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Mostrando las entradas etiquetadas como Poder

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t

El poder del No

Sí o no. Blanco o negro. Uno o cero, en la notación digital, que ha logrado remitirlo todo ―textos, imágenes, sonidos…― a esa dicotomía. ¿Será, pues, la dicotomía primordial? Seguramente: se existe o no se existe, todos los dilemas se reducen a ese, como ya meditaba Hamlet enfrentado a una calavera. También Heidegger: en la presencia cabe todo porque todo está por hacer, la presencia toca el infinito porque infinitas son sus posibilidades; en cambio, para lo que no está no hay nada (lo cual es otra forma, quizá la primordial, de infinito), ni siquiera la posibilidad de estar, si la ausencia es absoluta. La nada no tiene futuro, si no es el de algo que la interrumpa (pero, ¿de dónde saldrá?), ni tampoco pasado, cuando no queda memoria (¿existe un pasado que nadie recuerda?).  Ser o no ser, esa es la cuestión. Sin embargo, se diría que el no ser tiene más fuerza. Lo negativo es un océano compacto sobre el que flota, a duras penas y siempre por poco tiempo, la excepción vertiginosa de

Responsabilidad

Vivir requiere muchos tipos de coraje: uno de ellos, estar dispuesto a equivocarse. Asumir que, más tarde o más temprano, en el lugar más inesperado, uno hará daño, y tendrá la culpa del sufrimiento de alguien, quizá de quien menos desearía. Que uno no sabrá ser siempre bueno, ni útil, ni siquiera justo, por mucho que se esfuerce. Aceptar que no todos nos querrán: porque no seremos de su gusto, porque obstaculizaremos sus designios, porque no lo mereceremos. Afrontar las propias limitaciones, las ineludibles torpezas, las asombrosas infamias. Ese es un precio que conocen bien los que optan por hacerse cargo de una responsabilidad. Dirigir es tener que elegir: más a menudo y con mayores consecuencias; es, por tanto, tener que juzgarse y ser juzgado con más rigor, y disponiendo de menos coartadas con las que escabullirse. El que está en primera fila es el primero en recibir los embates, y encima tiene que abrir el paso a los demás. El que sube al estrado se ve más, y cuenta con menos r

Prácticas prosociales y sociedad de clases

Parece obvia, y sin embargo merece revisión, la distinción entre comportamientos prosociales y antisociales. Dicho de otra manera: conductas constructivas y destructivas, siempre desde el punto de vista colectivo. También se puede hablar de beneficio y daño, aunque resulte más ambiguo, porque un beneficio aparente puede ser en definitiva restringido o dañino, y lo que se presenta como perjuicio puede resultar en un bien superior. Este juicio de los actos según sus consecuencias es abiertamente utilitarista: el mayor bien para la mayor cantidad de personas. No se nos escapan los problemas que plantea el utilitarismo. Para empezar, se podría caer en una dictadura de la mayoría, aplastando a las minorías y a los individuos. Un beneficio colectivo no debería conculcar los derechos, que son individuales y base del pacto social. Sin embargo, incluso los derechos deben ser a veces revisados o relativizados. ¿Derechos o intereses? ¿De quién y para qué? ¿Hasta dónde hay que aceptar como derec

Dirigirse con seguridad

Nada más empezar mi intervención noto que me va a costar. Titubeo. Toso, me tropiezo. Me cuesta mirar a los ojos, y en cambio siento todos los de los otros sobre mí. Digo: “No podremos hacer…” y suena como si estuviese pidiendo perdón.  Una voz me interrumpe: “Es injusto”. Otra la secunda con una puntilla: “Pero tú dijiste…” Ahí ya no sé qué responder: la verdad me desarma. Me siento tentado a ceder. Mi compañera sale al paso y me apoya ante los otros. “Pues yo no estoy dispuesta… y menos sin que me paguen… No voy a dejarme la salud”. Su tono es cortante, un punto despectivo, demasiado agresivo para mi gusto. Además, no es eso. No se trata de que nos paguen o nos dejemos la salud, como tampoco solo de justicia o de lo que dije; se trata de hacer valer el sentido común, la negociación, la posibilidad.  Temo que los asistentes le repliquen con un improperio, que alguien alce la voz más que ella, que se nos derrumbe la frágil sintonía. Sin embargo, para mi sorpresa, apenas se eleva una

Relaciones, poder y ética

La maldad es un ejercicio de poder. No hace daño el que quiere, sino el que puede. De hecho, cabría pensar que es el poder más genuino, el que se siente más a sí mismo como poder; ya que el poder es la capacidad de imponer a los otros la propia voluntad. ¿Cuándo se manifiesta más claramente esa capacidad que en las circunstancias en que se impone contra la voluntad del otro, o sea, en que le vulnera? ¿Y no es ese daño una maldad? Y la dulce, aun perversa, sensación que suele acompañar a esa maldad, ¿no surge precisamente del hecho de estar experimentando el poder con ella? Ser malo es, por tanto, ser de algún modo poderoso. ¿Seremos malos, entonces, para experimentar, para ejecutar ese poder? La venganza, por ejemplo, es un acto que busca restaurar una sensación de poder perdido, un acto de maldad que responde (¿compensa?) activamente a otro acto de maldad sufrido. El vengativo experimenta una restitución del control, que le habían arrebatado al relegarlo a la condición de víctima.

Me dicen que soy inseguro

Las relaciones humanas, en el fondo tan simples, se alambican hasta el infinito en su multiplicidad de significados y de matices. Somos muchos en uno; una endiablada red de deseos, proyectos, temores, juicios y sensaciones, a menudo contradictorios, y en buena parte inconscientes. Si no nos entendemos bien ni siquiera a nosotros mismos, ¿cómo vamos a hacernos una idea acabada de lo que son los otros, de sus motivaciones y sus reparos, sus huidas y sus defensas? Nuestros enojos deberían reservar, mientras nos quede entereza, un margen para la ternura y la compasión. Como dicen los budistas, todos queremos ser felices, todos sufrimos y todos vamos a morir: lo que nos une es siempre más que lo que nos separa. Como valor es, sin duda, un buen punto de partida, pero no nos engañemos: no hay relación sin conflicto, y no hay conflicto sin pulso de poder. Una conocida muy mañosa suele aprovechar cualquier oportunidad para lanzarme golpes bajos. Se le nota cuánto disfruta llevándome la c

Frágil democracia

A menudo sucede que las verdades más obvias son las que más necesitan que las recordemos, no sea que su misma obviedad actúe como una pátina que las enturbia en nuestra percepción. Máxime cuando los poderes usan deliberadamente los medios a su alcance para emborronarlas. Algo tan nuclear en nuestras sociedades como el propio juego democrático es sometido a perversas, implacables tergiversaciones. Las democracias burguesas funcionan como eficientes cavernas de Platón en las que el espectáculo de las sombras encubre buena parte de la realidad y mantiene distraídos a los ciudadanos. Nos conviene abrir bien los ojos. La democracia, como el derecho o la ética, es un invento humano concebido para la vida humana, un artefacto artificial que se construye y se sostiene completamente al margen de la naturaleza. Más bien cabría decir: contra la naturaleza, puesto que, en su esencia, se opone a ella, o se mantiene a pesar de ella. Puede que la tendencia a colaborar surja de un instinto, pe

Norma y normalidad

“Es un tipo normal”, se dice a menudo, y uno no sabe muy bien qué se está diciendo de él. Usado como definición, el término apenas alude a un cierto encaje en lo “habitual”, lo socialmente establecido. Como valoración, “normal” tanto puede sonarnos a elogio tibio (por contraposición a “raro”) como a leve despecho (por contraste con “especial, extraordinario”). Así que uno no sabe si desear que lo juzguen normal: por un lado, resulta tranquilizador, pero por otro parece relegarnos a la mediocridad. ¿De dónde sale la curiosa idea de “normalidad”? ¿Qué es lo “normal”? ¿Cómo se establece? ¿Y por qué nos importa tanto?

Palabra y poder

Bien mirado, el fenómeno humano de la conversación resulta asombroso. Su riqueza simbólica va más allá del mero significado de los mensajes expresados: el propio acto de conversar está lleno de sentidos y convenciones, es una interacción, quizá la interacción social por excelencia. En las pláticas se juegan, por ejemplo, complejos tanteos de poder. Cuando se están intercambiando confidencias, cada intimidad que se revela al otro es una porción de poder que se le entrega. De ahí que, inversamente, atrincherarse en el secreto constituya un intento de resguardar el propio poder: un poder, en definitiva, que se nos hace triste, pues se construye desde lo negativo ― lo que se niega al otro en conocimiento mío, lo que me niego a mí mismo en posibilidad de compartir ― , que se crece recluyendo al sujeto y perjudicando su afán de sociabilidad; pero un poder al fin, que nos hace sentir más seguros y menos expuestos. La complicidad, por el contrario, se teje con la confidencia, que es un