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Perder de buen grado

Nunca nos repetiremos lo bastante aquella sentencia de François George, citada por Comte-Sponville: «Vivir es perder». No hay otro modo de persistir que exponerse al azote del tiempo y transigir con su implacable erosión. A cada instante nos dejamos una parte de nosotros: cuando menos, ese intervalo irrepetible que ya no podremos volver a habitar, del que somos literalmente exiliados. Pero nos dejamos algo más: el desgaste que conlleva. Cada día empezamos de nuevo, pero un poco más resquebrajados: con una cana más, con unas neuronas menos. Vivir envejece. Vivir hace más cercana la muerte al consumir tiempo (que se nos concedió limitado) y fuerzas (en cada replicación, las células pierden algo de lozanía). La rosa está programada para marchitarse, la belleza está hecha para declinar.


Siddhartha Gautama inició su búsqueda tras el sobresalto de la vejez y la muerte; a todos nos ha sacudido esa conmoción, y nos estremece cada día cuando descubrimos nuevos anuncios de ella. Pero vivir tiene sus condiciones: eso es lo que meditó Buda más tarde. Más que a la mera resignación, nos invita a reconciliarnos con ello y asumirlo como el precio de la vida misma. Hemos de acostumbrarnos a perder, y perder de buen grado. Fuimos jóvenes y ahora somos viejos: ley de vida. Dura lex, sed lex: amarga en parte, pero con un lado benigno: podemos dejarles los heroísmos a los otros, podemos exigirnos menos, podemos retirarnos al huerto epicúreo y desentendernos del peso del futuro. Como reflexiona Séneca: «La vida es más agradable cuando ya comienza a decaer pero aún no ha parado en decrepitud… ¡Cuán dulce es haber fatigado y abandonado los deseos!» 
Perder, pues, con la mínima concesión a la melancolía, con el gozo de los retiros y los descansos, con la compañía agradecida, que ya nos recomendaba Epicuro, de los buenos recuerdos. Evocar la rutilante juventud no solo debería ser motivo de añoranza: hay que insistirse en la gratitud. Muchos tuvieron menos, algunos ni siquiera contaron con la oportunidad de vivirlo; lo que faltó, faltó: lo que perdimos fue nuestro durante un tiempo. ¿De qué nos sirve, se dirá, si ya no lo es, si se ha perdido para siempre? ¿Acaso no se reduce a eso la verdad implacable, que se impone a todos nuestros esfuerzos de consuelo? 
No: lo perdido nos habla, nos convoca a la fiesta del suceso. Cuando fuimos felices, lo fuimos para siempre; el instante siguiente ya era otro mundo: nosotros habitamos mundos maravillosos. «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais», declara el replicante Roy Batty en Blade Runner, antes de morir, en aquella escena magnífica. Y, junto a la angustia —«Todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia»—, rescata la dicha agradecida de que se le haya brindado la oportunidad de experimentarlas: fueron un don, y no sería justo (con el mundo, pero sobre todo con nosotros mismos) que a las pérdidas solo les reservásemos el desconsuelo. La gratitud, como a Batty, debería hacernos fuertes para sonreír y afirmar con entereza: «Es hora de morir». 

Porque, al cabo, de morir se trata: morir a cada instante, la pequeña muerte de cada pérdida, de cada disminución, de cada vivencia que no volverá. Así que a cada instante nos toca repetir la ceremonia de gloria y capitulación de Batty: «Es hora de morir». O aquella otra, tan entrañable, del abuelo indio en Pequeño gran hombre, cuando se tiende en el suelo y sentencia: «Hoy es un buen día para morir»; al momento se pone a llover, y el viejo, apoyado en su nieto, tiene que meterse en casa para no acabar hecho una sopa: parece que la muerte tendrá que ser otro día. Este guiño se corresponde bien con el patetismo de nuestras tragedias. 
La sabiduría popular ya repite que no nos llevaremos nada de la existencia (aunque los mismos que lo sentencian a los demás pocas veces lo tienen en cuenta). La vida es un préstamo, pero a todos nos cuesta renunciar a lo que queremos, y aún más a lo que tenemos. Hacerlo es un buen entrenamiento para esas otras renuncias que nos vendrán impuestas: al cabo, habrá que renunciar a todo, hasta a nosotros mismos. Añadir la gratitud no solo debe facilitarlo, aliviando un poco el dolor o la rabia, sino que además nos reconcilia con la propia existencia, tan cruelmente hermosa. El desapego es un ingrediente clave de la serenidad: «Dejar de aferrarse... es como beber agua y notarla fresca», decía el maestro Hakuin. 

El tiempo nos plantea, por otra parte, curiosas paradojas. Su paso lo iguala todo en esa borrosa niebla donde se entreveran los males y los bienes, ya que ninguno de ellos existe ya más que en la obstinación de la memoria. Y luego viene el olvido, barriendo por igual las vidas y las felicidades largas y cortas. El niño siempre reclamaría un minuto más de juego cuando su madre lo llama, y todos suplicaríamos un día más de vida, a pesar de que a menudo desperdiciamos tan burdamente los que tenemos. Tal vez no se trate tanto de duración, como de que, haya lo que haya y dure lo que dure, sea valioso y grato, y sepamos aprovecharlo. 
No debería costarnos tanto asentir a los finales. La muerte misma debería ser fácil: para uno mismo, que, como reflexionaba Epicuro, ya no está; y para los demás, que se acostumbrarán a la ausencia y se irán sumergiendo en el bendito olvido. La vida es tan ardua que su ventolera va arrinconando los recuerdos. Y así sucede, o debería suceder, con todas las pérdidas que guardamos en el desván polvoriento de la memoria. Gloriosas reliquias que hay que venerar, y que por eso merecen que les concedamos languidecer en paz: dejar que los muertos entierren a sus muertos. 

Perder, pues. Y, si se tienen redaños, de buen grado. Evocar, antes de irnos a dormir, con una sonrisa y el corazón reclinado, aquello que contemplaba Séneca: «¡He vivido, he recorrido el curso que la fortuna me concediera!» Dicen con ironía que envejecer es el único modo de vivir mucho tiempo: también merece ser pensado con alegría, si es que uno ha llegado a viejo. Y lo mismo pasa con todo: para tener mucho hay que perder mucho. Mejor hacerlo sin reproches, agradeciendo lo que se gana, encogiéndonos de hombros y repitiéndonos aquello de Estilbón: «Nada he perdido. Todos mis bienes están en mí». 

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