Parece obvia, y sin embargo merece revisión, la distinción entre comportamientos prosociales y antisociales. Dicho de otra manera: conductas constructivas y destructivas, siempre desde el punto de vista colectivo. También se puede hablar de beneficio y daño, aunque resulte más ambiguo, porque un beneficio aparente puede ser en definitiva restringido o dañino, y lo que se presenta como perjuicio puede resultar en un bien superior.
Este juicio de los actos según sus consecuencias es abiertamente utilitarista: el mayor bien para la mayor cantidad de personas. No se nos escapan los problemas que plantea el utilitarismo. Para empezar, se podría caer en una dictadura de la mayoría, aplastando a las minorías y a los individuos. Un beneficio colectivo no debería conculcar los derechos, que son individuales y base del pacto social. Sin embargo, incluso los derechos deben ser a veces revisados o relativizados. ¿Derechos o intereses? ¿De quién y para qué? ¿Hasta dónde hay que aceptar como derecho la propiedad privada, si su consecuencia es una minoría rica y poderosa que somete a una mayoría precaria y saquea el ecosistema de la nave Tierra?
Hay que partir de unas reglas de juego consensuadas, o al menos admitidas de forma general. La norma, o ley, es esencial, precisamente porque regula el intercambio, promoviendo que sea equitativo, y protege al desvalido, ahondando en una justicia igualitaria. Sin embargo, ¿es esto posible en una sociedad de clases, donde los intereses de los ciudadanos son de hecho contrapuestos? ¿Se puede llegar a normas de compromiso, que establezcan un marco adecuado para todos, dentro del cual continuar con el pulso allá donde se plantea conflicto?
Se diría que eso es lo que intentó el Estado del bienestar, ocasión histórica en la que se alcanzó el mayor grado de utilitarismo, mediante una justicia redistributiva. Hoy que la lucha de clases desbordó ese intento, al imponer de nuevo los intereses de las minorías privilegiadas, la contemplamos con cierta nostalgia y podemos caer en su idealización: dentro del capitalismo, el Estado del bienestar es a la larga insostenible, cuando aquel entra en una de sus crisis cíclicas o cuando el grado de monopolio por parte de las oligarquías es tan grande que no cabe imponerles la redistribución; y, por otra parte, la lucha por mantener el Estado del bienestar conlleva una aspiración basada en mínimos, en arrancar algunas migajas más a un pastel que sigue en manos de unos pocos. Esta mustia pretensión es todo lo que les queda a la socialdemocracia y a sus sucedáneos actuales al presentarse como izquierda progresista y justiciera, mientras no solo no cuestiona los principios de fondo del capitalismo salvaje, sino que los apuntala por sus costuras.
Desde el punto de vista utilitarista, el Estado del bienestar es una estrategia prosocial. Pero solo en teoría: la lucha de clases no deja de inclinarlo, al menos de entrada, a favor de las oligarquías. Lo mismo sucedió, y de un modo más dramático, con el socialismo tal como se implantó en la Unión Soviética o en China: la dictadura del proletariado degeneró en dictadura contra el proletariado, y dio lugar, como desecho, a una nueva oligarquía corrupta y mafiosa. A la larga, estos sistemas son dudosamente prosociales. Queda por saber cuál lo sería.
De momento volvamos a la ética, más modesta, de los pequeños actos individuales. El intercambio honrado, el respeto al diferente (siempre que no falte a los derechos y las normas generales), la convivencia pacífica, la anteposición del bien colectivo al propio, la colaboración (desinteresada o no), la cortesía, también el conflicto cuando es respetuoso, parecen conductas prosociales y útiles. Es un comienzo.
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