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Nubes en la Arcadia

Por insólito que parezca, a veces las cosas están bien como están. Un rincón del bosque, entre sol y sombra, echado en la hierba, mirando las copas de los pinos que, como si conocieran la verdad, señalan hacia un cielo diáfano, estampado de discretas nubes. El agua que brinca, como un niño silbando, por la leve pendiente, dejando al descubierto el viejo zócalo de granito cuarteado por el hielo en remotas edades congeladas que ya se fundieron. El convulso quehacer de los insectos, hermanos de las flores, y de las eternas hormigas, constructoras de montañas de agujas. La ladera que invita a subir, o a bajar, o a quedarse, en definitiva a hacer lo que a uno le apetezca, sin que nada se inmute por ello.


A veces todo está, o lo parece, donde tiene que estar, y uno puede olvidarse de sí mismo, porque comprende que no le hace falta al mundo, que el mundo tiene su propio designio y va a lo suyo, evolucionando según su ley secreta, sin voluntad ni objeto. ¡Qué tranquilo se queda uno en la insignificancia! ¡Qué dulce es desentenderse de sí, y rozar la eternidad de la nada! Y afirmarse también sin voluntad ni objeto, y dejarse caer en el regazo de la montaña, como si fuese la rendición definitiva, esa que nos rehará tierra y agua y limo y cumbre y hierba.
¿Soportaré tanto silencio? Noto cómo mi mente se agita, incómoda, y se pone a hacer ruido con lo primero que encuentra. Inventa el pasado y el futuro, desgrana palabras para notar que existe. Pero, ¿realmente existe? Sí y no, como la música del agua. Ya lo dijo Machado: lo nuestro es pasar. Arremolinarnos y perdernos, como el agua en el torrente. ¡Qué vanas parecen desde aquí nuestras cosas, esas que atesoramos y pensamos que nos definen! ¡Qué vanos nosotros mismos, nuestras instituciones, nuestras querellas, nuestras ambiciones! ¡Qué descansada vida la que se reduce a su mínima expresión! Pasa un diente de león, sustentado en la brisa: vayámonos con él.

Pero, más tarde o más temprano, hay que regresar a la tierra. El instante de embeleso ha languidecido, un relámpago ha rasgado el impecable tapiz del horizonte. Me echo en un prado a leer e irrumpen miles de hormigas. Disfruto de una caminata y me sobresaltan los respingos de mi pulso. Me relajo en el silencio y pasa una pandilla de críos, alborotando. Siempre hay algo que le lleva la contraria a nuestro placer. ¿Por eso será placer?
El lugar donde nos encontramos no es nunca el ideal: la Arcadia tiene por costumbre estar siempre en otro sitio. En el enclave paradisíaco alguien tiró una bolsa de basura. Mientras intentamos echar la siesta en un prado nos comen las moscas. Enfermamos justo el ansiado fin de semana. En nuestro lugar de vacaciones nos viene a mientes la factura por pagar.

La vida es así. A la felicidad siempre le crece un cardo. Podemos gruñir y lloriquear, o bien encogernos de hombros y disfrutar lo que tenemos que no tenemos siempre, que muchos no tienen. ¿Quién es más feliz? Se ha dicho que quien no pide. También podríamos pensar: quien pide pero no espera; quien lucha pero no teme la derrota; quien trabaja pero no lo hace pendiente de la recompensa.
No digo que nos conformemos, indiferentes. Ya lo glosaba el poeta Kavafis: solo partimos cuando soñamos con llegar a Ítaca. Solo pregunto si no podemos disfrutar del camino, aun sin saber si llegaremos: ¿no sería mejor convertir la alegría en una determinación, en lugar de ponerle condiciones? Porque lo cierto es que siempre nos faltará algo, siempre aparecerán nubes en el cielo de la Arcadia: la lluvia que me ha interrumpido el paseo hará crecer la hierba.

Una mirada que vea ponerse el sol desde una cárcel igual que desde un palacio. 
Esa mirada es lo que hay que desear, y nada más. 
Schopenhauer.

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