Como de costumbre,
mis cuatro días de retiro al final del verano. Un retiro en buena parte
simbólico, porque, como me dijo mi amigo Esteban, cuatro días son poco para
reparar un año entero de sobresaltos. Sin embargo, bien vividos, pueden dar
mucho de sí. Al menos me sirven para pensar que también he dedicado tiempo a
cuidarme, a nadar en el remanso del silencio, a adentrarme, humilde y desnudo,
en mi montaña, que es como una diosa madre que todo lo acoge y todo lo cura.
Otro año, cuando haya más dinero y menos obligaciones, tal vez puedan ser más.
Ahora no vale la pena darle más vueltas: hay que adaptarse a la facticidad.
Cuatro días para que
lo que cuente sea yo, para que me ausente de los interminables reclamos de lo
cotidiano. ¿Podré conseguirlo? Mi mayor obstáculo está dentro de mí: en el
hábito de estar en guerra, es decir, en guardia, en tensa expectativa,
arrastrado por las voces histéricas que vienen a buscarme entre gritos de temor
y que se quedan luego en la cabeza como insidiosos recordatorios. Según ellas,
todo es gravísimo, todo es urgente, todo es prioritario sobre la serenidad del
ánimo. Epicuro trató de ofrecer medicinas contra ellas, repitiendo que pocas
cosas son realmente importantes, que la ataraxia o placidez del sabio está aquí
y ahora, en los pequeños placeres, en la tolerancia con los pequeños
contratiempos, en el refugio —que yo no sé ganar— de los afectos... Buda, tan
paralelo al griego, invitaba a sortear hábilmente las trampas de la mente,
viendo a través de ellas su insustancialidad; pero para conseguirlo hace falta
una gimnasia de voluntad y de abandono, una especie de limpieza sistemática
para la que de momento me ha faltado constancia.
Aun así, los años
vienen en nuestra ayuda: cansándonos, haciéndonos menos impresionables,
ampliando la perspectiva que nos permite al menos intuir la verdadera medida —generalmente
irrisoria— de las cosas. Uno ya no está tanto por zarandajas: las batallas
ganadas resultaron a menudo insignificantes, y tras las derrotas no se hundió
el mundo. El ser humano se empeña en tomar a la tremenda todo lo que le pasa
porque así sustenta su propia ilusión de importancia. Lynch resume esta
sabiduría del desapego que nos trae la edad con esa opinión del viejo Straight:
“Ahora se distingue mejor entre lo que de verdad es importante y no lo es. Y
esto, que se lo lleve el viento”.
Así pues, unos días
para que el viento nos limpie de hojarascas. Desapego y vida sencilla. Dejar
ir, dejar pasar, confiar. Mirar en perspectiva y comprender que eso que nos
inquieta ahora será intrascendente dentro de una hora, o mañana, o el mes que
viene. El movimiento natural de la vida pone las cosas en su sitio, somos
nosotros los que nos empeñamos en retenerlas. Nos da pena que se vayan —incluso
las que nos perturban— porque nos parece que con ellas se va también algo de
nosotros. Sentimentalismo fatal: las cosas, como nosotros, vienen y se van. Si
supiéramos dejarnos atravesar por ese tumulto sin esperar y sin retener,
fluiríamos con ellas, como un alegre torrente, dejaríamos que la existencia nos
modelara con sus golpes de cincel y sus dulces caricias. Perder es abrirse a lo
nuevo, que también perderemos porque pronto deja de ser nuevo. Heráclito se
bañaba triste porque sabía que, al instante siguiente, el río ya no sería el
mismo. Pero quizá vislumbraba la alegría de que siempre quedaría un río
esperándole.
Mis vacaciones del
alma: tres días para olvidar, para no pensar más que en lo que tenemos delante,
o en nuestros sueños. No detenerse regodeándose en ninguna consternación, ni en
su memoria ni en su expectativa. No dejarse capturar: los problemas, si es que
lo son, seguirán ahí mañana: ya los encararemos. Y si no eran realmente
importantes, quizá mañana hayan pasado, empujados por el aluvión de otros que
nos trae el tiempo. Prueba de que no valían la pena.
Puesto que vivimos,
vivamos: optemos por la vida, afirmémosla fluyendo, concedámonos el privilegio
de no detenernos. Puesto que vivimos, cooperemos con la vida, queramos vivir. A
menudo parece que algo en nosotros nos retiene, nos grita: “¡No, espera, antes
de vivir tendrías que resolver esto y esto!” Pero su verdadera intención no es
que resolvamos nada —¡y qué poco se puede resolver!—, sino atascarnos en un
remolino del que no logramos salir. Vivimos: hay que fluir antes que cavilar.
Desprenderse, mirar hacia otro lado, evocar una alegría. Ya pensaremos, si hace
falta, en otro momento. Y si para entonces ya no queda nada en qué pensar,
tanto mejor.
Querámonos un poco, dice Alain. Dejémonos descansar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario