Los secretos
demuestran que el mundo es peligroso y nosotros vulnerables, que existen
enemigos, que la fuerza de la verdad puede madurarnos, pero también arrollarnos,
según quién la conozca y qué manos la esgriman. Callar no es mentir, aunque se
le parece mucho: la ocultación es también un disfraz, puesto que escatima
nuestra verdad a ojos ajenos. Mentira, entonces, necesaria, o al menos
justificada: en el mundo podría haber miradas que busquen nuestro daño.
Hay mucho en nosotros
que no nos conviene que se sepa, y por eso todos hemos aprendido a ser hábiles
en el disimulo. La antigua tensión entre el enmascaramiento y la revelación se
repite, en forma de batalla, desde que tomamos conciencia del abismo que nos
separa de los otros (de cada uno de los otros, y a menudo sobre todo de los que
nos quedan cerca). Saber es ganar poder; permanecer agazapado en la penumbra es conservarlo.
Los secretos, y
también sus retoños las mentiras, curiosamente, hacen la vida interesante.
Puede que haya una gran valentía en la verdad, pero el secreto en sí no nos
hace cobardes. Solo cautos y conscientes de lo fácil que es herirnos. Solo
astutos, como Ulises, que jamás pretendió ser un héroe y tal vez por eso echó
tanta mano de la mentira, el disfraz y el disimulo. Los héroes nunca mienten,
porque andan por el mundo buscando rivales con los que medirse. Pero nosotros
no somos héroes.
Los secretos, que son
ocultación, tiemblan con un misterioso impulso que reclama que se muestren al
mundo. La mujer que tapa su cuerpo celosamente es la que despierta más deseo de
desnudez; lo recubierto pide ser confesado. Cuanto más ocultamos nuestros secretos,
con más fuerza empujan ―y se nos empuja― para salir a la luz.
Resulta inquietante, y tal vez ofensivo, el que traiciona mi entrega con su prevención, y no me devuelve confidencia por confidencia; el que no se
arriesga ante mí en la medida en que yo me arriesgo frente a él. La mayoría de
las vidas ajenas no nos interesa, pero ansiamos saber cuando nos parece que hay
algo deliberadamente escondido, porque así se esconden los puñales y las
trampas.
Y es que los secretos
propios son fuente de inquietud, pero los ajenos son fuente de curiosidad,
tanto más viva cuanto más esfuerzo se adivina por escatimárnoslos. Es probable
que no tengamos derecho a curiosear en las intimidades ajenas, pero de todos
modos la sentimos. Puede comprenderse: al fin y al cabo, los demás son
importantes para nosotros; esperamos cosas de ellos. En realidad, la mayoría de
las cosas que piensan o sienten los demás nos resultan indiferentes. Pero
cuando sospechamos de una ocultación deliberada, surge la duda: ¿me implicará
de algún modo? ¿Podría estar maquinando algo contra mí, o algo que pudiera
afectarme a mí?
Por otra parte, el
secreto, como la mentira, nos atrapa. Para mantener un secreto hay que vigilar
constantemente, vigilarse sobre todo a uno mismo: es fácil traicionarse con una
indiscreción, con un detalle incoherente, con una muestra de pudor. No
olvidemos que los demás siempre vigilan, los demás son expertos en descifrar
nuestros enigmas e inmiscuirse en ellos. A veces hay que forzar las propias
circunstancias, o las explicaciones que damos de ellas, para que no se vean
asomar los flecos bajo la manta. Por eso, fácilmente, un secreto nos lleva a
una mentira, y una mentira a otra. Y la mayoría somos tan torpes con la mentira
como con la ocultación.
Así que en toda
confesión hay algo liberador. Se dice que la verdad nos hace libres: tal vez la
principal libertad sea la que nos otorgan la franqueza y la transparencia. No
con todos: con quien lo merezca. El amor y la amistad se nutren, en buena
parte, de los secretos compartidos. Porque los secretos son una soledad que
duele, que pugna por llegar al otro. La persona querida es nuestro confidente,
nuestro testigo, nuestro valedor, y gracias a ella nos mantenemos vinculados a
la humanidad. El amigo comparte nuestros secretos y nos libera momentáneamente
de nuestras pesadas máscaras. La confesión acaba con el costoso esfuerzo, el
incierto esfuerzo del secreto. Tal vez por eso una parte de nosotros busque
deliberadamente la persona y el modo de aliviarnos de esa extenuante tarea;
aunque impliquen un riesgo. ¡Qué descanso de prevenciones y vigilancias, qué
blanda naturalidad!
Todos necesitamos
confidentes. El problema es que, con una confidencia, trasladamos a los demás
la tensión de ocultación que antes soportábamos a solas. Por eso, la mayoría de
las confidencias están hechas para ser traicionadas: mi confesión llama a la
confesión de mi confesor. Raro es el grupo en el que la mayoría no acaben
conociendo casi todo de los demás (cosa que, por otra parte, los demás saben o
sospechan): todos actúan de acuerdo a un relato oficial, un relato explícito,
pero por debajo circula siempre, a modo de intrahistoria, una nube de
confianzas incompletas y cotilleos, cuyas partes inciertas suelen completarse
con detalles imaginarios que acaban muchas veces dándose por buenos y
sustituyendo, incluso, a la propia verdad. Una vez más, ese tráfico de
informaciones cumple una función: para cada integrante del grupo es importante
tener idea de las vivencias y las intenciones de los otros, puesto que puede
necesitar su complicidad y podría verse perjudicado por su mala predisposición.
Esta historia nuestra
establecida a media voz, y medio inventada, es un fenómeno muy interesante.
Puede difuminarse en el olvido, pero también puede acabar convirtiéndonos en
caricaturas y en mitos, en personajes novelescos que se cruzan con los reales y
a veces los suplantan. Uno puede obtener provecho de los mitos que lo recrean
(“Mejor no molestarlo, ¡es tan sensible!”; “No le contradigas, ¡es muy
rencoroso!”), pero también se puede ver atenazado por ellos (“No se puede
contar con él, ¡demasiado sensible!”; “No pienso decirle nada, ¡es muy
rencoroso!”). Si me quieren o me odian por mi fama, ¿qué amor y qué odio le
queda a mi verdad, o al resto de mi verdad? Conviene contradecir de vez en
cuando lo que se espera de nosotros, así los demás nunca estarán seguros de
conocernos del todo.
Nadie puede vivir sin
confesar nada, so pena de sumirse en la más ingrata sensación de soledad; pero
probablemente tampoco podamos vivir revelándolo todo, como recomiendan algunos.
Puede que el poder que nos conceden los secretos sea, sobre todo, la
posibilidad de graduar su confidencia: requiere mucha sutileza, tal vez
maestría, saber qué toca decir y qué es preferible callar… al menos de momento.
Cada instante tiene sus requerimientos, cada ocasión sus circunstancias. Hay
cosas que no se deben saber, incluso que no se quieren saber. Una confesión
puede ser un arma arrojadiza, pero también, como un boomerang, puede volverse
contra nosotros: “Todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. Los secretos
y las confidencias: un excelente desafío para aprender lo que son la discreción
y el tacto.
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