viernes, 28 de abril de 2017

La más violenta de las cóleras

En uno de los cuentos tradicionales que recoge Jean-Claude Carrière en su delicioso libro El círculo de los mentirosos, leo una frase que me sobrecoge: “Era presa de la más violenta de las cóleras, que es la cólera contra uno mismo”.
Carrière titula el cuento “El hombre con barba”, y es una alegoría de la violencia sutil y a la vez brutal con que el ego puede ensañarse con nuestra parte más inocente. Tras la muerte de su hijo, un hombre se retira al desierto y dedica todas sus horas a encontrarle sentido a esa terrible desgracia. Un pájaro escucha su historia y, riendo, le dice que no encuentra la respuesta porque solo piensa en su barba. El ermitaño se ensaña entonces con la barba y se la arranca a mechones. Pero el pájaro no parece conmoverse ante esa violencia, y sigue riendo. “¿Por qué te ríes?”, pregunta el ermitaño con el rostro sanguinolento. Y el pájaro replica: “¡Porque sigues sin pensar en otra cosa que en tu barba!”
El relato admite muchas lecturas, pero todas ellas tienen que ver con un ego desbocado, un ego que nubla nuestra mente en su obstinación, y que nos somete a la violencia de sus ambiciones. ¿Cómo podría ser de otra manera? Al fin y al cabo, el ego se sostiene precisamente en esas terquedades absurdas, convirtiendo en víctimas a todos los que encuentra a su alrededor, pero en primer lugar a nosotros mismos, que somos los que le quedamos más cerca. “La más violenta de las cóleras”. El ego nos convierte en seres ciegos que no pueden ver más allá de sí mismos, atormentados porque se hallan prisioneros de la desesperación por alimentarlo. El ego nos corta las alas, nos roba la inocencia y la alegría, nos envuelve en una sed insaciable y una amargura insuperable; nos roba los sueños, malogra las querencias, corta con hachazos sombríos el manto de luz que quiere envolvernos.
El ermitaño hace mal en tomarse tan en serio lo que le dice el pájaro. Habría tenido que reírse con él. La barba era solo una metáfora. Pero ese hombre obcecado en su dolor es incapaz de reír; de reírse de sí mismo, de su barba, de su retiro en el desierto, de su loca pretensión de encontrar sentido a los sufrimientos que nos reserva la vida. El sufrimiento no tiene sentido, es solo la misma vida que a veces nos llena de gozo, cuando nos lleva la contraria. Si nos trae placer, la bendecimos y nos entregamos a ella sin reparo; lo mismo deberíamos hacer cuando nos trae dolor, no porque estemos de parte del dolor, sino porque comprendemos que ahí está y siempre estará, como la sombra acompaña a la luz y como no hay altura sin profundidad…
El ermitaño no quiere sufrir; nadie quiere. Desdeña el sufrimiento: todos lo hacemos. Desearía redimirse: todos lo deseamos. No juzgaremos la desesperación del ermitaño: perdió a su hijo, y difícilmente podemos concebir un padecimiento más grande. Tan grande que justificaría, incluso, el suicidio. Ningún padre, ninguna madre pueden concebir el mundo sin sus hijos. Pero el pájaro acierta: el ermitaño, en su retiro ofuscado, no está pensando en su hijo perdido; no está inmerso en un pantano de dolor, sino de rabia. El ermitaño ha declarado la guerra al universo que lo ha traicionado. Al comprobar que el mundo no responde a sus expectativas, se rebela contra él; y lo hace con lo que tiene más a mano: su propia vida, su propia lucidez.
¿Por qué el mundo debería ser como queremos? ¿Por qué debería responder a nuestras esperanzas? ¿Por qué tendría que velar por nuestra alegría? ¿Por qué debería recompensar nuestros esfuerzos? Esa es una fantasía infantil, la fantasía del niño que lo espera todo de su madre. Y que se indigna cuando los demás no hacen lo que él quiere: al fin y al cabo, se supone que están ahí para satisfacerle. Todos somos bastante infantiles cuando se trata de esperar cosas de la vida. Quizá por eso inventamos a Dios: para tener alguien de quien esperarlo todo, y con quien enojarnos cuando nos lo niega. En la tragedia Mozart y Salieri, este se declara enemigo de un Dios que no ha sabido premiar su fervor y compensar su entrega. No hay peor conjura que la del devoto. La esperanza nos hace a menudo desalmados, y siempre patéticos.
He conocido a personas que se envolvieron en un manto de dolor y levantaron allí su fortaleza. Y desde entonces vivieron contra el mundo, ese mundo que les había decepcionado. No les faltaba razón para el dolor habían perdido a hijos, a padres; habían sido maltratados en su infancia, o en su matrimonio, o en su vida entera, pero la perdieron al convertir el sufrimiento en sinrazón. El dolor puede ser un pozo, una losa, una espada que nos parte en dos, una ola que se lo lleva todo y nos convierte en muertos vivientes. Se puede morir de dolor, y esa muerte, que en sí es absurda, funda el mayor de los sentidos. Pero si nos ponemos de parte del dolor, si lo usamos como acicate para nuestro afán, lo estamos pervirtiendo, y a nosotros con él. Lo estamos proclamando coartada de nuestras arbitrariedades, de esa ira que simbólicamente volcamos sobre todas las cosas al lanzarla contra nosotros mismos. En definitiva, no estamos afrontando el dolor, seguimos huyendo de él, pero asegurándonos que no deje de perseguirnos; no estamos, en el fondo, proclamándonos sus enemigos, sino sus cómplices, sus esbirros, que lo levantan como a un ídolo atroz. En esa obcecación hay mala fe, en el sentido de trampa que le daba Sartre.
¿Cuánta ira no habrá, pongamos por caso, en un depresivo? Basta acercarse a él para notar la sacudida de una rabia que se nos clava desde todos sus poros. Una rabia que, al ensañarse consigo mismo, está agrediendo al mundo, a la vida; está negando la alegría al universo entero, puesto que le fue negada a él. Naturalmente, no lo sabe, o al menos no del todo, no con la claridad de los actos deliberados. Su guerra universal se expresa en forma de lamento, y eso la hace más devastadora que cualquier ataque. El depresivo, tal vez, se curaría si consiguiera gritar, y renegar, y aguijonear a diestro y siniestro. De hecho, lo hace a menudo, pero bajo el disimulo del reproche. Nadie le atiende, nadie le quiere, nadie puede comprender su dolor que siempre es más grande que el de los otros. Difícilmente puede concebirse una fusión más perfecta de víctima y verdugo: el depresivo logra ser una cosa llevando al extremo la otra. Por eso consigue desconcertarnos, y seguir engañándose a sí mismo.
Porque ante todo es víctima; todos los somos. La vida es difícil, el dolor ineludible. “Misericordia para todos”, pide Comte-Sponville. Sí. Pero la compasión no debería hacernos ciegos, ni cómplices. El depresivo cultiva una versión exquisita de mal, y por eso sufre y sufrirá lo indecible. Y hará sufrir. “Debes haber hecho sufrir mucho”, me espetó alguien al escuchar mis lamentos. Acertaba de lleno, y eso habría sido una virtud si hubiera salido de sus labios embebido de compasión; lanzado como reproche, se quedó en mera obviedad feroz: ¿quién no ha hecho sufrir mucho?
Sí, yo he sido y soy a veces depresivo, yo me he sometido a las peores crueldades para que el universo recibiera algún daño como respuesta al suyo. Yo he sido y soy presa de la más violenta de las cóleras. Por eso me urge denunciarla.

viernes, 21 de abril de 2017

Somos como somos (y cada vez más)

Todos creemos conocernos con bastante precisión. Nos tratamos a nosotros mismos como a seres que cuentan con una personalidad o un carácter, es decir, un conjunto de rasgos más o menos consistentes y persistentes. Todos nos sentimos capaces de afirmar cómo somos, y al hacerlo estamos convencidos de estar hablando de algo realmente existente. “Yo soy desordenado, y soy optimista, yo soy susceptible…” Sin embargo, ¿y si esos “yo soy” carecieran de la solidez que solemos atribuirles? ¿Y si fuesen meras conclusiones provisionales, a partir de lo que nos hemos visto hacer a veces? ¿Realmente existe algo a lo que podemos llamar personalidad, que nos antecede y nos define? ¿O más bien es un esquema sobre nosotros mismos que construimos, reconstruimos y siempre insistimos en confirmar con nuestros actos? Si el recuerdo, como sugieren los psicólogos, es una recreación del pasado, ¿resultará que la memoria es performativa, o sea, que nos configura al escribirse? Al declarar que soy desordenado, ¿no me estaré convirtiendo en desordenado? Al considerarme susceptible, ¿no estaré promoviendo mi susceptibilidad? ¿Serán nuestras convicciones, en realidad, confirmaciones de nuestras creencias?
“La existencia precede a la esencia”, afirmó Sartre en una célebre máxima. Los actos crean al individuo, y no al revés. O no solo al revés: habría que pensar en una permanente realimentación entre la idea que tenemos de nosotros mismos y lo que hacemos. Cada vez que actuamos en una dirección, nos estamos definiendo en esa dirección y en ese modo de actuar. Los conceptos que establecemos al observarnos y al expresarnos cobran entidad por sí mismos a nuestros ojos, se convierten en convicciones, y entonces ejercen su propio poder sobre los actos ulteriores. Se podría decir que nos vamos esculpiendo en una especie de bucle, en el que actos e ideas tienden a confirmarse entre sí y a resultar (o parecer) cada vez más consolidados. Cada día que mi casa está desordenada me convence más de que el desorden forma parte de mí,  a la vez que hace más probable que continúe así, y más difícil que mi voluntad lo transforme (puesto que tendrá más realidad, más facticidad a la que oponerse). Cada vez que reacciono con emociones desproporcionadas a los más pequeños sucesos de la vida, facilito que la próxima reacción sea igual de exagerada o más; total, así es como soy.

Una de las teorías más brillantes de la psicología es la que su creador, Leon Festinger, llamó disonancia cognitiva. Bajo una denominación tan retórica se esconde una verdad a la vez sencilla y olvidada: tendemos a procurar que los diversos ámbitos de nuestra vida no sean contradictorios; evitamos la disonancia palabra que alude a lo que nos “suena mal”, lo que rompe la armonía. Se dirá que esto es de sentido común: si para mí es importante ser sincero, lo lógico es que me esfuerce en mentir lo menos posible; si mi objetivo es una vida acomodada, es comprensible que administre bien mi dinero. Sí, es de sentido común, pero la motivación humana no se guía, en su mayor parte, por la lógica. A menudo somos contradictorios, muy a nuestro pesar (o no); a menudo nos comportamos de un modo estúpido o incoherente. Lo interesante es que tal vez esas incoherencias tengan su propio sentido oculto, dentro de cuyo marco resultan muy coherentes. Lo interesante es que, muchas veces, si nos esforzamos por ser coherentes no es porque optemos por el sentido común, sino porque tenemos una necesidad profunda de ello. Lo interesante es que a menudo ponemos la coherencia por encima de la lucidez.
Hay muchos niveles de coherencia, y a veces entran en conflicto. Comportarme de modo consecuente con mi principio de sinceridad podría hacerme inconsecuente con mi principio de supervivencia, si admito mis debilidades. ¿Qué primará entonces? Es de esperar que prime casi siempre la supervivencia sobre la sinceridad. Pero, entonces, ¿qué hago con la contradicción entre mi imagen de mí mismo como persona sincera y mis actos de mentiroso? La teoría de la disonancia de Festinger predice que esa contradicción me hará sentir incómodo, y que procuraré pensar y hacer cosas que suavicen de algún modo ese malestar. Tal vez me justifique: “no tuve más remedio”; y de ese modo me mienta, ahora a mí mismo. Quizá le eche la culpa a los demás: “Si no fuera por ese tipo que me amenazaba…” Pero también puedo hacer otra cosa: quitarle hierro, y de ese modo cambiar mi opinión: “Mentir no tiene tanta importancia. Es normal. Todo el mundo miente”. En tal caso, haber mentido una vez lo hará más probable en la siguiente ocasión. Poco a poco, podría llegar a abandonar mi principio de sinceridad, desechándolo como algo inoportuno, inútil, incluso erróneo. Aquí cobra pleno sentido aquel viejo refrán: “Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”. Porque la vida va primero; la existencia precede a la esencia.

Muchos de nuestros rasgos deben ser el resultado de este bucle que tiende a confirmarnos a nosotros mismos. Si me considero atractivo, será más probable que cuide mi aspecto, que me desenvuelva con seguridad entre las mujeres: comportarme como persona atractiva hará más probable que así se me considere, y esa valoración ajena reafirmará mi convicción. De igual modo, si lo único que recibo (o creo recibir) son reproches y reprimendas, es probable que acabe creyendo que las merezco, y esa creencia hará que desista de merecer halagos, y que me comporte en consecuencia. En cierto modo, estamos atrapados en la valoración ajena y en el autoconcepto que concluimos de ella; ambas cosas quieren ajustarse, como las piezas de un puzle. La disonancia cognitiva es implacable. El que protesta por todo acabará siendo quejoso, y el quejoso encontrará siempre ocasiones para protestar. El optimista verá oportunidades y por eso las encontrará; el depresivo solo atenderá a las circunstancias que confirmen su abatimiento. Somos como somos, y, si no hacemos un esfuerzo deliberado por cambiarnos, cada día lo somos más.

domingo, 16 de abril de 2017

Simplemente soy así

“Simplemente soy así, y no lo puedo evitar”. Cuántas veces hemos oído a gente que escuda actitudes y comportamientos que sabe incorrectos bajo esa coartada. Embozados detrás de un lema parecido, muchas personas someten a los demás a caprichos abusivos, empellones e incluso brutalidades, y lo hacen a un mínimo coste social (el que les plantee el límite de paciencia de los otros) y ético (el que les dispense el margen de su conciencia, que ya sabemos que puede ser bastante elástico).
Hay que reconocer que la excusa de que no podemos evitar ser como somos tiene su fundamento. Cada cual acarrea, para bien o para mal, con lo que han hecho de él, muchos factores que no domina: los cimientos del temperamento, fruto de la lotería genética; las vivencias acumuladas por la biografía, muchas de las cuales vinieron impuestas por causas y azares que no podíamos controlar, sobre todo en la infancia; la sociedad en la que vivimos, con sus cargas culturales; las exigencias de nuestras responsabilidades con la familia, con los amigos, con el trabajo, con nuestro propio proyecto. Todos hemos sido cocinados con unos ingredientes, y moldeados por las posibilidades que nos ofrece la vida y los límites que nos impone. Hasta aquí, nadie puede echarnos la culpa por ser como somos, ni por llevar la mochila con la que cargamos.
Sin embargo, Sartre nos recordó una verdad incómoda: siempre podemos elegir. “Un hombre es lo que hace con lo que otros hicieron de él”. En ese punto emerge nuestra ineludible responsabilidad. Si soy pobre y tengo hambre, se puede comprender que robe una manzana, pero eso no me hace menos responsable de haberla robado. Robarla fue el fruto de mi elección, y hay que apresurarse a proclamar, en contra de Kant, que hice bien, puesto que mi supervivencia (y la de cualquiera) vale más que el respeto a una ínfima propiedad ajena… siempre y cuando esa manzana no sea el único alimento del que dispone el otro. Interesante análisis que dejaremos para otra ocasión, para no perder de vista el asunto al que íbamos.
Tengamos o no razón, sea moralmente buena o mala nuestra decisión, lo innegable es que en ella siempre existe un margen de responsabilidad. Incluso cuando somos obligados, chantajeados, forzados o amenazados, siempre podemos negarnos, y usar como excusa la fuerza del contexto no vale como coartada definitiva. Es lo que Sartre llamaba "mala fe", algo que le parecía despreciable. En esto, sin embargo, el filósofo francés se ponía tan fundamentalista como su predecesor Kant. Acababa guiando su ética según un principio tan abstracto como el deber objetivo. ¿Qué diferencia hay entre decretar “actúa siempre según tu deber” y “no actúes nunca de mala fe”? A veces la vida es demasiado difícil para mirarla a la cara y admitir ante ella todas nuestras responsabilidades. A veces necesitamos tener algo a lo que echarle, al menos, una parte de nuestra culpa, o la vida resultaría demasiado ardua para seguir adelante.
Así que en ocasiones hemos de tolerarnos un cierto grado de mala fe. Eso no significa que sea bueno, simplemente es humano, lo cual sí lo hace al menos apreciable, hasta cierto punto. Pero, por suerte, la mayoría de las veces nuestras elecciones no son tan dramáticas. Al optar entre una manera cortés o soez de manifestar una discrepancia, no solemos jugarnos aspectos clave para nuestra vida. Al preferir hacer un esfuerzo de empatía o bien despreocuparnos del otro, difícilmente correremos un grave peligro. En esos casos, la mala fe es solo un instrumento, un modo, como decíamos, de reducir el coste de nuestro comportamiento. En definitiva, nos importe o no, hemos de reconocer que estamos jugando sucio.
El sociólogo Helmut Schoeck argumentaba que las sociedades que creen en la predestinación o el imperio de los dioses son menos envidiosas que las que enfatizan la libertad del individuo para forjarse su destino. Si uno cree que está predestinado a tener un coche de segunda mano, probablemente no odiará a su vecino por tener un reluciente Mercedes; sencillamente, hay que apechugar. Pero si uno considera que se merece un coche tan bueno como el del vecino, y que además podría estar a su alcance, es probable que se sienta muy frustrado, y puede que encauce esa insatisfacción resolviendo que es el vecino el que no se lo merece. La mala fe como respuesta a la frustración. Es obvio que Schoeck era profundamente reaccionario, y que estaba de parte de los que poseen Mercedes, pero eso no hace menos acertada su denuncia de la mala fe tras la que se parapetan muchos (malos) deseos.
La misma mala fe que apuntala nuestras arbitrariedades. Solo que usada desde el extremo contrario: justificándonos a la sombra de lo que es supuestamente inevitable. El magnate que contempla al pobre puede encogerse de hombros pensando que así son las cosas, que así es la vida y él no tiene la culpa de haber caído del lado triunfador. Y del mismo modo, cada uno de nosotros puede encogerse de hombros después de insultar o molestar con una salida de tono a quienes le rodean. Así son las cosas. Así soy yo. Los demás, que apechuguen.
Pero lo cierto, lo que esas fórmulas nos permiten disfrazar de fatalismo, es que las cosas son así porque así lo hemos decidido, y una elección distinta habría comportado que fuesen de otra manera. El pudiente se ha aprovechado de una sociedad en la que solo el dinero hace más dinero, a costa de apropiarse de una parte del trabajo ajeno; el rico vive del pobre, y en cierto modo es rico precisamente porque hay muchos que son pobres. No puede negar esa complicidad, no puede refugiarse detrás de la suerte, el destino o sus dotes superiores.
Lo mismo cabe decirles a quienes nos amarguen la vida. El insolente, el cínico, el maltratador, el cruel, someten a los demás a su capricho (aprovechando que se lo permiten); viven de su temor o su sumisión; ejercen un poder, en el peor de los sentidos, porque es un poder espurio, un poder tejido de la debilidad ajena. ¿Simplemente son así? Rebelémonos contra ese fatalismo de feria; hagamos que se vean obligados a ser de otra manera.

viernes, 7 de abril de 2017

Lo apropiado

Cada día protagonizamos miles de episodios, algunos importantes, otros triviales; muchos de ellos, incluso, mecánicos, comportamientos habituales que ya hemos interiorizado y que juegan un papel esencial en nuestra vida, ya que la simplifican. Porque hay dos cuestiones que tiñen de dificultad nuestras conductas cotidianas: la obligación de decidir y, como premisa de nuestras resoluciones, la necesidad de juzgar. No nos basta con actuar: precisamos hacerlo con la convicción de que lo hacemos bien; somos seres éticos en el doble significado de la palabra: en que aspiramos a distinguir lo que nos conviene y, además, deseamos que nuestras elecciones sean buenas en el sentido moral, es decir, correctas, apropiadas. Esa tarea inexcusable convierte en arduo nuestro comportamiento y puede trocar algunas jornadas en agotadoras.
A menudo nos escandalizamos de la inmoralidad que muestran algunas personas —¿podríamos lanzar la primera piedra?— en algunos de sus actos. Un marido maltrata a su mujer, una madre abandona a su hijo, una bomba terrorista (puesta por un comando o tirada desde los aviones de un ejército “legal”) provoca una matanza de decenas de personas inocentes. ¿Cómo puede alguien ser tan desalmado? En esta pregunta subyace el supuesto de que las personas somos entidades morales, lo cual no solo implica distinguir lo bueno de lo malo, sino también, y quizá sobre todo, actuar de acuerdo con ese juicio.
Sin embargo, si nos detenemos a pensarlo, la moralidad no es lo natural, sino una asombrosa rareza: lo realmente excepcional es precisamente el hecho de ser moral. La naturaleza no distingue entre lo bueno y lo malo, y por eso consideramos a los animales inocentes; sus impulsos obedecen a las elementales motivaciones de la supervivencia y la progenie: no les exigimos, como hacemos con nuestros congéneres y con nosotros mismos, que actúen según un código deontológico. ¿Por qué con nosotros es distinto? ¿Por qué no considerarnos (y hay quien lo ha hecho) un animal más, y entender nuestros actos como meras apuestas a nuestro favor? ¿Por qué nosotros no somos inocentes?
Quienes fundan la esencia humana en algo trascendente (un dios, un alma, una ley superior) tienen una respuesta fácil a esta pregunta: no somos inocentes porque se nos ha reservado un destino especial. Somos los hijos predilectos del cosmos. Eso conlleva una misión, para la cual se nos ha dotado de la capacidad de distinguir y el albedrío de actuar en consecuencia; en definitiva, nuestro destino nos impone una responsabilidad. Generalmente, el hecho de no asumirla o de no cumplirla correctamente conlleva un castigo, que en el caso de religiones como el cristianismo llega a la amenaza más cruel: una eternidad de incesante dolor. Los creyentes, además, piensan algo sorprendente: que el mero hecho de no creer es perverso en sí mismo, y merece su propia condena. Dante repartía a los paganos entre el Purgatorio y el Infierno, según desconocieran o negaran el dogma católico. Tal vez haya una razón de fondo para tal prejuicio: considerar que nada puede sustentar una verdadera moral fuera de la trascendencia. Algunos célebres ateos, como Sade, así lo entendieron: puesto que no hay una ley eterna ni un valedor que la administre, no hay ninguna ley; cada cual es libre de hacer lo que le plazca, sin más restricciones que las que le impongan los otros al comportarse del mismo modo.
Sin embargo, esa actitud corresponde a lo que podríamos llamar “infancia del ateísmo”: como papá no me mira, puedo hacer lo que yo quiera. Más tarde o más temprano se comprende que una buena vida no se puede fundar en el capricho, que es en esa libertad inesperada donde el ser humano se topa con la exigencia de una moral. Desde un punto de vista meramente práctico, estar expuestos permanentemente a la lucha de todos contra todos hace insoportable la vida. Hobbes, que nos concebía así, llegó a la conclusión de que la vida en sociedad solo sería posible mediante un código: si no nos viene impuesto desde fuera por Dios, deberá ser impuesto desde dentro por una autoridad terrena, el Leviatán de las instituciones con su monopolio de la fuerza. Rousseau dio un paso más y consideró que podíamos ponernos de acuerdo, establecer unos compromisos en forma de pacto social. Marx trazó una matemática de la evolución social, basada en el conflicto inevitable entre las clases y su necesaria disolución en un futuro en el que la igualdad permitiría, por fin, la paz colectiva.
Pero, por lo que respecta a nuestro interrogante, ninguno de estos autores acaba de explicarnos esa cosa extraña que es la naturaleza ética y moral del ser humano. El hombre es un lobo para el hombre, cierto, pero solo a veces; en otras ocasiones demuestra una sorprendente capacidad para la solidaridad y el sacrificio por los demás: ¿qué es lo que le impulsa a querer actuar bien? En cuanto al contrato social, sin duda basamos nuestro compromiso con los otros en una expectativa de reciprocidad, pero sabemos que habrá muchas ocasiones en las que esa expectativa no será satisfecha, que tanto los demás como nosotros mismos incumpliremos nuestros más solemnes contratos, y que, del otro lado, incluso en ausencia de contrato la mayoría seguiremos intentando guiar nuestro comportamiento por un código que lo avale: ¿por qué lo haremos? Finalmente, hoy nos mostramos bastante escépticos con la promesa de Marx de una sociedad justa; hemos comprobado que la división en clases cuenta con medios muy poderosos para perpetuarse: ¿qué es lo que nos sostiene para seguir empeñados en reclamar justicia?
Los teóricos del evolucionismo ofrecen su propia respuesta, cargada de lucidez: procuramos portarnos bien porque a lo largo de la evolución esa actitud es la que ha obtenido mejores resultados para la supervivencia, o, al menos, para la perpetuación de nuestros genes egoístas. Comportarse generosamente (a veces) favorecerá que otros lo hagan con nosotros en algún momento; cuantos más amigos reales, menos enemigos potenciales (en promedio). Sacrificarse por la tribu es dar continuidad a los genes que compartimos con ellos. Los sociólogos del aprendizaje brindan una explicación complementaria: la conciencia (en tanto que “sentido moral o ético”, segunda acepción del RAE para el vocablo) sería una interiorización de las normas sociales que favorecen la perpetuación del grupo o de la sociedad a la que pertenecemos; nos preocupamos por portarnos bien porque ese es el mejor modo de que los grupos tiendan a la estabilidad. Es el Leviatán de Hobbes, pero actuando desde dentro de nosotros.
Todos, en fin, tienen razón, pero no acaban de dar cuenta de nuestra necesidad, cognitiva y emotiva, de ética y de moral. No acaban de explicar por qué nos importa tanto, de dónde surge esa tendencia a observarnos y a juzgarnos constantemente a nosotros mismos. Hay algo urgente, dramático, que nos impele a exigirnos bondad, que necesita angustiosamente que nos consideremos buenos, que nos interpela desde dentro. Aspiramos, o desearíamos aspirar, a lo apropiado. Y nos pasamos la vida inmersos en el dilema entre esa aspiración y tantas otras que le llevan la contraria.