miércoles, 24 de julio de 2019

Excesos


Aristóteles tenía razón: lo malo es el exceso. La propia noción de exceso nos remite a una medida inadecuada, inarmónica: algo está fuera de lugar, algo está desproporcionado. Lo excesivo rompe el equilibrio. Para los griegos, la belleza gravitaba en la armonía, y la fealdad en lo contrario, y con ello tal vez estaban identificando, por lo que concierne al exceso, su dimensión moral con su dimensión estética. Y algo de eso nos parece a todos: lo bueno es atractivo, lo malo es repugnante. Y a la inversa.
La virtud aristotélica reside, pues, en el equilibrio. ¿Y qué es el pecado, sino un exceso? Exceso de deseo (avaricia), exceso de hambre (gula), exceso de fruición sexual (lujuria)… Sin embargo, ¿en qué punto comienza la demasía? Ni Aristóteles lo sabía. Lo que para uno puede resultar excesivo, para otro es perfectamente natural. ¿A partir de cuántas palabras uno se convierte en charlatán? Para el silencioso, muy pocas; para el locuaz, bastantes más.
La biología establece con claridad los umbrales del exceso. El organismo no soporta comida, ni carencia de agua, ni falta de sensaciones más allá de un determinado nivel. En cambio, en lo psicológico y lo social, el exceso es relativo. Aristóteles consideraba que deberíamos ser capaces de encontrar el justo medio utilizando el sentido común. Pero el sentido común (el sentido de la comunidad) es una cuestión estadística. Existe una media social que marca lo que comúnmente se considera normal. A ambos lados se disponen la mayoría de los grados del fenómeno, como en la desviación estándar de la curva de Gauss. Los excesos se hallarían en los extremos, en esas regiones de los 5 % marginales. El exceso acaba siendo lo raro, lo poco habitual: un criterio poco riguroso, pero que funciona.

Resida el exceso donde quiera: cada cual sabe distinguir entre lo excesivo y lo que no lo es; por tanto, desde el punto de vista vivencial, fenomenológico, aunque no se disponga de criterios objetivos, la noción de exceso es clara, y útil. Al menos cuando lo vemos fuera: los excesos propios siempre cuestan más de identificar. Una voracidad repugnante puede parecernos en nosotros perfectamente natural. Otro rasgo que los emparenta con los defectos. Solo los demás tienen demasiada suerte, o demasiado sexo; o, también, demasiada estupidez. En esto hay que exceptuar al acomplejado y al depresivo, que están convencidos de tener siempre “demasiado poco” de lo bueno, y demasiado a secas de lo malo.
Desde Freud sabemos que un exceso únicamente se tapa con otro, a menudo de signo opuesto: ¿por qué habríamos de tapar lo que nos satisface tal como está? Bajo una represión excesiva puede haber fácilmente un exceso de deseo, un exceso que es temido y rechazado por lo que podría implicar de descontrol. Por eso, desde el punto de vista sociológico y psicológico, pero sobre todo ético, los excesos nos resultan sospechosos. ¿Se muestra demasiado seguro de sí mismo? Entonces, probablemente, en realidad padece una profunda inseguridad. ¿Se las da de ingenioso? Intenta compensar ante los otros su mediocridad.
Una vez instalados en lo excesivo, no hay manera de salir de esa desmesura y ponerle coto: un desbordamiento llama a otro. De ahí que sea fácil oscilar entre un exceso y su contrario, y que suela ser cierto aquello que dice el refrán: “los extremos se tocan”. Y así, sucede que el libertino se convierte un día en santurrón, la infiel en celosa, el rebelde en reaccionario o el acomplejado en acosador; y al revés, por supuesto. Y es que, bien mirado, en realidad no han cambiado tanto: de uno u otro signo, no dejan de ser fanáticos. Tengamos cuidado con nuestros aduladores: es más que probable que un día sean los que más nos desprecien (si es que no lo son ya, y simplemente están disimulando).

En la serie televisiva House, cada detalle desmedido remite a otro: el protagonista es un hábil rastreador de esas referencias, a menudo poco aparentes. Cuando alguien le parece demasiado interesado, se pregunta qué desquiciamiento de su propia vida estará detrás de esa afición. Su colaborador Foreman llega solo unos minutos tarde y se deshace en explicaciones innecesarias: ¿qué estará ocultando? Una madre está demasiado volcada en su hijo: en realidad, lo que necesita es controlarlo. House es especialista en esa lectura entre renglones torcidos. Los psicólogos basan en ello su trabajo, pero a menudo acaban cometiendo el exceso de creer ver más de lo que hay. A veces la apariencia es realidad: incluso lo excesivo tiene sus medidas.

domingo, 14 de julio de 2019

La tarea ética

La ética es posible gracias a la capacidad de controlarse, esto es, de frenarse, de atenuar lo que por sí mismo llegaría más allá de lo conveniente. La ética es, pues, ante todo, una cuestión de límites deliberados: limitación del instinto, que no conoce criterios sino impulsos, y que por eso no se detendría en su ansia primaria de placer o de agresión. Esa capacidad de imponerse límites es lo que nos hace sociales, o sea, humanos. En esto, Freud tenía razón: la moral es una cuestión del Superyó y el Yo, que regulan las pulsiones del Ello y las canalizan en formas aceptables. No tiene sentido, por tanto, hablar de moral natural: la moral y la ética son construcciones artificiales hechas con los materiales que nos lega la naturaleza, como todo lo estrictamente humano.
Sin embargo, ¿qué es lo que inspira la contención, de dónde saca sus guías, cómo saber dónde hay que poner el límite? En la génesis de la ética está la empatía, que nos indica la dirección y nos da fuerzas para el control, siempre arduo y pocas veces grato. La empatía hace que vislumbremos en los demás la humanidad que nos atribuimos a nosotros mismos. Por mor de la empatía los demás dejan de ser meros extraños, desde el momento en que los reconocemos como equivalentes a nosotros, desde que sentimos que son, igual que nosotros, seres que aman y que gozan y que, sobre todo, sufren. Solo la proyección del propio sufrimiento en el otro nos persuade de ayudarlo o compadecerlo. En definitiva, somos morales por compasión: porque sufrimos y sabemos que ese es el destino común de todos los seres humanos. El psicópata no concibe ese sufrimiento, es incapaz de empatizar y de compadecer, y por eso no siente la necesidad de imponerse límites, y no logra construir una ética.
La ética, por consiguiente, es el esfuerzo por controlarnos, o mejor, por fijar unos criterios que nos guíen en ese control. Ética y autorregulación se refuerzan así la una a la otra. Ambas se gestan primero por imposición de la educación (son heterónomas), y se desarrollan luego por las propias decisiones que va tomando el individuo en sus actos (definiéndose cada vez más de forma autónoma). La madurez equivale, pues, a la autonomía ética, conquistada poco a poco a partir de lo impuesto por la sociedad.

La ética nace, pues, en primer término, como consecuencia de la sociabilidad: la vida gregaria es la que impone el requerimiento de autocontrol. Para adaptarnos convenientemente tenemos que atenernos a un conjunto de reglas básicas, cuyo cumplimiento se nos exige, so pena de ser castigados o relegados. Pero la sociabilidad no es suficiente: las abejas y los lobos también son seres sociales, pero no tienen necesidad de regularse, puesto que la evolución ha automatizado en ellos los comportamientos que rigen su vida en común. Los genes establecen el programa que seguirá invariablemente todo integrante de la colmena o de la manada. Ni la hormiga ni el perro tienen que elegir, se limitan a cumplir las instrucciones del instinto. Las hormigas y los perros no poseen una ética, y esa exención de tensiones tal vez haga su vida más fácil, pero es una vida cuya pulcritud de autómatas difícilmente desearíamos para nosotros.
A diferencia de abejas y lobos, y en parte de nuestros parientes primates (aunque a medida que los vamos conociendo descubrimos en ellos una creciente complejidad), nuestra sociabilidad permanece siempre abierta: nuestros criterios y nuestras normas no se han automatizado, al menos por completo. Aun formando parte de la tribu, seguimos sintiéndonos individuos diferenciados, seres conscientes que se observan a sí mismos y se atribuyen una identidad propia. Por consiguiente, otra condición de la ética es la capacidad de elegir: la libertad. La ética se desarrolla en la intersección de los genes, el contexto social y la libertad personal, y sus grandes dilemas se plantean como resultado de la confluencia, a menudo conflictiva, entre esos distintos flancos de nuestra naturaleza.
Somos capaces de observarnos y por tanto de juzgarnos: la disociación interna entre sujeto y objeto, esa “mirada interior” (como la llama Nicholas Humphrey), es la que nos impone la tarea de elegir bien, de establecer unos criterios y aplicarlos luego, como podemos y sabemos, a la complejidad del mundo, para situarnos ante ella y tomar decisiones en consecuencia. De la buena elección dependen nuestra adaptación social y la armonía interna: a lo largo de la vida y en buena parte sobre el sustrato de lo transmitido por la educación y bajo la presión del entorno, vamos perfilando un conjunto de principios que nos orientan, pero que nunca acaban de dispensarnos de la reflexión, pues la vida se caracteriza por la complejidad y siempre acaban por aparecer contradicciones.

Me esfuerzo por ser sincero, pero a veces la verdad no es conveniente (ni para mí ni para otros): la frontera entre verdad y mentira, al ser difusa, nos obliga a un constante esfuerzo por redefinirla, y es así como la tarea ética se despliega en forma de una permanente sucesión de conflictos internos entre deberes y posibilidades, entre obligaciones y deseos. Opté por ser solidario, pero también quiero defender mis intereses; elegí ser compasivo, pero a veces la envidia y el odio me impulsan, desde la educación o los genes, a defender lo mío, cosa que también considero justa y necesaria.
En definitiva, me veo obligado a establecer continuamente compromisos entre la tribu y mi yo, entre los principios o deberes y mis legítimas apetencias. Y al revés: quiero atender mis deseos, pero estos se ven limitados por los otros, y chocan con los suyos. Quiero ser coherente, pero a veces no tengo más remedio que contradecirme, obligado por la sinuosidad de la vida, que se resiste a encajar exactamente en las coordenadas con la que pretende interpretarla la cuadrícula de mi pensamiento. Los principios, entonces, deben ser adaptados, las normas a veces deben ser relativizadas con matices y excepciones. Este juego de tensiones es el que define la ardua tarea ética, siempre inacabada. Para afrontar esa complejidad es, al menos en parte, por lo que la evolución nos desarrolló la inteligencia: juicio, libertad, sociabilidad, tarea ética, confluyen y se desarrollan de la mano.

Kant soñaba con una ética definitiva, unos principios incuestionables y universales que hicieran nuestra vida lógica y precisa como un reloj engrasado. Todos hemos compartido ese sueño: una vida guiada por normas estrictas que nos libraran de cualquier incertidumbre. Sin embargo, en seguida nos damos cuenta de que se trata de un sueño imposible: siempre queda un resquicio que cuestiona la norma, siempre hay una circunstancia que obliga a matizar y a elegir. El propio Kant desistió en su aspiración: porque no somos solo seres normativos, somos también seres deseosos y pasionales; y porque cualquier norma es un marco demasiado rudimentario, demasiado rígido, para que quepa en él la exuberante complejidad del día a día.
Quizá por eso, Nietzsche soñó con lo diametralmente opuesto: una ética absolutamente abierta, sin normas ni principios preestablecidos, sin bien ni mal; una ética que consistiera en meros hechos que se bastan a sí mismos, sin apelar a nada exterior a ellos mismos, emanados de la pura naturaleza instintiva del hombre desplegada en el puro acontecimiento de vivir. Nietzsche prefería la libertad absoluta, decía “haz lo que quieras” en lugar del kantiano “haz lo que debas”. No le inquietaban las colisiones ni los sufrimientos: eran el precio que hay que pagar por la grandeza de la libertad, y sería de ellos de donde surgirían los mejores, los “superhombres”. Lo malo es que la libertad, sin acotaciones, se devora a sí misma, nos deja rigurosamente solos, nos impide articular el necesario gregarismo, sin el cual somos seres perdidos y abrumados. La libertad no nos basta, el puro instinto no nos basta: ansiamos también quizá más el calor de la tribu y el refugio del afecto; precisamos la empatía, la complicidad, la colaboración, el amor. Porque somos, mal que nos pese, seres vulnerables. No hay ética, pues, sin contención, no hay moral sin bien y mal enfrentados en su eterna batalla cósmica. Así que el proyecto de Nietzsche acaba atrapándonos y constriñéndonos igual que el de Kant, o más, puesto que ni siquiera nos brinda el amparo de la norma estricta.
Aristóteles nos propone el camino medio: unas normas estables pero cuestionables; una libertad efectiva pero contenida. El instinto debe ser templado y limitado por el criterio; la norma debe ser matizada por las excepciones. Como ya propusieron los sofistas y más tarde reclamarían los humanistas, el hombre es lo primero, el hombre está por encima incluso de sus convicciones y sus principios, y desde luego de sus leyes. El camino medio nos restituye la ética como tarea individual, abierta e inacabada, siempre repleta de interrogantes que nos desafían, y ante los cuales hemos de elegir (en la medida de lo posible, elegir bien). Cada cual debe establecer dónde se halla ese “bien”. La disparidad de respuestas restituye una ética ardua, una ética siempre inconclusa y siempre conflictiva.

sábado, 6 de julio de 2019

Gestión de crisis


En el mundo de las empresas ya llevan tiempo dándole vueltas a cómo organizarse para optimizar el manejo de las situaciones de excepción, eso que se ha llamado la gestión de las crisis. El principal desafío de las emergencias es que hay que hacer frente a mucho con poco: poca información, poco tiempo, a veces pocos recursos (al menos preparados). En esas circunstancias es difícil tomar las decisiones y ponerse en marcha, y es fácil caer en el pánico y cometer errores que pueden tener muy malas consecuencias. Por eso la clave de la gestión de las crisis está en una buena previsión organizativa.
Las estrategias que han aprendido las empresas nos pueden ser útiles a otras organizaciones, incluso a los individuos cuando nos tenemos que enfrentar a sucesos graves poco habituales. Todos los hemos vivido alguna vez: un accidente, un incendio, una enfermedad… Hay que tomar medidas urgentes, buscar teléfonos para llamar, avisar a quien pueda resultar afectado, evacuar si es preciso, calmarse y calmar a los demás, incluso destruir algo para evitar el riesgo de destrucciones mayores. Cuanta más gente implicada y cuanto peores puedan ser las consecuencias, mayor tensión a la hora de tomar decisiones, que a menudo hay que encarar con una considerable incertidumbre.  

Hace poco, una maestra que conozco se encontró con que el conductor del autocar en el que viajaba de excursión con cincuenta niños perdió el conocimiento por indisposición en plena autopista. Entre ella y un compañero frenaron y apartaron el vehículo al arcén, llamaron a la escuela y a emergencias, dijeron a las familias que llegarían con retraso debido a una avería (evitando el pánico), informaron y calmaron a los niños, trasladándolos a la parte delantera para prevenir posibles impactos posteriores. Se negaron cuando la policía pretendió que el mismo conductor, ya repuesto, y en el mismo autocar, reanudara el viaje, y consiguieron que la empresa de transportes les enviara otro vehículo. Comunicaron la noticia a las familias cuando ya estaban cerca de la escuela, y al llegar dieron todas las explicaciones necesarias, calmando a unos padres angustiados y conteniendo posibles situaciones de histeria.
Mi conocida, en aquella ocasión, vino a ser como el comandante Sully amerizando en el Hudson. Tuvo la suerte de encontrar todo en su sitio (los teléfonos, los documentos, la dirección de la escuela disponible, los recursos de comunicación con las familias…). Pero sobre todo tuvo la pericia de manejar adecuadamente las herramientas de que disponía, manteniendo la calma y actuando con sentido común. Mi conocida tuvo su situación de crisis, que podía haber supuesto su ruina si algo hubiera fallado, pero que por fortuna le brindó sus instantes de gloria. Cuando predomina la inestabilidad, la frontera entre el heroísmo y el derrumbamiento es tan lábil que todo puede depender de una sola decisión bien o mal tomada en el momento crítico. Lo hizo bien, los niños regresaron sanos y salvos y se repusieron del mal trago, y se encontró con cincuenta familias aliviadas y agradecidas. Lo podía haber hecho mal, y entonces habría cargado con reproches, agresiones, denuncias o remordimientos de por vida, y en lugar de contarlo hoy como una anécdota estaría rumiándolo como un tormento. De hecho, ni siquiera el éxito es una garantía: a Sully lo juzgaron por haber corrido el riesgo de romper el fuselaje del avión al amerizar, y por los costes económicos de recuperarlo del agua: solo cuando se demostró que hubiera sido imposible alcanzar ningún aeropuerto en las condiciones en que estaban, se le brindó el reconocimiento que en justicia merecía.

Crisis, pues, esperándonos en el momento menos esperado. Crisis para las que tenemos que estar todo lo preparados que razonablemente podamos (y nunca se está del todo, siempre hay algún factor inesperado e imprevisible). Hay que cumplir todos los pasos que establecen las normativas, e incluso algunos más que recomienda la prudencia y deberían contemplar nuestros personales protocolos. Si no debemos salir de casa sin comprobar que el gas está apagado y las llaves en nuestro bolsillo, tampoco hay que salir de excursión con los niños sin teléfonos, documentos, botiquines y lo que quiera que haga falta. Y sobre todo, no hay que salir sin ir bien provistos de sentido común, de conciencia de la responsabilidad y un nivel de alerta razonable.
Hay quien es más rápido reaccionando, sea porque tiene las ideas más claras o el razonamiento más ágil o la sangre más fría. Otros nos quedamos pasmados ante los dilemas como el asno de Buridán, que se murió de hambre y de sed porque no sabía si empezar por comer o por beber agua. Para quienes tendemos a bloquearnos ante las emergencias, una buena previsión de protocolos tal vez nos sea útil para atenuar los aspavientos de la histeria, sobre todo en situaciones que implican a mucha gente. Ocupar un puesto directivo implica contar con que, en un momento u otro, habrá que hacer frente a una crisis.
A veces, por fortuna, las crisis no son a vida o muerte, ni nos obligan a maniobrar en minutos, como les sucedió a mi maestra y al piloto del vuelo 1549. Pero las crisis menos inmediatas suelen ser también más complejas: porque implican a más gente, porque su dilatación en el tiempo introduce otros factores… A mayor tiempo, mayor margen para la incertidumbre. Disponer de tiempo, además, puede hacer que nos relajemos ante el problema, que lo tomemos con una calma incauta, porque es más fácil que no asumamos que también aquí cada minuto cuenta; que no prestemos la suficiente atención, con esa confianza tan ilusamente humana en que las cosas vuelvan por sí mismas a la normalidad. Las crisis no inmediatas a veces son más peligrosas que las emergencias, porque no le vemos los dientes al lobo hasta que es demasiado tarde.
No hay que confiarse. Lo que hay que hacer, debe ser hecho, y lo antes posible, pero con la mayor prudencia. El comportamiento de una maestra puede poner en jaque a una escuela entera durante tres meses: si no se apagan los fuegos con celeridad, si nos limitamos a responder a medida que van surgiendo las cosas, corremos el riesgo de que las chispas de cada foco prendan nuevos focos que no habíamos previsto, haciendo que una hoguera limitada se convierta en un incendio descontrolado. En esos casos, además, siempre hay personajes que nos ponen las cosas más difíciles. Los indiferentes se desentienden del problema, sea por poca conciencia, por escasa responsabilidad o porque consideran que les concierne a otros; eso hace que no podamos contar con su iniciativa, convirtiéndose en parte del problema, constituyendo otra carga que hay que arrastrar, e incluso provocando nuevos problemas en sus flancos. Los resueltos, por su parte, tienden a apartar a todo el mundo reclamando que les dejen hacerse cargo, pero con su obsesión por acaparar protagonismo a menudo desperdician las aportaciones de los demás. Los histriónicos arman un barullo tremendo gritando que ellos ya lo sabían, que ya lo habían avisado y otro gallo nos cantaría si se les hubiese hecho caso, o se limitan a proferir lamentos que a nadie ayudan. En cuanto a los oportunistas, son esos incendiarios que, por disfrute o por sacar tajada, agitan las llamas donde pueden: exaltados, resentidos, aspirantes a líderes de tres al cuarto que encuentran su oportunidad para destacar aprovechando un episodio de debilidad… Hay que contar con toda esa gente, y solo un liderazgo firme los pone en su sitio o al menos los aparta a un lado.

No es fácil gestionar toda esa complejidad. Y a algunos nos ha tocado estar en puestos en los que hay que hacerlo constantemente, y a veces más, porque cualquier problema puede ser siempre peor. Por eso, todo tiene que estar en su sitio; por eso, todo tiene que ser cumplido correctamente y cuanto antes; por eso es imprescindible asesorarse bien, mantener un equipo unido, estructurado y bien engrasado, y saber elegir a quienes más pueden ayudar para apoyarse en ellos, y mover las piezas con habilidad para que los indiferentes y los histriónicos se movilicen (o al menos no entorpezcan) y para que los resueltos colaboren y los incendiarios se vean lo más limitados posible.
Hay que actuar con inteligencia y celeridad. Empezando por creer en uno mismo y movilizarse a uno mismo. Y, quizá sobre todo, hay que fundar una cotidianidad basada en la previsión y caracterizada por la alerta, serena pero atenta. La excepción es la normalidad puesta a prueba. Cuando el toro salga al ruedo, hay que estar preparado con un buen capote y mucho entrenamiento. “Hombre prevenido vale por dos”: quién sabe lo que podría pasar mañana. Hoy mismo. Las causas y los azares conspiran sin cesar.

Y las causas lo fueron cercando,
cotidianas, invisibles.
Y el azar se le fue enredando,
poderoso, invencible.
                                                       Silvio Rodríguez

Foto etiquetada para reutilización con modificaciones: https://www.jtfb.southcom.mil/En-Espa%C3%B1ol/Hojas-de-Datos/Article/1225048/en-llamas-departamento-de-bomberos-realiza-entrenamiento-en-soto-cano/