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Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con
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Labriegos de la idea

La reflexión es el taller del pensamiento, minucioso y metódico, manufactura de la lógica diseñándole al mundo mecanismos. El pensamiento inventa órdenes al caos, y sonríe viendo girar los engranajes. No en vano somos exploradores de sentido, es decir, artífices de congruencia. Organizarlo en una articulación armónica, en las tramas musicales de una gestalt , nos hace sentirnos más seguros: no podríamos soportar un universo nebular de pura incertidumbre, en el cual no vislumbráramos un cierto grado de previsibilidad. Es cierto que nuestro intento siempre resultará provisional: las ideas, de apariencia tan pulcra, esconden una esencia tornadiza. El mundo siempre se reserva un as inesperado en la manga. Preferiríamos que las cosas se ciñeran al concepto que tenemos de ellas, porque eso las haría más simples. Sin embargo, los fenómenos se deshilachan por los flecos, la realidad se burla de la mejor teoría, y nos recuerda que el estado natural del conocimiento es la perplejidad. No existe

A veces las cosas van mal

Carl Jung habló de sincronicidades para referirse a coincidencias significativas, confluencias azarosas de acontecimientos lógicamente inconexos entre los cuales, sin embargo, el individuo siente o intuye una relación. Pienso en alguien y al momento lo veo pasar por la calle: aunque haya tenido ese mismo pensamiento otras mil veces sin que sucediera nada, este hecho aislado me resulta insólito y capta mi atención. El hecho de que mi pensamiento y su brusca materialización coincidan en el tiempo se convierte a mis ojos en fenómeno , en un conjunto significativo. La sincronicidad es eso: una conexión simbólica entre acontecimientos, y constituye el punto de partida de creencias como la magia, el animismo o la superstición, experiencias que se pueden rastrear en todas las culturas y que siguen más arraigadas entre nosotros de lo que solemos admitir.  Según nos relatan los antropólogos, las culturas polinesias hablaban del mana , una energía sobrenatural que regía las relaciones entre pers

De palabras y sentidos

«El amor puede empezar con una sola metáfora», escribe Milan Kundera en su Insoportable levedad del ser . Hay una antigua alianza entre emociones y palabras: las primeras cristalizan en las segundas. La palabra constituye para la imprecisa sensación un soporte que se parece a la realidad; antes de ella solo hay impulso, instinto ciego, respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar. Cuando atribuimos un sentido, cuando asumimos un significado, de repente acude a nosotros, unido a él, una maraña de semánticas. Mucho más en el caso de las metáforas, que por su misma naturaleza están repletas de connotaciones. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos, descoloridos y fragmentarios, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un portal

Golpe a golpe

La vida es tarea, decía Ortega y Gasset: el irrevocable proyecto de construirnos a nosotros mismos, de elegir lo que queremos ser y convertirnos en ello. El anhelo de libertad surge de la médula misma del Yo, puesto que la identidad se basa en diferenciarse, en cobrar una forma única, y en sentirse dueño del criterio. Una persona sin libertad, anulada por un estricto condicionamiento, no tendría ni siquiera noción de ser persona. La libertad adquiere así una dimensión ontológica: solo el ser que decide se hace consciente de sí mismo en el acto de decidir. Tal vez fuera esto lo que nos quiso sugerir Sartre al considerarnos «condenados a la libertad». Sartre explica más. La libertad es una manera de encarar el mundo que nos adentra en él, y en ese adentrarse nos topamos con el otro, que aparece movido por su propia libertad. Los días son un incesante campo de batalla entre libertades que luchan por construirse a sí mismas frente al mundo, por salir bien parados entre los demás, por resis

Surcos de la identidad

Entre los demás, uno es, acaba siendo, lo que le dejan ser, lo que la inexorable expectativa ajena va modelando en su papel social. Esa expectativa suele actuar en forma de verdadera presión hacia un rol determinado: es una «viscosa facticidad» —diría Sartre— que se adhiere por todas partes, que tira desde todos los rincones, que prevalece sobre la voluntad y la creatividad. Contrariarla implica desafiar la resistencia de los demás a cambiar el concepto ya consolidado acerca de uno, lo cual probablemente tendrá como consecuencia algún tipo de conflicto o repudio. No en vano, para el grupo implica una desestabilización que hay que neutralizar. «Estás raro», «Parece que no eres tú», serían comentarios relativamente benignos; «¿Quién te has creído que eres?» o «Estás mejor callado» ejercerían presiones más directas. Al final se puede llegar a la burla, la amenaza o directamente a la agresión.  Lo más diabólico del poder del grupo sobre el individuo es que este es adiestrado para concebirs

El diario que no llegué a escribir

(Redacté estas líneas el 3 de junio de 2013. No sé qué mosca me picaría, después de tantos años, para iniciar otra vez un diario. Hacía poco que me había quedado solo, quizá me carcomiera la insoportable levedad del ser. El proyecto no fructificó. Pero releo este prólogo y me gusta). Un diario propiamente dicho me da mucha pereza. Jalear con detalle la aburrida cotidianidad es un festín egocéntrico que a estas alturas me resulta demasiado tosco. En la juventud, cuando mi vida me parecía tan importante, tuvo su sentido; tal vez me sirviera para sufrir un poco menos, porque escribir es objetivar las cosas, ponerlas un poco fuera, expulsarlas a un escenario que parece ajeno. Con el tiempo me abrumó caer en la cuenta de que no hacía más que repetir una y otra vez hechos idénticos, regodearme en el calco de lamentos triviales. Mis diarios eran la muestra palpable de cómo mi vida consistía en un tiovivo de diámetro más bien estrecho. Por aquel entonces no había entendido a Nietzsche y aún es