Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto.
En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otro como mero utensilio (¿qué puedo obtener de ti?).
A menudo, el civismo engrasa esa maquinaria con una pátina de respeto y buena voluntad, que protege la sensibilidad de la persona dentro de la carcasa de la convención, y permite un desenvolvimiento fluido del intercambio, sin roces ni tropiezos. La cortesía o gentileza es un avance en la «humanización» de los encuentros, en el sentido de trascender la frialdad de lo meramente instrumental y dar espacio a un cierto reconocimiento del otro como persona, es decir, como algo más que un simple agente u objeto transaccional. Por fría o hipócrita que nos pueda parecer, la rígida urbanidad es siempre preferible a su ausencia, ya que en sus estereotipos se da un simulacro de simpatía a través del cual se puede alcanzar la afabilidad auténtica. Como dice Comte-Sponville, «imitando a la virtud llegamos a ser virtuosos».
En ocasiones —influido por la duración y el grado de compromiso que implique el intercambio, pero sobre todo según la actitud de los implicados— puede asomar un dejo de cordialidad y hasta una abierta afabilidad; el intercambio es así enriquecido por una dimensión emocional que implica más a fondo a las personas y les permite reducir la extrañeza. Una nota de humor, el interés por algún rasgo del otro, un leve elogio, pueden imprimir en el encuentro un aire de calidez y aproximación que relaja y suaviza el caparazón con el que cada cual se previene de los extraños. A partir de ese primer tanteo, tal vez llegue a experimentarse una sintonía que invite a alargar y profundizar el contacto, dando pie, incluso, a un nuevo nivel de intercambio, más comprometido y duradero; aunque esto resulta excepcional y no suele darse sin la expectativa de intercambios repetidos.
Este último nivel, ya adelantado en el anterior, sería el del encuentro auténtico, aquel en el que el otro no se reduce ya únicamente a un recurso para alcanzar una meta, sino que se convierte en la meta misma. El otro como fin y no como medio, decía Kant. Ya no me dirijo a ti solo para acceder a otra cosa: lo que quiero conseguir ahora es tu aprecio, tu complicidad, tu afecto al otro lado de los que yo te dedico. Lo que quiero eres tú, en tanto que ser completo y único, y eso es lo que espero que busques tú en mí. En una transacción así pueden alcanzarse los grados más profundos de autenticidad y de realización. En ese mutuo reconocimiento, cada mirada convierte al otro en persona, y la interacción adquiere una densidad propia que permite experimentar la fusión de los individuos en un conjunto que es más que la simple suma de sus partes.
Excelente artículo amigo mío.
ResponderEliminarOrdenadito, como le gusta a mi cabeza cuadrada y metódica...jeje
Solo añadir aquello de que: "Con una palabra y una sonrisa conseguiràs más que con una palabra sola".
Gracias. Por una vez mi cabeza caótica y fractal parece que se puso a ordenar la casa, jaja.
EliminarCon respecto a tu oportuna observación, yo aún iría más lejos: si hay sonrisa ni siquiera hacen falta palabras.