¡Qué fácil es sentir
afecto por aquel a quien compadecemos! ¡Qué fácil es ver sus partes buenas, evocar
sus recuerdos entrañables, entender sus razones! Incluso amarlo. ¡Qué fácil es
amar los amores perdidos!
Nos enteramos de una
enfermedad, de un revés aciago, de una pérdida económica, y la pena suaviza
nuestras viejas rencillas, nuestras antipatías inconfesadas, nuestros
resentimientos. Alquimia del dolor: no es que dejen de estar ahí, pero pasan a
un segundo plano y es como si perdieran importancia, como si de repente se
vieran empequeñecidas por la rotundidad del sufrimiento, que a todos nos
iguala, como han cantado los poetas. Lástima que tengamos que esperar a ver
sufrir para que se despierten nuestra empatía y nuestra solidaridad, pero
bienvenidas sean aunque hayan tardado.
Sin embargo, ¿a qué se
debe realmente ese cambio en nuestra actitud? ¿Es porque compartimos la pena, o
más bien porque la nueva topografía relativa nos deja en un lugar mejor con respecto
al otro? La vulnerabilidad del otro revela una cierta supremacía en nosotros. El
viejo enemigo, el antipático vecino, que nos humillaban con su suerte o su
altivez, se ven remitidos a la impotencia de lo humano. También ellos fueron
heridos por la vida, también ellos están sometidos a la ley de la merma, de la
enfermedad, de la muerte, esa que según Heidegger constituye nuestra más
profunda esencia. Vivir es perder, es estar siempre expuesto “a ser trizado,
¡zas!, por una bala”, como escribe Blas de Otero y canta Paco Ibáñez.
Solemos olvidarlo en
nuestras cuitas cotidianas, y quizás hagamos bien, o de lo contrario la
angustia nos paralizaría. Solemos levantarnos cada día como un día más, una
jornada en la que reinará lo acostumbrado, que nos aburre pero también nos
tranquiliza. Y en la tensión de los poderes y en las pequeñas batallas con
todos los que nos rodean, a veces creemos ganar, y eso nos hace sentirnos más
grandes, y otras veces perdemos, y eso parece disminuirnos. Lo primero lo
anotamos en la lista de los gozos, porque, nos lo explicó Spinoza, el hombre
que constata su poder se alegra; sin embargo, deja arañazos en la piel del
prójimo. Lo segundo nos araña a nosotros, y tenemos que odiar un poco a quien
nos lo hace sentir, para no odiarnos a nosotros mismos.
Sin embargo, la
fortuna es una rueda, como nos recordaban los clásicos. Spinoza lo relata con
precisión: ahora sucede algo que nos crece, a continuación algo que nos
disminuye, y vivimos así sumidos en una montaña rusa de afectos buenos y malos
según nos vayan las cosas. Creímos ser mejores que aquel, y resultó que él
llegó más lejos, y algo en nosotros se da cuenta de lo vana que era nuestra
arrogancia. Y en cuanto a aquel otro al que no perdonábamos que se las diera de
superior, de repente somos testigos de su menoscabo, y entonces no solo se hace
fácil perdonarle —puesto que ya no es un enemigo—, sino que incluso podemos
compadecerle y exclamar: “¡Pobre!” No digo que ahí no haya una tristeza sincera
—la tristeza de la empatía, de comprender que esa pobreza que vemos en el otro
es también la nuestra, de presentir en el sometimiento ajeno aquel que nos
desgasta a nosotros—, pero es obvio que también hay algo de desquite o reequilibrio.
Y nuestra compasión suele contener vetas de ello; por eso se nos hace tan
fácil, por eso incluso nos complace. Por eso procuramos pasar de puntillas por
nuestros propios males ―cuando nos ponen en desventaja―, y sin embargo nos
prodigamos en los ajenos.
No siempre es así. El
dolor propio puede ser cultivado, convertido en una estampa que revelamos a la
menor oportunidad. El depresivo se ceba evocando una y otra vez lo que le hace
sufrir. ¿Por qué un comportamiento tan aparentemente contrario a la propia
entereza, a esa alegría que se supone que preferimos todos? Tal vez porque
enmascara así dolores o amenazas superiores: padecer con un guion
preestablecido para no afrontar tormentos más aterradores. O como coartada para
no tener que afanarse en cambios demasiado difíciles. O como ensañamiento en
viejas querellas (porque nuestro sufrimiento hace sufrir a los que nos quieren,
o lo haría si estuvieran presentes). Pero cuando esas mortificaciones se hacen
públicas, cuando se despliegan como un espectáculo, a menudo están llevando un
mensaje a los demás: “No me ataquéis, no me temáis, no me odiéis, no me
ignoréis; mirad cómo sufro: necesito vuestra delicadeza, vuestra protección;
necesito que me toleréis lo que no soléis tolerar, que me deis vuestra
comprensión y vuestros cuidados”. Los psicólogos lo saben bien, lo llaman
facilitar la afiliación. Los más fuertes la ganan con sus méritos; pero también
se puede inspirar con los fracasos, puesto que estimulan la simpatía y el
amparo.
Simpatía y amparo:
qué fáciles se nos hacen cuando nos sentimos superiores. Y siempre hay algo de sensación
de superioridad ante el dolor ajeno. En definitiva, comprobar que todos
sufrimos promueve la solidaridad, la amabilidad, el perdón, y todo eso nos une
y es bueno. La mayoría no queremos demasiada ayuda, porque nos hace sentir
impotentes, ni demasiada compasión, porque nos humilla; una vez más, todo en su
justa medida, todo en su momento adecuado. Los reclamos de ayuda persistentes también
pueden acabar por sugerirnos un abuso, y vernos obligados a compadecer nos
fatiga, nos molesta y despierta el menosprecio. Pero, sin llegar a esos
extremos, seguramente necesitamos la compasión para desplegar nuestra
humanidad.
Rilke concebía el
amor como la mutua protección de dos almas solitarias; proteger implica la
conciencia de la vulnerabilidad. Sufrir y ver sufrir —si no es en demasía, si
no es por mucho tiempo— nos hace menos solitarios, nos impulsa al acercamiento
y al abrazo. Si uno cae, el otro le ayuda a levantarse: aunque se alegre de no
ser él quien ha caído, sabe que un día será al revés.
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