En el mundo de las
empresas ya llevan tiempo dándole vueltas a cómo organizarse para optimizar el manejo de las
situaciones de excepción, eso que se ha llamado la gestión de las crisis. El
principal desafío de las emergencias es que hay que hacer frente a mucho con
poco: poca información, poco tiempo, a veces pocos recursos (al menos
preparados). En esas circunstancias es difícil tomar las decisiones y ponerse
en marcha, y es fácil caer en el pánico y cometer errores que pueden tener muy
malas consecuencias. Por eso la clave de la gestión de las crisis está en una
buena previsión organizativa.
Las estrategias que
han aprendido las empresas nos pueden ser útiles a otras organizaciones,
incluso a los individuos cuando nos tenemos que enfrentar a sucesos graves poco
habituales. Todos los hemos vivido alguna vez: un accidente, un incendio, una
enfermedad… Hay que tomar medidas urgentes, buscar teléfonos para llamar,
avisar a quien pueda resultar afectado, evacuar si es preciso, calmarse y
calmar a los demás, incluso destruir algo para evitar el riesgo de
destrucciones mayores. Cuanta más gente implicada y cuanto peores puedan ser
las consecuencias, mayor tensión a la hora de tomar decisiones, que a menudo
hay que encarar con una considerable incertidumbre.
Hace poco, una
maestra que conozco se encontró con que el conductor del autocar en el que
viajaba de excursión con cincuenta niños perdió el conocimiento por indisposición
en plena autopista. Entre ella y un compañero frenaron y apartaron el vehículo
al arcén, llamaron a la escuela y a emergencias, dijeron a las familias que
llegarían con retraso debido a una avería (evitando el pánico), informaron y calmaron
a los niños, trasladándolos a la parte delantera para prevenir posibles
impactos posteriores. Se negaron cuando la policía pretendió que el mismo
conductor, ya repuesto, y en el mismo autocar, reanudara el viaje, y
consiguieron que la empresa de transportes les enviara otro vehículo.
Comunicaron la noticia a las familias cuando ya estaban cerca de la escuela, y
al llegar dieron todas las explicaciones necesarias, calmando a unos padres
angustiados y conteniendo posibles situaciones de histeria.
Mi conocida, en aquella
ocasión, vino a ser como el comandante Sully amerizando en el Hudson. Tuvo la
suerte de encontrar todo en su sitio (los teléfonos, los documentos, la
dirección de la escuela disponible, los recursos de comunicación con las
familias…). Pero sobre todo tuvo la pericia de manejar adecuadamente las
herramientas de que disponía, manteniendo la calma y actuando con sentido
común. Mi conocida tuvo su situación de crisis, que podía haber supuesto su
ruina si algo hubiera fallado, pero que por fortuna le brindó sus instantes de
gloria. Cuando predomina la inestabilidad, la frontera entre el heroísmo y el
derrumbamiento es tan lábil que todo puede depender de una sola decisión bien o
mal tomada en el momento crítico. Lo hizo bien, los niños regresaron sanos y
salvos y se repusieron del mal trago, y se encontró con cincuenta familias
aliviadas y agradecidas. Lo podía haber hecho mal, y entonces habría cargado
con reproches, agresiones, denuncias o remordimientos de por vida, y en lugar de
contarlo hoy como una anécdota estaría rumiándolo como un tormento. De hecho, ni
siquiera el éxito es una garantía: a Sully lo juzgaron por haber corrido el
riesgo de romper el fuselaje del avión al amerizar, y por los costes económicos
de recuperarlo del agua: solo cuando se demostró que hubiera sido imposible
alcanzar ningún aeropuerto en las condiciones en que estaban, se le brindó el
reconocimiento que en justicia merecía.
Crisis, pues,
esperándonos en el momento menos esperado. Crisis para las que tenemos que
estar todo lo preparados que razonablemente podamos (y nunca se está del todo,
siempre hay algún factor inesperado e imprevisible). Hay que cumplir todos los
pasos que establecen las normativas, e incluso algunos más que recomienda la
prudencia y deberían contemplar nuestros personales protocolos. Si no debemos
salir de casa sin comprobar que el gas está apagado y las llaves en nuestro
bolsillo, tampoco hay que salir de excursión con los niños sin teléfonos,
documentos, botiquines y lo que quiera que haga falta. Y sobre todo, no hay que
salir sin ir bien provistos de sentido común, de conciencia de la
responsabilidad y un nivel de alerta razonable.
Hay quien es más
rápido reaccionando, sea porque tiene las ideas más claras o el razonamiento
más ágil o la sangre más fría. Otros nos quedamos pasmados ante los dilemas como
el asno de Buridán, que se murió de hambre y de sed porque no sabía si empezar por
comer o por beber agua. Para quienes tendemos a bloquearnos ante las
emergencias, una buena previsión de protocolos tal vez nos sea útil para atenuar
los aspavientos de la histeria, sobre todo en situaciones que implican a mucha
gente. Ocupar un puesto directivo implica contar con que, en un momento u otro,
habrá que hacer frente a una crisis.
A veces, por fortuna,
las crisis no son a vida o muerte, ni nos obligan a maniobrar en minutos, como
les sucedió a mi maestra y al piloto del vuelo 1549. Pero las crisis menos
inmediatas suelen ser también más complejas: porque implican a más gente,
porque su dilatación en el tiempo introduce otros factores… A mayor tiempo,
mayor margen para la incertidumbre. Disponer de tiempo, además, puede hacer que
nos relajemos ante el problema, que lo tomemos con una calma incauta, porque es
más fácil que no asumamos que también aquí cada minuto cuenta; que no prestemos
la suficiente atención, con esa confianza tan ilusamente humana en que las
cosas vuelvan por sí mismas a la normalidad. Las crisis no inmediatas a veces
son más peligrosas que las emergencias, porque no le vemos los dientes al lobo
hasta que es demasiado tarde.
No hay que confiarse.
Lo que hay que hacer, debe ser hecho, y lo antes posible, pero con la mayor
prudencia. El comportamiento de una maestra puede poner en jaque a una escuela
entera durante tres meses: si no se apagan los fuegos con celeridad, si nos
limitamos a responder a medida que van surgiendo las cosas, corremos el riesgo
de que las chispas de cada foco prendan nuevos focos que no habíamos previsto,
haciendo que una hoguera limitada se convierta en un incendio descontrolado. En
esos casos, además, siempre hay personajes que nos ponen las cosas más difíciles.
Los indiferentes se desentienden del problema, sea por poca conciencia, por
escasa responsabilidad o porque consideran que les concierne a otros; eso hace
que no podamos contar con su iniciativa, convirtiéndose en parte del problema,
constituyendo otra carga que hay que arrastrar, e incluso provocando nuevos
problemas en sus flancos. Los resueltos, por su parte, tienden a apartar a todo
el mundo reclamando que les dejen hacerse cargo, pero con su obsesión por acaparar
protagonismo a menudo desperdician las aportaciones de los demás. Los histriónicos
arman un barullo tremendo gritando que ellos ya lo sabían, que ya lo habían avisado
y otro gallo nos cantaría si se les hubiese hecho caso, o se limitan a proferir
lamentos que a nadie ayudan. En cuanto a los oportunistas, son esos
incendiarios que, por disfrute o por sacar tajada, agitan las llamas donde
pueden: exaltados, resentidos, aspirantes a líderes de tres al cuarto que
encuentran su oportunidad para destacar aprovechando un episodio de debilidad…
Hay que contar con toda esa gente, y solo un liderazgo firme los pone en su sitio
o al menos los aparta a un lado.
No es fácil gestionar
toda esa complejidad. Y a algunos nos ha tocado estar en puestos en los que hay
que hacerlo constantemente, y a veces más, porque cualquier problema puede ser
siempre peor. Por eso, todo tiene que estar en su sitio; por eso, todo tiene
que ser cumplido correctamente y cuanto antes; por eso es imprescindible
asesorarse bien, mantener un equipo unido, estructurado y bien engrasado, y
saber elegir a quienes más pueden ayudar para apoyarse en ellos, y mover las
piezas con habilidad para que los indiferentes y los histriónicos se movilicen
(o al menos no entorpezcan) y para que los resueltos colaboren y los incendiarios
se vean lo más limitados posible.
Hay que actuar con inteligencia
y celeridad. Empezando por creer en uno mismo y movilizarse a uno mismo. Y,
quizá sobre todo, hay que fundar una cotidianidad basada en la previsión y
caracterizada por la alerta, serena pero atenta. La excepción es la normalidad
puesta a prueba. Cuando el toro salga al ruedo, hay que estar preparado con un
buen capote y mucho entrenamiento. “Hombre prevenido vale por dos”: quién sabe
lo que podría pasar mañana. Hoy mismo. Las causas y los azares conspiran sin
cesar.
Y las
causas lo fueron cercando,
cotidianas,
invisibles.
Y el
azar se le fue enredando,
poderoso,
invencible.
Silvio
Rodríguez
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