibles… Hay que dar un respiro a la voluntad, hay que hacer cosas por el gusto de hacerlas, hay que ponerle coto a las obligaciones que nos impone nuestra sobrecargada vida de hormigas obreras al servicio de las reinas.

Como reflexiona Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, somos animales laborans, envueltos en la hiperactividad y la hiperneurosis; no soportamos el vacío de la inactividad porque tememos encontrar en él el vacío de nosotros mismos. Tanto produces, tanto vales. Eso incluye la hiperactividad en el supuesto “tiempo libre”: si no saliste de copas el sábado por la noche, si no fuiste a cenar a casa de unos amigos, si te limitaste a ver una película en la televisión o a leer un libro, tu fin de semana ha pasado en balde, has perdido parte de tu vida. Si las últimas vacaciones no te has ido de viaje y te has limitado a dar paseos por el parque, has perdido tus vacaciones.
La sociedad del rendimiento nos exige que no nos estemos quietos, que vayamos de acá para allá, que no dejemos de hacer muchas cosas. “El reverso de este proceso opina Han estriba en que la sociedad del rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos”. Cabría añadir que provoca su propio vacío existencial, un vacío no menor que el de la absoluta inactividad, y que se manifiesta en el estrés o la depresión que nos aquejan a la mayoría.
Hay que rebelarse contra eso, y tal vez la pereza nos eche una mano. Lo que se ha llamado el “cansancio fundamental”: admitir que estamos cansados, y tomarnos la libertad de descansar. “El cansancio fundamental inspira escribe Han. Deja que surja el espíritu”. De vez en cuando tenemos que sentirnos vagabundos, echarnos a los caminos por ver mundo, detenernos a contemplar un paisaje solo por su belleza, o por sentir el milagro de estar allí. Es lo que, frente al desquiciamiento productivo, propone la vieja tradición de la vita contemplativa. ¡Y cuánto nos cuesta detenernos y mirar! ¿Hay algo menos productivo, y más reconfortante, que la meditación? Pero nunca encontramos el momento, como no lo encontramos para llamar a un viejo amigo o para sentarnos a jugar con nuestros hijos. Un poco de rebeldía perezosa —aquella que proclamaba el derecho a la pereza en el ya lejano 68— tal vez nos ayude a plantarle cara a ese activismo obsesivo de nuestra era tardocapitalista.