A la hora de hacernos una imagen de los demás (y también de nosotros mismos, aunque ese es otro problema), solemos traducir en definiciones categoriales lo que en un principio son meras sensaciones, decantamientos hacia un lado de la balanza en la que oscilan los platillos de lo atractivo y lo repulsivo. Sucede, sin ir más lejos, en la dicotomía simpático/antipático: este me cae mal, aquella me cae bien; esta idea de «caer» trasluce lo que la sensación tiene de peso o desnivel, de cabeceo a babor o estribor según golpeen las olas.
Lo llamativo es que, desde el momento en que alguien «nos cae» en una dirección, todos los duendes se confabulan para confirmar esa primera impresión. Es la fuerza universal de la llamada disonancia cognitiva/afectiva, que empieza condicionando la percepción: lo que nos da la razón resultará mucho más visible y nos parecerá mucho más probable; en cambio, lo que nos contradice pasará desapercibido o será rápidamente descartado, casi siempre sin el debido rigor. Estos sesgos perceptivos y valorativos guiarán nuestras conductas, propiciando todo aquello que esté en sintonía con su diagnóstico inicial. Cuando alguien nos desagrada es más probable que lo ignoremos o que lo tratemos con frialdad, lo cual, a su vez, fomentará en él un alejamiento que confirma nuestra impresión inicial; en la misma línea, tal vez interpretemos sus gestos positivos como hipocresías o manipulaciones, con lo cual los estaremos desautorizando de entrada y disminuiremos, quizá inconscientemente, su probabilidad. Es así como los prejuicios se realimentan, o, como suele decirse, se autocumplen las profecías, y tienden a consolidarse cada vez más.
¿Por qué solemos proyectar nuestras impresiones en estas espirales de realimentación? Porque tenemos una premura innata de organizar el mundo, estructurar el caos en categorías lo más estables posible. La ambigüedad perturba: plantea el reto de la complejidad y ensancha la temida incertidumbre. Igual que acotamos el conocimiento mediante conceptos, también solemos encasillar a las personas en rasgos estables y diferenciados. De este modo construimos una perspectiva del mundo estructurada, vale decir, definida y estable. En cambio, un mundo en el que los individuos pudieran ser un día simpáticos y otro día antipáticos, sería un caos complejo y problemático ante el cual cada decisión costaría más esfuerzo, y nunca podríamos considerarla concluyente ni definitiva.
Así, la tendencia a sobreponerse a la infinidad de los matices, reduciendo el abanico de posibilidades y manejando un menor número de variables, presenta, a pesar de su carácter rudimentario, una utilidad muy ventajosa. Manejándola con una cierta destreza, es probable que su operatividad supere con creces su margen de error. De hecho, muchas veces, tal vez el error tampoco importe tanto, si a cambio disponemos de una guía clara que nos permita dar pasos razonablemente favorables. Quizá lo urgente sea actuar, reafirmarnos frente a la ambigüedad, y no tanto acertar (resultado siempre relativo). Nietzsche ya lo sospechaba.
Pero de vez en cuando sucede que nuestros prejuicios nos conducen a errores graves, circunstancias en que la complejidad desborda nuestro afán de simplificación. Puede que entonces convenga revolver en las ideas preconcebidas en busca de un atisbo de cuestionamiento. Un prejuicio puede atraparnos como un pozo. No hay nada más estúpido, ni quizá más peligroso, que obcecarse en una dirección y darse cabezazos contra el muro de la evidencia. El peso con que nos caen los otros bien podría aligerarse con un arte de la enmienda.
Comentarios
Publicar un comentario