Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta.
El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.
El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo avasallan, lo desgarran, lo relegan, con tal de acaparar toda nuestra atención. En esa deserción del presente sí que nos extraviamos, y dejamos de hacer pie.
Estoy echado en la hierba, a la sombra de un pino. Corre una brisa plácida, que trae aromas a madera y prado. Canta un pájaro invisible, susurra el rumor de un torrente en la vaguada. Me hipnotizan las formas de las nubes. Nada me sobra, nada me falta, todo es perfecto tal como es. ¿Todo? Nunca es todo. De repente, me asalta un recuerdo incómodo: la ventana de mi cuarto no cierra bien y esta noche he pasado frío. O bien me inquieta una expectativa futura: mañana me marcharé y terminarán las vacaciones. Pasado y futuro se me han presentado como intrusos, quebrando la calma en la que parecía posible olvidarme de mí mismo. El ego se reafirma, tirando piedras a la tersa superficie del remanso.
Vivimos así, arrastrando el pasado con sus dichas perdidas y sus dolores recalcitrantes. Pero sobre todo seducidos o atormentados por el futuro, sea porque esperamos que llegue lo mejor, sea porque tememos lo peor. El futuro es el reino de la promesa, pero sabemos que en él también aguarda el daño; sabemos que, en última instancia, encontraremos en él la pérdida de todo y el epílogo de la muerte. Esa certeza, que debería convertirnos en firmes partidarios del presente, solo nos sirve para aferrarnos a él aterrorizados. O para alimentar la esperanza, que, como decía Spinoza, es una tristeza; la esperanza galopa hacia el futuro desplegando su manto de carencia: «Al fin y al cabo, se trata de morir», aduce Camus, asombrado de nuestra obstinación en la espera. Todos los caminos de la esperanza se despeñan en la angustia.
Aquí y ahora: ese es el hábito en el que conviene educarse. La meditación es el ejercicio del aquí y ahora. Se desentiende de todo, aparta todo a un lado: lo que nos ilusiona y lo que nos inquieta, lo que nos aterra y lo que nos seduce. Ignora las voces que llaman desde el pasado y el porvenir petrificados, y se apresta al mero flujo de la vida. Practica la presencia, donde el Yo se desvanece y se funde con el mundo. Se imbuye de la plácida nada: respira, observa. La mente se resiste y envía sus emisarios desde los reinos ilusos de Ayer y de Mañana. La dejamos hacer (resistirse sería avivar la voluntad, y se trata de aplacarla), como quien oye murmullos indescifrables en la habitación de al lado. Regresamos: nos mantenemos firmes al timón del simple estar. Así una y otra vez, reiterando la presencia, pero mansamente, sin obcecarse. Aquí y ahora, doblegando lo que nos ausenta.
Es verdad, yo encuentro paz interna si me centro en el presente, en lo que estoy viviendo en ese momento.
ResponderEliminarY me estreso y me agobio si mi mente tira hacia atrás o hacia adelante. Y me pregunto porqué.
Como siempre, busco referencia en los animales, que es lo que somos.
Y observo que la mayoría de ellos no se preocupan ni del pasado ni del futuro. La gran mayoría ni siquiera sabe que eso existe. O no....(¿tenemos la suficiente inteligencia como para entender la inteligencia de los animales?. Es el título de un libro de la carrera de Psicología. Muy recomendable).
Por supuesto están los chimpancés, que sí parece que lo saben. Incluso el leopardo esconde su presa por si en un futuro vienen mal dadas.
Siempre digo que la paz interna que siento cuando estoy o cuando observo animales, no la encuentro en ningún otro sitio. Y eso querrá decir algo.
Una vez se hizo un experimento donde se le pedía a diversas personas que pelaran y se comieran una manzana. Después les preguntaron acerca de cómo se habían sentido y en qué habían pensado. Y se dieron cuenta que aquellos que habían dicho sentirse más a gusto eran los que no habían pensado en nada más que en la manzana.
Curioso...
Tu frecuente evocación de los animales siempre me hace caer en la cuenta de lo poco que suelo pensar en ellos... Y hacerlo es oportuno: por lo que tenemos en común con ellos y lo que nos diferencia, ambas cosas nunca del todo claras (por lo poco que sabemos tanto de ellos como de nosotros mismos...).
EliminarNo conocía el experimento de la manzana. Me lo anoto. En esa manzana (que es justamente la contraria a la que comieron Adán y Eva) están todos los secretos.
Jajaja...genial manzana.
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