La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena.
Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con tanta fuerza, como la rabia o el placer? El catolicismo replica, humillante, que somos pecadores por naturaleza. ¿Entonces, no hay remedio? ¿Qué Dios perverso nos ha hecho pecadores para luego castigarnos por ello? Por supuesto, plantearme estas preguntas solo servía para que me sintiera aún más pecador…
Afortunadamente, de algún modo, conseguí librarme de esas ideas, tan tempestuosas como absurdas. No tiene mérito: supongo que el entorno y yo cambiamos de tal modo que ya no quedó sitio para ellas. Pero aún recuerdo la sensación de alivio, de libertad, de limpidez, que me invadió cuando un día, casi de repente, se me abrieron los ojos. ¡Qué suerte tuve!
Con el tiempo he podido acercarme a la noción de pecado desde la mera curiosidad. El concepto de pecado es interesantísimo. La lista de los pecados lo es más: se trata de uno de los frisos más minuciosos de la motivación humana.
Detrás de cada supuesto pecado hay al menos dos cosas que nos deben hacer reflexionar. En primer lugar, un deseo o, si se prefiere, una tendencia lo bastante extendida como para que llame la atención de los dioses. En segundo lugar, una prohibición, y por tanto una condena de la tribu o de sus jerarcas. Ambos fenómenos merecen nuestro análisis y plantean sendos racimos de interrogantes.
Deseos. ¿De dónde emana el poder motivador de esas tendencias y de sus correspondientes conductas? ¿Qué es lo que despiertan, qué es lo que buscan? ¿Qué grado y tipo de sufrimiento agita su carencia? ¿Qué satisfacción y qué frustración se obtiene al consumarlos? ¿Acaso no describen las pulsiones de nuestra naturaleza, las claves más profundas de la vida?
Prohibición y condena. ¿A qué se debe la indignación de los dioses y de sus representantes hacia esos rasgos en concreto? ¿Cuál es el mal que les atribuyen? ¿No será que los temen, igual que teme el gobernante la rebeldía de un territorio que no consigue doblegar? ¿Cómo se han ido gestando las leyes para controlarlos? ¿Cómo se ha destilado el repertorio de sanciones contra su desacato? ¿Hasta dónde resulta todo ello eficaz?
Los pecados —o, si se prefiere, las transgresiones— son testigos en primera línea de las mareas secretas de nuestro corazón. Dibujan con trazo grueso muchas de las líneas maestras de nuestra vida. Predicen muchos de nuestros triunfos y de nuestros fracasos. Pero sobre todo esbozan un mapa de la moral. Nos obligan a inquirirnos sobre lo bueno y lo malo, lo prudente y lo indigno, lo valioso y lo mezquino. Tal vez un hombre se defina más por sus pecados que por sus virtudes. Tenemos mucho de qué hablar con ellos.
Qué buen artículo, amigo mío.
ResponderEliminarTe sigues superando.
Coincido en la época que vivimos "guiados" por el pecado. Solo que en mi caso, me gustaba pecar. La rebeldía contra la autoridad establecida.
Algo había de lógica racional, pues si el mundo iba mal de esa manera, habría que hacer algo distinto.
Solo que me equivoqué en escoger lo distinto. Quizá el castigo del que hablas había impregnado ya mi subconsciente.
Tema interesantísimo.