La ética es posible
gracias a la capacidad de controlarse, esto es, de frenarse, de atenuar lo que
por sí mismo llegaría más allá de lo conveniente. La ética es, pues, ante todo,
una cuestión de límites deliberados: limitación del instinto, que no conoce
criterios sino impulsos, y que por eso no se detendría en su ansia primaria de
placer o de agresión. Esa capacidad de imponerse límites es lo que nos hace
sociales, o sea, humanos. En esto, Freud tenía razón: la moral es una cuestión
del Superyó y el Yo, que regulan las pulsiones del Ello y las canalizan en
formas aceptables. No tiene sentido, por tanto, hablar de moral natural: la
moral y la ética son construcciones artificiales hechas con los materiales que
nos lega la naturaleza, como todo lo estrictamente humano.
Sin embargo, ¿qué es
lo que inspira la contención, de dónde saca sus guías, cómo saber dónde hay que
poner el límite? En la génesis de la ética está la empatía, que nos indica la
dirección y nos da fuerzas para el control, siempre arduo y pocas veces grato.
La empatía hace que vislumbremos en los demás la humanidad que nos atribuimos a
nosotros mismos. Por mor de la empatía los demás dejan de ser meros extraños,
desde el momento en que los reconocemos como equivalentes a nosotros, desde que
sentimos que son, igual que nosotros, seres que aman y que gozan y que, sobre
todo, sufren. Solo la proyección del propio sufrimiento en el otro nos persuade
de ayudarlo o compadecerlo. En definitiva, somos morales por compasión: porque
sufrimos y sabemos que ese es el destino común de todos los seres humanos. El
psicópata no concibe ese sufrimiento, es incapaz de empatizar y de compadecer,
y por eso no siente la necesidad de imponerse límites, y no logra construir una
ética.
La ética, por
consiguiente, es el esfuerzo por controlarnos, o mejor, por fijar unos
criterios que nos guíen en ese control. Ética y autorregulación se refuerzan
así la una a la otra. Ambas se gestan primero por imposición de la educación
(son heterónomas), y se desarrollan luego por las propias decisiones que va
tomando el individuo en sus actos (definiéndose cada vez más de forma
autónoma). La madurez equivale, pues, a la autonomía ética, conquistada poco a
poco a partir de lo impuesto por la sociedad.
La ética nace, pues,
en primer término, como consecuencia de la sociabilidad: la vida gregaria es la
que impone el requerimiento de autocontrol. Para adaptarnos convenientemente
tenemos que atenernos a un conjunto de reglas básicas, cuyo cumplimiento se nos
exige, so pena de ser castigados o relegados. Pero la sociabilidad no es
suficiente: las abejas y los lobos también son seres sociales, pero no tienen
necesidad de regularse, puesto que la evolución ha automatizado en ellos los
comportamientos que rigen su vida en común. Los genes establecen el programa
que seguirá invariablemente todo integrante de la colmena o de la manada. Ni la
hormiga ni el perro tienen que elegir, se limitan a cumplir las instrucciones
del instinto. Las hormigas y los perros no poseen una ética, y esa exención de
tensiones tal vez haga su vida más fácil, pero es una vida cuya pulcritud de
autómatas difícilmente desearíamos para nosotros.
A diferencia de
abejas y lobos, y en parte de nuestros parientes primates (aunque a medida que
los vamos conociendo descubrimos en ellos una creciente complejidad), nuestra
sociabilidad permanece siempre abierta: nuestros criterios y nuestras normas no
se han automatizado, al menos por completo. Aun formando parte de la tribu,
seguimos sintiéndonos individuos diferenciados, seres conscientes que se
observan a sí mismos y se atribuyen una identidad propia. Por consiguiente,
otra condición de la ética es la capacidad de elegir: la libertad. La ética se
desarrolla en la intersección de los genes, el contexto social y la libertad
personal, y sus grandes dilemas se plantean como resultado de la confluencia, a
menudo conflictiva, entre esos distintos flancos de nuestra naturaleza.
Somos capaces de
observarnos y por tanto de juzgarnos: la disociación interna entre sujeto y objeto,
esa “mirada interior” (como la llama Nicholas Humphrey), es la que nos impone
la tarea de elegir bien, de
establecer unos criterios y aplicarlos luego, como podemos y sabemos, a la
complejidad del mundo, para situarnos ante ella y tomar decisiones en
consecuencia. De la buena elección dependen nuestra adaptación social y la
armonía interna: a lo largo de la vida ―y en buena parte sobre el sustrato de lo
transmitido por la educación y bajo la presión del entorno―, vamos perfilando un
conjunto de principios que nos orientan, pero que nunca acaban de dispensarnos
de la reflexión, pues la vida se caracteriza por la complejidad y siempre
acaban por aparecer contradicciones.
Me esfuerzo por ser
sincero, pero a veces la verdad no es conveniente (ni para mí ni para otros):
la frontera entre verdad y mentira, al ser difusa, nos obliga a un constante
esfuerzo por redefinirla, y es así como la tarea ética se despliega en forma de
una permanente sucesión de conflictos internos entre deberes y posibilidades,
entre obligaciones y deseos. Opté por ser solidario, pero también quiero
defender mis intereses; elegí ser compasivo, pero a veces la envidia y el odio
me impulsan, desde la educación o los genes, a defender lo mío, cosa que
también considero justa y necesaria.
En definitiva, me veo
obligado a establecer continuamente compromisos entre la tribu y mi yo, entre
los principios o deberes y mis legítimas apetencias. Y al revés: quiero atender
mis deseos, pero estos se ven limitados por los otros, y chocan con los suyos.
Quiero ser coherente, pero a veces no tengo más remedio que contradecirme,
obligado por la sinuosidad de la vida, que se resiste a encajar exactamente en
las coordenadas con la que pretende interpretarla la cuadrícula de mi
pensamiento. Los principios, entonces, deben ser adaptados, las normas a veces
deben ser relativizadas con matices y excepciones. Este juego de tensiones es
el que define la ardua tarea ética, siempre inacabada. Para afrontar esa
complejidad es, al menos en parte, por lo que la evolución nos desarrolló la
inteligencia: juicio, libertad, sociabilidad, tarea ética, confluyen y se
desarrollan de la mano.
Kant soñaba con una
ética definitiva, unos principios incuestionables y universales que hicieran
nuestra vida lógica y precisa como un reloj engrasado. Todos hemos compartido
ese sueño: una vida guiada por normas estrictas que nos libraran de cualquier
incertidumbre. Sin embargo, en seguida nos damos cuenta de que se trata de un
sueño imposible: siempre queda un resquicio que cuestiona la norma, siempre hay
una circunstancia que obliga a matizar y a elegir. El propio Kant desistió en
su aspiración: porque no somos solo seres normativos, somos también seres
deseosos y pasionales; y porque cualquier norma es un marco demasiado
rudimentario, demasiado rígido, para que quepa en él la exuberante complejidad
del día a día.
Quizá por eso,
Nietzsche soñó con lo diametralmente opuesto: una ética absolutamente abierta,
sin normas ni principios preestablecidos, sin bien ni mal; una ética que
consistiera en meros hechos que se bastan a sí mismos, sin apelar a nada exterior
a ellos mismos, emanados de la pura naturaleza instintiva del hombre desplegada
en el puro acontecimiento de vivir. Nietzsche prefería la libertad absoluta,
decía “haz lo que quieras” en lugar del kantiano “haz lo que debas”. No le
inquietaban las colisiones ni los sufrimientos: eran el precio que hay que
pagar por la grandeza de la libertad, y sería de ellos de donde surgirían los
mejores, los “superhombres”. Lo malo es que la libertad, sin acotaciones, se
devora a sí misma, nos deja rigurosamente solos, nos impide articular el
necesario gregarismo, sin el cual somos seres perdidos y abrumados. La libertad
no nos basta, el puro instinto no nos basta: ansiamos también ―quizá más― el calor de la tribu
y el refugio del afecto; precisamos la empatía, la complicidad, la
colaboración, el amor. Porque somos, mal que nos pese, seres vulnerables. No
hay ética, pues, sin contención, no hay moral sin bien y mal enfrentados en su
eterna batalla cósmica. Así que el proyecto de Nietzsche acaba atrapándonos y
constriñéndonos igual que el de Kant, o más, puesto que ni siquiera nos brinda
el amparo de la norma estricta.
Aristóteles nos propone el camino medio: unas normas
estables pero cuestionables; una libertad efectiva pero contenida. El instinto
debe ser templado y limitado por el criterio; la norma debe ser matizada por
las excepciones. Como ya propusieron los sofistas y más tarde reclamarían los
humanistas, el hombre es lo primero, el hombre está por encima incluso de sus
convicciones y sus principios, y desde luego de sus leyes. El camino medio nos
restituye la ética como tarea individual, abierta e inacabada, siempre repleta
de interrogantes que nos desafían, y ante los cuales hemos de elegir (en la
medida de lo posible, elegir bien). Cada cual debe establecer dónde se halla
ese “bien”. La disparidad de respuestas restituye una ética ardua, una ética
siempre inconclusa y siempre conflictiva.