domingo, 16 de abril de 2017

Simplemente soy así

“Simplemente soy así, y no lo puedo evitar”. Cuántas veces hemos oído a gente que escuda actitudes y comportamientos que sabe incorrectos bajo esa coartada. Embozados detrás de un lema parecido, muchas personas someten a los demás a caprichos abusivos, empellones e incluso brutalidades, y lo hacen a un mínimo coste social (el que les plantee el límite de paciencia de los otros) y ético (el que les dispense el margen de su conciencia, que ya sabemos que puede ser bastante elástico).
Hay que reconocer que la excusa de que no podemos evitar ser como somos tiene su fundamento. Cada cual acarrea, para bien o para mal, con lo que han hecho de él, muchos factores que no domina: los cimientos del temperamento, fruto de la lotería genética; las vivencias acumuladas por la biografía, muchas de las cuales vinieron impuestas por causas y azares que no podíamos controlar, sobre todo en la infancia; la sociedad en la que vivimos, con sus cargas culturales; las exigencias de nuestras responsabilidades con la familia, con los amigos, con el trabajo, con nuestro propio proyecto. Todos hemos sido cocinados con unos ingredientes, y moldeados por las posibilidades que nos ofrece la vida y los límites que nos impone. Hasta aquí, nadie puede echarnos la culpa por ser como somos, ni por llevar la mochila con la que cargamos.
Sin embargo, Sartre nos recordó una verdad incómoda: siempre podemos elegir. “Un hombre es lo que hace con lo que otros hicieron de él”. En ese punto emerge nuestra ineludible responsabilidad. Si soy pobre y tengo hambre, se puede comprender que robe una manzana, pero eso no me hace menos responsable de haberla robado. Robarla fue el fruto de mi elección, y hay que apresurarse a proclamar, en contra de Kant, que hice bien, puesto que mi supervivencia (y la de cualquiera) vale más que el respeto a una ínfima propiedad ajena… siempre y cuando esa manzana no sea el único alimento del que dispone el otro. Interesante análisis que dejaremos para otra ocasión, para no perder de vista el asunto al que íbamos.
Tengamos o no razón, sea moralmente buena o mala nuestra decisión, lo innegable es que en ella siempre existe un margen de responsabilidad. Incluso cuando somos obligados, chantajeados, forzados o amenazados, siempre podemos negarnos, y usar como excusa la fuerza del contexto no vale como coartada definitiva. Es lo que Sartre llamaba "mala fe", algo que le parecía despreciable. En esto, sin embargo, el filósofo francés se ponía tan fundamentalista como su predecesor Kant. Acababa guiando su ética según un principio tan abstracto como el deber objetivo. ¿Qué diferencia hay entre decretar “actúa siempre según tu deber” y “no actúes nunca de mala fe”? A veces la vida es demasiado difícil para mirarla a la cara y admitir ante ella todas nuestras responsabilidades. A veces necesitamos tener algo a lo que echarle, al menos, una parte de nuestra culpa, o la vida resultaría demasiado ardua para seguir adelante.
Así que en ocasiones hemos de tolerarnos un cierto grado de mala fe. Eso no significa que sea bueno, simplemente es humano, lo cual sí lo hace al menos apreciable, hasta cierto punto. Pero, por suerte, la mayoría de las veces nuestras elecciones no son tan dramáticas. Al optar entre una manera cortés o soez de manifestar una discrepancia, no solemos jugarnos aspectos clave para nuestra vida. Al preferir hacer un esfuerzo de empatía o bien despreocuparnos del otro, difícilmente correremos un grave peligro. En esos casos, la mala fe es solo un instrumento, un modo, como decíamos, de reducir el coste de nuestro comportamiento. En definitiva, nos importe o no, hemos de reconocer que estamos jugando sucio.
El sociólogo Helmut Schoeck argumentaba que las sociedades que creen en la predestinación o el imperio de los dioses son menos envidiosas que las que enfatizan la libertad del individuo para forjarse su destino. Si uno cree que está predestinado a tener un coche de segunda mano, probablemente no odiará a su vecino por tener un reluciente Mercedes; sencillamente, hay que apechugar. Pero si uno considera que se merece un coche tan bueno como el del vecino, y que además podría estar a su alcance, es probable que se sienta muy frustrado, y puede que encauce esa insatisfacción resolviendo que es el vecino el que no se lo merece. La mala fe como respuesta a la frustración. Es obvio que Schoeck era profundamente reaccionario, y que estaba de parte de los que poseen Mercedes, pero eso no hace menos acertada su denuncia de la mala fe tras la que se parapetan muchos (malos) deseos.
La misma mala fe que apuntala nuestras arbitrariedades. Solo que usada desde el extremo contrario: justificándonos a la sombra de lo que es supuestamente inevitable. El magnate que contempla al pobre puede encogerse de hombros pensando que así son las cosas, que así es la vida y él no tiene la culpa de haber caído del lado triunfador. Y del mismo modo, cada uno de nosotros puede encogerse de hombros después de insultar o molestar con una salida de tono a quienes le rodean. Así son las cosas. Así soy yo. Los demás, que apechuguen.
Pero lo cierto, lo que esas fórmulas nos permiten disfrazar de fatalismo, es que las cosas son así porque así lo hemos decidido, y una elección distinta habría comportado que fuesen de otra manera. El pudiente se ha aprovechado de una sociedad en la que solo el dinero hace más dinero, a costa de apropiarse de una parte del trabajo ajeno; el rico vive del pobre, y en cierto modo es rico precisamente porque hay muchos que son pobres. No puede negar esa complicidad, no puede refugiarse detrás de la suerte, el destino o sus dotes superiores.
Lo mismo cabe decirles a quienes nos amarguen la vida. El insolente, el cínico, el maltratador, el cruel, someten a los demás a su capricho (aprovechando que se lo permiten); viven de su temor o su sumisión; ejercen un poder, en el peor de los sentidos, porque es un poder espurio, un poder tejido de la debilidad ajena. ¿Simplemente son así? Rebelémonos contra ese fatalismo de feria; hagamos que se vean obligados a ser de otra manera.

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