sábado, 25 de junio de 2016

Sin prisa y sin pausa

Solo hay realidad en la acción.
Sartre.
La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
Haz pocas cosas si quieres conservar tu buen humor. Demócrito.


La vida pasa por sí misma; las necesidades y los requerimientos la empujan y la van desplegando: en este sentido, la vida simplemente sucede. Su objetivo es realizar sus leyes básicas, y un buen día nos encontramos con que el tiempo la ha cumplido. En cierto modo, la vida no nos necesita para acontecer: no le hace falta nuestra atención, ni nuestra complicidad, ni nuestra voluntad. De pronto descubrimos que nos hemos hecho viejos, y nos preguntamos, atónitos, dónde estábamos mientras pasaba nuestra existencia.
Como la gravedad tira de nosotros hacia abajo, la vida nos arrastra hacia delante, nos gasta y nos consume. Ese peso del existir es lo que Sartre llamó facticidad. Nos parece que se opone a nuestro proyecto porque notamos su tirón cada vez que queremos hacer algo propio, y no podemos hacer nada si no es contra el freno de su viscosidad. Pero lo cierto es que la facticidad no es una resistencia, sino el curso natural de las cosas. Es el proyecto humano el que se construye rebelándose contra ella, asumiendo el trabajo a menudo estéril, pero ineludible de atravesarla contracorriente. La libertad es estar dispuesto a contrariarla, con todas las consecuencias. La voluntad no tiene noción de sí misma si no conspira contra la facticidad. De vez en cuando, como la paloma de Kant, necesitamos notar la resistencia del aire en nuestra cara para tener noción de que estamos volando.
Por eso tenemos la sensación de que la aventura humana cuesta y cansa. Por eso la pereza es un placer el gusto de renunciar, de entregarse, de dejar que todo suceda por sí mismo: descansar, al menos por un rato, de la ardua tarea de nuestra voluntad, pero también es enemiga de nuestro proyecto. Si quiero educar a mi hijo, tengo que vencer la pereza de esforzarme por ponerle límites, para que aprenda a ponérselos él mismo. Si quiero tener amigos, debo poner paciencia cuando me cargan sus manías o sus mezquindades, debo superar los instantes en que los mandaría a hacer gárgaras o me desentendería de sus angustias, que desde fuera siempre nos parecen ridículas y molestas: amar sucede por sí mismo, pero hay que insistir en ello si no queremos que languidezca, como señalaba sabiamente Erich Fromm. Si quiero sentir la satisfacción de hacer bien mi trabajo, tengo que esforzarme por cuestionarlo cada día, por recoger y clasificar cuidadosamente mis errores como hacen los biólogos con las muestras de una charca, por concebir nuevos intentos como hacen los ingenieros, en su guerra sin tregua por domesticar los materiales. Si quiero sondear el enigma mediante la reflexión, tengo que ponerme a pensar, aunque me apetezca más seguir durmiendo.
Las necesidades de mi hijo, las contrariedades de mis amigos, las esterilidades de mi trabajo, el espesor confuso de las ideas, todo ello forma parte de la facticidad, y no es malo, y tampoco es malo que sucumba a ello y le deje hacer: que consienta en caprichos, que reniegue de personas, que repita lo que siempre he hecho, que apague el despertador y me desentienda del día que me reclama. Puedo elegir desentenderme, pero si lo hago estoy traicionándome, estoy descuidando mi proyecto, estoy faltando a mis valores. No renuncio solo a un acto concreto: renuncio a lo que la ejecución de ese acto tiene de construcción de mí mismo. Renuncio a ejercer mi voluntad, y en cada renuncia mi voluntad queda un poco más disminuida.
Así que la pereza no es mala, y a veces es incluso francamente buena. No es mala en lo que tiene de entrega y renuncia, y es buena porque nos enseña nuestros límites, nos ayuda a asumirlos, nos obliga a descansar cuando estamos llevando demasiado lejos nuestra pretensión prometeica. La pereza es un blando refugio para las tardes de derrota, es el lugar en que nos reencontramos con nuestra verdadera medida, nosotros que nos habíamos soñado omnipotentes. La pereza nos recuerda que casi todas nuestras pretensiones tienen algo de excesivo y de iluso, y que a la larga será siempre el mundo el que ganará, como el mar, cuando sube la marea, derrumba en un instante los castillos que habíamos levantado sobre la arena. La pereza nos devuelve a nuestra condición de perdedores, es una serena rendición a los límites y un cálido regreso al sosiego de las siestas y las tertulias, del tiempo que se deja pasar en balde, dulcemente entregado al devenir. Al quitarle hierro a nuestras aspiraciones crea una blanda pátina de comprensión y tolerancia sobre el mundo: la pereza es enemiga de los egos desbordados, de la desmesurada y orgullosa hubris, del rígido despotismo de nuestras obcecaciones sobre el entorno inocente. La pereza nos aplaca, nos hermana, nos sosiega, y por eso es el mejor antídoto contra los fanatismos y las rabiosas arbitrariedades.
Así que la pereza tiene mucho de bueno, y de sabio, y de alegre. Pero también plantea un precio: rendirnos a ella conlleva una renuncia; y rendirnos absolutamente es renunciar por completo. Si se convierte en hábito, corroe todos los otros hábitos y no les deja prosperar. Los vecinos de Koenisberg ponían en hora sus relojes cuando veían pasar a Kant: a la mayoría puede parecernos que el filósofo se pasaba de estricto, pero tal vez sin ese orden riguroso no habría podido crear la obra que nos legó. Si la pereza acaba mandando, nos roba el proyecto e instaura el imperio de la facticidad, que, decíamos, es lo contrario al proyecto humano. Todo lo valioso cuesta trabajo, y en especial la ética, la aspiración a elegir lo bueno, que suele ser difícil, frente a lo malo, que tiende a suceder por sí mismo. “Debo fracasar con frecuencia para tener éxito una sola vez”, medita Og Mandino.
Se puede hacer daño por pereza: cuando descuidamos lo que otros necesitan o esperan, cuando incumplimos nuestras responsabilidades o nuestras promesas. Por pereza podemos perder o hacer perder. ¿Puede ser perezosa la madre diligente? ¿Cabe la pereza en el enamorado? “Por pereza en limpiarme perdí dueña gentil”, escribe el Arcipreste de Hita en la divertida historia de los dos perezosos. Somos seres del proyecto y la tarea, somos exploradores y conquistadores, estamos hechos para desear y buscar y construir. “Quien no trabaja se consume de aburrimiento”, afirmaba el severo profesor de Koenigsberg. ¿Cómo cumplir todo eso sin entusiasmo y sin esfuerzo, sin plantarle cara a los despertadores y a las melancolías? Ultreia et suseia, cantaban los peregrinos: más lejos, más alto; no hay viaje sin brío. La pereza es una carcoma que mina nuestros pilares, que disuelve nuestros intentos, que interrumpe nuestro viaje. Es bueno rendirse a ella de vez en cuando; es malo no poder escabullirnos de ella cuando corresponde, o cuando queremos; como dice el Arcipreste: “La pereza excesiva es miedo y cobardía”.
“Persistí: por primera vez en mi vida tuve valor”, confiesa Rousseau, que tenía un talante inquieto y muy voluble. Frente a la pereza, tenemos como aliada la perseverancia, que por eso es una virtud. Y como todas las virtudes, tiene que ser inteligente: no todo, ni en todo momento, merece nuestro esfuerzo. Hay que aprender a hacer esa distinción, y hasta dónde el denuedo vale la pena, y a partir de dónde la insistencia lo único que nos dispensa es una pérdida mayor que la ganancia. Esto lo saben bien los que compiten en deporte, que aprenden pronto a economizar fuerzas en algunos momentos para tenerlas cuando realmente hacen falta. La mayoría de nuestros proyectos son carreras de fondo: hay que evitar arder con una llama demasiado rápida y acabar retirándose, hechos cenizas. Un curioso estudio con estudiantes universitarios encontró que los que se manifiestan más motivados tienen una probabilidad de abandono tan alta como los que declaran menos motivación. Se comprende: estos no tienen ganas, aquellos no son realistas. El que “se come el mundo” acaba indigestándose; el que pretende demasiado acaba decepcionándose, o sencillamente no puede sostener tanta intensidad.
Para que la vida tenga color, hace falta pasión; pero un exceso de pasión puede llevársenos la vida. Frente a la exaltación ilusa, a menudo tiene más valor la lenta insistencia de la gota de la perseverancia. Como suele decirse, “sin prisa y sin pausa”, o “vísteme despacio, que tengo prisa”. Hacer lo que deba ser hecho, y hasta un poco más, pero no mucho más. El camino medio de Buda: “Si la cuerda se tensa poco, no suena; pero si se tensa demasiado, se rompe”. La paciente perseverancia hará mucho más por nuestros proyectos que una enardecida presteza: “Quien sabe dominarse a sí mismo es como la estrella polar, que permanece en su sitio y todas las estrellas giran a su alrededor”, arguye Confucio. En el Salieri y Mozart de Pushkin, el italiano reprochaba a Dios no haber premiado una entrega absoluta a la música, sin ahorrar sacrificios, durante toda su vida: no se da cuenta de que lo que realmente perdió es lo que fue dejando por el camino; más le hubiera valido dar de vez en cuando un paseo, abandonarse a una dulce charla intrascendente con un amigo, cortejar a una muchacha o dormir una siesta. A veces hay que sacrificarse para llegar lejos, pero uno tiene que cuidar de no estar sacrificándose a sí mismo. Por otra parte, también hay pretensiones que simplemente resultan triviales, y que conviene abandonar. La pereza puede ayudarnos a equilibrar esos excesos. Y la perseverancia puede rescatarnos de la pereza. La vida está hecha de ritmos, y la sabiduría consiste en aprender a bailarlos.

jueves, 23 de junio de 2016

¿Me dejaré descansar?

Como de costumbre, mis cuatro días de retiro al final del verano. Un retiro en buena parte simbólico, porque, como me dijo mi amigo Esteban, cuatro días son poco para reparar un año entero de sobresaltos. Sin embargo, bien vividos, pueden dar mucho de sí. Al menos me sirven para pensar que también he dedicado tiempo a cuidarme, a nadar en el remanso del silencio, a adentrarme, humilde y desnudo, en mi montaña, que es como una diosa madre que todo lo acoge y todo lo cura. Otro año, cuando haya más dinero y menos obligaciones, tal vez puedan ser más. Ahora no vale la pena darle más vueltas: hay que adaptarse a la facticidad.
Cuatro días para que lo que cuente sea yo, para que me ausente de los interminables reclamos de lo cotidiano. ¿Podré conseguirlo? Mi mayor obstáculo está dentro de mí: en el hábito de estar en guerra, es decir, en guardia, en tensa expectativa, arrastrado por las voces histéricas que vienen a buscarme entre gritos de temor y que se quedan luego en la cabeza como insidiosos recordatorios. Según ellas, todo es gravísimo, todo es urgente, todo es prioritario sobre la serenidad del ánimo. Epicuro trató de ofrecer medicinas contra ellas, repitiendo que pocas cosas son realmente importantes, que la ataraxia o placidez del sabio está aquí y ahora, en los pequeños placeres, en la tolerancia con los pequeños contratiempos, en el refugio —que yo no sé ganar— de los afectos... Buda, tan paralelo al griego, invitaba a sortear hábilmente las trampas de la mente, viendo a través de ellas su insustancialidad; pero para conseguirlo hace falta una gimnasia de voluntad y de abandono, una especie de limpieza sistemática para la que de momento me ha faltado constancia.
Aun así, los años vienen en nuestra ayuda: cansándonos, haciéndonos menos impresionables, ampliando la perspectiva que nos permite al menos intuir la verdadera medida —generalmente irrisoria— de las cosas. Uno ya no está tanto por zarandajas: las batallas ganadas resultaron a menudo insignificantes, y tras las derrotas no se hundió el mundo. El ser humano se empeña en tomar a la tremenda todo lo que le pasa porque así sustenta su propia ilusión de importancia. Lynch resume esta sabiduría del desapego que nos trae la edad con esa opinión del viejo Straight: “Ahora se distingue mejor entre lo que de verdad es importante y no lo es. Y esto, que se lo lleve el viento”.
Así pues, unos días para que el viento nos limpie de hojarascas. Desapego y vida sencilla. Dejar ir, dejar pasar, confiar. Mirar en perspectiva y comprender que eso que nos inquieta ahora será intrascendente dentro de una hora, o mañana, o el mes que viene. El movimiento natural de la vida pone las cosas en su sitio, somos nosotros los que nos empeñamos en retenerlas. Nos da pena que se vayan —incluso las que nos perturban— porque nos parece que con ellas se va también algo de nosotros. Sentimentalismo fatal: las cosas, como nosotros, vienen y se van. Si supiéramos dejarnos atravesar por ese tumulto sin esperar y sin retener, fluiríamos con ellas, como un alegre torrente, dejaríamos que la existencia nos modelara con sus golpes de cincel y sus dulces caricias. Perder es abrirse a lo nuevo, que también perderemos porque pronto deja de ser nuevo. Heráclito se bañaba triste porque sabía que, al instante siguiente, el río ya no sería el mismo. Pero quizá vislumbraba la alegría de que siempre quedaría un río esperándole.
Mis vacaciones del alma: tres días para olvidar, para no pensar más que en lo que tenemos delante, o en nuestros sueños. No detenerse regodeándose en ninguna consternación, ni en su memoria ni en su expectativa. No dejarse capturar: los problemas, si es que lo son, seguirán ahí mañana: ya los encararemos. Y si no eran realmente importantes, quizá mañana hayan pasado, empujados por el aluvión de otros que nos trae el tiempo. Prueba de que no valían la pena.
Puesto que vivimos, vivamos: optemos por la vida, afirmémosla fluyendo, concedámonos el privilegio de no detenernos. Puesto que vivimos, cooperemos con la vida, queramos vivir. A menudo parece que algo en nosotros nos retiene, nos grita: “¡No, espera, antes de vivir tendrías que resolver esto y esto!” Pero su verdadera intención no es que resolvamos nada —¡y qué poco se puede resolver!—, sino atascarnos en un remolino del que no logramos salir. Vivimos: hay que fluir antes que cavilar. Desprenderse, mirar hacia otro lado, evocar una alegría. Ya pensaremos, si hace falta, en otro momento. Y si para entonces ya no queda nada en qué pensar, tanto mejor.
Querámonos un poco, dice Alain. Dejémonos descansar.

martes, 21 de junio de 2016

Las miradas del deseo

Deseo y belleza van de la mano y cuesta saber cuál es primero. ¿Deseo algo porque es bello, o lo hago bello al desearlo? ¿Me encuentro lo bello —lo apetecible, lo placentero, lo deslumbrante— y mi impulso entonces es apropiármelo, o bien el impulso me arrastra hacia lo deseable y lo convierte en deseado, dotándolo de belleza?
Solemos coincidir en lo que nos parece bello. Los criterios de belleza son casi siempre compartidos, pero difícilmente podemos, por esa razón, considerarlo objetivos. No hay mujeres bellas hasta que una mirada las hace bellas. La mirada del deseo.
Encandilarse con una mujer bella es un asunto delicado. Hay admiraciones tan desaforadas que equivalen a una agresión. Hay miradas que desnudan, que casi acarician y se cuelan por donde no deben. La agresión, si hay que considerarla así, no está en la mirada propiamente dicha, sino en el deseo —su avidez, su apremio— del cual la mirada es solo portavoz y signo. Al que mira de ese modo, rezumando deseo, a menudo se le califica popularmente de “baboso”, y con razón: hay un goteo deseante, una turbulencia de fluidos que quieren saltar e impregnar. Pero ese calificativo se reserva para cuando no hay un deseo parecido que corresponda desde el otro lado. Si los deseos se buscan, cruzarse el uno con el otro es un deleite. En cambio, un deseo no correspondido nos ofende porque quiere apropiarse de lo que no le estamos ofreciendo. El deseoso se queda solo con el eco patético de su fallido anhelo sin esperanza.
Lo más amargo de la decepción es que nos deja solos con nuestros impulsos contrariados. Para cada cual, su deseo es un tesoro, un brote de vida y potencia; cerrarle el paso parece un doloroso desperdicio de fuerza, de belleza. Tanta predisposición manando de la fuente del ser, para sumirse en las grietas del rechazo. “Trabajos de amor perdidos”, dice Shakespeare. Las fuerzas se han despertado en vano, y les damos vueltas entre nuestro dedos como a una flor que no logró alcanzar el otro lado, absurda y derrotada. Nos sentimos estúpidos, desconcertados, agraviados incluso: tanta aspiración estampada en el muro, hecha añicos dispersos entre la hierba. Un rechazo es siempre un desconcierto. Krahe lo canta con un trágico humor: “Y yo allí con mi flor como un gilipollas”.
Volvamos a la bella arisca. No solo ha cambiado de acera y ha acelerado el paso, incluso ha elevado el mentón y nos ha dedicado una mirada de menosprecio. Juzguemos ese gesto. ¿De verdad tiene razón para sentirse tan ofendida? ¿Acaso no es legítimo que pague el precio de su belleza, los atributos que la hacen deseable, en admiraciones contantes y sonantes, le complazcan o no? Si nuestra mirada tenía algo de obsceno, ¿no es en respuesta a lo excesivo de su belleza? La belleza debería ser comprensiva con los estragos que provoca: como el agua, está hecha para la sed.
Todo eso es cierto, pero una mirada es un acto, y es comprensible censurarla, considerarla excesiva y reprobable. La mirada es un disparo de intención, pero que es fácil esquivar y empantanar en el vacío de respuesta. El que se nos escape no es excusa, ha provocado una molestia, ha roto el velo de la indiferencia con un exceso inoportuno, puede haber resultado tan ofensiva como un gesto de burla. No se puede reprochar el deseo, pero sí su expresión. El que miraba podía no haber mirado, haberse guardado el deseo en silencio, como tantas veces guardamos los desprecios o las antipatías. Cabría esperar de él la virtud de la discreción, que es una virtud cívica, como la cortesía.
Intentemos no abrumar con nuestras miradas, porque así es mejor. Pero si escapan y reciben una reprimenda, seamos compasivos con nosotros mismos y no nos las reprochemos. Está bien pensar en el otro, pero qué le vamos a hacer, somos seres deseantes y el deseo tiene la habilidad de escurrirse hacia el mundo. Las flechas que dispara una mirada son puramente simbólicas, y tienen más de insinuación que de mensaje, y tanto de sondeo —¿permitirías que me acercara?— como de declaración —me gustaría acercarme—. Si el deseo no se arriesgase a expresarse de algún modo —arriesgarse a ser rechazado—, ¿cómo se encontrarían los amantes? Está bien que los demás sepan que nos gustan, y eso —insistamos— solo se recibirá con reprobación cuando no sea correspondido. El único reproche que puede hacérsele al mirón es su falta de tacto, no haberse dado cuenta de que estaba fuera de lugar, que su deseo no era oportuno; como el que insiste en pedir un baile cuando le han dicho que no. Pero el deseo conquistador también tiene derecho a ser inoportuno, puesto que busca ganarse la oportunidad. A menudo la diferencia entre un no y un sí es cuantitativa: la cantidad de veces que se pide.
Lo relativo del valor ético de estas economías del deseo queda probado por la variedad con que las condicionan las normas y los usos culturales. Una mujer musulmana se cubrirá por completo precisamente para evitar tajantemente los desafíos de las miradas: aquí no hay oportunidad de apertura, el camino está cerrado a cal y canto. Una comunidad sin férreos límites sexuales será permisiva con los juegos de insinuación y seducción. En las ciudades occidentales, una minifalda no es necesariamente una señal de disposición sexual, y de ahí que la mirada de deseo que suscita pueda ser considerada molesta.
Y ahora regresemos por un momento al despechado, al que ha visto su deseo decepcionado. Puede que no le dé al asunto la menor importancia, las miradas son un juego y a algunas de ellas les toca perderse en el limbo del menosprecio. Pero también es posible que el rechazo le haya resultado doloroso, humillante, disminuyente. ¿Qué hacer con el deseo contrariado, con su ramo de rosas marchitas de sentido, ya que no han servido para reclamar atención, para ser al menos reconocido como alguien digno de expresar el deseo? ¿Qué hará con su mirada, que había brotado tan llena de calidez y vida, condenada ahora a deambular por un mundo que no responde?
Las respuestas naturales a la frustración son la tristeza o la cólera, depende de si uno atribuye el fracaso a su propia carencia —no soy lo bastante guapo— o al capricho del otro —es una creída—. Ambas, acertadas o no, son comprensibles, pero sufrientes. Hay que escuchar su mensaje en lo que tenga de cierto, y sobre todo de útil, es decir: en lo que esté enseñándonos sobre nosotros mismos. Pero a continuación dejarlo ir cuando antes, como un papel que se lleva el viento.
Porque el gran peligro del deseo, como nos advierten los budistas y también nos avisaron Epicuro y los estoicos, es el apego: quedarnos enredados en él como en una trampa sin salida, dando vueltas y vueltas como un animal enjaulado. Lo peor del deseo es que insiste y persiste, ese requerimiento que lo ocupa todo, como el llanto de un bebé. Casi siempre, cuando deseamos ya no podemos hacer otra cosa. Es una parte de nosotros que no nos deja ser nosotros, nos expulsa súbitamente de nosotros convirtiéndonos en extraños, nos lanza hacia fuera y no nos permite regresar. Un deseoso es un exiliado, condenado a vagar por lo que le falta, que es infinito, sin poder regresar a lo que tiene, que es real. Un deseoso no es, porque se ve abocado a lo que no es. Esa ausencia en que nos sume el deseo es lo que lo convierte en un sufrimiento. Desaparecemos en pos de un objeto, nos desangramos al verternos en el exterior.
En esas simas del deseo, la vida muestra esa viscosa facticidad de la que hablaba Sartre: el deseo, que nunca se agota, siempre acaba chocando contra una realidad que no responde, que al no permitirnos lanzarlo fuera nos lo deja pegado como los grumos de un barrizal en las plantas de los pies. Hay que aprender a desprenderse de esa viscosidad. Epicuro nos proponía una inteligencia del deseo, un desear plácido y realista, que no renuncia pero está siempre dispuesto a renunciar. El placer es bueno si puede satisfacerse sin traicionarnos, pero es malo si nos roba la libertad y la paz, si no nos deja otra plenitud que su satisfacción. Para ser feliz, de lo que se trata es de administrar bien los deseos, ser su dueño, en lugar de que nos posean.
Para Epicuro, no hay vida sin deseos; y tampoco hay vida sin control de los deseos. Qué bello, qué simple... y qué difícil. Buda, que llamaba al deseo “Señor de la confusión”, no tenía tanta confianza en nuestra capacidad para controlarlo, y por eso recomendaba anularlo por completo: el desapego absoluto. Parece una solución desmesurada, y hasta un poco inhumana. ¿O tendría razón?

¿De dónde sale la poesía?

Captar un detalle de belleza nos estremece. Después de un recorrido largo y esforzado, remontando cuestas y riscos, el bosque se abre y la mirada se sobrecoge ante un prado esplendoroso, al mismo pie de esa escarpada muralla que es la sierra del Cadí. 
Esa amplitud repentina, el verde deslumbrante adosado a la roca inmensa y blanca, el manto de impecable pureza que perdura a la sombra de los peñascos, nos conmueve de tal modo que dan ganas de llorar.

¿Por qué tanta emoción? Son solo los restos de una cuenca glaciar, una repisa en la ladera donde el hielo aplastó la tierra y arañó la roca, y donde luego, en épocas más cálidas, el agua se secó y las semillas lanzaron su avidez colonizadora. Fuerzas atroces se ensañaron aquí con la montaña y esculpieron minerales que en otro tiempo hirvieron en el feroz interior de la tierra. Para las vacas es solo un lugar donde encontrar hierba abundante. Las ardillas, en cambio, lo deben ignorar, porque para ellas no hay nada. Sin embargo, cuando llegamos los habitantes de las ciudades, los hijos del hormigón y del ruido, sentimos esa admiración sobrecogida y mágica de la belleza. Seguramente un pastor se reiría de nosotros ante tanto embeleso por un simple vivero de comida para su ganado.

¿Para qué queremos la poesía, de dónde sale? La poesía no tiene la menor utilidad. Un psicólogo evolucionista, en rigor, no podría justificar su desarrollo: no parece cumplir ninguna función, ni hacer más probable la supervivencia; no nos ayuda a subsistir. ¿Por qué se tomaría la evolución la molestia de crear un ser sensible a la belleza? Dan ganas de acudir a los viejos adalides del espíritu, de darle la razón al idealismo platónico y a todas las magias.
Pero no tiene por qué haber taumaturgia. Tal vez lo que llamamos belleza sea el punto de encuentro entre la inteligencia y el placer. A los hombres, las mujeres nos parecen bellas para que, atraídos por ellas, cumplamos con el codicioso prolongarse de los genes. Experimentamos esa atracción (que es funcional) como una epifanía (que es poética), quizá porque entendemos que en ella no alienta únicamente un impulso animal, sino matiz y delicadeza, una sensación de plenitud, una intuición de perfección; en definitiva: un intenso gozo. Toda esa complejidad de pensamientos y sensaciones cristaliza en la emoción.
¿Será así, estremeciendo al ser, excitando la inteligencia, iluminando determinados enclaves de la Tierra, como los instintos se vestirán de emociones, como los genes ejercerán su implacable impulso hacia nuevos genes? ¿Será en este punto donde la mecánica animal-mundo se transforma en la sutileza conciencia-mundo? Lo bello forma parte de lo extraño, puesto que lo es el placer, y lo es el deseo, y también el dolor.
La poesía, entonces, sería una turbulencia del ánimo ante el impacto del placer (¡o del dolor!), enmarañada de pensamientos e impulsos. La poesía es el arrobamiento de la percepción, de una percepción atrapada, fascinada. En la grandeza de unas montañas tiembla el mismo asombro (un temor reverente y delicioso, alerta y rendido) que ante una bella música o un éxtasis sexual. Todo está en nosotros, en nuestro ser pasmado, tan ahíto de disfrute que casi le duele, en nuestra conciencia de ese placer que quiere entregarse a él, apropiarse de él, hacerlo perdurar.
Los románticos lo llamaban “lo sublime”: una suspensión del ánimo, un sobrecogimiento ante un gozo tan excesivo que parece avasallarnos, someternos, arrollados por él. Lo sentimos como una fuerza que llega de fuera, pero somos nosotros los que lo instauramos: convertimos las rocas en grandeza, los sonidos en armonía, el celo en amor. Así es como construimos el mundo y nos lo apropiamos.

En realidad, lo que nos atrapa no es la belleza, sino nuestro agrado al instituirla. Platón quería la existencia de una Belleza, trascendente, perfecta, de la cual se alimentaría nuestra sensibilidad como se recogen las migajas de una tarta inabarcable. Los cristianos, tan platónicos, buscan en la belleza la huella de Dios. Pero no hace falta ir tan lejos: hay que descubrir la belleza en nuestra mirada, que es la mirada de la vida, de su despliegue, de su querer y su rechazar. Así es, más o menos, como lo entendía Spinoza, solo que para él todo era lo mismo: Dios, el hombre, la majestuosa montaña; todo ello fundido en una conmoción que hace brillar la energía, esa fuerza pujante que él llamaba alegría. Encontramos, en efecto, una alegría, a la vez sosegada y entusiasta,  al afirmar las cosas que nos complacen tal como son; es la que el protagonista de American Beauty proclama al concluir, a pesar de los muchos sinsabores: “¡Hay tanta belleza!”
Nietzsche también consideraba que es el espectador el que “regala al mundo la belleza”. No hay nada bello en sí mismo, “en el fondo el hombre se mira en el espejo de las cosas y considera bello todo lo que le devuelve su imagen.” El martillazo de Nietzsche va aquí dirigido al platonismo, a cualquier pretensión de una belleza objetiva; el filósofo (que fue también poeta) no quiere que olvidemos que la belleza es siempre “humana, demasiado humana”.[1]
 Y de quedarnos en lo humano se trataba. La poesía, entonces, es un modo de mirar el mundo que lo convierte en bello. Como canta Silvio Rodríguez, los versos son los culpables de que haya noches y estrellas. Vamos sembrando poesía a nuestro alrededor, y eso tal vez no nos haga más grandes, pero tampoco la hace a ella más pequeña. Y si la belleza es una mera sugestión que nos inspiran los genes, ¡viva los genes!




[1] Nietzsche, F: El ocaso de los ídolos, en http://datateca.unad.edu.co/contenidos/401217/nietzsche-el-ocaso-de-los-idolos.pdf. Página 42.

¿Qué es eso de ser yo?

Nuestra identidad es algo inconsistente, variable, escurridizo. Incluso contradictorio. No hay una identidad predeterminada, independiente de las circunstancias y las cosas. Respondemos a cada circunstancia siendo algo en ella, y eso que nos observamos ser es lo que creemos ser. Ser, por tanto, es hacer, es ir siendo. El yo no tiene consistencia, se compone y se recompone, se inventa una y otra vez entre la memoria y la expectativa. Y a eso tan endeble, tan voluble, atenemos todos nuestros pensamientos, referimos todas nuestras vivencias. Lo tomamos tan en serio que luchamos y sufrimos por él, tal vez en un esfuerzo desesperado por tornarlo más real, por darle la consistencia de una cosa. Pero al cosificarlo quedamos obligados a él, atrapados por él. Desde el momento en que lo contemplamos como algo acabado, no tenemos más remedio que defenderlo: protegerlo, ante todo, de su propia evanescencia...
Porque lo que somos, si es que puede delimitarse, lo encontramos enmarcado en el instante, como una circunstancia más de la volátil experiencia. Como los actores, dramatizamos con un registro distinto en cada escenario. Mientras lo hacemos, sabemos hasta cierto punto que en realidad estamos actuando, que ese personaje que interpretamos no somos completamente nosotros. Pero entonces, ¿cuándo somos verdaderos, cuándo vislumbramos al que actúa? ¿Hay alguien detrás del papel? Incluso en nuestra soledad más recóndita los demás están presentes, en forma de recuerdo o de voces interiorizadas: por eso incluso entonces actuamos para ese “público” interno.
Nos parece que debería haber alguna esencia última de nosotros, escondida por ahí dentro. Si hay veces en que nos esforzamos más que en otras por jugar el papel que se nos asigna o que creemos que se espera de nosotros, debería existir un momento sin esfuerzo ninguno, una circunstancia en la que la representación se detuviese y quedara el oculto, el libre de disfraz, el verdadero. Pero si intentamos mirar más allá de nuestros diversos personajes no conseguimos ver nada. ¿Seremos, en definitiva, solo el conjunto de todos ellos, y quizá de muchos otros que no llegaremos a interpretar porque no lo requerirán las circunstancias? Quizá todos nosotros llevamos dentro a un asesino, a un ladrón, a un psicópata, a un fanático, que solo aguardan su momento de salir a escena.

Lo que consideramos identidad, por consiguiente, es una abstracción, una idealización que componemos con lo que nos vemos desplegar. Ser, en puridad, es hacer. Cuando voy a comprar, soy; cuando juego con mi hijo, soy; cuando charlo con un amigo, soy; cuando escribo estas líneas, soy. No dejo de ser, no puedo dejar de ser, mientras haga algo, y siempre, mientas estoy vivo, estoy haciendo algo. Si esto es cierto, el sacrosanto yo, que tanto afirmamos y preservamos, que tantos desvelos nos provoca con sus exigencias, sería en realidad una fantasía, una construcción de la mente, un producto de la imaginación que pergeña un trasfondo, aparentemente fijo, para toda esa actividad cambiante en la que se contempla. Que no os escandalice tanto esa incómoda levedad: buscad vuestro yo, y, si alguien lo encuentra, que avise.

Uno no puede trabajar tranquilo

Uno opta por una vida solitaria para entregarse a la reflexión o a la creatividad. Uno espera impaciente esos ratos en los que al fin puede dedicarse a sus fantasías. Y entonces suena el timbre, llaman por teléfono, se estropea la lavadora, caduca el carnet de identidad o hay demasiados platos acumulados en el fregadero.
La vida conspira contra nuestros sueños. Nos permite concebirlos y acariciarlos, nos permite luchar por ellos, dejarlo todo preparado, y siempre tiene alguna manera de inmiscuirse para entorpecerlos. Procuramos simplificar, escabullirnos todo lo posible, pero siempre encuentra alguna grieta por donde colarse, para venir a buscarnos con su escandalera. Arrancar un rato de serenidad es una tarea terriblemente estresante. La vida tiene un gran sentido del humor, y le encantan las travesuras.
Ahora mismo he tenido que levantarme porque mi gata maullaba para recriminarme que le hago poco caso.
Sartre acuñó un término, feo y eficaz como él, en el que siempre pienso cuando mis proyectos se minan de obstáculos. Él hablaba de que el ser, que ingenuamente se empeña en desear sin límites, que se sabe libre porque puede elegir, está sin embargo condenado a la facticidad. La facticidad es lo que es, te pongas como te pongas; es todo aquello que no hemos elegido pero que forma parte de la condición de existir, y que por eso tendrá siempre más fuerza que nuestros deseos y acabará prevaleciendo. Siempre construimos nuestras obras contra la facticidad, y por ello siempre acaban perdiéndose.
La muerte —el tiempo— sería la facticidad definitiva, aunque no hace falta ponerse tan dramáticos: se la puede encontrar por todas partes. En la declaración de la renta, el recibo de la luz, las llamadas comerciales, el dolor de cabeza, las bombillas que se funden, y por supuesto las mil cosas que nos reclaman a lo largo del día y que nos parecen un peso con el que el mundo se apoya en nuestras espaldas. Sartre sugería una imagen mejor, decía que la facticidad es viscosa. En efecto: se te adhiere por todas partes, te empantana el avance, no hay manera de quitársela de encima. Frente a los afanes de vuelo de nuestra fantasía, ahí está la facticidad para pegarnos bien a la tierra.
Pero quizá no esté tan mal permanecer pegado a la tierra; quizá no esté tan mal no poder alzarse a demasiada altura: como los globos de hidrógeno, podríamos subir y subir hasta perdernos en la estratosfera, y allí hace mucho frío y no se puede respirar.
Somos criaturas de la facticidad, es decir, del límite. Tenemos que reconciliarnos con ese vivir entre fronteras. Ultreia et suseia, más lejos y más arriba, entonaban los peregrinos a Santiago: esa es nuestra vocación; que sea difícil, y en un cierto punto imposible, que haya que mantener los pies en el suelo, es la facticidad. Nuestra condición es movernos sintiendo la tensión de ambos extremos. Hay que contar con la facticidad, y recordarlo la próxima vez que suene el timbre o sea la hora de irse a dormir. Las cosas tienen que costarnos un trabajo, y la facticidad es la resistencia que debe vencer ese trabajo.
       Pero, sorprendentemente, es también lo que nos posibilita actuar. Siempre que pienso en los límites me acuerdo de la paloma de Kant, esa que soñaba con un mundo donde el aire no opusiera resistencia a su vuelo. La paloma olvidaba que sin aire no podría volar. Quizá si lo tuviera en cuenta soportaría tranquila la resistencia del aire, y podría disfrutar más de su vuelo.

Mareos inquietantes

No me considero 
hipocondríaco. Con las enfermedades soy más bien descuidado. Como a vecinos pesados, cuando vienen les abro la puerta con resignación, las soporto el tiempo justo y luego me olvido hasta la siguiente.
Que sea descuidado no significa que la salud me sea indiferente. Sé que detrás de la enfermedad está el presentimiento de la decrepitud y, en última instancia, de la muerte, perspectiva a la que no le tengo ningún afecto. Es verdad que la muerte, como dice Comte-Sponville, acaba con la enfermedad tanto como con la salud, y por eso queremos pensar, con Jorge Manrique, que “cuando morimos, descansamos”. Pero es un descanso que preferiríamos que no se nos concediera, al menos por mucho tiempo.
Uno ya va teniendo sus años, y, como dice un amigo mío, ya está en la franja en la que pueden pasar cosas (él quiere decir que son más probables). Cuando llegas a los cincuenta ya has pasado varias veces el trago de despedirte de seres queridos, y de escuchar muchas historias sobre otros. A un viejo conocido de mis tiempos mozos que vivía en el piso de al lado, mi madre se lo encontró muerto, arrodillado frente a la cama; el corazón se le había roto con una brusquedad absurda: la muerte nos choca menos cuando se anuncia largamente, cuando nos consume paso a paso y nos prepara.
Espeluznantes noticias de infartos y de cáncer van surgiendo como malas hierbas en el acontecer cotidiano. La muerte, que cuando eres joven te parece algo mitológico y remoto, con la edad va ganando un perfil más nítido, y, a pesar de que una parte de nosotros sea incapaz de asumirla nunca, cada vez se oye más a menudo el repicar de las campanas, esas que, según el poeta John Donne, doblan por ti. En fin, sobre la muerte se ha hablado mucho y bien, y ahora no quiero dedicarle más tiempo. A la muerte, si le das una mano se toma el brazo. Solo añadiré esta hermosa cita de Epicuro, que tiene el don de animar con una alegría triste, verosímil: “La muerte no es asunto nuestro, porque, cuando nosotros estamos, ella no está, y cuando viene, nosotros ya no estamos”.
Últimamente tengo algunos mareos extraños, de esos que te dan de repente con un gesto brusco o cuando caminas por la calle. Como soy neurótico y ansioso, estoy acostumbrado a estos desafueros del cuerpo. Pero la edad con sus avisos ha hecho que lo mire con más recelo. Ya sé que no está para lo que le echen, como en la juventud.
Se ha hablado mucho, también, de la poética del cuerpo, de la semántica de la enfermedad. Es bello mirarlo así, aunque pretender elaborar un diccionario de los síntomas es como hacerlo con los sueños: un mero ejercicio de fantasía. Si mis mareos tienen algún significado, nunca lo sabré con seguridad; de momento iré al médico, que suele saber un poco más. Y si de reflexionar se trata, el desapego budista, o la firmeza de ánimo estoica, aunque a veces suenen un poco inhumanos, parecen sin embargo más apropiados para la serenidad; el Kempis dijo lo mismo, aunque con nostalgia: “Todo pasa, y nosotros con todo”.
Dejemos al cuerpo que cumpla con sus ritmos secretos: solo pido, como los viejos, dormir bien y que no me duela nada. Añado: y que la muerte venga cuando toque, pero que tarde todo lo que la dignidad permita, y que sea fácil.

Libros y besos

A menudo he pensado con nostalgia en una vida más sencilla, más a ras de tierra, menos dispersa en el parloteo de la mente... Una vida con más hechos y menos ideas, con más experiencias y menos reflexiones. Sin duda, sería una vida mejor, y tienen suerte aquellos a los que les sale así de modo natural, sin el esfuerzo que nos cuesta a otros.
Montaigne me daría la razón, a pesar de haberse encerrado en su torre durante años para pensar y escribir, alquimista paciente en busca de la piedra filosofal del buen vivir y el buen morir. Sin embargo, fueron sus últimos años. Antes de eso, aunque también leyó y escribió, lo hizo solo como añadidura de una gran presencia en el mundo. Epicúreo de vocación, educado en el respeto de sí mismo, disfrutó de los placeres, se comprometió en la política, administró sus campos y sus bodegas, viajó y contempló. Conoció la amistad eterna, abruptamente interrumpida por la enfermedad y la muerte de Étienne de la Boétie, su amigo del alma; se casó y tuvo una hija. No fue exactamente un aventurero, pero sí un hombre inquietamente entreverado en su tiempo. Cuando le pareció que lo vivido era casi suficiente, acondicionó una sala en la torre del castillo, la llenó de libros y se metió en ella para recordar y meditar. Aún salió para hacer algunos viajes, en los que mantuvo su mirada incisiva y alerta. Lo que quería trasladar a sus libros era la esencia de la vida misma.
Sufría de cólicos nefríticos, y es probable que, bajo su aire campechano y algo arrogante, alentara un fondo de tristeza. Sin embargo, ¿cómo encarar lúcidamente la existencia, con sus dolores y sus contradicciones, sin algo de melancólica compasión por la precariedad del animal humano?
Montaigne, que tanto amaba los libros, amaba más la vida; o mejor: amaba los libros porque amaba la vida. ¿Para qué sirven los libros? Para mucho y poco: acompañarnos, servirnos de espejo, ponerle melodía a nuestros silencios, tal vez refugiarnos de la propia existencia... Pero, si tuviéramos que elegir (o si pudiéramos hacerlo), siempre preferiríamos un instante de vida al mejor libro, un beso enamorado a todas las bibliotecas. ¿Y la sabiduría? En los libros solo hallamos su sombra, su perfume. Las ideas no transforman la vida; las palabras tienen poco poder sobre las marcas que nos ha dejado la experiencia, sobre la obstinación de nuestros hábitos. ¿Cómo comunicar los temblores del miedo, cómo estructurar el aprendizaje de la serenidad, cómo plasmar en palabras, por hermosas que sean, la sensación volcánica de ser desbordado por el amor? Los libros son colecciones de fotos bellas pero amarillentas, abstracciones de la luz y el dolor de los días, huellas de la presencia. Alberti lo lamentó, desgarrado: “¡Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!”
Y, no obstante, ¿qué haríamos sin el dulce ronroneo de la palabra escrita? ¿Podemos apropiarnos de algo si no lo trasponemos al lenguaje? ¿Tenemos otro medio, por rudimentario que resulte, para compartirlo? Me viene a mientes aquel breve cuento que rescata Anthony de Mello y que da título a una de sus obras: “El canto del pájaro”. Si lo importante es incognoscible, si cualquier respuesta es una distorsión de la verdad, ¿para qué hablar?, preguntan los discípulos al maestro. Contesta éste, lacónico: “¿Y por qué canta el pájaro?”
Así pues, los libros no son la verdad, pero son nuestras canciones sobre la verdad. No pueden sustituir a la vida, pero sus esbozos de vida nos hacen compañía y nos consuelan cuando la vida nos abruma. Felices los que no los necesitan, los que están tan pegados a la tierra que sus días son de tierra, de trabajo, de plantas que crecen y se cosechan, y sus noches son una música que entona el discreto sucederse de las estaciones. Machado los admira: “Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan; y en un día como tantos descansan bajo la tierra”.
Yo también los admiro, y les envidio un poco. Porque yo no soy bueno, ni sencillo, ni terrestre. Estoy dañado por viejas querellas, traspasado por heridas tempranas que jamás cerraron. Fui bruscamente exiliado de la sencillez, y ya no puedo regresar a ella, porque me arrastra un espíritu inquieto y tempestuoso. Hermann Hesse lo llamó “la marca de Caín”. Hay algo en mí de malvado y de vagabundo. Tengo algo de alma en pena, de espíritu errante, de expulsado y proscrito. El romanticismo les atribuyó a esas inquietudes una grandeza que no merecen, porque, aunque tengan su punto de hermosura, si pudiéramos no los elegiríamos.
Yo, como cualquiera, cambiaría todos los libros y los escritos por un sereno paseo por el bosque o por el dulce regazo de una mujer. No dramatizaré: he conocido la alegría y el entusiasmo, se me ha amado y he amado, sobrenadé mal que bien y sentí que hacía pie cuando mi hijo vino al mundo; a diferencia de Montaigne, no puedo hacerle reproches a mi salud; sin duda me ha ido mejor que a otros. Pero hay jornadas de niebla y frío, y una indefinida nostalgia me impide residir mucho tiempo en la misma casa. No se me da bien hablar. Por eso leo y escribo: es mi manera de peregrinar. Como canta el pájaro.