“Simplemente soy así,
y no lo puedo evitar”. Cuántas veces hemos oído a gente que escuda actitudes y
comportamientos que sabe incorrectos bajo esa coartada. Embozados detrás de un
lema parecido, muchas personas someten a los demás a caprichos abusivos,
empellones e incluso brutalidades, y lo hacen a un mínimo coste social (el que
les plantee el límite de paciencia de los otros) y ético (el que les dispense
el margen de su conciencia, que ya sabemos que puede ser bastante elástico).
Hay que reconocer que
la excusa de que no podemos evitar ser como somos tiene su fundamento. Cada
cual acarrea, para bien o para mal, con lo que han hecho de él, muchos factores
que no domina: los cimientos del temperamento, fruto de la lotería genética;
las vivencias acumuladas por la biografía, muchas de las cuales vinieron
impuestas por causas y azares que no podíamos controlar, sobre todo en la
infancia; la sociedad en la que vivimos, con sus cargas culturales; las
exigencias de nuestras responsabilidades con la familia, con los amigos, con el
trabajo, con nuestro propio proyecto. Todos hemos sido cocinados con unos
ingredientes, y moldeados por las posibilidades que nos ofrece la vida y los
límites que nos impone. Hasta aquí, nadie puede echarnos la culpa por ser como
somos, ni por llevar la mochila con la que cargamos.
Sin embargo, Sartre
nos recordó una verdad incómoda: siempre podemos elegir. “Un hombre es lo que
hace con lo que otros hicieron de él”. En ese punto emerge nuestra ineludible
responsabilidad. Si soy pobre y tengo hambre, se puede comprender que robe una
manzana, pero eso no me hace menos responsable de haberla robado. Robarla fue
el fruto de mi elección, y hay que apresurarse a proclamar, en contra de Kant,
que hice bien, puesto que mi supervivencia (y la de cualquiera) vale más que el
respeto a una ínfima propiedad ajena… siempre y cuando esa manzana no sea el
único alimento del que dispone el otro. Interesante análisis que dejaremos para
otra ocasión, para no perder de vista el asunto al que íbamos.
Tengamos o no razón,
sea moralmente buena o mala nuestra decisión, lo innegable es que en ella
siempre existe un margen de responsabilidad. Incluso cuando somos obligados,
chantajeados, forzados o amenazados, siempre podemos negarnos, y usar como
excusa la fuerza del contexto no vale como coartada definitiva. Es lo que
Sartre llamaba "mala fe", algo que le parecía despreciable. En esto, sin
embargo, el filósofo francés se ponía tan fundamentalista como su predecesor
Kant. Acababa guiando su ética según un principio tan abstracto como el deber
objetivo. ¿Qué diferencia hay entre decretar “actúa siempre según tu deber” y “no
actúes nunca de mala fe”? A veces la vida es demasiado difícil para mirarla a
la cara y admitir ante ella todas nuestras responsabilidades. A veces necesitamos
tener algo a lo que echarle, al menos, una parte de nuestra culpa, o la vida
resultaría demasiado ardua para seguir adelante.
Así que en ocasiones
hemos de tolerarnos un cierto grado de mala fe. Eso no significa que sea bueno,
simplemente es humano, lo cual sí lo hace al menos apreciable, hasta cierto
punto. Pero, por suerte, la mayoría de las veces nuestras elecciones no son tan
dramáticas. Al optar entre una manera cortés o soez de manifestar una
discrepancia, no solemos jugarnos aspectos clave para nuestra vida. Al preferir
hacer un esfuerzo de empatía o bien despreocuparnos del otro, difícilmente
correremos un grave peligro. En esos casos, la mala fe es solo un instrumento,
un modo, como decíamos, de reducir el coste de nuestro comportamiento. En
definitiva, nos importe o no, hemos de reconocer que estamos jugando sucio.
El sociólogo Helmut
Schoeck argumentaba que las sociedades que creen en la predestinación o el
imperio de los dioses son menos envidiosas que las que enfatizan la libertad
del individuo para forjarse su destino. Si uno cree que está predestinado a
tener un coche de segunda mano, probablemente no odiará a su vecino por tener
un reluciente Mercedes; sencillamente, hay que apechugar. Pero si uno considera
que se merece un coche tan bueno como el del vecino, y que además podría estar a
su alcance, es probable que se sienta muy frustrado, y puede que encauce esa
insatisfacción resolviendo que es el vecino el que no se lo merece. La mala fe
como respuesta a la frustración. Es obvio que Schoeck era profundamente
reaccionario, y que estaba de parte de los que poseen Mercedes, pero eso no
hace menos acertada su denuncia de la mala fe tras la que se parapetan muchos
(malos) deseos.
La misma mala fe que
apuntala nuestras arbitrariedades. Solo que usada desde el extremo contrario:
justificándonos a la sombra de lo que es supuestamente inevitable. El magnate
que contempla al pobre puede encogerse de hombros pensando que así son las
cosas, que así es la vida y él no tiene la culpa de haber caído del lado
triunfador. Y del mismo modo, cada uno de nosotros puede encogerse de hombros
después de insultar o molestar con una salida de tono a quienes le rodean. Así
son las cosas. Así soy yo. Los demás, que apechuguen.
Pero lo cierto, lo
que esas fórmulas nos permiten disfrazar de fatalismo, es que las cosas son así
porque así lo hemos decidido, y una elección distinta habría comportado que
fuesen de otra manera. El pudiente se ha aprovechado de una sociedad en la que
solo el dinero hace más dinero, a costa de apropiarse de una parte del trabajo
ajeno; el rico vive del pobre, y en cierto modo es rico precisamente porque hay
muchos que son pobres. No puede negar esa complicidad, no puede refugiarse detrás
de la suerte, el destino o sus dotes superiores.
Lo mismo cabe decirles
a quienes nos amarguen la vida. El insolente, el cínico, el maltratador, el
cruel, someten a los demás a su capricho (aprovechando que se lo permiten);
viven de su temor o su sumisión; ejercen un poder, en el peor de los sentidos,
porque es un poder espurio, un poder tejido de la debilidad ajena. ¿Simplemente
son así? Rebelémonos contra ese fatalismo de feria; hagamos que se vean
obligados a ser de otra manera.
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