sábado, 28 de abril de 2018

Carcoma en el trono de Jerjes

Leer sobre las grandes batallas de la historia provoca sentimientos encontrados. Nos apasionaría, como hizo Jerjes en Salamina, poder contemplarlas en un cómodo trono desde un promontorio. Pero a la vez sentimos el alivio de librarnos del horrible espectáculo, el vértigo de tanta crueldad junta, el agolpamiento brusco de tantas almas a las puertas del Hades. Y, sobre todo, la inmensa suerte de librarnos del dolor y el terror, de poder contemplarlas tras el velo del tiempo, que las hace casi tan irreales y esquemáticas (buenos, malos, héroes, traidores…) como un relato épico.


La grandeza se concibe en la distancia, cuando, al amor del fuego, uno puede dejar que la imaginación le estremezca con la bravura de Aquiles o la astucia de Napoleón, sabiendo que luego se irá a dormir, a salvo en su humilde trivialidad cotidiana. En el fragor de la contienda no debe haber sitio más que para el pavor, la consternación, la rabia atropellada y el dolor candente. La gloria la ponemos después, en las leyendas: no hay grandeza en la violencia ciega, en el destrozo de los cuerpos, en la súbita siega de la vida. La literatura tiene ese don: impregna lo divino en lo humano, lo eterno en lo pedestre, y tanto inventa amores inmaculados como convierte en héroes a hombres desesperados o sanguinarios.

Y no es que no pueda haber en ello algo de cierto: la guerra, que saca lo peor, seguramente también obligará al cobarde a apelar a un coraje que desconocía, al mezquino a entregarse, al indeciso a actuar con resolución, al reticente a apoyarse en los otros. Como todas las situaciones extremas, la guerra debe borrar de un manotazo esa retahíla de pequeñas rivalidades, envidias y antipatías que salpican nuestras relaciones cotidianas, compactando las filas en un espíritu de grupo en el que se disuelven las individualidades, esa efusión que F. Alberoni llamó estado naciente. En una batalla debe supurar tanta adrenalina que no es extraño que hayan existido adictos al combate, y se haya cantado su belleza, como hacía Gil Vicente en el siglo XVI comparándola con la de su amada:

Digas tú, el caballero
que las armas vestías,
si el caballo o las armas o la guerra
es tan bella.


Pero no, la belleza de la guerra está hecha de dolor y muerte, de sangre y brutalidad; no la queremos. “La guerra es ocupación más propia de bestias que de hombres”, escribe Juan Luis Vives, recordándonos que lo humano se hace valioso en la construcción, no en la destrucción. Si puede inspirarnos entusiasmo o valor, no basta para compensar su horror y su vileza. ¿Vale la pena ganar cuando se pierde tanto? Por otra parte, ¿quién gana o pierde? Gana la avaricia de un poderoso a la de otro; en cambio, los pobres siempre pierden: la tierra, las casas, la cosecha, la justicia, la vida…

Y, en definitiva, ¿qué es lo que decide el triunfo o el fracaso? La astucia y la prudencia cuentan, pero seguramente menos que la suerte, las fluctuaciones del ánimo, los errores del enemigo. Se comprueba en esos remedos de combates que son los encuentros deportivos. Hay grandes jugadores y grandes guerreros, pero todos tienen días mejores y peores.

Puestos a luchar, mejor ser grandes forjadores de la paz y de la vida. Defenderlas es lo único que hace que merezca la pena ir a la guerra: si un día no hay más remedio, tengamos al menos la decencia de hacerlo con tristeza.

sábado, 21 de abril de 2018

A pecho descubierto

El agua de este torrente de montaña baja fresca, vigorosa, sonora. No busca nada y lo puede todo. Llega sin cesar, se va sin detenerse. Tiene la fuerza y la pureza del mundo.
Pongo en ella mis temores, mis inquietudes, mis rabias, mis reticencias. Me baño en ella y dejo que se lleve todo lo que me sobra, todo lo que me daña en balde. El polvo de los caminos y el barro de los pantanos. Lo dejo todo en el agua y salgo limpio y nuevo, como hacía los brahmanes con sus abluciones sagradas, o los primeros cristianos cuando se bautizaban en los ríos.
Y estoy tan limpio que me siento otro. Y eso es una alegría y un temor. Porque me da miedo no tener ya los viejos miedos para refugiarme en ellos a sufrir. Porque no estoy acostumbrado a no sufrir (o sea, a sufrir menos de lo acostumbrado), como tampoco lo estoy a vivir a pecho descubierto. Este será mi aprendizaje definitivo: el más difícil, el más hermoso, el más necesario.

Disfrutar lo que se tiene, ignorar lo que no se tiene (por ejemplo, como si perteneciera a un universo paralelo, que puede despertar curiosidad pero no nos concierne), excepto en lo que ataña a un proyecto apasionado pero paciente (y eso sí se tiene): ahí está lo más parecido a la felicidad con que podemos contar. Alegría desesperada, como dice Comte-Sponville, porque no espera; dolor sereno, porque aguanta. Placeres de hecho porque ya están aquí se permite la imaginación como aderezo o como juego, jamás como condición y no reclaman más que aquello por lo que trabajan. Sufrimientos reales ¡prohibida en esto la imaginación!, los justos, sin adorno, curando lo que se pueda, aceptando lo que no haya más remedio. Eudemonía (alegría), ataraxia (aceptación): lo sabemos al menos desde Aristóteles, desde Epicuro, desde Séneca. Y desde Buda, claro. Ahí está resumido todo lo que hay que saber.

Porque todo está ya aquí: el atardecer apacible, el silencio rumoroso, el olor de los bosques, las alturas distantes. Los caminos, las canciones, el recuerdo de los viejos compañeros, el presentimiento de los que llegarán. La salud que aún resiste y la que empieza a ceder y reclama cuidados. El amor a los que amo la pasión candente por mi hijo, y el amor, también, a los que no amo, porque al menos les aprecio, o al menos les compadezco, o al menos les admiro, o al menos les respeto. O, al menos, deseo su bien.
Y aquí están los antiguos maestros, los que abrieron caminos para que yo los recorra. Y aquí están mis pasos torpes y mis reflexiones aún más torpes, pero que entrego en ofrenda a quien puedan servirle. Me gustaría sentir más que entender; me gustaría conmover más que convencer. Me gustaría que entre todos nos hiciésemos la vida más llevadera y más luminosa. Bien está lo sufrido si nos enseñó algo, si nos hizo más fuertes, como quería Nietzsche, si nos hizo más tolerantes, como quería Alain, si nos hizo más pacientes, como quería Séneca, si nos hizo más desprendidos, como quería Buda. Y si no hizo nada de eso, si solo fue dolor y no nos dejó nada, no nos lamentemos: también el dolor nos pertenece, también nos corresponde, también debe acontecer y ocupar su sitio; no se nos pide que le amemos, solo que lo encajemos como parte de nuestra condición.

Aún quedan tarde y paseo. Relájate: la alegría está en ti.

domingo, 15 de abril de 2018

Voces interiores

La soledad, que tanto nos aligera, también agobia a veces… La convivencia con uno mismo tiene sus desencuentros, que dan mucho trabajo. No por familiares se nos hacen más llevaderas nuestras manías, y es más difícil dejar de tomarlas en serio que cuando se trata de las de los demás. Con nadie somos más exigentes: de nadie nos molestan más las estupideces y las mezquindades.
A veces me encantaría ser capaz de ignorarme. Escuchar mis lloriqueos y mis gruñidos como quien oye llover. O bien apelar a eso que algunos llaman “el maestro interior”, una voz predominante sobre el resto, capaz de imponer calma sobre el griterío, capaz de infundir serenidad y apaciguar a mis niños amedrentados. Suena un poco a esquizofrénico eso de sentirse dividido por dentro, pero, ¿acaso no lo estamos todos un poco? ¿Qué es la voluntad, sino una fuerza que se impone sobre la indolencia? ¿Qué es la conciencia (moral), sino una voz que nos recuerda lo correcto cuando nos vemos tentados de ignorarlo? ¿Qué es la conciencia (identidad), sino esa “mirada interior” de la que habla Nicholas Humphrey, capaz de desgajarse de sí misma y tomarse como objeto observable, eso que llamamos “Yo”, para cumplir la máxima griega de conocerse a uno mismo? Todos estamos constantemente alentándonos, juzgándonos, educándonos, criticándonos…

Yo ya conozco bien qué es eso de observarse y juzgarse. Lo he practicado mucho y torpemente, en realidad diría que demasiado y mal. Lo que he conocido, de resultar certero, no me ha servido de mucho; sobre todo, me ha servido poco para ser mejor, es decir, más bueno y más feliz. No me ha hecho más sereno, más alegre, más paciente o más amoroso, más valiente o más firme, más fiel a mí mismo o más honesto con los demás. A veces creo que sí, que he hecho algún avance, que sé enfocar mejor las cosas. Tampoco quiero ser injusto con mi esfuerzo: algo he logrado. Pero cuando las cosas se ponen un poco difíciles, cuando tengo que afrontar verdaderos problemas, las ideas no me sirven para mucho, los viejos tiranos son los que mandan y lo que consideraba sabiduría (por escasa que fuera), más me sugiere un patético guerrero vencido que en su celda se debate con fantasmas.
¿De qué han servido entonces tantas reflexiones, tantas lecturas, tantos esfuerzos? “He trabajado duro”, alega Comte-Sponville como razón de haber ganado al menos algo de entendimiento. “Me he trabajado mucho”, repetía como un mantra una vieja conocida, profundamente neurótica (y afortunadamente perdida ya en el limbo de las lejanías, que es a veces bondadoso), como argumento de que era ella, sin duda posible, la que tenía debía tener razón siempre. ¡Como si trabajar mucho fuera equivalente a trabajar bien! ¡Como si el esfuerzo fuese garantía de resultados! ¡Como si la estupidez se curara con mera voluntad! Se puede trabajar mucho e inútilmente, dando vueltas, todo lo costosas que se quiera, pero en círculo. “Mucho ruido y pocas nueces”, dice con acierto el refrán, ¡y cuánto ruido he hecho! Y en cuanto a la experiencia, a menudo nos alimenta la ilusión de que hemos aprendido, solo porque ha dolido y estamos más viejos y cansados.

Ningún trabajo garantiza la sabiduría. Ningún esfuerzo asegura el éxito. Lo que cuenta es ir bien dirigido. ¿Y dónde están los mapas? Los sabios nos sugirieron algunos, deberíamos revisarlos más a menudo. Para adentrarnos en ellos hace falta valor, y resolución para ponerse a caminar, sí, pero sin perder la brújula. Me parece que me ha faltado sobre todo eso: valor y brújula.
Decía que me encantaría ser capaz de ignorarme, cuando mi inquietud es ridícula o desmedida; como quien hace caso omiso del ruido. Para ello debería contar con esa voz sabia que supiera discernir, convencer y calmar; y debería también confiar en esa voz, entregarme, cumplir sus orientaciones. Como no tengo esa voz, procuro tomarla prestada. A menudo eso no me ayuda mucho. Pero gracias a ello las noches oscuras de mi soledad se salpican de luces. Como anoche: mi cielo de montaña estaba cuajado de estrellas. Por un instante sentí un gozo indefinible ante el espectáculo, como si la cúpula celeste me abrazara. Y me dije: “Todo irá bien. Hay que confiar y seguir conociendo”. Eso procuraré.

sábado, 7 de abril de 2018

Nubes en la Arcadia


Una mirada que vea ponerse el sol desde una cárcel igual que desde un palacio. Esa mirada es lo que hay que desear, y nada más.
Schopenhauer.

Por insólito que parezca, a veces las cosas están bien como están. Un rincón del bosque, entre sol y sombra, echado en la hierba, mirando las copas de los pinos que, como si conocieran la verdad, señalan hacia un cielo diáfano, estampado de discretas nubes. El agua que brinca, como un niño silbando, por la leve pendiente, dejando al descubierto el viejo zócalo de granito cuarteado por el hielo en remotas edades congeladas que ya se fundieron. El convulso quehacer de los insectos, hermanos de las flores, y de las eternas hormigas, constructoras de montañas de agujas. La ladera que invita a subir, o a bajar, o a quedarse, en definitiva a hacer lo que a uno le apetezca, sin que nada se inmute por ello.
A veces todo está, o lo parece, donde tiene que estar, y uno puede olvidarse de sí mismo, porque comprende que no le hace falta al mundo, que el mundo tiene su propio designio y va a lo suyo, evolucionando según su ley secreta, sin voluntad ni objeto. ¡Qué tranquilo se queda uno en la insignificancia! ¡Qué dulce es desentenderse de sí, y rozar la eternidad de la nada! Y afirmarse también sin voluntad ni objeto, y dejarse caer en el regazo de la montaña, como si fuese la rendición definitiva, esa que nos rehará tierra y agua y limo y cumbre y hierba.
¿Soportaré tanto silencio? Noto cómo mi mente se agita, incómoda, y se pone a hacer ruido con lo primero que encuentra. Inventa el pasado y el futuro, desgrana palabras para notar que existe. Pero, ¿realmente existe? Sí y no, como la música del agua. Ya lo dijo Machado: lo nuestro es pasar. Arremolinarnos y perdernos, como el agua en el torrente. ¡Qué vanas parecen desde aquí nuestras cosas, esas que atesoramos y pensamos que nos definen! ¡Qué vanos nosotros mismos, nuestras instituciones, nuestras querellas, nuestras ambiciones! ¡Qué descansada vida la que se reduce a su mínima expresión! Pasa un diente de león, sustentado en la brisa: vayámonos con él.

Pero, más tarde o más temprano, hay que regresar a la tierra. El instante de embeleso ha languidecido, un relámpago ha rasgado el impecable tapiz del horizonte. Me echo en un prado a leer e irrumpen miles de hormigas. Disfruto de una caminata y me sobresaltan los respingos de mi pulso. Me relajo en el silencio y pasa una pandilla de críos, alborotando. Siempre hay algo que le lleva la contraria a nuestro placer. ¿Por eso será placer?
El lugar donde nos encontramos no es nunca el ideal: la Arcadia tiene por costumbre estar siempre en otro sitio. En el enclave paradisíaco alguien tiró una bolsa de basura. Mientras intentamos echar la siesta en un prado nos comen las moscas. Enfermamos justo el ansiado fin de semana. En nuestro lugar de vacaciones nos viene a mientes la factura por pagar.

La vida es así. A la felicidad siempre le crece un cardo. Podemos gruñir y lloriquear, o bien encogernos de hombros y disfrutar lo que tenemos que no tenemos siempre, que muchos no tienen. ¿Quién es más feliz? Se ha dicho que quien no pide. También podríamos pensar: quien pide pero no espera; quien lucha pero no teme la derrota; quien trabaja pero no lo hace pendiente de la recompensa.
No digo que nos conformemos, indiferentes. Ya lo glosaba el poeta Kavafis: solo partimos cuando soñamos con llegar a Ítaca. Solo pregunto si no podemos disfrutar del camino, aun sin saber si llegaremos: ¿no sería mejor convertir la alegría en una determinación, en lugar de ponerle condiciones? Porque lo cierto es que siempre nos faltará algo, siempre aparecerán nubes en el cielo de la Arcadia: la lluvia que me ha interrumpido el paseo hará crecer la hierba.