viernes, 25 de noviembre de 2016

¿De qué hablamos cuando charlamos?

Quiero solo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto.
Montaigne.


Ayer me encontré con un viejo conocido que, sin ser amigo, me cae bien, y siempre me gusta dedicarle un tiempo, no tanto por lo que podamos decirnos —vivimos en universos paralelos y difícilmente tendríamos en común más que una cierta sensibilidad y el compartir profesión— como por el hecho de estar un rato juntos, de dedicarnos nuestra atención y nuestra afabilidad. Esta vez yo tenía prisa y estaba de mal humor, por lo que le contesté secamente y me marché en seguida. Luego lo lamenté, pensé que su saludo cálido habría merecido otra respuesta por mi parte.
Hay personas que, aun quedándonos del otro lado de la extrañeza, imprimen pequeños retazos de calidez en la cotidianidad solitaria. Cada una discurre por su mundo y difícilmente llegaremos muy lejos en el intercambio, pero probablemente tampoco sea necesario. Nos las encontramos de vez en cuando y constituyen una ocasión para la mutua simpatía. Son como breves melodías escuchadas de paso, que luego tarareamos por un rato y en seguida olvidamos. Tal vez no pongamos demasiada autenticidad en esos encuentros, tal vez no nos sirvan de refugio o de veta de amor, y probablemente no los recordemos en el momento de la muerte. Pero nos brindan una ocasión para la bondad, un episodio de reconocimiento en medio del anonimato cotidiano, y en ese sentido, como las flores en los jardines, esparcen por el mundo aromas ligeros y presentimientos de alegría.
Así suele ser en la mayoría de los encuentros cotidianos. Al señor del bar donde me tomo mi café antes de acudir al trabajo le dedico apenas un minuto o dos: nos saludamos con una sincera sonrisa y comentamos un par de cosas sobre las noticias que están dando por la tele; ocasionalmente le pregunto por su familia, o él me pregunta por mi trabajo, nos respondemos unas pocas palabras y en seguida cada uno va a lo suyo: yo a mirar las noticias o a leer un par de páginas del libro que me acompaña en la mochila, él a atender a otro cliente.
Los bares son lugares curiosos, enclaves privilegiados de intercambio social. Tomar algo suele ser un ritual de sociabilidad, un modo de pertenecer a la tribu, aunque se haga a solas. Siempre me han sorprendido los acalorados debates que a veces se desatan entre los parroquianos. El tema es lo de menos, y entre los hombres casi siempre consiste en algún asunto convencional, que nos comprometa poco: el resultado de un partido de fútbol, la breve reseña de un chisme o despotricar de los políticos. La conversación suele discurrir entre chanzas y tópicos, y puede subir de tono repentinamente (sobre todo si hay alcohol de por medio). Luego cada cual a lo suyo, tal vez no mucho más informados, probablemente sin mucho enriquecimiento reflexivo, pero satisfechos por la ocasión de una compañía que apenas pide nada. Nos marcharemos, seguramente, un poco más impregnados de tópicos sociales, esas fórmulas o memes, como los llama Richard Dawkins, que son de todos y de nadie, y que de este modo se extienden y se van asentando como opinión compartida en la sociedad. En el rato de tomar unos tragos, a veces bastante breve, se han construido más cosas de lo que parece.
Así sucede al menos entre hombres, que somos los visitantes más asiduos de los bares, lo cual dice mucho de nuestra manera de relacionarnos. Las conversaciones entre mujeres, incluso ocasionales, suelen ser diferentes. Hay en ellas más emoción, y quizá por ello más compromiso. Las mujeres se hablan entre ellas de su vida, de sus vivencias, de sus problemas familiares, de sus enfermedades. Se diría que su objetivo no es tanto transmitir información como utilizarla de excusa para estar juntas. Quizá por eso sus conversaciones son más largas y menos convencionales. Desde los ojos de un hombre, las mujeres hablan y hablan, sin demasiado fundamento, a menudo a la vez. Lo milagroso es que son capaces de hablar y escuchar simultáneamente, prodigio casi imposible para un hombre.
No me cabe la menor duda de que, en las tribus primitivas, fueron las mujeres las que nos hicieron avanzar en la sociabilidad, las que ejercieron como columna vertebral de los grupos. Ellas, tal vez por el rol social que se les atribuyó —atención a los hijos, tareas domésticas…— exploraron el estar mientras los hombres nos afanábamos en el hacer. Imagino que ya entonces hablarían largamente, como ahora, de sus sentimientos, sus males y sus sorpresas, sus hastíos familiares y los problemas con sus hijos, mientras tejían o cocinaban. Mientras tanto, los hombres apenas tenían que intercambiar habilidades o instrucciones para la caza, y, por supuesto, medirse permanentemente mediante alardes o peleas. Los hombres, es común constatarlo, somos más simples y toscos en nuestras relaciones; las mujeres son más complejas, lo cual las honra, pero también hace sus complicidades más enmarañadas, y están unidas más estrechamente tanto por sus connivencias como por sus conflictos.
Es evidente que las mujeres hablan más y en general mejor (yo creo que debieron ser ellas las que pusieron las bases del lenguaje), pero, para mujeres o para hombres, la charla sin objeto sirve ante todo, decíamos, como instrumento (y escenario) para el vínculo. No se trata tanto de transmitir información como de habilitar un modo de estar juntos, de acompañarse, tal vez de colaborar o de establecer complicidades. Es lo que se ha llamado la función fática del lenguaje, que probablemente sea su principal función. Porque si de transferir datos relevantes se trata, a menudo las palabras no son tan eficaces como los gestos, las miradas, las actitudes y sobre todo las acciones. Y tal vez por eso en general escuchamos poco, y respondemos poco a lo que se nos dice. La mayoría de los diálogos son como trueques de fotos, sirven para presentar al otro estampas propias; de ahí que cada cual hable mucho de sí mismo sin demasiada pretensión de despertar atención ni de obtener respuesta y se detenga poco en lo que el otro dice. De ahí, también, que buena parte de las conversaciones consista en fórmulas socialmente establecidas que no tienen demasiado significado, que solo son un modo de rellenar el tiempo y articular la comunidad.
Desde un punto de vista funcional, esta característica del lenguaje resulta válida y legítima. No tenemos por qué ofendernos si el relato de nuestras tribulaciones no inspira demasiado interés en el otro, porque lo suyo tampoco nos implica demasiado. En una conversación, por superficial que sea, se está construyendo el encuentro entre dos o más personas, y en ese sentido resulta valiosa. Como dos niños que arman una casa o un coche con bloques, vamos añadiendo por turnos nuestras piezas de complicidad y tiempo compartido. Uno empieza diciendo “¿Cómo estás?”, el otro contesta “Bien”. A primera vista parece trivial, pero se han plasmado muchos mensajes implícitos: te otorgo mi atención, valoro y deseo nuestra interacción, te traslado al margen del anonimato indiferente de la mayoría… Incluso hay que resaltar que una respuesta sucinta y sin detalles (“Bien”) implica la cortesía de no inundar al otro con el relato pormenorizado de nuestros asuntos, es decir, implica un respeto hacia el otro y le transmite: “Sé, y acepto, que tu interés por mí es ocasional, que tu pregunta no conlleva una preocupación o la apertura de un espacio amplio, que lo único que esperas de mí es un intercambio afable sin mayores pretensiones. Por eso me atengo a la ley de la discreción”.
En cualquier caso, largas o cortas, convencionales o sentimentales, la mayoría de nuestras conversaciones nos suelen servir, en primer término, para estar juntos, dirimiendo todo lo que eso significa: la atracción y la simpatía, pero también el pulso de poder, las envidias y los resentimientos; en una palabra, los conflictos. Porque estar juntos tiene muchas caras, y por eso hemos tenido que inventar muchas palabras, y muy diversos modos de expresarlas. Yo, que escribo por reflexionar, a menudo me pregunto si no lo haré más bien como un modo simbólico de sentir la compañía de mi lector imaginado. Montaigne decía que escribía para sí, incluso empieza sus Ensayos recomendando que no perdamos el tiempo leyéndole: “Lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues”. Pero yo creo que no hubiera hablado tanto ni tan bien si no hubiese tenido en mente a esos testigos desconocidos. Incluso los diarios íntimos se dirigen a alguien, siquiera a ese otro yo que emerge de la interiorización de los demás. Así somos: hasta nuestros actos más secretos son sociales.

viernes, 18 de noviembre de 2016

La tensión de ocultar

La confesión generosa y libre debilita el reproche y desarma la injuria. 
Montaigne.


“Todos mienten” es el título de una película y síntesis de una realidad que empezamos a aprender pronto, con nuestras propias farsas. ¿Se puede vivir sin la mentira? Hay quien afirma que no, y es probable que tenga razón. Porque no podemos mostrarlo todo, porque la relación —lo explicó Erving Goffman— es siempre un teatro que escenifica el esfuerzo de cada cual por salir bien parado. Las personas que optan por mostrarse seguras tienen que disimular cuidadosamente sus vulnerabilidades, y las inseguras han de evitar que se note que podrían serlo más.
Eso cuesta un gran trabajo, y de ahí la ansiedad social. Todo lo oculto es siempre una tensión: esconder requiere un esfuerzo, porque lo natural es mostrar, lo natural lo que sucede por sí mismo es que todo esté a la vista de todos. Cuando una persona se ve impelida a ocultar, está tomando una decisión más grave de lo que parece, está delimitando un territorio que tendrá que defender con gran esfuerzo, porque será permanentemente asediado. Ocultar es como resistir a la expansión del universo: es contener lo que quiere desplegarse, es reprimir lo que quiere esparcirse, es retener lo que quiere escaparse. Es, ante todo, negarse al mundo, que quiere desnudarnos, contraviniéndolo con nuestro esfuerzo por sostener la vestimenta con la que nos cubrimos.
Es más: esa conspiración del mundo por desvestirnos se nos cuela dentro y se convierte en un verdadero enemigo interior, que puede traicionarnos y al que hay que vigilar. Cuando mantenemos un secreto, hará falta mucha atención y mucho trabajo para que nuestras palabras, nuestros gestos, nuestro mero vivir no desvele algún detalle sospechoso, para que no nos comprometa a revelar otro poco, no nos impulse a hablar de más. Pues cuanto más hablemos, lógicamente, más difícil será mantener a salvo lo silenciado.
Por eso la mentira, que es una ocultación, requiere tanto esfuerzo. Hay mentiras leves, casi imprescindibles, y mentiras excesivas, y distinguirlas no es una sabiduría menor. Mentir es remar contra corriente, es ofrecer una verdad fraudulenta a cambio de la verdad verdadera. Ésta, que cae por su propio peso, tenderá siempre a escurrírsenos por las grietas de la que hemos inventado para suplantarla, y eso nos obligará a seguir inventando, tapar una grieta tras otra, simular veracidad en cada nueva incoherencia, valiéndonos de nuevas mentiras, que se encadenan hasta alcanzar un grado de complejidad que ya no podemos manejar. Hay mentiras grandes y brillantes, mentirosos excelsos, y estructuras enteras de la sociedad dotadas de poder para sostener las complejas arquitecturas de la mentira; pero siempre alentará en ellas una amenaza, una vulnerabilidad de fondo, que las hará propensas a derrumbarse cuando uno de sus elementos escape al control.
Las más frecuentes son las que nos contamos a nosotros mismos; y éstas son, a la vez, las más difíciles de sostener. Para llegar a creer que somos lo que no somos, que valemos lo que no valemos o que cumplimos condiciones que en el fondo rechazamos, nos vemos obligados a echar mano de artificios insólitos, a menudo retorcidos, y siempre de algún modo fallidos. Ese esfuerzo por ocultar consume una buena parte de la energía de nuestra vida, y casi nunca para hacernos mejores. En tanto que mentirosos, estamos condenados a vivir atemorizados por la mayor de las amenazas: que acabe triunfando la verdad y no tengamos más remedio que encararla. Cuando los griegos recomendaban conocerse a uno mismo, quizá estaban aconsejando que desistiéramos de ese juego tan costoso y tan vano, y que sucumbiésemos con entereza a nuestra verdad.
El hombre solo es dueño de sus mentiras mientras no ha terminado de pronunciarlas. Desde ese momento, los artificios instituyen un orden propio y, a la vez que nos benefician con sus posibles ventajas, nos sojuzgan con su creciente poder. Como el monstruo de Frankenstein, escapan a su dueño e imponen sus reglas, siguen su propio camino y, al tomar la delantera, no nos dejan más opción que irles a la zaga. La vida, inevitablemente, tiene que contar ya con su presencia; hubieran prestado o no un servicio, ahora nos ponen al suyo. No hay modo de escapar, como no sea encarándolas, invalidándolas, sustituyéndolas de nuevo por la verdad, restaurando el mundo anterior a ellas. Pero, incluso así, después de su paso, el mundo ya no es el mismo: algo se ha roto, algo se ha perdido, algo puede haber muerto estrangulado por sus manos. Y, bien mirado, no es culpa de la mentira: todo en la vida es así, todo nos gasta y nos derrota; si la falsedad lo hace con más saña, es solo porque nos impone un tributo cada vez mayor.
Una mentira es un acto creativo, quizás el acto creativo por excelencia, puesto que no aspira a interpretar la realidad, sino a reemplazarla, a relegarla a segundo plano, por debajo de esa irrealidad que quiere suplirla por un mero ejercicio de voluntad. El hombre consuma así su papel prometeico de artífice, no ya de su propio destino, sino del mundo mismo. Si la mentira es un pecado, lo es precisamente por ese instante de soberbia en que pretende usurpar el atributo divino de la creación.
Pero se trata de una rebelión fallida, una usurpación fracasada. En ese acto supremo de creación, el hombre se da de bruces con sus límites: la pretendida grandeza no era más que una comedia; el hombre se descubre como un mero impostor. Su obra se le escapa entre los dedos: no es más que un decorado, un artificio, una fantasía. “El hombre es un dios cuando sueña”, proclamó Holderlin, pero Calderón, más cauto, le replica desde el escenario: “Y los sueños, sueños son”. La mentira, al final, no cambia nada —salvo en nosotros, y casi siempre para peor—, se desmorona bajo el peso de la facticidad.
La mentira es también un acto de libertad, pero que se agota en sí mismo y que, irónicamente, se transforma en la peor prisión. Cuando damos a la mentira el poder sobre la realidad, le entregamos también la soberanía sobre nosotros. Máquina formidable y espantosa que ponemos en marcha, y que en seguida funciona por su cuenta y nos rebasa y nos arrastra. Se elige la primera mentira, tal vez, pero ella es la que nos reclama, como una ley, todas las que vendrán detrás. Por eso liberarse es regresar a la verdad, por eso dejar de mentir, por caro que cueste, es un descanso, como expresa tan bien Juan en la película Muerte de un ciclista; eso sí, rescatar la verdad tiene su precio, que en algunos casos, como el de Juan —y él lo sabe—, es ciertamente grande; más oneroso cuanto más nos haya alejado la mentira del duro suelo de la realidad. Y hay quien, como el otro Juan de Calle Mayor, no se atreve a pagarlo, y prefiere mantenerse en un limbo de remordimientos e indecisiones que pueden considerarse, en definitiva, cobardía.
La anatomía de la mentira que nos revela Calle Mayor refleja bien el proceso de deterioro del yo con el que la falsedad y la ocultación van socavando al mentiroso, que va perdiéndose a sí mismo a medida que añade leña a su ficción. El que miente queda alienado, obligado a ser cada vez más el personaje y cada vez menos la persona. La mentira no solo provoca un conflicto ético: ante todo comporta un conflicto de identidad. Uno descubre en sí a un intruso, que gana terreno lentamente a costa del yo auténtico, ese que uno creía o esperaba ser. Y lo peor es que el intruso es el que gana, es el que tiene opción de expresarse y realizarse, mientras que el genuino se ve obligado a replegarse, a cederle el sitio y el ser.
La carencia que instaura la mentira es existencial: el mentiroso ve reducida su existencia, condenada a la clandestinidad; se ve privado de intercambios y testigos, es decir, se ve relegado a un aislamiento equiparable al de un secuestro. Y, tal vez sin darse cuenta, como no puede ser de otra manera, acaba por encontrar en el personaje un enemigo, empieza a odiarlo y a conspirar secretamente contra él. Toda mentira, toda ocultación, conlleva un juego esquizofrénico, que nos divide entre lo que pretendemos ser y lo que somos. Que la distancia no sea excesiva, y sobre todo que no confundamos ambas cosas, es algo tan difícil como necesario, si no queremos ser las víctimas de nuestras mentiras y que acabemos por olvidar aquello que ocultamos.

sábado, 12 de noviembre de 2016

El insoportable espesor del ser

L
a contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
Milan Kundera

Gozó celebridad, al menos en su momento, la novela de Kundera La insoportable levedad del ser. Brillante y sugerente título para una obra buena que hubiera merecido serlo más. Pincelada que resume el existencialismo: rebeldía angustiada del ser ante su liviandad, la inminencia de dejar de ser. ¿Qué resulta más asombroso, la improbable excepción de la existencia (que parece haber sucedido a pesar de tenerlo todo en contra, que se alza como una inaudita anormalidad, ya que lo más probable, con diferencia, es no existir), o el hecho de que, una vez acontecida, esté llamada al olvido, a la insignificancia, devorada de nuevo por la enormidad de la nada? Si algo sucede, parece que debería suceder para siempre, y esa es la paradoja del tiempo, padre de todos los cambios, Cronos creador y devorador; y es quizá el meollo de la idea de Dios: o se existe siempre (se está fuera del tiempo), o existir resulta irrisorio, desvaído, casi ofensivo. Bien está que yo no haya sido nada, pero una vez he sido algo, ¿cómo es posible que deje de serlo para siempre?
Si uno se para a pensar en la duración de la nada futura, la nada interminable que se prolongará después de la muerte, no puede dejar de sentirse abrumado por el vértigo y la angustia. El ser consciente de sí mismo aspira a perdurar, a seguir más allá, a no cejar en su condición de ser, que es la única que tiene. El deseo de ser no tiene límite, no se puede querer existir a medias. Sin embargo, puesto que el ser es tiempo, y no hay ser sin tiempo, el ser incluye en sí mismo el destino, incluso el requerimiento, de agotarse en el no ser. Para que algo pueda empezar, todo tiene que terminar. Creo que era eso lo que quería decirnos Heidegger al calificarnos de ser-para-la-muerte. Así que nos debatimos entre la angustia por la certeza del fin y una posible añoranza secreta de cumplir nuestra condición, que es consumirnos.

Una vida interminable, una existencia sin la perspectiva de acabar en algún momento: eso sí que nos resultaría insoportable. Un existir que se alargara y se alargara, que se apiñara sobre sí mismo y no palpase sus límites por mucho que se extendiera: ¿no sería eso la mayor monstruosidad? Puede que nos sirva como fantasía para consolarnos de  la muerte, pero difícilmente nos valdría para vivir.
Borges especuló con el horror de la eternidad. “Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”, fabula en El inmortal, y concibe con perspicacia la vertiginosa banalidad de un tiempo sin límite: “Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes”. Por otra parte, lo eterno no admite novedad, puesto que cada cosa habría sucedido ya y volvería a suceder, un número infinito de veces. ¿Qué encanto podría tener ningún esfuerzo si nos llevara otra vez al principio, un ir que consistiera en volver? Al anular la sorpresa, la amenaza, la excepción, quedamos condenados al mero hastío; un acontecer perpetuo valdría como la quietud absoluta, un tiempo infinito equivale a la ausencia de tiempo: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. La intensidad de la vida reside en su precariedad, su provisionalidad, el temblor de su frágil materia llamada al colapso.
Un ser interminable no se vería más que a sí mismo (y si fuera interminable no habría nada más, puesto que inundaría toda la existencia). Estaría incapacitado para el amor, como Narciso al contemplarse en el estanque. ¿Para qué otro, si todo lo que concibo soy yo, si todo lo que existe en mí, que soy todo, soy yo? ¿Valdría la pena una vida sin amor, el insidioso recuento de uno mismo? Del mismo modo que soñamos con ser eternos, y lo que nos asombra es la muerte, nuestro ego sueña también con expandirse sin medida, y vivimos con la identidad herida por la humillación de sus límites. Pero, bien mirado, lo extraño y lo insoportable no es el límite, sino la infinitud, que incluso como mera idea provoca náuseas.
Nietzsche le dio la vuelta a esa idea y le imprimió otro sentido al entenderla como un eterno retorno. La eternidad existe, pero solo como repetición; es un acontecer cerrado que reitera sin cesar el mismo motivo, como el día de la marmota en la película Atrapado en el tiempo, pero sin opción al menor cambio, ni siquiera en uno mismo; de hecho: sin que uno mismo sea consciente. Una propuesta así hincha de trascendencia cada instante, es como un empacho de magnitud. Provoca un cortocircuito en la libertad: al tiempo que la invalida (puesto que no puedo hacer otra cosa que repetir), la eleva a lo absoluto (puesto que lo que elija se repetirá sin fin). Esta otra infinitud lineal no contiene menos peso Nietzsche la llamó “la carga más pesada” ni menos pavor que la inmortalidad abigarrada de Borges. Por lo menos, esta incluye la opción de volver a ser mortal: si hubo un río cuya agua confirió la primera, habrá otro que dispense la segunda. De la eternidad de Nietzsche, en cambio, no se puede escapar.
A Kundera le parece que el eterno retorno otorgaría a las cosas su verdadero relieve, ya que la fugacidad es una “circunstancia atenuante” que “nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina”. Sin embargo, parece una visión muy poco compasiva con la precariedad humana. Somos seres ignorantes y sufrientes: resultaría cruel condenarnos a repetir una y otra vez nuestros errores y nuestras mezquindades. En cierto modo, merecemos esa nostalgia que repugna a Kundera. Hitler debe ser inculpado, pero una sola vez y para siempre; en algún punto de la condena hay que perdonar, o estaremos a su altura de lo monstruoso. La grandeza de la película Atrapado en el tiempo es, precisamente, que da la oportunidad de aprender y corregir, lo cual es casi redimirse.

Retomando el título de su libro, podríamos replicar a Kundera que lo insufrible no es la levedad, sino el espesor. La levedad puede sobrellevarse, porque es la característica de todas las cosas; es lo familiar, lo que la vida nos ha enseñado desde el incierto pecho de nuestra madre, que nunca curaba definitivamente el hambre. Desde entonces, todas las hambres y todas las saciedades se revelaron siempre provisionales. La levedad, que nos parece triste, en realidad nos alivia: del peso de demasiados días que se suman, demasiados abatimientos que se apelmazan, demasiados entusiasmos que nos extenúan, demasiado yo que se repite. Nunca querríamos irnos, siempre pediríamos un día más, pero quiero creer que, cuando llegue el momento de consumirnos y verternos en la ceniza, lo haremos con algo de contento: la satisfacción de descansar, como cantaba Jorge Manrique, de que se cumpla un capítulo y entre aire fresco en esa parte del mundo que ocupábamos. Vivir es demasiado oneroso para que se prolongue sin fin.
¡Cuánta sabiduría hay en dormitar, en charlar sin objeto (preferiblemente riendo), en vagar mirando escaparates, tomar un café, jugar con nuestros hijos, hacer el amor! ¿Qué sentido tiene ese delirio por lo productivo, ese desprecio de lo supuestamente inútil? Arrogantes, lo llamamos perder el tiempo, cuando todo tiempo es para perderlo y mejor si fluimos por él casi sin darnos cuenta, como de pasada, como en un sueño. Epicuro solo aspiraba al regocijo de un trozo de queso y de la compañía de los amigos; y cuando estos faltaban, se contentaba con su recuerdo. Por eso los niños y los viejos son los más sabios: porque son los menos condicionados por la manía del rendimiento, y saben que todo en su vida es importante, pero nada es serio.
Se replicará que a veces hay que luchar: porque es lo justo, o porque es lo épico, y también necesitamos la justicia y la épica. Y es cierto: no solo somos criaturas del tiempo, también lo somos del proyecto, o más bien una cosa lleva a la otra. Pero a veces nos tomamos los entusiasmos y las indignaciones demasiado a pecho, y olvidamos que ninguno tiene valor por sí mismo, solo el que nosotros le damos.  Los principios éticos se agotan en la frontera de la muerte. Así, cuando nos esforcemos, hagámoslo con frescura, con alegría, con amor, y recordando que al final siempre acabaremos perdiendo. Nietzsche amaba los excesos de la épica, pero a cambio estaba dispuesto a pagar su precio en soledad, en dolor, y es probable que sucumbiera sin reparo a la locura. El que prefiera no sucumbir bajo la épica, mejor que se eduque en el desprendimiento. 
Tal vez si admitiéramos nuestra insignificancia nos haríamos la vida más amable, y se la haríamos a los demás. Encajaríamos mejor el dolor, la enfermedad y la muerte, que forman, en definitiva, parte de la vida. Eso sí sería querernos un poco a nosotros mismos, como pedía Alain (y ni siquiera aquí hacen falta excesos). Hay que preferir una vida ligera. La pesadez del ser es lo que resulta insoportable.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Luces y sombras de la compasión

¡Qué fácil es sentir afecto por aquel a quien compadecemos! ¡Qué fácil es ver sus partes buenas, evocar sus recuerdos entrañables, entender sus razones! Incluso amarlo. ¡Qué fácil es amar los amores perdidos!
Nos enteramos de una enfermedad, de un revés aciago, de una pérdida económica, y la pena suaviza nuestras viejas rencillas, nuestras antipatías inconfesadas, nuestros resentimientos. Alquimia del dolor: no es que dejen de estar ahí, pero pasan a un segundo plano y es como si perdieran importancia, como si de repente se vieran empequeñecidas por la rotundidad del sufrimiento, que a todos nos iguala, como han cantado los poetas. Lástima que tengamos que esperar a ver sufrir para que se despierten nuestra empatía y nuestra solidaridad, pero bienvenidas sean aunque hayan tardado.
Sin embargo, ¿a qué se debe realmente ese cambio en nuestra actitud? ¿Es porque compartimos la pena, o más bien porque la nueva topografía relativa nos deja en un lugar mejor con respecto al otro? La vulnerabilidad del otro revela una cierta supremacía en nosotros. El viejo enemigo, el antipático vecino, que nos humillaban con su suerte o su altivez, se ven remitidos a la impotencia de lo humano. También ellos fueron heridos por la vida, también ellos están sometidos a la ley de la merma, de la enfermedad, de la muerte, esa que según Heidegger constituye nuestra más profunda esencia. Vivir es perder, es estar siempre expuesto “a ser trizado, ¡zas!, por una bala”, como escribe Blas de Otero y canta Paco Ibáñez.
Solemos olvidarlo en nuestras cuitas cotidianas, y quizás hagamos bien, o de lo contrario la angustia nos paralizaría. Solemos levantarnos cada día como un día más, una jornada en la que reinará lo acostumbrado, que nos aburre pero también nos tranquiliza. Y en la tensión de los poderes y en las pequeñas batallas con todos los que nos rodean, a veces creemos ganar, y eso nos hace sentirnos más grandes, y otras veces perdemos, y eso parece disminuirnos. Lo primero lo anotamos en la lista de los gozos, porque, nos lo explicó Spinoza, el hombre que constata su poder se alegra; sin embargo, deja arañazos en la piel del prójimo. Lo segundo nos araña a nosotros, y tenemos que odiar un poco a quien nos lo hace sentir, para no odiarnos a nosotros mismos.
Sin embargo, la fortuna es una rueda, como nos recordaban los clásicos. Spinoza lo relata con precisión: ahora sucede algo que nos crece, a continuación algo que nos disminuye, y vivimos así sumidos en una montaña rusa de afectos buenos y malos según nos vayan las cosas. Creímos ser mejores que aquel, y resultó que él llegó más lejos, y algo en nosotros se da cuenta de lo vana que era nuestra arrogancia. Y en cuanto a aquel otro al que no perdonábamos que se las diera de superior, de repente somos testigos de su menoscabo, y entonces no solo se hace fácil perdonarle —puesto que ya no es un enemigo—, sino que incluso podemos compadecerle y exclamar: “¡Pobre!” No digo que ahí no haya una tristeza sincera —la tristeza de la empatía, de comprender que esa pobreza que vemos en el otro es también la nuestra, de presentir en el sometimiento ajeno aquel que nos desgasta a nosotros—, pero es obvio que también hay algo de desquite o reequilibrio. Y nuestra compasión suele contener vetas de ello; por eso se nos hace tan fácil, por eso incluso nos complace. Por eso procuramos pasar de puntillas por nuestros propios males cuando nos ponen en desventaja, y sin embargo nos prodigamos en los ajenos.
No siempre es así. El dolor propio puede ser cultivado, convertido en una estampa que revelamos a la menor oportunidad. El depresivo se ceba evocando una y otra vez lo que le hace sufrir. ¿Por qué un comportamiento tan aparentemente contrario a la propia entereza, a esa alegría que se supone que preferimos todos? Tal vez porque enmascara así dolores o amenazas superiores: padecer con un guion preestablecido para no afrontar tormentos más aterradores. O como coartada para no tener que afanarse en cambios demasiado difíciles. O como ensañamiento en viejas querellas (porque nuestro sufrimiento hace sufrir a los que nos quieren, o lo haría si estuvieran presentes). Pero cuando esas mortificaciones se hacen públicas, cuando se despliegan como un espectáculo, a menudo están llevando un mensaje a los demás: “No me ataquéis, no me temáis, no me odiéis, no me ignoréis; mirad cómo sufro: necesito vuestra delicadeza, vuestra protección; necesito que me toleréis lo que no soléis tolerar, que me deis vuestra comprensión y vuestros cuidados”. Los psicólogos lo saben bien, lo llaman facilitar la afiliación. Los más fuertes la ganan con sus méritos; pero también se puede inspirar con los fracasos, puesto que estimulan la simpatía y el amparo.    
Simpatía y amparo: qué fáciles se nos hacen cuando nos sentimos superiores. Y siempre hay algo de sensación de superioridad ante el dolor ajeno. En definitiva, comprobar que todos sufrimos promueve la solidaridad, la amabilidad, el perdón, y todo eso nos une y es bueno. La mayoría no queremos demasiada ayuda, porque nos hace sentir impotentes, ni demasiada compasión, porque nos humilla; una vez más, todo en su justa medida, todo en su momento adecuado. Los reclamos de ayuda persistentes también pueden acabar por sugerirnos un abuso, y vernos obligados a compadecer nos fatiga, nos molesta y despierta el menosprecio. Pero, sin llegar a esos extremos, seguramente necesitamos la compasión para desplegar nuestra humanidad.
Rilke concebía el amor como la mutua protección de dos almas solitarias; proteger implica la conciencia de la vulnerabilidad. Sufrir y ver sufrir —si no es en demasía, si no es por mucho tiempo— nos hace menos solitarios, nos impulsa al acercamiento y al abrazo. Si uno cae, el otro le ayuda a levantarse: aunque se alegre de no ser él quien ha caído, sabe que un día será al revés.